Después de que terminara todo, siguió con él un débil perfume de rosas blancas. En cuanto se separó el grupo, dejó una nota para Agnes en casa de su padre y luego fue a los Jardines Públicos. Allí dio vueltas alrededor del estanque, subió y bajó por los paseos de adoquines, junto a los parterres de flores y entre monumentos y fuentes, buscando sin parar en las casi diez hectáreas de parque.
Cansado, se sentó en el borde de una fuente junto a un parterre de rosas blancas como la leche. Un niño y una niña, quizá hermanos aunque no se parecían nada, disfrutaban de la llovizna y caminaban en la fuente con el agua hasta los tobillos, riendo y salpicándose uno a otro para ver quién lo hacía más alto. Oyó unas campanas a lo lejos. Si Agnes tuviera pensado ir, ya estaría allí. Cómo le habría gustado poder retrasar el reloj o detenerlo del todo antes de perder cualquier esperanza de verla aparecer, como iba a pasarle de forma inevitable en cuestión de minutos. La había perdido para siempre; se había refugiado en su mundo cerrado en el que él no estaba autorizado a entrar.
Esta hora era también la de otro final. Bob, Edwin y Ellen estarían emprendiendo el camino de la comisaría sin él, para entregar todos los resultados de su trabajo. Un trabajo inútil.
La ciudad estará más a salvo cuando digamos a la policía lo que sabemos —pensó, casi convencido—. La policía, Agassiz, podrán poner fin a todo esto cuando vean lo que hemos descubierto.
Pensó en la bella Agnes, que iba a confesarse desde que era niña. Debía de ser edificante verse obligado a dejar atrás los propios errores y lavarlos con lágrimas sagradas.
Si pudiera, ¿qué le diría? Le diría: «Señorita Turner, he venido a pedirle perdón. Tal vez mi sombrero me apretaba demasiado, porque usted nos ayudó y yo solo pensé en mí mismo». La parte del sombrero parecía algo que podría decir Bob, y sonrió al pensar en la construcción y repetirla en voz alta para ver cómo sonaba. Era una de las cosas que le indicaba que Bob, Edwin, Ellen y él habían intimado: habían empezado a usar sin pensar expresiones típicas de los otros.
—Me alegro de oírle decir eso.
Marcus alzó la vista. Y allí estaba Agnes, protegida de las lluvias ocasionales por un parasol brillante y multicolor. Ya no llevaba el uniforme de criada, sino un vestido ligero de color amarillo con adornos rosas.
—¡Señorita Turner! Ha visto mi nota.
Agnes apartó la mirada un instante, para observar a los niños y reírse de sus travesuras felices. Su sonrisa se mantuvo al sentarse junto a Marcus.
—He recibido su nota, sí. Por suerte, mi hermana Josie la encontró antes que Lucy, que es una santurrona y se la habría llevado sin dudar a papá. Debatí conmigo misma si venir o no. Le voy a ofrecer un trato, si no le importa. Le voy a decir cuándo tiene que volver a llamarme «señorita Turner» —dijo en tono recatado—, y hasta entonces no lo haga.
—De acuerdo. ¿Has encontrado ya trabajo?
—Todavía no. Papá quiere que entre en el convento y, si nos viera aquí juntos, se empeñaría en que tú entraras en las catacumbas que hay bajo nuestra parroquia.
—Aggie —le tomó una de sus manos—. Cuando viniste a verme después de lo que sucedió con tu padre, yo actué como debe actuar un universitario elegante, pero no como un hombre. Te traté como a una desconocida, cuando habías demostrado ser un elemento esencial de lo que estábamos haciendo desde el mismo momento en que Rogers se derrumbó. Fuiste una tecnóloga desde el principio.
—Aunque no sé lo que significa eso, eres muy amable al decirlo —respondió ella mientras le ofrecía la otra mano.
—Ayer, cuando no encontramos lo que necesitábamos, ni siquiera después de redoblar nuestros esfuerzos, en mitad de la noche solo podía pensar en una cosa: que tenía que esperar al lunes, a que tu padre estuviera en el trabajo, para poder contemplar tus ojos azules. Empiezo a pensar que cuando mejor me conozco a mí mismo es cuando me estás mirando.
Ella sonrió y se inclinó para darle un beso. Justo en ese momento los salpicaron con agua.
—¡Pero bueno! —se rió, mientras se ponía de pie y se volvía hacia los niños satisfechos de sí mismos—. ¡Diablillos! —y los salpicó a su vez.
