El profesor Eliot tuvo una extraña sensación a la mañana siguiente, cuando entró en su estudio privado, situado en la entreplanta entre los pisos segundo y tercero del Instituto. Cuando se extendió la noticia de la última catástrofe y el claustro se enteró de que se atribuía el desastre a la explosión de calderas por toda la ciudad, ordenaron a Darwin Fogg que apagara todas las máquinas en el cuarto de calderas y cancelaron las clases del día siguiente. El edificio estaba vacío, pero Eliot no se sentía solo.
El caos en el que se encontraban la ciudad y el Instituto había llegado en un momento oportuno. Plegados dentro de su maletín químico alargado, llevaba los últimos documentos financieros, confidenciales, elaborados por la Corporación de Harvard.
A Eliot le desagradaba tener que andar con subterfugios. Pero era indudable, sobre todo ahora, que el Instituto necesitaba una visión y nuevos cimientos para sobrevivir. Había tanta lealtad ciega a Rogers que, a veces, Eliot tenía la sensación de ser el único de la docena de miembros del claustro que tenía los ojos abiertos, aparte de unos cuantos simpatizantes repartidos en silencio, como su colega Francis Storer, profesor de su misma materia y coautor con Eliot de un manual de química que podía revolucionar el campo, pero un hombre que, por desgracia, carecía de la fuerza de voluntad necesaria para actuar. Eliot, a diferencia de algunos otros, pensaba que el Instituto no era solo una manifestación educativa de Rogers. Ni tampoco consistía solo en los quince miembros de la promoción de 1868, ni, puestos a ello, en los treinta y cinco hombres (y la descaminada joven) de los otros tres cursos. El Instituto era sobre todo sus futuros estudiantes, las generaciones del mañana.
—¡Santo cielo! —gritó Eliot con un sobresalto que le hizo levantarse de la silla casi nada más encender las lámparas y sentarse detrás de su mesa. En un oscuro rincón del estudio estaba William Barton Rogers, apoyado con todo su peso en el bastón y en una silla que había detrás de él. Sus enérgicos rasgos parecían más suaves y su piel, pálida y seca—. Pero, mi querido rector, ¿es usted de verdad? —preguntó de forma algo estúpida—. ¿Está bien?
—No —dijo Rogers, mientras meneaba la cabeza con tristeza y se apoyaba un dedo en el labio inferior. Los gestos de Rogers siempre parecían metódicos, propios de un hombre acostumbrado a estar en el escaparate público—. He pedido a la señora Rogers que me trajera aquí en cuanto hemos vuelto de Filadelfia. Los médicos me dijeron que no debía ir a ninguna parte y, desde luego, no a Boston en estos tiempos convulsos. Así que, sí, estoy aquí y no estoy bien. ¿Sabe usted, mi querido Eliot, que tardaron más de cuarenta minutos en sacarme de casa de mi hermano? Por no hablar de lo que ha sido sortear el último éxodo de carruajes y jinetes que salían de Boston en pleno pánico. Llevo aquí más de una hora.
—No debe forzarse en un día como hoy, después de lo que sucedió en la ciudad ayer. ¡Y que le hayan tenido que subir tantos tramos de escaleras en brazos!
—Pero había que hacer algo —dijo Rogers frunciendo el ceño.
—Supongo que todo el claustro se reunirá en su despacho para la ocasión —dijo Eliot como una especie de sugerencia.
—No —replicó Rogers—. No sin que usted y yo hablemos antes del tema de Harvard.
Eliot hizo una pausa y apartó la mirada, pero luego, con una expresión firme y deliberada, miró al rector a los ojos.
—Ya veo que ha hablado con el joven señor Hoyt.
Rogers levantó una sola ceja plateada.
—¿Edwin Hoyt? En absoluto. Recuerde que muchos de los leales simpatizantes financieros del Instituto mantienen relaciones con Harvard también. Antes de mi reciente ataque, llevaba varios meses oyendo vagos detalles sobre la propuesta que estaba desarrollando usted, aunque no he tenido el placer de leerla en persona. Debo suponer que, durante mi enfermedad, usted ha reafirmado su empeño.
—Rector Rogers, comprendo muy bien que usted no esté de acuerdo y que le parezca mal lo que hago. Pero, por favor, entienda que deseo esta unión por el bien del Instituto. Imagínese, una gran universidad, no un colegio universitario que tiene que luchar a diario para pagar a sus profesores y tiene que rogar a sus alumnos que paguen las matrículas a tiempo para poder recibir este tipo de educación. No tenemos por qué seguir siendo el refugio de estos estudiantes, de los haraganes y los desechos de otras universidades mejores, acoger a unos jóvenes que carecen del talento y la energía para estar en otro sitio, cuya pereza y cuya estupidez envenenan nuestras aulas. Véalo en este sentido. Con todo lo que está ocurriendo fuera, con los oscuros nubarrones que ayer se ennegrecieron aún más, todavía podemos salvar nuestro Instituto.
