Ellen se inclinó sobre su cocina, se llevó una cucharada de líquido caliente a los labios y los frunció. Cuando levantó la vista del cazo en el que estaba dando vueltas, vio que Bob se acercaba a Edwin, que estaba sentado en la mesa. Estaba nervioso y distraído, y a Ellen le preocupó que quisiera tomar el pelo a Edwin, volver a sentirse superior después de haber perdido el control de sus emociones en el lugar del edificio derrumbado.
—Deja eso, Eddy —dijo Bob, con voz más bien suave, después de ver el incansable arrebato escritor de su amigo—. ¿No es sacrilegio y no sé qué más?
—No tengo ninguna otra cosa en la que escribir —respondió Edwin en voz baja mientras acariciaba su Biblia de bolsillo, cuyas primeras hojas había llenado con su letra microscópica—. Todos los pedazos de papel que hay en la habitación de la señorita Swallow están llenos de ecuaciones y fórmulas. Además, parece un lugar apropiado para un diario, en cierto modo.
—Tan apropiado como cualquier otro después de un día como el de hoy —dijo Ellen, lo cual hizo que Bob reanudara los paseos por su cuarto de estar—. Pero ustedes dos deberían descansar, señores. La sopa está casi hecha —se habían refugiado allí porque Ellen era la que vivía más cerca de todos ellos, pero quizá también porque era donde más atendidos podían sentirse. Al comenzar todo, Ellen no había previsto asumir un papel maternal con los tres alumnos de cuarto, pero ¿cómo no iba a hacerlo en su propia pensión, después de haber vivido tales experiencias juntos?
Cogió un trapo que estaba en un plato con agua caliente y jabón y se acercó a la silla de Edwin.
—Vamos a ver cómo está —dijo. Edwin terminó la frase que estaba escribiendo y cerró la Biblia mientras ella apretaba el trapo con cuidado sobre un bulto que tenía en la sien y soplaba con suavidad sobre él.
—Tiene mejor aspecto —insistió Bob, que se colocó a toda prisa entre los dos, inspeccionó la cabeza de su amigo y le dio unas palmaditas en el cabello—. Ya está mejor, ¿ve? Pero en cambio, profesora, ¿ha visto este corte en mi rodilla?
Ellen prestó a Edwin unos instantes más de atención y se volvió hacia Bob. Por suerte, todos los cortes y raspaduras de los cuatro parecían sin importancia.
—Siéntese, señor Richards. Vamos a echar un vistazo.
Bob encontró una silla y se enrolló el pantalón por encima de la rodilla.
—Gracias —susurró ella.
—¿Por qué, profesora? —preguntó Bob.
—Por pedirme que me fuera cuando el señor Mansfield y usted estaban encerrados en la escalera. Me da la impresión de que estaba preocupado por mí.
—La necesitamos —respondió Bob con convicción. Y se apresuró a añadir—: Usted es una auténtica química, y eso es muy útil.
—Ya está —dijo ella, cuando juzgó que la herida no tenía importancia.
—¿Por qué? —dijo Bob mientras caía de nuevo en su agitación y se volvía hacia Marcus, que estaba sentado enfrente de Edwin, en la mesa con el cuadrado central recortado y lleno de plantas—. ¿Por qué querría salvar el experimentador a Marcus cuando se cayó, profesora? ¡Ha estado a punto de pulverizarnos a todos!
—El experimentador quiere que seamos testigos del poder que tiene sobre nosotros —supuso Ellen.
—El poder de permitirnos vivir —añadió Marcus— o acabar con nosotros. Quiere que sepamos, sobre todo, una cosa: que es mejor que nosotros.
—Todavía siento unos deseos irresistibles de contar a la policía que estábamos allí y lo que sucedió —dijo Edwin.
—Lo sé —dijo Marcus en tono de disculpa mientras le ofrecía un vaso de agua—. Gracias por ser paciente, Edwin.
—Señor Hoyt —dijo Ellen—, cuando llegó al edificio de los laboratorios, dijo que tenía que contarnos algo del profesor Eliot.
Edwin asintió y se bebió de un trago el vaso antes de explicar lo que había ocurrido en Harvard esa mañana, aunque ahora parecía que hubiera pasado un año.
