Bob sintió como si llevara horas dando vueltas cuando, por fin, su coche regresó a sus habitaciones en casa de la señora Page. Allí encontró a Marcus esperando. Abrazó a su amigo un largo instante y le dijo:
—¡Estaba seguro de que el vigilante de la universidad te había atrapado, Mansfield!
—Faltó poco.
—He estado recorriendo Cambridge, buscándote por todas partes. No estás herido, ¿verdad? ¿Está Eddy contigo?
—No —respondió Marcus—. Conseguimos llegar a los bosques de Norton por los pelos y nos separamos. Quizá le dio miedo salir si pensaba que los vigilantes seguían persiguiéndonos.
—Todavía tengo fuera al conductor. Mientras estabas con esos sinvergüenzas, encontré una cosa en el laboratorio del experimentador. Debemos volver allí enseguida.
—¿Y qué pasa con Edwin? ¿Y la señorita Swallow? —preguntó Marcus.
—Eddy sabe dónde encontrarnos. Estábamos a punto de ir allí anoche cuando pasamos primero por aquí y vimos que te habían secuestrado. Ya he enviado un mensaje a la pensión de la señora Blodgett; nuestra media naranja (nuestro cuarto de naranja, debería decir) debería ir de camino hacia el sur de Boston. No podemos perder un minuto.
Marcus parecía preocupado.
—Bob, los Med Facs destruyeron los papeles que habíamos escrito para la prensa. No tenemos casi nada que nos ayude a convencerlos.
Bob empujó a Marcus hacia afuera.
—La situación es mucho peor de lo que imaginas. ¡Te lo explicaré por el camino!
Le contó todo mientras recorrían las tranquilas calles de Boston en esa mañana de domingo. Le relató con detalle cómo, después de volar la cerradura del laboratorio privado, había encontrado pruebas de experimentos relacionados con la manipulación de brújulas, incluida una batería diseñada casi con exactitud tal como había predicho Ellen, además de los compuestos que según sus cálculos se habían empleado en la agresión química.
—¡Todo lo que buscábamos!
—Pero eso no fue más que el principio. Había una mesa de demostraciones junto al centro de la sala, encerrada en una especie de cristal protector. Sobre ella, una cantidad de cloruro de cal, que alguien había calentado y disuelto en agua en un recipiente de madera. Al lado, una bola de cristal que contenía un sólido que no fui capaz de identificar.
—Ninguna de esas cosas debieron de intervenir en la preparación de los desastres —dijo Marcus después de repasar el inventario.
—Exacto, Mansfield.
—Entonces, el experimentador está planeando algo nuevo.
—Algo que va a ocurrir pronto, me temo —respondió Bob—, un suceso todavía más destructivo, ¡y que ese viejo calvo de Agassiz no sería capaz de reconocer aunque lo tuviera debajo! Si vamos ahora a la policía, con la influencia de Agassiz, no nos permitirán hacer lo que necesitamos para prevenir lo que quizá se avecine. Incluso me atrevo a decir que nos quedaríamos con la conciencia tranquila, pero convertiríamos Boston en un claro objetivo.
—¿Entonces qué hacemos, si no podemos ir a la policía ni a la prensa? —preguntó Marcus, aunque Bob pensó que él mismo podía imaginar la respuesta.
—Debemos volver al laboratorio del canalla y descubrir a qué apuntan esos experimentos nuevos. Y deprisa. No podemos parar hasta que lo sepamos.
Bob sabía que la tarea que acababa de exponer podía ser imposible. Le recordó a unos deberes que les habían asignado en segundo curso. El profesor Storer repartía cajas de «incógnitas», tubos de cristal sin etiqueta, y tenían que reunir pistas para identificar qué sustancias había en cada tubo. Los Tecnólogos habían logrado averiguar las causas de dos catástrofes, pero ahora iban a tener que enfrentarse al problema inverso. Tenían la causa delante y debían predecir cuál era el efecto buscado; y un fracaso podía suponer otro desastre y la pérdida de vidas.