—¿Salvarlo?
—Sin duda se dará cuenta de la terrible posición en la que nos encontramos, mi querido rector. Nuestro colegio es un cadáver, y siento decir que usted y otros miembros del claustro han hecho oídos sordos durante demasiado tiempo a mis sinceras advertencias. La educación técnica es la más cara de todas, con todo el material que se necesita. Creo que, si reflexiona, comprenderá mi punto de vista.
—Seré sincero y le diré, profesor, que estoy convencido de que esa relación con Harvard perjudicaría de forma inequívoca al Instituto, que debe su vida, en gran parte, al hecho de ser independiente de otras instituciones, tanto en su programa educativo como en su dirección. Ninguna aportación de dinero, ningún apoyo, justificarían cambiar eso. Me pregunto si lo que de verdad desea es llevar el Instituto a Harvard o, más bien, volver usted a Harvard, y quiere utilizar el Instituto como arma a su servicio.
Rogers movió el bastón y se apartó de la silla mientras hacía la acusación. Por lo menos iba a terminar el incómodo encuentro. Eliot dio un paso para ayudar al anciano, pero se detuvo de pronto.
—¡Rector Rogers! —detrás de Rogers, sobre la silla, había cinco cartuchos de dinamita atados en un fajo—. ¿Qué es eso?
—Setenta y cinco por ciento de nitroglicerina, veinticinco por ciento de sílice poroso —dijo con una sonrisa irónica que le iluminó el rostro—. Mejor que el mítico fuego griego. Desde que leí la ponencia que el señor Nobel presentó en la última reunión de la Asociación Británica, he tenido deseos de prepararla. Un solo cartucho puede romper hasta un bloque de granito. Extraordinario, ¿no le parece?
Eliot cruzó los brazos y le miró indignado.
—Rector Rogers, exijo saber por qué ha traído dinamita a mi estudio.
—Porque quiero que comprenda, Charles, sin la más mínima duda, que preferiría volar este edificio en pedazos que poner un solo ladrillo del Instituto de Tecnología o mi prole de hijos adoptivos en manos de la Corporación de Harvard. Si tengo que morir, al menos moriré con mi equipo.
—¡Esto constituye una amenaza física! —la voz de Eliot sonaba chillona y temblorosa—. Sepa usted, rector Rogers… —el profesor de química soltó una exclamación cuando Rogers posó descuidadamente una mano sobre la silla en la que estaba la dinamita.
—Deje ya de lloriquear, Charles.
—¡Si mantiene su rumbo actual, todo este Instituto se verá reducido a una mancha en los libros de historia! ¿De verdad cree que cualquier cosa que haga ahora puede salvarlo?
—Tal vez no. Pero no he perdido la esperanza de haber contribuido en una mínima parte a inspirar a otro que quizá lo esté haciendo en estos precisos momentos.
—¿Qué quiere decir?
Rogers dio el tema por terminado con un gesto de la mano.
—Es un magnífico profesor de química y estaré encantado de tenerle aquí mientras quiera. Pero, si quiere ir a impartir clase en Harvard, siéntase libre de irse cuando quiera. Creo que conoce el camino para ir al otro lado del río. Ahora, ya sabe, Harvard es Harvard, Cambridge es Cambridge, Boston es Boston, y el Instituto es el Instituto, y así van a seguir. Le dejo en su estudio.
Eliot no pudo hacer más que quedarse mirando asombrado a Rogers, que salía a paso lento de la habitación.
—¡Espere! No puede dejarme esto —exclamó.
—Creo que la tarea de desmantelarla le parecerá un magnífico ejercicio mental, profesor.
* * *
Mientras subía poco a poco las escaleras desde el despacho de Eliot, el rector Rogers reflexionó sobre la conversación que había mantenido con Runkle a primera hora de la mañana. Antes de ir al Instituto, había pasado por casa de Runkle para asegurarse de que su familia y él no habían resultado heridos en el último incidente. Los encontró tranquilos y vio que Runkle se recuperaba bien de sus heridas anteriores. El médico le dijo que, en su opinión, Runkle iba a recuperarse por completo, pero que tardaría varios meses, sin duda.
Tuvieron un momento a solas mientras la esposa de Runkle iba a buscar agua, y entonces Runkle pidió a Rogers que se aproximara y susurró:
—La policía no es la única que investiga lo sucedido en la ciudad. Mansfield, quizás ayudado por uno o más amigos, está intentándolo.
