XLIII
Exploradores

—¡Es él! —dijo Marcus al ver el grabado que ilustraba la columna sobre Joseph Cheshire.

—¿Puede haber sido de verdad un accidente? —preguntó Edwin.

—Lo dudo —replicó Marcus—. Pero las pruebas de que no lo ha sido han desaparecido con el laboratorio.

—Bueno, un problema menos del que preocuparse, con Cheshire fuera de juego —dijo Bob en tono sardónico.

—Suponiendo, señor Richards, que el señor Cheshire no le haya hablado ya a alguien de nosotros, antes de estar muerto y enterrado —señaló Ellen.

Edwin meneó la cabeza, incrédulo ante la actitud de sus amigos.

—¡Estáis hablando de la vida de un hombre! ¿Por qué iba a matarle nadie? —preguntó, mirando a Marcus.

—Tal vez estaba amenazando a otros además de nosotros —respondió él mientras se encogía de hombros.

—Le habría colgado como a un perro si hubiera tratado de detenernos —dijo Bob—. No digo lo del perro de forma literal, profesora.

—Cheshire había estado vigilando nuestro paradero, nuestros actos —dijo Marcus, con renovada inquietud—. Si el experimentador sabe que el chico nos habló de él, quizá intente hacerle daño también. Debemos encontrar al muchacho y asegurarnos de que está a salvo.

—¿Quién?

—Theo —dijo Marcus.

—¿Qué? Ah, el niño de la mano, quieres decir —dijo Bob con indiferencia.

—Nos ayudó y ahora podría estar en peligro. Nosotros le implicamos. Es poco más que un niño, Bob.

—En estos momentos, tenemos otras cosas de las que ocuparnos —le recordó Bob—. ¿No?

—Por supuesto, pero…

—Por Dios, profesora Swallow —interrumpió Bob, absorto en algo que había visto en el rostro de Ellen—, ¿qué sucede?

Ella, como era habitual, no había perdido la concentración. En sus ojos brillaba la chispa de una posibilidad.

—¿Y si no puso la mezcla de sustancias químicas en agua fría?

—Pero así es como las encontró Bob —dijo Edwin.

Ella negó con la cabeza.

—Señor Hoyt, no ha entendido lo que digo. El agua estaba fría, después de quizá varios días, cuando el señor Richards la encontró.

Edwin la miró durante un largo instante.

—Sí… Ya veo… ¡Puede que la mezcla fuera la que volvió el agua fría!

—Fría o, con más probabilidad, helada —dijo Ellen, asintiendo mientras analizaba la idea—. El señor Richards vio algo que debía de ser varias libras de cloruro de cal que al parecer alguien había calentado, pasado por un tamiz y espolvoreado. Ahora creemos, por lo que ha contado, que había también residuos de sal y mercurio. La mezcla de todos esos elementos combinados, si se introduce en agua, podría helarla.

—Si tenemos suficientes materias primas, podríamos averiguar si funciona —dijo Marcus.

—Deberíamos trasladar nuestras investigaciones al Instituto —dijo Ellen—. Me da miedo que la señora Blodgett, a estas alturas, tenga la oreja en la puerta, después de habernos visto entrar a todos. Además, necesitaremos más materiales de los que tenemos aquí.

—Ya estoy con los preparativos —dijo Edwin, que estaba envolviendo algunas de las cosas que necesitaban. Mientras tanto, Bob bajó a la calle a contratar un coche que los llevara de vuelta a Back Bay.

Cuando llegaron al sótano del Instituto, reunieron el equipamiento necesario. Con un quemador, calentaron cloruro de cal. Vieron que iba formando una masa porosa, que luego pasaron por un tamiz. En un recipiente de madera, añadieron sal y luego introdujeron una bola de cristal llena de mercurio con ayuda de unas pinzas.

—¡Mirad! —dijo Edwin.

El mercurio en la bola de cristal fue congelándose hasta solidificarse.

—¡Ahora, señor Mansfield! ¡El agua! —dijo Ellen.

Marcus vertió una jarra de agua. Entonces, Bob colocó con sumo cuidado un termómetro dentro de la mezcla. El termómetro bajó cinco, diez, quince, veinte, treinta grados. El agua se congeló ante sus ojos y el termómetro quedó atrapado en el hielo.

—¡Increíble! ¡Tiene que ser esto! ¡Este tiene que ser el propósito del experimento! —exclamó Bob.

Edwin echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—¡Lo hemos encontrado! —entonces, su expresión recuperó la cautela habitual—. ¿Qué hemos encontrado exactamente?

—Una respuesta, pero solo para la mitad de nuestra pregunta. Ahora debemos descubrir su uso —dijo Marcus.

—Sí. Debemos preguntarnos: ¿qué destrucción puede causar esto? —propuso Ellen.

—Deberíamos pensar en todos los usos que tiene el agua en Boston —dijo Bob—, y en cómo un experimento así podría impedir que se desarrollaran con normalidad.

—Quieres decir que debemos pensar como un demente —dijo Edwin, tragando saliva.