—¿Y si el experimentador vuelve mientras estamos dentro? —preguntó Marcus.
—¡Entonces le atraparemos, Mansfield!
—O él a nosotros.
Bob lo ignoró.
—¿Encontraste alguna huella del hombre de las cicatrices antes de que te capturaran, Mansfield?
—En cierto modo —dijo Marcus—. Encontré en uno de los recortes de prensa una breve descripción de un hombre que resultó quemado en el desastre de State Street, un tal Joseph Cheshire, del que aquel chico, Theo, nos dijo que había muerto. Pero estaba aletargado cuando hice la asociación, y ahora me pregunto hasta qué punto es importante. Bob, estamos ya cerca, ¿no?
—Sígueme la corriente —dijo Bob mientras el carruaje se aproximaba al edificio de los laboratorios químicos—. El portero es un individuo simpático y él y yo nos entendemos.
Ellen, con el rostro cubierto por un velo, esperaba delante, y pareció aliviada al verlos llegar. Bob llamó al timbre del portero, pero no apareció nadie ni al cabo de tres llamadas.
—¡Vamos! ¡Responda! —dijo Bob mientras daba tirones a la puerta presa de la frustración, hasta que vio que cedía—. ¡Mirad! Está abierta.
—Tenga cuidado, señor Richards —le aconsejó Ellen.
Era una oportunidad para todos y, sobre todo, para Bob. Había tenido la audacia de entrar en el laboratorio la primera vez sin ayuda. Ahora podía terminar lo que había empezado y demostrar a Phillip que se equivocaba sobre él. Bob los condujo a las habitaciones delanteras, donde solía estar el portero.
—Bueno, parece que ha disfrutado de mis regalos —dijo Bob al ver las botellas de vino vacías en el alféizar de la ventana—. ¡Saludos! ¡Amigo! ¿Está de guardia? —llamó, pero no obtuvo respuesta—. ¿Hay alguien en casa? —comprobó la puerta interior, que llevaba del vestíbulo al resto del edificio, y se volvió hacia los otros—. Qué suerte —dijo, conteniendo la risa—. Esta también está sin cerrar. Debe de haber ido a buscar más bebida y estaba demasiado borracho para acordarse de cerrar.
—¿Qué haces, Bob? —preguntó Marcus mientras le agarraba el brazo, cosa que irritó a Bob.
—Voy a volver al laboratorio, por supuesto. Venga, Mansfield, suéltame. No tenemos tiempo para discutir.
—No me gusta esto —dijo Marcus en voz baja—. Unas puertas que suelen estar cerradas están abiertas. Quizá hay alguien más en el edificio.
—¡Un domingo por la mañana! —alegó Bob—. ¿Quién estaría aquí?
—Ya sabes quién, Bob —dijo Marcus en tono serio—. Debemos ser precavidos.
Alguien llamó desde la calle por la ventana del portero.
—Es Edwin —dijo Marcus.
Bob cambió de táctica y posó una mano en el hombro de Marcus, un gesto de aliento.
—Tienes razón, por supuesto, Mansfield. Deja entrar a Edwin y discutiremos todo esto.
Marcus hizo pasar a Edwin después de mirar fuera en busca de cualquier señal de que estuvieran vigilándolos o siguiéndolos.
—¿Has visto a alguien ahí fuera?
—No, Marcus, la calle estaba desierta —replicó Edwin.
—Rápido, cierra la puerta.
—Tengo muchas cosas que contaros a todos —dijo Edwin, excitado, cuando entró—. El profesor Eliot estaba… —empezó. Luego, examinando las habitaciones vacías, se detuvo y preguntó—: ¿Cómo habéis conseguido entrar aquí? ¿Dónde está el portero?