Fue lo único que pudo decir antes de que la señora Runkle volviera, pero Rogers se hizo cargo de inmediato. Marcus Mansfield, tal como esperaba, había cogido sus papeles el día de su último ataque de parálisis, cuando le había pedido que fuera a su casa para preguntarle si estaría dispuesto a ayudarle a investigar lo que estaba sucediendo en Boston. Si Mansfield y sus amigos tenían éxito, podrían demostrar todo lo que el Instituto representaba y cómo podía contribuir a hacer que la humanidad estuviera más segura, y Rogers estaba decidido a ayudarles, a ser su socio y su líder, aunque fuera con retraso.
Llegó a las escaleras y dio tres golpes con el bastón en el suelo, la señal para que su esposa Emma, Darwin y su chófer fueran con una silla para volverle a bajar. Estaba exhausto de su salida, pero ahora, pasada la excitación del enfrentamiento con Eliot, estaba convencido de que se encontraba mejor. Durante las últimas semanas en casa de su hermano en Filadelfia, a medida que su recuperación había ido impresionando a los médicos e incluso a Emma, había empezado a coger una pluma y mojar la punta en tinta y había sentido la tentación de dibujar un círculo, igual que hacía en las pizarras del Instituto. Pero no lo había intentado. ¿Y si su mezcla de enfermedades, su debilidad, sus ataques, le habían dejado un temblor permanente? No podía soportar la idea de hacer un círculo imperfecto. Por lo visto, era verdad que tenía sesenta y cuatro años. Avergonzado de su vanidad, guardaba la pluma y el tintero antes de que la tentación de intentarlo fuera irresistible. Si tenía paciencia y daba a su cerebro un poco más de descanso, todo iría bien.
Clac, clac, clac, clac, clac. Demasiados pasos en las escaleras, demasiada energía. Rogers permaneció impasible cuando vio al jefe de policía, John Kurtz, varios agentes más y Louis Agassiz, con su sonrisa llena de dientes, que giraban en el rellano y subían el último tramo hasta donde estaba él.
—¿Otra visita de inspección? —preguntó Rogers.
—Esta vez no. Me temo, señor, que el Instituto de Tecnología de Massachusetts se ha convertido en objeto oficial de investigación —rugió el jefe Kurtz.
—No puede ser. ¿Por qué? —respondió Rogers.
—Porque han ido ya demasiado lejos en la búsqueda de todo ese conocimiento que codician, y alguien de este Instituto le ha dado un uso letal —respondió Agassiz, mientras Kurtz daba órdenes a sus agentes para registrar los despachos. El sargento Carlton se quedó quieto por un instante, casi sobrecogido, antes de continuar. Pronto se oyó el ruido de armarios abiertos por la fuerza y cajones revueltos.
En ese desgarrador momento, Rogers supo que no habría forma de ayudar a Marcus y sus amigos en su empeño sin ponerlos en peligro. Pero mientras tuvieran suficiente tiempo, quedaría esperanza.
—Agassiz, si esto es por los problemas no resueltos y los prejuicios que existen entre nosotros, le ruego que cambie de rumbo.
—En absoluto, profesor, ¿o era rector?, Rogers. Estamos hablando de la verdad.
—¿Dónde van? —preguntó Rogers al ver que la policía se dispersaba por todos los rincones del edificio.
—No se preocupe —respondió Agassiz—. A partir de ahora, el Instituto es nuestro, rector Rogers.
* * *
A las ocho de la mañana del miércoles, el Instituto de Tecnología estaba sitiado. La última edición del Telegraph de la noche anterior había revelado las noticias más recientes: el reputado profesor de zoología e historia natural de Harvard Louis Agassiz, que estaba asesorando a la policía de Boston, había descubierto pruebas firmes de que el Instituto podía tener cierta responsabilidad, directa o indirecta, voluntaria o involuntaria, en la reciente serie de catástrofes en Boston. Además, proseguía el periódico, el Instituto era culpable «de educar a una joven en las artes técnicas y emplear a un hombre de ignorancia tan manifiesta como el negro Darwin C. Fogg en el cargo de conserje, con toda probabilidad solo porque su nombre parecía encajar con las creencias personales de la dirección del colegio universitario». Incluso sus inventos más populares se convirtieron en blanco de las críticas; dijeron que habían visto las farolas automáticas con una luz trémula o incluso muertas en los últimos días, aunque algunos especulaban que era consecuencia de una labor de sabotaje de los miembros más violentos de los sindicatos. Los periódicos informaban asimismo de que la Asamblea del estado estaba debatiendo la posibilidad de revocar los estatutos del centro por completo, lo cual tendría el efecto de cerrarlo de forma permanente.