La tarde se convirtió en noche y el domingo se deslizó hacia las primeras horas del lunes. Habían escrito varias teorías en una pizarra y fueron tachándolas una por una; se turnaron para siestear en el banco situado en la esquina del laboratorio. Durante su turno, Edwin casi se derrumbó en él, mientras los demás preparaban el alto horno para intentar un experimento con trozos de hierro parecidos a los que había visto Bob junto a la mesa de demostraciones en el laboratorio privado. Ellen dijo que no necesitaba descansar, aunque en varias ocasiones cerró los ojos unos segundos tal como estaba, sentada en perfecta postura ante el microscopio. En cuanto los abría de nuevo, continuaba haciendo su hábil análisis justo donde lo había dejado.

Con tantas cosas que hacer, Marcus no pensaba dormir tampoco cuando le llegó el turno de tumbarse en el banco. Sin embargo, cuando volvió a mirar el reloj, vio que había pasado casi una hora y veinte minutos, y le costó reanudar su trabajo. La siguiente vez que los abrió, alguien que se tambaleaba sobre él estaba sacudiéndole y gritándole. Su mente regresó a los campos de Baton Rouge, los heridos que gritaban con desesperación o se retorcían en sus últimos instantes de vida. Su vista captó una nebulosa de siluetas y colores repartidos por el laboratorio: sus amigos yacían en el suelo. Era absurdo. Los habían atacado mientras dormía.

* * *

El primer rostro que pudo identificar entre los atacantes fue el de Albert Hall. El remolino que le colgaba sobre la frente, los labios finos y siempre abiertos que decían algo que Marcus no podía oír. Intentó estirar el brazo y golpear la cara redonda y sonrosada, pero no consiguió levantar la mano. Se debatió al sentir que le agarraban bajo los brazos y le llevaban, medio a rastras medio a empujones, hasta el pasillo, seguido casi de inmediato por un Bob tambaleante y atontado. Unos momentos después su vista y su mente recuperaron la claridad y Marcus comprendió lo que pasaba y volvió corriendo al laboratorio para ayudar a Albert y Darwin Fogg a arrastrar a Edwin y Ellen al corredor, mientras Bob se acercaba a gatas al horno para retirar los hierros candentes.

—¿Está bien, señor Marcus? —preguntó Darwin cuando estaban ya a salvo en el pasillo.

—Creo que sí, Darwin —dijo Marcus mientras se sujetaba la cabeza dolorida.

—¡Gas carbónico! —dijo Bob mientras le llevaba agua a Edwin, que estaba jadeando—. Nos ha envenenado a todos. Había algún ladrillo suelto en el horno que no vimos, y debe de haber emitido vapores.

Activaron el ventilador y se reunieron en el laboratorio de Ellen mientras se limpiaba el aire.

—Gracias por tu ayuda, Hall —dijo Bob.

—Vengo temprano para revisar los libros de cuentas de los alumnos, y mira lo que me he encontrado. ¿Qué hacíais ahí dentro? —preguntó Albert—. ¿Exactamente qué es lo que hacéis aquí abajo?

—Tenemos permiso para usar el laboratorio, Hall —dijo Marcus—. Puedes confirmarlo en la oficina del claustro.

—¡Desde luego que lo voy a hacer! Pero ella no debería estar en otro laboratorio que no sea el suyo, ¿no? —preguntó indicando a Ellen.

—Para las clases, sí, señor Hall —respondió Ellen con la debida deferencia mientras se limpiaba las mejillas con un pañuelo—. Pero me permiten ayudar a otros estudiantes cuando es necesario.

—Tendré que confirmar eso también —dijo Albert con suspicacia—. Es extraño… Bueno, yo podría haber muerto por rescatarlos.

Darwin siguió pendiente de los alumnos hasta que se aseguró de que estaban bien, cosa que era cierta, salvo por un ligero dolor de cabeza.

—Esto nos va a retrasar —dijo Bob después de que salieran Darwin y Albert.

—No tenemos más tiempo —dijo Marcus.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Edwin, que seguía tosiendo y con problemas en la voz.

—Piénsalo, Edwin —explicó Marcus—. El experimentador tiene completado su mecanismo de congelación desde hace al menos día y medio, tal vez más. ¡Bob lo encontró el sábado por la noche, y ni la señorita Swallow ni él habían visto entrar en el laboratorio a nadie en las horas anteriores!

—¿Entonces por qué esperar? —preguntó Edwin—. ¿Por qué el miserable no utilizó la mezcla ayer o anteayer? —y prosiguió, como en un ruego—: Quizá no pretende darle ningún uso nocivo.

—¡No debemos rendirnos! —exclamó Bob.

—Basta, Bob. ¡Hemos estado a punto de morir ahí dentro! —gritó Marcus por encima de su voz—. Si no hubieran pasado por aquí Darwin y Hall…

—Eso ha sido mala suerte —interrumpió Bob mientras asentía con la cabeza.

—O algún tipo de sabotaje —dijo Marcus.