—Bob encontró la puerta sin echar el cerrojo —explicó Marcus—. Pero debemos tener cuidado y no seguir avanzando hasta no saber por qué.
—¿Dónde está Bob? —preguntó Edwin.
Marcus y Ellen miraron alrededor y vieron que la puerta interior del otro extremo del vestíbulo estaba terminando de cerrarse. Oyeron unos fuertes pasos por las escaleras.
—¡Maldita sea, Bob! —gritó Marcus, y luego se volvió sobre su hombro y dijo a Ellen y Edwin—: Quedaos aquí; vigilad si alguien intenta entrar en el edificio —se fue corriendo y dejó a los otros dos de pie, juntos, en medio del vestíbulo.
* * *
—Bueno, señorita Swallow —comenzó Edwin de nuevo, mientras los pasos se desvanecían en la planta de arriba—, no va a creerme cuando se lo cuente. Se trata del profesor Eliot… —pero cuando se dio la vuelta, previendo la inevitable sorpresa en su rostro, se encontró con que Ellen estaba ya al otro extremo de la habitación, estudiando el vestíbulo y el cuarto del conserje.
—Todavía quedan trazas de que una mujer ha estado limpiando aquí —dijo, mientras pasaba el dedo por el perímetro de la pared—. En otra época, estas habitaciones estaban más limpias, aunque es probable que de eso haga ya algún tiempo. Al pobre hombre debió de abandonarle una esposa, o una hermana, y eso le llevó al vicio de la bebida —prosiguió su investigación y empujó otra puerta.
—¿Qué hace? —en ausencia de Bob y Marcus, pensó vagamente que debía ordenarle o, al menos, pedir con gran énfasis que estuviera quieta y obedeciera las órdenes de Marcus.
—Voy a mirar en el sótano.
—Marcus dijo que nos quedáramos aquí.
—Recuérdeme, por favor, señor Hoyt, ¿quién ha elegido al señor Mansfield como general de nuestro pequeño escuadrón?
Edwin se rascó el cuello, ya no tan deseoso de darle órdenes.
—¿Y para qué ir al sótano?
—Es muy posible que el conserje sepa más de lo que le dijo al señor Richards acerca de lo que han estado haciendo en ese laboratorio. Por la descripción del señor Richards, puede que el caballero esté demasiado intoxicado para recordar lo que sabe, pero quizá allí abajo guarde algún tipo de documento con las idas y venidas del edificio. ¿Viene?
Era verdad que Marcus les había dicho que permanecieran en el vestíbulo y vigilaran a cualquiera que pudiera querer entrar en el edificio. Pero, por otra parte, como caballero responsable, Edwin debía acompañar a Ellen para garantizar su seguridad. Quizá si contaba hasta tres, Marcus y Bob regresarían.
Uno…, dos…
—Adiós, señor Hoyt —dijo Ellen mientras empezaba a bajar las escaleras.
Su rápida salida obligó a Edwin a ponerse en movimiento.
—La acompaño, señorita Swallow —dijo. La siguió por una estrecha escalera de madera hasta un sótano oscuro y mal iluminado. El suelo de piedra estaba cubierto por una capa de paja sucia y había varios cubos llenos de agua repartidos. La habitación, rústica y desoladora, parecía una cueva, con sus paredes de color rojo oscuro y una sola lámpara que daba una luz mortecina. Era una masa húmeda de sombras, a las que se añadieron las suyas.
—Veo que el portero también mantiene sus hábitos aquí abajo, quizá cuando recibe demasiadas miradas desaprobadoras arriba —dijo Ellen frunciendo el ceño, mientras cogía una de las botellas tiradas por el suelo y vertía las últimas gotas que quedaban en ella.
Se oyó un ruido, como una inhalación. El aire húmedo hacía que Edwin respirase con dificultad, y le costó pronunciar las palabras.
—¿Ha oído algo? ¿Una respiración?
Ellen detuvo sus pasos y soltó una exclamación.