Cuando llegaron los estudiantes, el edificio estaba rodeado por policías y por los sindicalistas de Roland Rapler, que gritaban y entonaban canciones de guerra. Pronto se les unieron otros obreros que habían estado en las fábricas y fundiciones cuando estallaron las calderas de toda la ciudad, entre ellos George el Perezoso, así como supervivientes y familiares llorosos de las víctimas de los desastres.
—¡Os lo había dicho, las máquinas vencerán al hombre! —gritó Rapler—. ¡Ahora mirad cómo la criatura devora a su creador! —habían prendido fuego a un muñeco relleno de paja con un cartel que decía WILLIAM B. ROGERS, y lo blandían en alto como si fuera un arma. Cuando un grupo de alumnos de segundo entraba a toda prisa por la puerta delantera, alguien arrojó una bota contra una ventana y la rompió, y les cayeron cristales encima.
Bob, que acababa de entrar unos minutos antes, ayudó a poner a los estudiantes a salvo y se maldijo a sí mismo por todas las veces que se había burlado de los muchachos de primero y segundo o había encerrado a alguno boca abajo en un armario; ahora estaban todos unidos. Dos hombres enmascarados, uno de los cuales llevaba una miniatura del edificio del Instituto bajo el brazo, pasaron corriendo a su lado y salieron antes de que Bob pudiera intentar detenerlos. Subió al Departamento de Arquitectura y encontró la maqueta de Boston Junior destrozada y ardiendo, y a un alumno de primero en el suelo, en un rincón, llorando y diciendo que habían quemado su ciudad. Darwin Fogg estaba extinguiendo las llamas de la maqueta.
—¿Está malherido? —preguntó Bob cuando vio que no conseguía que el joven recuperase la cordura.
—Físicamente, no. Le empujaron cuando trató de detenerlos —dijo Darwin negando con la cabeza—. Estos muchachos habían trabajado casi dos años en construir esto.
A Bob le preocupaba que pareciese que él también lloraba, porque el humo del yeso le irritaba los ojos, y la propia preocupación y la tristeza que sintió de pronto le hicieron pensar que podía romper a llorar junto al otro estudiante.
Bajó las escaleras a toda prisa, pero había perdido la energía en la que poder confiar. Cuando llegó a los pasillos en penumbra del sótano, vio desde lejos a una figura encapuchada que pintaba algo en el laboratorio de Ellen. La primera línea decía:
¡La bruja de Boston!
Por lo menos esta vez había pillado al intruso con las manos en la masa. Bob se arrojó sobre él, le agarró del cuello y le dio la vuelta. El fofo rostro de Albert Hall estaba blanco como una sábana.
Bob no podía creer lo que veía.
—Hall… ¡Tú! ¿Qué haces?
—¡Richards! —exclamó Albert, con el mismo problema para encontrar las palabras justas—. Yo… ¡No sabes lo que es esto! ¡No puedes!
—Tú —repitió Bob con indignación—. Jamás lo habría pensado. ¡Albert Hall, el gran maestro de las reglas, el supervisor del orden!
—¡He seguido las reglas! —insistió Albert—. ¡Todas y cada una de ellas, desde el primer día en que llegué al Instituto! ¡No, desde el día en que nací! Tenía que hacerlo, Richards, o nunca me habrían aceptado en ninguna universidad. Seguí las reglas para llegar aquí, y, aun así, ahora me están arrebatando mi futuro. Los estudiantes becados, como Mansfield y yo, aunque el condenado de él no se dé cuenta, seremos los más perjudicados si el Instituto desaparece. Si por lo menos podemos echar la culpa a Swallow… Alguien debe ser culpable de todo lo sucedido, de modo que ¡por qué no ella! ¡Nunca debería haber estado aquí, para empezar, y no puede beneficiarse de una educación pensada para hombres!
—Tú eres el que le ha estado haciendo esas jugarretas durante los últimos meses —dijo Bob con asombro—. Un alumno de último curso, intimidando a una estudiante indefensa de primero.
—No, te equivocas. Todos lo hemos hecho, Richards, en un momento u otro. Todos nosotros. ¿Por qué crees que nunca pueden descubrir quién es, por más que lo intenten? El Instituto quedó maldito en el momento en que permitieron a Swallow poner un pie en él. Aunque la dejaran seguir, nunca triunfaría ahí fuera de todas formas, así que ¿qué más da? No tiene nada que hacer aquí, y tú lo has empeorado al dejarte ver con ella.
—No todos nosotros, Hall —dijo Bob—. No todos nosotros.
—Vas a pegarme, ¿verdad? —las manos de Albert temblaban y estaba empezando a llorar. El sudor le recorría la frente. Estaba humillado y viniéndose abajo—. ¡El otro día os salvé la vida!