—¿Estás seguro de que el profesor Eliot iba a proponer a Harvard que se anexionara el Instituto, Edwin? —preguntó Marcus.
—Cuando se lo pregunté, le ardieron los ojos con la misma intensidad de un horno e insinuó que, si informaba de ello al rector Rogers, haría indagaciones sobre nuestra participación en lo sucedido en los terrenos de Harvard.
—Así que, hagamos lo que hagamos, el Instituto puede acabar comido vivo —dijo Ellen— y luego desechado.
—Esa es una preocupación para otro momento —dijo Bob con gravedad—. Por ahora, ¡no solo se han destruido las pruebas de los crímenes del experimentador sino también nuestras pistas sobre su próximo intento de causar el caos!
—No —dijo Ellen en tono enigmático—. Al menos, no del todo. Hemos salvado la pista más importante de la que disponemos.
—Pero, mi querida profesora, ¿ha visto usted las ruinas de ese edificio? Menos mal que es domingo, o habría habido docenas de personas aplastadas, pero desde luego es imposible salvar nada, ni con los equipos más complejos que pudiéramos utilizar.
—Creo que la señorita Swallow se refiere a otra cosa cuando habla de la pista más importante, Bob —dijo Marcus—. Tú.
—Exacto —añadió Ellen.
* * *
—¿Yo? —dijo Bob con una risa despectiva—. ¿Qué pretendéis hacer?
Marcus asintió.
—Tú viste la mesa de demostraciones en el santuario del experimentador anoche. La viste de cerca.
—Sí, desde luego, ¡no llegó ni a un minuto y enseguida me fui corriendo a buscaros! Y no soy químico.
—Venga, Bob, la señorita Swallow tiene razón. ¡Por lo menos debes tratar de recordar! —dijo Edwin.
—Si me acordara de algo más, ¿no creéis que os lo habría dicho? —rugió Bob—. ¡Todo esto son tonterías! No estoy dispuesto a oír ni una palabra más.
—Muy bien —aceptó Marcus, desilusionado—. Pensaremos en otra cosa mejor que podamos intentar, pues.
—¡Lo conseguiré! —prometió Bob.
Ellen empezó a servir cuencos. El aroma de la sopa, de carne con unos fideos tan finos como agujas de coser, pareció calmar los ánimos en la habitación.
—Creo que ha llegado el momento de decírselo a Hammie —dijo mientras repartía los platos—. Hay que contarle todo lo que ha pasado, sin omitir ningún detalle.
—¿Hammie? —preguntaron al mismo tiempo Bob y Edwin, los dos claramente opuestos. Marcus la miró con curiosidad pero no expresó ninguna objeción.
—Eso es, Hammie —repitió Ellen con suavidad—. ¿No ayudó a rescatar al señor Mansfield en Harvard? Y, al fin y al cabo, es una de las mentes más brillantes del Instituto.
—¡Un momento, profesora —dijo Bob, lleno de repentina energía—, entre Hammie y Eddy, me quedaría con Eddy en cualquier momento!
—No tengo nada en contra de Hammie y nunca despreciaría sus dones, Bob —dijo Edwin con gran diplomacia—. Lo único que rechazo es la idea de competir. En cualquier caso, tal vez la señorita Swallow tenga razón en que nos vendría bien contar con más ayuda.
—Esto no es ningún concurso —destacó Ellen.
—No, no, supongo que no —dijo Bob—, pero no me gusta nada el tono que suele adoptar Hammie con usted.
—¿Conmigo? —preguntó ella, sorprendida, aunque sin variar su expresión.
—Es demasiado… familiar. No tiene ni idea de cómo debe dirigirse a una mujer, seguro que no lo ha hecho nunca, y no me gustaría tenerle más a menudo cerca de usted. No le quita la mirada de encima. No me gusta nada ver eso.
—No sé a qué se refiere. No he hecho más que sugerir…
—¿Sabe qué? —interrumpió él—. Quizá pueda acordarme de más cosas del laboratorio. Por lo menos voy a intentarlo. Merece la pena.