—¡Señor Hoyt!
Debajo de dos ventanucos cubiertos por contraventanas de madera, junto a la única lámpara, había una masa de gran tamaño derrumbada en la sombra. Se aproximaron paso a paso hasta ver el rostro del corpulento conserje del edificio, con la boca abierta y los ojos cerrados.
Ellen se alisó el vestido y se arrodilló para inspeccionar los húmedos pliegues de la barbilla y el cuello del hombre y luego su mano.
—No encuentro el pulso —se acercó a sus labios, en los que quedaba un residuo espumoso apenas visible en la luz vacilante—. Este hombre ha sido envenenado.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabe?
—Señor Hoyt, llevo ocho meses estudiando la composición de los venenos más letales que conoce la humanidad.
—Pero eso no entra en el programa de…
—¡Está en mi propio programa!
—Por su posición, parece que lo arrastraron hasta aquí —susurró él, dispuesto a hacer alguna aportación a pesar del terror que empezaba a recorrerle la espalda—. Si está muerto, ¿quién era el que respiraba ahora mismo?
Ella le examinó la camisa y el cuello. Luego le abrió las fosas nasales para percibir bien el olor. Con una mueca, le abrió los labios y le sacó la lengua con dos dedos.
—¿Qué demonios está haciendo con su lengua, señorita Swallow?
—La membrana alrededor de la boca está blanca y reblandecida. Pero necesito mejor luz y un equipo más delicado para determinar cuándo y cómo han hecho esto —se levantó—. Espere un minuto, señor Hoyt. ¡Si no me equivoco (y no me equivoco), en la muerte de este hombre ha habido algo sucio, debemos advertirles!
Edwin trató de aclararse. Se alegró de que estuviera Ellen allí y de que no tuviera la menor vacilación en decidir qué debían hacer.
—Usted mismo lo ha notado, señor Hoyt —continuó ella—. Da la impresión de que lo arrastraron, seguramente desde sus habitaciones de arriba. El responsable dejó todas las puertas de arriba sin cerrar e hizo rodar el cuerpo hasta aquí, no quería que su cadáver asustara a cualquier visitante y le impidiera subir. Esperaba que viniera alguien. Nos esperaba a nosotros.
El rostro de Edwin palideció.
—Es una trampa, señorita Swallow —retrocedió un paso para intentar tranquilizarse y levantó la mirada hasta la parte superior de la pared. Había un gran arco que se extendía hacia arriba y que habían rellenado con ladrillo—. ¡Allí! —gritó.
Del arco sobresalían unos cables conectados a unos cuadrados de una especie de arcilla.
Y otra vez el ruido, que subía y se disipaba como si procediera de un horizonte remoto.
—¿Lo ha oído?
—Es alguien que respira —susurró Ellen mientras asentía—. He oído a alguien que respiraba, señor Hoyt.
* * *
Tres plantas más arriba, Bob estaba estirando el dedo dentro de la cerradura de la puerta con el cartel de PROHIBIDA LA ENTRADA. Sonrió cuando Marcus llegó donde estaba.
—Coloqué la placa de la cerradura de forma que ocultara los efectos de la pólvora —explicó con calma— y se pudiera abrir al presionar en un lado. A este paso, podrías decir que soy ingeniero.
—¡Bob! ¿Por qué no estaba cerrada la puerta de la calle?
—¿Una adivinanza, Mansfield? Tenemos que estudiar lo que vi en este laboratorio para saber lo que va a ocurrir a continuación; si no, nuestro trabajo no servirá de nada. ¡Habrá más heridos!
—El profesor Runkle estuvo a punto de morir en una explosión. Podría ser el mismo científico responsable de los desastres y, si lo es, si el experimentador se entera de que has descubierto esto, ese laboratorio podría estar lleno de explosivos, preparado para hacernos volar por los aires en cuanto abras esa puerta. O quizá el experimentador esté emboscado aguardándonos.