Bob dio un paso hacia él y Albert se quedó sin aliento. Bob se dio cuenta de lo mucho que Albert se odiaba a sí mismo por aquello y, aunque no por eso dejó de estar indignado, sintió una pizca de compasión. Le colocó la mano en el brazo.
—No te va a pasar nada, Hall. No le va a pasar nada a nadie. Pero limpia eso antes de que lo vea ella.
—¿Qué te importa a ti, Richards? —se lamentó mientras empezaba a rascar la pintura—. ¿Qué le importa a nadie? ¡Estamos todos condenados!
—Importa, Hall, aunque el edificio se derrumbe alrededor de nosotros —dijo Bob—. Ella se merece algo mejor.
* * *
Bob descubrió que los demás Tecnólogos, todos menos Hammie, habían conseguido sortear los obstáculos colocados dentro y alrededor del Instituto y estaban reunidos en el laboratorio del sótano, aunque casi ni se habían saludado.
—¿Qué era todo ese jaleo al fondo del pasillo? —preguntó Ellen.
—Nada —dijo Bob mientras se encogía de hombros, incómodo, y se quitaba el abrigo—. Unos alborotadores han destruido la maqueta de Boston de los alumnos de arquitectura. La han rociado de queroseno y le han prendido fuego. Ya sé, Eddy: a los próximos sinvergüenzas que entren —dijo con un brillo renovado en los ojos—, sí, a los primeros que vengan, les ponemos yoduro de nitrógeno en el suelo. Cuando empiecen a andar por encima, ¡pop, pop, pop! ¡Pensarán que las suelas de sus botas están ardiendo! ¿Te acuerdas, Eddy? Qué gran broma gastamos en segundo durante el ensayo del desfile militar, cuando el general Moore te echó del escuadrón.
—Me eximieron del servicio, no me echaron. En cualquier caso, no es el momento de gastar bromas pesadas. No servirá de nada.
—¡Me servirá a mí, Eddy!
—¡No servirá, Bob! —Edwin parecía más furioso de lo que Bob recordaba haberle visto jamás.
—No sabía que fueras tan severo, Eddy Hoyt —resolló Bob.
—¡A lo mejor no tienes ni idea de cómo soy, Bob! ¿Lo has pensado alguna vez?
—Bueno, alguien se ha llevado un montón de notas que guardaba en mi laboratorio —dijo Ellen—. Y yo pensaba que esas pequeñas habitaciones eran mi santuario. Voy a volver a buscarlas.
—¡Espere! —dijo Bob apresurado, tapando la salida con su cuerpo—. ¿Cuándo las vio por última vez?
—Supongo que no las he mirado desde hace una semana o así.
—Quizá las ha cambiado de sitio, nada más. Todavía puede ser peligroso salir.
—Señor Richards, ¿tenemos que volver a discutirlo? Todavía no he mostrado toda mi fuerza, ni a usted ni a nadie. No tengo miedo. Déjeme pasar.
—No debe.
Ellen inclinó la cabeza mientras le examinaba.
—Señor Richards, ¿necesito preguntar si ha visto usted mis notas?
Él sintió como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago.
—Profesora…
—Da la impresión de que no quiere que las busque —dijo Ellen con dureza.
—No debe imaginar… Profesora, sabe que nunca…
—Lo que sé es que usted quería continuar nuestras investigaciones a pesar de lo imposible de las circunstancias, y quizá pensó que mis notas podían facilitarle su propio análisis particular. Lo que también sé es que en el pasado me ha mostrado tal falta de respeto que quizá no se lo pensaría dos veces antes de quitármelas.
—¡Muy bien, vaya! —se apartó a un lado y señaló la puerta—. Vea usted misma qué es lo que hay en el pasillo… ¡Vea qué mensajes le aguardan! ¡Espero que le gusten!
Se miraron fijamente por un instante hasta que Ellen suavizó su expresión y dejó caer los hombros. Se dio la vuelta y regresó a su asiento.
—He oído decir que el rector Rogers estuvo aquí ayer —dijo Edwin en un intento transparente de cambiar los ánimos—. A lo mejor viene y puede ayudarnos.
—Lo dudo —dijo Ellen—. No después de los periódicos, la policía y esta turba que nos rodea. La muchedumbre de ahí fuera crece más deprisa que si fueran conejos. Si intentáramos contarle todo lo que ha ocurrido solo conseguiríamos que lo vigilaran más todavía.
—Yo pasé por Temple Place; estaba rodeado por la policía. De todas formas, Rogers no puede hacer nada, Eddy —dijo Bob—. Nadie puede —y añadió con suavidad—: Mansfield.
Bob miró a Marcus, que estaba sentado a solas en el rincón. Desde el lunes por la noche, después de que les relatara su devastadora odisea a través de la ciudad, había estado callado casi todo el tiempo, encerrado en sí mismo y abatido en un rincón del laboratorio. Ahora levantó un poco la cabeza, pero volvió enseguida a enterrarla en sus manos.