—Excelente idea —dijo Ellen sonriendo, y dejó que se desvaneciera el otro tema—. Cierre los ojos, señor Richards. La oscuridad abre nuevas ventanas y da nuevas perspectivas a nuestra mente.
—Mens et Manus —dijo Edwin para alentarle—. Mente y mano, Bob. Sé que puedes hacerlo.
Con los ojos bien cerrados, Bob se estiró y extendió las piernas sobre el brazo del sofá. Al gato de Ellen le gustó la postura y se acomodó en los pliegues del chaleco de Bob.
—Ahora, recuerde. Elimine de su mente todo lo demás salvo el laboratorio. ¿Qué vio allí?
—Había cierta cantidad de cloruro de cal, como ya dije, profesora. Debía de haber calentado una parte (porque había restos en una bandeja sobre un quemador) que luego había disuelto en un cuenco de madera, creo. Y había una bola de cristal con líquido dentro. Pero todo esto ya se lo he contado, ¿no? ¡Lo ve, ya he contado todo!
—¿La tocó? ¿La bola de cristal?
—Creo…, sí, creo que sí.
—¿Estaba fría o caliente?
—Fría, creo. Fría —pensó un instante en ello—. Muy fría.
—¿Había una sustancia dentro del cristal?
Bob apretó aún más los párpados. Debajo, los ojos parecían moverse como si recorrieran el laboratorio mientras hablaba.
—Había una nube química de algún tipo; parecía como… congelada.
—¿Qué material era el que estaba más cerca?
—No sé. ¡No sé!
—Imagine el espacio alrededor de la bola de cristal.
—Un crisol de platino y… unas ampollas de cristal. ¡Un tamiz! Un soplete… Otro quemador Bunsen.
Ellen intercambió miradas satisfechas con Marcus y Edwin.
—¿Un crisol de platino, dice?
—Sí —respondió Bob.
Al cabo de otra media hora, Ellen había obtenido complicados detalles de la memoria de Bob, y Marcus había completado la información con lo que había visto en sus breves instantes dentro del laboratorio, mientras Edwin iba escribiendo cada palabra en su Biblia. Cuando Bob, exhausto en cuerpo y alma por el ejercicio, insistió que había rebuscado todos los detalles posibles, Ellen se disculpó, fue a la habitación de al lado y reapareció con unos guantes oscuros en las manos y un delantal de caucho y llevando una caja de ampollas.
—¿Guarda suministros químicos aquí, señorita Swallow? —preguntó Marcus.
—Por supuesto. No puedo estar siempre en el Instituto, señor Mansfield —envió a Edwin a una farmacia cercana a comprar ciertos artículos que no poseía en su almacén en miniatura. En cuanto regresó, empezaron a seguir en sentido inverso los pasos que debía de haber dado el experimentador.
Bob cogió el periódico que había traído Edwin de su excursión.
—¿Mansfield? —dijo con un grito ahogado—. El hombre que os intimidó a Hammie y a ti, ¿cuál dijiste que creías que podía ser su nombre?
—Cheshire, me parece. Pero no era más que una idea que se me ocurrió. Por lo menos, hasta que tengamos tiempo de investigarlo. ¿Por qué?
Bob enrolló el periódico y se lo lanzó.
UNA MUERTE HORRIBLE
Un desgraciado accidente ocurrido el domingo en Boston le costó la vida a Joseph Cheshire, un respetable agente de Bolsa a comisión, nacido en Cape Cod. Al parecer, el señor Cheshire caminaba por el lugar cuando estalló una alcantarilla debajo de él y las llamas le envolvieron de inmediato y se extendieron con gran rapidez por la alcantarilla. Pronto llegó a la escena un cirujano, pero dijo que no había ninguna esperanza para la víctima, que murió unos minutos más tarde. El señor Cheshire, además de ser conocido en el mundo de los negocios, mostró gran valentía y perseverancia cristiana en tiempos recientes al ser una víctima de la catástrofe de State Street, que le dejó unas lesiones permanentes y repugnantes, producidas por sustancias químicas, en el rostro, la cabeza y las manos. El Departamento de Alcantarillado está investigando en busca de indicios, pero parece haber pocas dudas de que la explosión se produjo por un escape de gas en un conducto defectuoso de la calle que se comunicaba con la alcantarilla.