XL
La garita

La garita situada enfrente de la presa era, según una revista nacional, un modelo de seguridad, a prueba de incendios y dotada de una protección excepcional. Con su exterior de granito batido, su techo de metal y sus suelos también de granito, el edificio estaba diseñado para impedir cualquier intromisión en las puertas y los conductos de debajo. Sin embargo, la presa tenía cinco kilómetros y medio de largo. Era imposible protegerla toda.

Alrededor del atardecer de ese domingo, el intruso entró en el agua desde una zona retirada en la parte norte del lago rutilante. Una bestia, una criatura, un monstruo de Frankenstein empapado: eso es lo que la figura le habría parecido a cualquier observador que se hubiera acercado a la orilla del Cochituate, embutida en un traje del que salían unos tubos como tentáculos, y con el rostro oculto dentro de un casco bulboso con unas ventanillas. Pero no había nadie que viera aquella cosa que se introdujo en la orilla, avanzó hacia la parte más profunda y luego se sumergió.

Bajó, bajó y bajó por aquellas aguas puras e inmaculadas, canalizadas para cubrir todas las necesidades de la ciudad de Boston. Desde su último uso, había modificado el traje para añadirle autonomía, y ahora tenía una reserva de aire especialmente construida con una válvula reguladora en el hombro. El diseño inicial del traje era muy hábil e inteligente, pero sus modificaciones eran obra de un talento superior, un auténtico genio. Ahora podía bajar a más profundidad, durante un periodo de tiempo más largo, sin necesitar ayuda del exterior. Ese era un aspecto importante para el usuario. Si tenía que hacer todo solo, sin la ayuda que otras veces le habían prometido y había recibido, qué se le iba a hacer.

Poco después, por debajo de la garita, el Frankenstein acuático hizo una mínima pausa para enganchar una mina a las verjas de hierro fundido que permitían que el agua circulase por la conducción hacia el acueducto para llenar la cañería que llegaba hasta Boston. Dio cuatro vueltas a la manivela para cargar el dispositivo.

Después de retirarse a cierta distancia para esperar a salvo la muda y gloriosa explosión, el saboteador dio unas palmaditas con su mano enguantada en las ampollas que llevaba en el bolsillo del traje. Muy pronto, Boston volvería a estremecerse. Y casi tan satisfactorio como pensar en ello era imaginar cómo se vería la destrucción desde los asombrados ojos de Marcus Mansfield.