—Tengo miedo —reconoció Edwin—. Mucho miedo. ¿Y si el experimentador vuelve a atacar hoy o mañana? Quizá si intentamos explicar otra vez a la policía lo que amenaza a la ciudad…
—No servirá de nada —dijo Bob—. La policía no va a hacer caso a nada de lo que digamos. No lo hicieron el lunes y no lo van a hacer ahora. ¡Sobre todo ahora, con el Instituto cubierto por una nube de sospecha! El mero hecho de ser de Tech desacreditaría cualquier cosa que dijéramos.
—Se acabó.
Todos se volvieron a mirar a Marcus y esperaron.
—¿Se acabó qué, Marcus? —preguntó Edwin con cautela.
—Empezamos nuestros experimentos para encontrar el origen de estos ataques. Para demostrar que la ciencia podía ayudar a la ciudad. Pero lo que está haciendo ese lunático no tiene que ver con la ciencia. No. Lo que ocurrió el lunes lo prueba.
—¿Qué prueba? —preguntó Edwin.
—Lo que busca es la pura destrucción, hacer pedazos Boston —Marcus se puso de pie y miró a cada uno de sus tres amigos—. La suerte está echada. Así que se acabó. Dejemos de suponer que nuestras buenas intenciones, nuestro conocimiento, van a servir alguna vez de algo.
—¡Debe de haber alguna otra cosa que intentar!
—¿Qué, Bob? La gente ha seguido muriendo a pesar de todos nuestros esfuerzos. Mirad lo que está ocurriendo a nuestro alrededor, con este Instituto. Cuando hemos tratado de contrarrestar todo ese salvajismo con nuestras teorías y nuestros experimentos, no hemos conseguido más que empeorar las cosas en todos los aspectos. Si ella no hubiera estado conmigo…
—No sabe dónde podría haber estado la señorita Turner, señor Mansfield —dijo Ellen.
—No debes culparte a ti mismo, Mansfield —coincidió Bob.
Marcus lo dejó estar y siguió adelante.
—Dije que podía hacer esto, que podía detenerlo, prometí tener éxito, y he fracasado. Me equivoqué. ¡Me equivoqué por completo! Llevo horas devanándome los sesos. Hemos intentado investigar por nuestra cuenta, hemos intentado ir a la policía. Y las garras de la muerte seguían atenazándonos. Pues bien, aquí izo la bandera blanca. Frank Brewer me salvó la vida en la cárcel de Smith aceptando convertirse en esclavo en una fábrica del Sur, y el lunes estuvo a punto de perder la vida porque no habíamos podido descubrir el método para acabar con esto. Y Aggie…, ¿cómo no me voy a sentir culpable? ¿No deberíamos todos? Deberías haber hablado con nosotros, Bob, antes de hacerlo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Bob, ofendido antes de saber por qué.
—Echar abajo la puerta del laboratorio del experimentador. Quizá eso provocó que el villano desencadenara el siguiente ataque antes de lo que pensaba.
—¡Esa es una maldita excusa, y tú lo sabes! Hice lo que tenía que hacer, y encontramos el laboratorio gracias a eso. No me eches la culpa ahora a mí, Mansfield. Tú tardaste tu tiempo en advertirnos sobre el tal Cheshire. ¿Y si hubiera hablado con la prensa sobre nosotros?
—No lo hizo.
—¡Pudo muy bien hacerlo antes de que lo achicharraran! ¿Qué pensabas hacer para detenerlo que no querías que supiéramos?
—No sabía hasta qué punto nos estaban vigilando de cerca… ¿Acaso insinúas que fui yo el que le hizo saltar por los aires? —se rió Marcus.
—¿Cómo sé que no fuiste tú, Mansfield? —preguntó Bob, dejando que la ira empañara todos sus sentimientos sobre sus amigos, sobre sí mismo y sobre la situación en la que estaban inmersos—. Siempre estabas desesperado por conservar tu sitio como universitario, ¡podrías haber hecho lo que fuera para alimentar tus ambiciones!
—Bueno —dijo Marcus—. Nos hicimos nuestras camas, y ahora tenemos que dormir en ellas.
Marcus salió sin decir una palabra más. Bob se volvió en busca de apoyo a Edwin y Ellen, que le dedicaron miradas ambiguas.
—Señor Richards, no sirve de nada pelearnos entre nosotros —comentó Ellen.
—¿Por qué no se lo dice a él? Estoy harto de sus demonios y sus espíritus siniestros. Me basta con tener que pelear con los míos. Bien, gracias por vuestro apoyo. No necesito más falsos amigos.