Marcus se levantó para sacudirse el agua, también entre risas, pero de pronto se detuvo. Desaparecido el peso del enfado de Agnes, también se había disuelto su vaga ilusión sobre la policía. En su mente sonó la voz de Edwin: ¿Por qué esperar? ¿Por qué el miserable no lo usó ayer o anteayer?
—Porque las víctimas serían más numerosas en un día laborable que en fin de semana —respondió Marcus en voz baja—. El experimentador busca la forma de tener el mayor espectáculo y el mayor daño —se volvió—. Es lunes. Lunes por la mañana. Todo Boston está saliendo a las calles.
—¿Qué has dicho del lunes?
En los jardines y más allá, en Charles Street, Boston cobraba vida y comenzaba su jornada: hombres de negocios que iban desde el andén del tranvía a sus oficinas, mujeres que caminaban con más delicadeza, cubiertas con gorros y parasoles, niños y perros que corrían por donde querían entre la masa cada vez mayor de caballos, carruajes y carros. Apoyó una mano en una farola, una de las que ahora estaban unidas al sistema de interruptores eléctricos del Instituto.
¿Quiénes eran ellos, al fin y al cabo? Nada más que un puñado de estudiantes que habían decidido llamarse los Tecnólogos, que tenían ideas grandiosas de poder salvar su colegio universitario y defender Boston frente a un enemigo invisible. El conocimiento de las artes científicas no les otorgaba el poder de la clarividencia. Ahora bien, si había una posibilidad de que tuvieran razón… Deshecho, Marcus dio una rápida patada a la farola, mientras Agnes, con los ojos abiertos y llenos de preocupación, le cogía del brazo.
Se oyó un ruido sordo y el suelo empezó a temblar debajo de ellos. Era como si la tierra estuviera conteniendo la risa. Luego, un silbido lejano. De pronto, su mente asoció todo: el experimento secreto, el mercurio helado, la mañana de lunes…
Cuando estaban en segundo curso, en metalurgia, habían estudiado la expansión desigual de los metales. Una de las causas fundamentales de esa expansión era el contraste de temperaturas, y la forma más rápida de obtener ese contraste era poner en contacto agua fría con un metal caliente.
Las primeras cosas que se pondrían en funcionamiento en la metrópolis comercial de Boston un lunes por la mañana serían las calderas de las fábricas, las fundiciones, todos los sitios industriales que se habían levantado en la ciudad en los últimos veinte años.
—¡Las calderas! —gritó.
Si el agua de alimentación estaba demasiado fría y el calor del vapor se desprendía al mismo tiempo, el metal se expandiría a diferentes velocidades en diferentes sitios. Cualquier aparato en el que se diera esa circunstancia podría explotar.
Justo por debajo de donde estaban, en los Jardines Públicos y el Common, se hallaban los principales conductos de agua de la ciudad; el peligro, si lo habían introducido en las cañerías desde los pantanos, estaría ya recorriendo la ciudad y rugiendo por debajo de donde se encontraban.
—¡Di algo, Marcus! —exigió ella.
—Tengo que avisarles —dijo Marcus—. Frank… El señor Hammond… La fábrica de locomotoras. Todos, en todas partes. Tengo que llegar a ellos —la agarró por los hombros—. Quédate aquí, Aggie, en los jardines, lejos de los edificios, ¿entiendes?
—¡No, no lo entiendo!
—En realidad, olvídate de los jardines. Vete al centro del Common, al paseo central, lo más lejos que puedas de las calles y los edificios. ¡Estarás a salvo! ¡Te encontraré cuando todo haya terminado!
—¿Qué ocurre, Marcus? ¿Dónde vas?
—Recuerda, quédate en el centro —dijo él mientras la guiaba a toda velocidad hacia la pradera—. No es demasiado tarde para que haga algo.
* * *
—¿Presenciaron ustedes los incidentes cuando ocurrieron?
—Bueno, no exactamente —dijo Edwin.
—¿Saben quién perpetró los incidentes? Este… «experimentador», que dicen ustedes.
—No, no sabemos cómo se llama. En cuanto a presenciarlos, sí visitamos State Street al enterarnos de lo que había ocurrido. Y vimos cómo se derrumbaba el edificio de laboratorios en el sur de Boston muy de cerca; casi nos aplastó —señaló Edwin. Estaba sentado delante de la mesa de un guardia en la zona pública de la comisaría. Bob repiqueteaba con los dedos en la pared y con el pie en el suelo. Estaba de pie detrás de su amigo, a punto de estallar de impaciencia.