Bob había pensado en esas posibilidades, pero la idea solo había servido para darle aún más confianza.
—No, no, no lo creo, Mansfield. Mira, esta puerta está justo como la dejé. Estoy seguro. No ha venido nadie por aquí. Esta podría…
—¡No puedes saber si ha venido alguien desde entonces, Bob!
Bob titubeó. Lo más fácil sería apartarse.
—Esta podría ser nuestra última oportunidad, Mansfield. Nuestra última posibilidad de encontrar lo que necesitamos.
—Vamos a sacar a Edwin y la señorita Swallow de este edificio y a ponerlos a salvo, y entonces decidiremos qué hacer.
Bob se mordió con fuerza el labio.
—Para ti es fácil decir eso.
—¿A qué te refieres?
—¡Decirme que espere! —oyó cómo temblaba su propia voz, y eso produjo una extraña ola de sinceridad—. Llevo toda mi vida esperando a hacer algo de verdad, a actuar como un hombre. No voy a encogerme cuando llegue mi momento, no voy a volver a hacerlo.
—¡Bob, espera!
Pero él apretó la placa de la cerradura con el dedo y la puerta se abrió.
Marcus se acercó despacio a él, en el umbral del laboratorio. Los dos se quedaron quietos. El laboratorio tenía el mismo aspecto que cuando lo había visto Bob por primera vez, y no parecía que nadie hubiera tocado el enigmático experimento en el interior del cristal sobre la mesa central desde la noche anterior, cuando había salido corriendo a buscar a los demás. No se veían ni explosivos, ni cables, ni asesinos fantasmas al acecho.
—Aquí lo tienes —exhaló Bob con demasiado énfasis—. ¿Lo ves? Está todo bien, Mansfield, tal como te había dicho. Diles a los otros que suban y vamos a ponernos de inmediato a analizar todo esto.
Marcus trató de retenerlo para que no entrara, pero Bob se lo quitó de encima y dio un gran paso; entonces se detuvo.
—Espera un instante —dijo, y se le cayó el alma a los pies—. Ese atril junto a la ventana… Cuando estuve ayer, encima había un gran libro forrado con pan de oro. Estoy seguro. Y ahora no está.
Clic.
—Mansfield, ¿has oído eso? —preguntó Bob, con la esperanza de que no lo hubiera oído.
* * *
Unos segundos antes, Ellen y Edwin habían subido del sótano a la planta baja.
—Los arcos enladrillados de abajo… —decía Edwin con tono urgente.
—¿Qué pasa con ellos, señor Hoyt? —preguntó Ellen.
—Creo que este edificio debió de ser en principio uno de los cuarteles construidos durante la Revolución para proteger Boston en caso de invasión del puerto —al ver la expresión interrogante de Ellen, añadió—: Mi padre construye fuertes militares; he estudiado todas sus variaciones de diseños desde que era niño. Esos arcos llegan hasta arriba del todo, y si sufren daños en una explosión, en caso de que esos cables lleguen también hasta arriba, ¡todo el edificio se derrumbará sobre nuestras cabezas, un piso encima de otro!
Cuando alcanzaron el vestíbulo, la puerta de hierro que conducía a la escalera emitió un sonoro clic —el mismo que sus amigos oyeron desde arriba— antes de que pudieran alcanzar el picaporte. Empujaron con todas sus fuerzas, pero la puerta que los separaba del resto del edificio no se inmutó.
—No hay nada que hacer —dijo Ellen—, tiene algún tipo de mecanismo de cierre.
—¡Tenemos que decirles que es una trampa!
Ellen registró la mesa y los cajones de las habitaciones donde se encontraban mientras Edwin daba puñetazos y patadas contra la puerta.
—¿Hay alguna llave? —preguntó Edwin.
—No veo ninguna; ¿tal vez en los bolsillos del conserje?