—¡Bob! —gritó Edwin—. ¡No te comportes como un niño!
—¿Oís eso? —preguntó Bob—. ¡Rápido!
Se oía el ruido de un nuevo alboroto que venía de la planta baja. Bob salió corriendo y subió las escaleras. Al llegar al vestíbulo, con la cabeza aún llena de ira, salió disparado de la escalera dispuesto a acabar con quien fuera. Pero se quedó paralizado al ver a un grupo de estudiantes de Tech reunidos en la entrada. En medio estaba Will Blaikie, con la muñeca envuelta en una venda.
—¡Viejo Plymouth! —aulló con una sonrisa al ver entrar a Bob—. Quiero decir, señor Richards —entonó con deferencia exagerada—. Venga con nosotros, por favor. Estaba a punto de informar a sus colegas de unas noticias muy buenas de Harvard durante estos tiempos difíciles.
Bob le lanzó una mirada indignada y, para no empezar a gritar, se limitó a escupir las palabras y apretar la mandíbula.
—¿Qué haces aquí, Blaikie?
Blaikie sonrió a los espectadores.
—Pensaba que tendría una calurosa bienvenida.
—¿No me digas? En Tech no eres bien bienvenido. Nunca lo serás —dijo Bob.
—Estoy seguro de que eso no es cierto, marinero. Resulta que he venido a hablarles a todos ustedes de un acuerdo especial. En Harvard estamos totalmente desolados por lo que le está pasando a nuestro joven vecino, su Instituto, después de estas terribles catástrofes y la aparente relación con este lugar. Por eso, a sugerencia de varios estudiantes bien considerados, entre los que me incluyo, si puedo permitirme la osadía, el claustro de Harvard ha aprobado esta mañana presentar una oferta, y me han enviado a mí, como Alumno del Año de la promoción de 1868, para contárselo —el emisario paseó la mirada por todo el grupo y dejó que aumentara el suspense—. Si alguno de ustedes, queridos caballeros —hizo una pausa al ver a Ellen, que había aparecido y se había unido al grupo—, si alguno de ustedes, distinguidos caballeros, que están matriculados en Tecnología, desean venir a Cambridge y pasarse a Harvard para estudiar con el prestigioso profesor Agassiz, el claustro está dispuesto a hacer todo lo posible para que tengan un hueco, como corresponde al espíritu de camaradería necesario en estas extraordinarias circunstancias.
Un murmullo recorrió el vestíbulo de entrada.
Blaikie prosiguió incluso con más descaro.
—Los alumnos de último curso tendrían que estudiar un trimestre más, los de primero empezarían de nuevo el curso en otoño y los demás irían un año atrasados. Si hay alguien que quiera ver las posibilidades con un representante de nuestra universidad, puede volver conmigo en un cómodo coche particular hasta Cambridge. Formaremos una alegre caravana para cruzar el puente sobre el río hacia su futuro.
—¡Antes pondríamos nuestras cabezas en una vía de tren y dejaríamos que los vagones nos pasaran por encima! —gritó Bob, incapaz de seguir reprimiendo la fuerza de su voz.
Bryant Tilden dio un paso adelante.
—Voy a pensármelo. ¿Por qué no? —añadió con ligereza sin dirigirse a nadie en concreto—. Venga, Conny, piensa en lo que diría tu familia en el viejo Kentucky si se enterase de que eres alumno de Harvard. ¿Qué dices? Hall, tú no vas a dejar que mueran todos tus sueños por una causa perdida, ¿no? Vamos.
—Qué desfachatez tienes, Tilden —dijo Conny.
—¡No, Tilden! —declaró Albert—. Este es mi sitio. ¡Y el tuyo también!
—Vuelve a la fábrica, Albert. Estoy seguro de que no estaré solo por mucho tiempo.
—¡Traidor! —gritó Bob—. ¡Estás matándolo! ¡Estás matando al Instituto, somos lo único que le queda!
—¿Y qué nos quedará a nosotros, eh? —dijo Tilden—. Aquí nadie me ha tomado nunca en serio. Nadie ha pensado que yo fuera lo bastante listo. ¡Pues bien, al infierno con todos! Yo sí me tomo en serio. Este lugar es una tumba.
—¡No es una tumba más que para el viejo sistema de universidades que él representa! —replicó Bob, señalando a Blaikie, que se rió ante la idea.
—Es mi futuro y quiero asegurármelo —respondió Tilden—. Maldito seas tú con tu superioridad moral, Richards.
—¡Mequetrefe! ¡Sucia rata de alcantarilla! —Bob se lanzó contra Tilden.
—¡No, Bob! —dijo Hammie, apartándole.
—¡Contente, Richards, eso no ayudará a Tech! —gritó Conny, mientras le agarraba del otro brazo.