El guardia dio un largo suspiro.
—¿Me puede decir otra vez por qué están aquí?
—Porque sabemos más cosas que ustedes —dijo Bob—. ¡Toda la ciudad está en peligro, y ustedes no están haciendo nada!
—Tenemos a los mejores expertos estudiando estos extraños fenómenos, se lo aseguro…
—¡Ja! ¿Agassiz y sus coleccionistas de conchas? ¡No se entera de lo que le estamos diciendo! —interrumpió Bob—. En algún sitio debe de haber algún familiar mío en algún puesto por encima de usted.
—Bob, por favor —le reprendió Edwin, y luego se volvió hacia el irritado agente—. Señor, si me permite…
—¿En qué profesión me ha dicho que están? —dijo el guardia, mientras retorcía el rostro y adoptaba una expresión escéptica.
—No somos más que estudiantes universitarios.
—¡Estudiantes universitarios!
—Sí, pero verá, hemos hecho un estudio exhaustivo, y…
—¡Estudiantes universitarios! —interrumpió el guardia a Edwin—. ¿Ven a toda esa gente a la que han apartado a un lado para llegar hasta mi mesa? —indicó el batiburrillo de personas que se apiñaban en la comisaría central—. Cada uno de ellos está aquí para intentar contarnos que vio a un hombre misterioso que practicaba magia negra e hizo que todos los barcos se fueran a la deriva en el puerto, o que todos los motores y máquinas han cobrado vida y están en plena rebelión contra nosotros. Cada día, más cuentos de hadas. Y ahora, ustedes dos vienen como si poseyeran un secreto vital, blandiendo redacciones escolares que han escrito sobre el tema como si esta fuera una de sus clases…
—¿Nosotros dos? —preguntó Edwin. Bob y él se dieron la vuelta.
—¿Qué pasa, que no sé contar? —dijo el policía.
—¿Dónde está la profesora, Eddy? —dijo Bob.
—Estaba de pie detrás de ti —replicó Edwin.
—¡Siguiente, por favor! —el guardia llamó a dos mujeres con unos sombreros llenos de plumas que hablaban en voz baja entre sí.
Bob observó la escena con indignación antes de mirar a su alrededor.
—¡Profesora! —llamó—. Ahí está —Ellen estaba en el umbral de la puerta de la comisaría.
—Señorita Swallow, no quieren escuchar ni una palabra de lo que decimos —se lamentó Edwin cuando llegaron a su lado—. Quizá pueda usted convencerlos.
—He oído algo —les dijo ella, con la mirada puesta en la calle—. Como una explosión.
—Podría haber sido cualquier cosa —dijo Bob.
De pronto, sonó la campana de alarma en uno de los mostradores de telégrafo electromagnético situados en el interior de la comisaría, una llamada desde otra comisaría de la ciudad. El dial empezó a dar vueltas y más vueltas para indicar la señal numérica de petición de socorro. Ellen, Bob y Edwin se miraron entre sí mientras escuchaban. Entonces, otro mostrador de telégrafo recibió la comunicación de otra comisaría, y otro, otro, otro, otro y otro.
* * *
Marcus zigzagueó entre el tráfico hasta que llegó a la pasarela de entrada a una fundición. Mientras atravesaba corriendo la puerta, gritó:
—¡Cierren las cañerías de alimentación de su cuarto de calderas, evacúen a todo el mundo! ¡Apaguen las máquinas! ¡Apaguen todo!
Los que estaban suficientemente cerca de él para oírle por encima del ruido de las máquinas se quedaron como si hubiera irrumpido en su trabajo un loco. A Marcus se le cayó el alma a los pies. Sabía, porque en otro tiempo había sido como ellos, el aspecto que debía de ofrecerles: un universitario que no pintaba nada allí y que seguro que había ido a gastarles alguna broma. Pero siguió corriendo y gritando, hasta que un fornido operario se puso delante, le agarró por los hombros y le dio la vuelta.
—Escuche, por favor —espetó, mientras el hombre le cogía del cuello de la camisa y le empujaba hacia la entrada, le arrojaba a la calle y le decía, a gritos, que informara a los sindicalistas de que no estaban dispuestos a apagar sus máquinas y dejar de cobrar sus salarios.
Marcus se levantó y corrió hacia otra fábrica a varios centenares de metros. Iba diciendo a todos con los que se cruzaba que se mantuvieran alejados del edificio.