—No tenemos tiempo de volver a bajar.
—¡Mire, señor Hoyt! Esta puede ser nuestra mejor posibilidad.
Edwin se acercó corriendo. Había encontrado un gran nudo de media docena de tubos acústicos de algo más de un centímetro de diámetro que salían de la pared.
—Deben de estar aquí para comunicarse con las distintas partes del edificio —dijo.
—Podríamos emplearlos para avisarlos. Pero hay más de una docena, y no están etiquetados como deberían. No sé cuál…
—¡Pruébelos! ¡Pruébelos todos! —dijo Edwin, sintiendo que le dominaba el pánico.
* * *
—¿Has oído eso? —repitió Bob en el laboratorio de la segunda planta.
—Un clic —respondió Marcus, recorriendo el laboratorio con la mirada.
Bob contuvo el aliento, cerró los ojos un largo instante y luego lo soltó.
—No ha pasado nada. No nos ha pasado nada, ¿verdad?
—No.
—Estamos a salvo —dijo Bob—. Seguro que no ha sido más que el bueno de Eddy que se ha tropezado con algo.
Ambos se sorprendieron cuando la voz de Ellen Swallow surgió de la nada.
—¡Tienen que salir! ¡Deprisa!
—¿Qué demonios? —preguntó Marcus.
—Ahí, el tubo acústico.
En la pared de la que salía el tubo, Marcus habló hacia el cono de la abertura.
—¿Señorita Swallow? ¿Está usted bien? —preguntó, y luego se puso el cono en la oreja.
—¡El portero está en el sótano, Marcus! ¡Envenenado! —era la voz de Edwin—. La puerta…
Otro sonido procedente del nudo de tubos, el ruido de alguien respirando, los interrumpió y los hizo callar.
—¿Eres tú, Edwin? —preguntó Marcus.
—No somos nosotros —replicó Edwin.
Entonces, una voz —un susurro, quizá una risa ahogada— se deslizó desde el final del tubo flexible.
—Lo siento mucho. Absolutamente prohibida la entrada, señores… y señora. ¡Viva la tecnología!
Marcus y Bob se intercambiaron miradas aterrorizadas. Un momento después, la estufa que había en el rincón del laboratorio empezó a vibrar. Después vino una serie de amenazadores ruidos de cosas que se resquebrajaban. Poco a poco, el suelo empezó a levantarse y las grietas se convirtieron en agujeros. La madera y el ladrillo gruñían; la pared oeste osciló.
—Rayos y truenos, Mansfield —exclamó Bob—. ¡Corre, corre a salvarte!
El suelo del laboratorio se hundió y absorbió las mesas, los armarios y la maquinaria en un agujero, mientras el techo se empezaba a caer y las paredes se abrían de par en par.
Bajaron tambaleándose por las escaleras hasta la planta baja, donde se detuvieron ante la puerta que llevaba al vestíbulo.
—¡Ellen! ¡Eddy! ¡Abrid! —gritó Bob.
El ruido de las paredes fue en aumento hasta convertirse en rugido.
—¡Hay algo que bloquea el marco de la puerta! —gritó Marcus.
Oían a sus amigos golpear la puerta por el otro lado para intentar liberarlos.
Bob apretó la boca contra la fría superficie de la puerta que los separaba.
—Nellie, ¿me puedes oír?
—¡Sí! —su voz se oía muy mal desde el otro lado de la gruesa barrera.
—¡Coge a Eddy y corre lo más aprisa que puedas!
—¡No pienses que puedes darme órdenes, Robert! —gritó su voz desde el otro lado.
—¡Malditas mujeres testarudas! —golpeó fuerte con el puño—. ¡Eddy, llévatela a rastras si hace falta! ¿Me oyes? ¡Eddy!
—¡No! —gritó Edwin—. ¡No os vamos a dejar aquí! ¡Viviremos o moriremos juntos, como Dios quiera!