Al separarse de Tilden, Bob cayó hacia el centro del grupo. Mientras luchaba para quitarse de encima a sus colegas, vio a Blaikie hablar en voz baja con Edwin. No estaba dispuesto a que su amigo le defendiera.
—Apártate de él —gritó Bob mientras se ponía de pie.
—¿Te refieres al señor Hoyt? —preguntó Blaikie en tono inocente—. ¿Por qué, si el hijo pródigo quiere regresar?
—¿De qué hablas?
—Me refiero a Hoyt, vuelve a Harvard —anunció Blaikie.
Edwin tenía los ojos fijos en los pies. Se aclaró dos veces la garganta antes de mirar de reojo a Bob y decir, con otra mirada acongojada hacia abajo:
—Me voy con ellos, Bob. Lo siento.
—No puede hacer eso. ¡Juró fidelidad a Tech! —protestó Hammie.
—Eddy…, no… —Bob no sabía qué decir. Si Edwin abandonaba Tech después de todo lo que habían vivido, ¿qué posibilidades tenía el Instituto? Unos cuantos alumnos empezaron a aproximarse a Blaikie y Edwin—. Eddy, eres Alumno del Año. ¿No ves? Empezarán a seguirte.
—Lo… siento… de verdad.
—Hoyt tiene más ambición de la que tú le atribuyes —dijo Blaikie, con una mano en el hombro de Edwin—. Tú crees que todo el mundo quiere seguir tu ejemplo, pero personas como Hoyt piensan por su cuenta.
—Bob, por favor, tienes que comprender… —dijo Edwin, pero entonces un animado Tilden tiró de él y le dio la mano.
—Te dije que iba a ganar —dijo Blaikie en voz baja mientras se acercaba al oído de Bob—. Reconócelo. Lo normal es que un estudiante termine la universidad en cuatro años. Esta vez, es todo vuestro colegio universitario el que ha terminado en cuatro años.
—Preferiría que me arrancaran mis extremidades que ver a Edwin irse contigo —dijo Bob mientras se retorcía en manos de sus colegas, que seguían conteniéndole—. Dejadme libre, zopencos. ¿Me oís? ¡Te tragarás tus palabras, Blaikie! —por fin consiguió soltarse.
—Incluso podríamos ver qué podíamos hacer por ti, amigo —le dijo Blaikie en tono complaciente a Marcus, que permanecía apartado del grupo, observando—. No te boicotearíamos, dejaríamos de lado los viejos agravios.
Bob esperó. Marcus no iba a consentir que esto continuara. Marcus dio un paso y miró fijamente a Blaikie, que hizo una mueca, mientras Tilden agachaba la cabeza a su lado. Pero entonces pasó por delante de ellos, por delante de Bob y Edwin y el grupo entero, y salió por la entrada principal.
Bob le siguió hasta las escaleras.
—¿Dónde vas? ¡Mansfield, espera! ¡No nos puedes dejar tirados a todos de esta manera!
—¿Por qué no, Bob? —no aminoró el paso.
—¡Porque hiciste una promesa! ¿Y qué pasa con la señorita Swallow? ¿Y qué pasa conmigo, y el Instituto, y los Tecnólogos? ¿Y Rogers?
Marcus negó con la cabeza.
—La universidad nunca fue un sitio al que yo estuviera destinado. Un maquinista; un hombre sin padre. Fui estúpido al pensar que sí, y tú fuiste un insensato por creer en mí. ¿Por qué no vas a incordiar a Edwin? Él es el que se va a Harvard.
—Eddy está asustado. Tiene miedo de lo que diga su padre.
—¿Y en cambio yo no tengo nadie a quien decepcionar, eso es lo que quieres decir? A nadie le importa si soy un operario de fábrica o un universitario.
—¡Prometiste llegar hasta el final de todo esto! —Bob le agarró del brazo e intentó hacerle subir de nuevo las escaleras.
—¡No me presiones más, Richards! —dijo Marcus con un destello de ira que le alteró la voz.
—¿O qué? ¿Me golpearás, en vez de golpear a ese arrogante ricachón de ahí dentro, que es lo que deberías hacer?
—No queda nada que me lo impida. No hay reglas ni restricciones para aprender a ser un caballero universitario.
Con el rostro enrojecido, Bob le dio un fuerte empujón. Marcus se sostuvo empujándole a él, lo cual hizo que Bob se tambaleara y cayera sobre los escalones, donde se golpeó la rodilla contra el borde de granito. En la pernera del pantalón empezó a extenderse una mancha de sangre.
—Mansfield… —dijo Bob, incrédulo, no herido de gravedad, pero profundamente dolido—. ¡Espera! ¿Dónde vas? ¡Acaba esto!
—Está acabado.