Un inmenso rugido le paró en seco. Observó como en una pesadilla un fragmento de una caldera gigantesca que atravesaba el muro del edificio principal de la fábrica y volaba varias decenas de metros por el aire. Las plantas primera y segunda se hundieron y los restos destrozados de la caldera salieron disparados contra el costado de un edificio de madera al otro lado de la calle. Los gritos de terror de los trabajadores atrapados dentro llenaron el aire, mientras el edificio de la fábrica y la estructura de madera se derrumbaban al mismo tiempo. Detrás de él, una pared se plegó sobre sí misma en la fundición de la que acababa de salir, y el silbato de vapor aulló.
Había llegado demasiado tarde.
Marcus se cubrió el rostro con el brazo mientras los escombros volaban de un lado a otro y la fuerza le echaba para atrás. Sintió como si toda la ciudad diera vueltas en torno a él. Quería pararse y ayudar a aplacar los gritos, pero tenía que seguir adelante. Tenía que salvar a Frank; aunque no pudiera hacer nada más, estaba dispuesto a remover cielo y tierra para lograrlo.
Sus brazos y piernas se movían a un ritmo frenético y el suelo parecía levantarse a su encuentro con cada zancada. Pero tenía la sensación de estar totalmente parado y de que era la ciudad la que pasaba a su lado, desencadenando catástrofe tras catástrofe, como si nada, a medida que explotaban decenas de calderas. Con cada explosión, la tierra se sacudía como si hubiera un terremoto. La chimenea gigante de la refinería de azúcar salió volando por los aires y sus ladrillos cayeron en una lluvia hasta el suelo. Las ventanas de las casas circundantes se hicieron añicos por el impacto de los escombros. Marcus se agachaba y esquivaba los restos de ladrillo y madera que caían del cielo y volaban de un lado a otro. En tres o cuatro ocasiones, los escombros le golpearon y derribaron, y tuvo que volver a levantarse.
En una fábrica de sombreros, una parte de la caldera salió disparada de su recinto y derrumbó la mayor parte de la pared que la protegía. Las víctimas gritaban desde el interior de los escombros. Otra parte había salido impulsada a través de la chimenea y había enviado las piezas de metal destrozadas, mezcladas con ladrillos y sombreros, a más de sesenta metros de altura. Unos golfillos callejeros corrían de un lado a otro atrapando los sombreros o cogiéndolos de donde habían caído. Marcus tuvo que saltar sobre un fragmento de otra caldera, de unos tres metros de largo, que había llegado disparado desde la fábrica de caucho.
Cuando estalló una segunda caldera en la fábrica de sombreros, salió volando un segundo objeto por el aire, por encima de un edificio de cinco pisos. Marcus se quedó sin aliento al ver que el proyectil era un hombre, que aterrizó al otro lado de la calle con los sesos esparcidos sobre la pared y el tejado de una casa. El cuerpo estaba quemado por el vapor salido de la caldera. Otro obrero, con la cabeza y los brazos escaldados, corría por la calle pidiendo ayuda a gritos. En la fábrica de clavos y la planta siderúrgica, los empleados se arrojaban por las ventanas mientras fragmentos de las calderas perforaban las paredes del edificio. Un arsenal de clavos atravesó el aire y no alcanzó a Marcus por poco. Campanas de incendios, silbatos, gritos de agonía y gritos de socorro contribuían al caos.
Por fin, Harrison Avenue. Ya había reventado una pared de la Fábrica de Locomotoras Hammond y los trabajadores corrían de un lado a otro para tratar de ponerse a salvo. Marcus entró y subió hasta el taller de mecanizado, llamando a Frank.
Cerca de su antiguo puesto de trabajo, un hombre yacía en el suelo, cubierto por una gruesa capa de sangre de la cabeza a los pies. Marcus volvió a ver la imagen de un demonio que rompía el Ichabod Crane de Frank en mil pedazos. Se tiró al suelo junto a su amigo caído.
—¿Marcus? —se quejó el yaciente—. ¿Qué haces aquí?
—¡Estás vivo! —asombrado, Marcus sintió que le goteaba sangre sobre la nuca. Miró hacia arriba y vio el cuerpo de un obrero, de no más de dieciocho años, al que la onda había arrojado y empalado sobre una de las máquinas más altas. La sangre que inundaba el cuerpo de Frank no era suya. Lo agarró y le ayudó a ponerse de pie, mientras le limpiaba la sangre de la cara con la manga.