—Pero si ese horno no debe de haberse encendido más de dos o tres veces desde que se construyó el edificio, y seguro que no se había terminado cuando empezó a escasear el dinero. Sabes que la mitad del sótano se quedó sin terminar. ¡No podemos detenernos cuando estamos tan cerca! —exclamó Bob.

—Cheshire.

—¿Qué? —replicó Bob.

—Joseph Cheshire —siguió Marcus en voz más alta—. Estaba realizando algún tipo de investigación sobre los sucesos, ya lo sabemos. Quizá estaba aproximándose; en cualquier caso, descubrió que estábamos investigando nosotros, y quizá sabía muchas más cosas. El profesor Runkle sabía que estábamos investigando. Uno de ellos, Cheshire, está muerto, y el otro, Runkle, todavía puede morir por el atentado cometido contra él. Esto no es un juego de patio de colegio. Si alguna vez lo pareció, ya no. Ninguno de nosotros está a salvo, ni en casa, ni aquí, ni en la calle. El experimentador sabía que alguien había estado en su laboratorio y destruyó el edificio; ahora quizá actúe más deprisa para llevar a cabo sus planes.

—Entonces ¿qué sugieres tú? —preguntó Bob.

—No podemos esperar, y no queda nada del laboratorio privado ni de su conserje que nos proporcione más información. Debemos llevar todo lo que sabemos a la policía y rezar para que todo salga bien.

—¡No conseguiremos superar el odio que Agassiz siente hacia el Instituto! —gritó Bob—. Estás hablando como jefe de policía, Mansfield, no como tecnólogo.

—Hasta ahora hemos hecho todo en grupo —dijo Edwin, interponiéndose entre los dos—. Todos para uno, uno para todos. Debemos mantenernos así, eso es lo más importante. Vamos a decidir todos juntos —aguardó hasta que los demás se mostraron de acuerdo—. Muy bien. Todos los que estén a favor de lo que propone Marcus, que digan «Sí». ¿Entregamos los frutos de nuestros esfuerzos a la policía?

—¡No!

—Un no —dijo Edwin después de recibir el voto de Bob con gran formalidad—. Marcus, creo que también sabemos lo que votas tú.

—Sí —dijo Marcus con calma y a su pesar.

—Es decir, un voto en contra y un voto a favor. ¿Señorita Swallow?

—Señorita Swallow, Eddy —instó Bob—. Sé que esta no es una decisión fácil. Pensad en toda la gente que os ha dicho siempre que una escuela de tecnología era desperdiciar el tiempo. ¡Esta es la oportunidad de demostrar que tenemos razón, de enseñar al mundo de una vez por todas por qué estamos aquí!

Bob dirigió una mirada suplicante a Ellen. Ella tenía una expresión abatida y cerró los ojos.

—Siento decir que el señor Mansfield tiene razón, señor Richards. Sin examinar nuevas pistas, existen infinitas variantes sobre el posible uso de ese experimento. ¡Por eso siempre he pensado que me habría gustado ser trillizas! No hay tiempo para todo.

—¿Vota «sí», entonces? —preguntó Edwin.

—Sí —respondió ella.

—«Donde no ha llegado nadie, ahí llegaré yo». ¿No era ese su lema, profesora? ¿Dónde ha ido a parar cuando yo lo necesitaba? —dijo Bob con amargura, y luego se volvió a Edwin antes de que Ellen pudiera contestarle—. ¡Si se lo decimos ahora a la policía, tendremos las manos atadas y no podremos seguir adelante! ¡Eddy, te lo ruego! ¡Toma la decisión adecuada!

Edwin negó con la cabeza.

—No veo otro remedio, Bob. Vamos a reunir las pruebas que tenemos, todos nuestros materiales y los papeles que no quemaron los Med Fac. Yo también voto «sí».

Bob se dio por vencido.

—Muy bien. Voto con el grupo. No voy a resistirme.

Marcus se puso de pie y se volvió hacia los otros.

—Me pregunto si podríais ir a ver a la policía sin mí. Tengo una amiga, alguien importante para mí, cuya confianza he sacrificado. Me gustaría intentar recobrarla.

—Me parece prudente, señor Mansfield —dijo Ellen.

Acordaron volver a sus respectivas viviendas para recuperar fuerzas durante unas horas y luego Bob, Ellen y Edwin irían a la comisaría central mientras Marcus se ocupaba de su problema personal. La siguiente vez que se vieran se reunirían como universitarios, exactamente iguales a los demás alumnos del Instituto.

—Esperad, antes de irnos —Edwin sacó su Biblia de bolsillo y la colocó en la mesa—. Recemos juntos para que lo que estamos haciendo sea lo mejor para Boston, amigos míos. Que no hagamos nada por disputas o por vanidad, sino que, con humildad de corazón, cada uno aprecie a los demás más que a sí mismo.

Repitieron los tres la plegaria de Edwin, dijeron amén y reflexionaron en silencio; aunque nadie dijo nada más, rezaron también por la seguridad de los desconocidos en toda la ciudad; pero cada uno se imaginó además uno o dos rostros concretos.