Will Blaikie hizo una mueca mientras subía la mano a la aldaba. ¿No podían instalar un timbre, con todos sus maravillosos subsidios de la cámara legislativa? Durante la catástrofe de la mañana, Blaikie iba caminando por Washington Street cuando una muchedumbre bañada en pánico le había atropellado. Casi se le había roto la muñeca bajo el peso del tacón de un hombre. Su indignación hacia el desconocido que le había pisoteado se mezclaba con la ira que sentía hacia los chicos de Tech que le habían atacado en el Charles, le habían humillado delante de los miembros de Med Fac y, se atrevía a suponer, habían acumulado una factura en el taller de un sastre que le reclamaba el pago de tres trajes que eran demasiado grandes para él.
A Blaikie le habían tratado muy mal. Y Blaikie era un hombre al que nadie trataba mal.
—¿Y bien? ¿Qué quiere? —le preguntó en persona el gran hombre al abrir la puerta de su despacho.
—Profesor Agassiz —dijo Blaikie—, me gustaría hablar un instante con usted, por favor.
—Dígame de nuevo, si es que ya me lo ha dicho, ¿usted es…?
—William Blaikie, señor, promoción del 68 de Harvard. Presidente de la Hermandad Cristiana.
—¡Oh! Excelente, señor Blaikie —dijo Agassiz con una gran sonrisa—. Entre, entre y siéntese —Blaikie entró en el auténtico palacio de los bichos que era el despacho del científico. Sabía muy bien que a Agassiz le habían nombrado para asesorar a la policía y, por supuesto, detrás de él reconoció a uno de los agentes que había visto atravesando el jardín de la universidad con Hale, el miembro de la Asamblea. También había oído decir que las teorías que hasta ahora había propuesto Agassiz a la policía, relacionadas con los cambios en la composición química y magnética de la tierra por debajo de Massachusetts, o algo parecido, habían quedado desmentidas después del último desastre.
—Necesitamos más sociedades como la suya en Harvard; no como esa terrible Med Fac, que creo que se vio envuelta en no sé qué alboroto secreto la otra noche. ¡En plena noche, cuando los buenos cristianos están durmiendo!
—Señor —asintió Blaikie sin mucha convicción.
—Deberían abolir toda esa basura y expulsar a cualquiera que sienta la necesidad de crear una vida de fantasía en vez del grandioso mundo de la naturaleza que tenemos ante nosotros. Supongo que ha venido a hablar de mi petición de que su sociedad ayude a refutar las monstruosas nociones del darwinismo. ¿Sabe usted, Blaikie?, ¿es Blaikie?, las teorías llenas de imaginación no son más que meras conjeturas, y ni siquiera las mejores conjeturas. Tenemos que observar el gran complejo del mundo animal para poder desentrañar su significado oculto. Hace poco recibí el esqueleto de un caballo de carreras; ¿le gustaría examinarlo en persona?
—Tengo las pruebas que necesita.
—¿Pruebas para refutar a los darwinistas? —preguntó Agassiz con una risa condescendiente.
—No, profesor Agassiz —dijo Blaikie—. Sobre lo que ha ocurrido en Boston.
El policía miró al recién llegado con repentino interés. Blaikie levantó la bolsa que llevaba consigo y la vació sobre una mesa: trozos de hierro, brújulas, imanes y agujas de brújulas, además de lo que parecían ser largas listas de compuestos químicos.
—Estos objetos estaban en las habitaciones de un alumno del Instituto de Tecnología.
—¿Las habitaciones de quién? —preguntó el sargento Carlton.
Blaikie hizo una pausa.
—Me los trajeron de forma anónima, porque ocupo el cargo de presidente de nuestra Sociedad de Hermanos Cristianos, agente —podría haber dado un nombre, el del insufrible Plymouth Richards o el del impostor de Mansfield, que se creía tan estupendo como para dejarse ver en la ópera, ¡salvaje arrogante! Pero la noche de la debacle de Med Fac se había jurado a sí mismo que encontraría la forma de acabar con todo el Instituto de Tecnología, no solo uno o dos de sus ilusos alumnos. Iba a utilizar la artillería pesada y a disfrutar de las consecuencias.
—El Instituto se propone formar polemistas, no observadores —dijo Agassiz, enfadado—. Llevo mucho tiempo pensando que la ciencia sufrirá lo indecible en manos de sus seguidores.
—Notará que algunas páginas llevan el sello del Instituto, creo. Yo soy un universitario, no soy científico, ni policía. Pero me parece que eso quizá demuestre que existe una conexión con los catastróficos sucesos ocurridos en la ciudad, profesor. Esos son los hechos.
—Los hechos —dijo Agassiz— son unas cosas estúpidas, señor ¿Blake?, unas cosas estúpidas hasta que se relacionan con unas leyes generales. No se considere vencedor antes de librar y ganar su batalla.
—Blaikie.
—¿Dice que lleva el sello del Instituto de Tecnología? —Agassiz empezó a examinar los papeles con un incipiente sentimiento de fascinación—. ¿Es posible? ¿Es posible aprovechar los usos más viles de la ciencia con tanta fuerza? Sargento Carlton, debe llamar al jefe de policía al instante. Los detalles aquí contenidos son demasiado precisos, demasiado íntimos para que los sepa cualquiera que no sea… ¡Danner! Tráigame mi lupa y un lápiz. Voy a examinar esto de inmediato. Un lápiz es una de las mejores armas en el arsenal de la investigación científica.
Blaikie hizo todo lo posible para no sonreír.