—Estoy bien —dijo Frank en tono cansado, colgado del hombro de Marcus—. ¡Creo que estoy bien, Marcus! La explosión me arrojó contra la pared. ¿Cómo has entrado aquí? ¿Qué es todo esto?
—Siento muchísimo no haber podido decirte nada antes.
—¿Tú sabes lo que ha ocurrido?
—Sí, pero no puedo explicártelo ahora. Da la impresión de que tienes la pierna completamente torcida. ¿Crees que puedes tenerte solo?
—Creo que sí —pero gritó de dolor al ponerle Marcus en pie.
En el entresuelo por encima de ellos, dos de los hombres de más tamaño y el supervisor, que sangraba de uno de sus oídos, estaban levantando a Chauncy Hammond, que yacía boca abajo. Hammond recuperó el conocimiento de golpe y se debatió en manos de sus hombres.
—¿Qué ha sucedido? ¡Mi edificio! ¡Yo construí esto! ¡No voy a dejar que se convierta en ruinas! ¡Canallas! ¡Dejadme ir!
Las vigas del techo, dañadas, empezaron a crujir.
—Bueno, supongo que es un alivio pensar que iba a dejar el viejo taller de mecanizado para convertirme en un alumno de Tech, ¿eh, Marcus? —bromeó Frank sin gran entusiasmo mientras examinaba los destrozos y las ventanas estalladas—. Puede que no quede gran cosa de él.
—Debes salir de aquí, Frank. Hay que salir a campo abierto. Las demás calderas podrían estallar en cualquier momento. Díselo a todos los que puedas.
—¿Y tú?
—Yo voy a intentar apagarlas y luego ir a avisar a más sitios.
—¿Más?… ¿Qué demonios es…? —Frank miró el caos a su alrededor—. Hazlo, Marcus. ¡Vete! Ya me las arreglaré —asumida su actitud más militar, Frank cojeó sin rendirse, entró en el taller y, sujeto a la máquina más próxima para no caerse, ordenó a los demás obreros que salieran corriendo.
* * *
Había llegado demasiado tarde para impedir nada, aunque la voz se le hubiera roto de tanto gritar. El agua helada había recorrido el sistema y había hecho estallar casi todas las calderas que estaban funcionando en la ciudad esa mañana. Ahora, el mundo había empequeñecido para Marcus, reducido al paradero y el bienestar de sus amigos. Tenía que encontrar suficiente fuerza en sus músculos doloridos para poner a Agnes a salvo y encontrar a los demás.
Marcus volvió corriendo y esquivando muchedumbres que gritaban y lloraban. La lluvia caía en chaparrones ligeros. Se cruzó con Roland Rapler en la calle; estaba dando instrucciones a sus hombres para ayudar a los heridos y rescatar a los supervivientes, la viva imagen de un gran comandante en su uniforme. Las miradas de los dos se encontraron y ambos se hicieron una seña con la cabeza. El aire olía a cenizas.
Cuando Marcus llegó al Common, Agnes no estaba donde la había dejado. Su corazón latía a toda velocidad. La llamó con voz ronca y luego corrió al parque de ciervos, donde los animales, frenéticos, estaban intentando encontrar una forma de salir de sus cercas; de allí fue al estanque de las ranas.
—¡Agnes! —volvió a gritar, e hizo una pausa para oír su respuesta, pero no oyó más que su propia y agitada respiración.
Enfrente del Common, cerca del Capitolio, se había creado un tumulto; y él supo, de alguna manera, de qué se trataba. Avanzó hacia la multitud con el terror atenazándole la garganta. Mientras intentaba abrirse camino, podía atisbar las piernas de una frágil figura vestida de amarillo a la que estaban levantando de al lado de un montón de ladrillos. Ella no. Cualquiera menos ella.
Le envolvió una oscura niebla. No podía conciliar la silueta derrumbada con una Agnes Turner que reía, Agnes Turner que jugaba a salpicar agua con los niños, sus ojos llenos de curiosidad, afecto y fe. Oyó vagos fragmentos de conversaciones jadeantes, transeúntes que repetían la historia de dos niños, un chico y una chica, con la ropa empapada, que habían corrido hacia un edificio que se ondulaba de forma muy peligrosa, y una joven que había ido detrás de ellos cuando un gran tablón de madera cayó dando vueltas por el aire y chocó contra su cabeza.
Marcus volvió a intentar acercarse, pero unos policías se lo impidieron. Gritó y se debatió y la llamó, pero entonces se la llevaron tras pasar a unos centímetros de sus narices.
En medio del mar de gente, se arrodilló en el suelo.