El sol se mostró esa mañana, pese a que se acercaba una bandada de nubes. Cuando sonó la campana de los servicios del domingo en la capilla de Harvard, los jóvenes que aparecieron por el campus se frotaban los ojos y bostezaban con gran énfasis espiritual. Uno de quienes caminaban por el sendero central del jardín estaba más exhausto que los demás. Sí, algunos alumnos de último curso habían estado de juerga hasta altas horas de la noche en sus habitaciones; desde luego, varios de los de primero habían estado muy ocupados, rompiendo de manera sistemática las ventanas de los alumnos de segundo más odiados. Pero este estudiante en concreto había estado en el bosque de Norton, junto al jardín de la universidad, la mitad de la noche, escondido, cubierto de bichos y sometido a la mirada ocasional de las ranas.
Cuando Edwin cruzó al bosque y se separó de Marcus, se tropezó con una gran raíz de árbol y cayó al suelo. Solo se había arañado un poco las rodillas, pero se sintió más seguro tumbado sobre la tierra. Los pasos enérgicos del vigilante y el ruido de los silbatos dejaron paso por fin a un extraño silencio. Sabía que Marcus debía de haber escapado del perseguidor y se dirigiría a Boston para reunirse con Bob, y que estarían esperando que él fuera también. No parecía que nada pudiera disminuir jamás la calma interior y la serenidad de Marcus, y mucho menos saberse él mismo en peligro. En cambio, Edwin se había sentido paralizado ante la idea de intentar mostrarse en las calles, e imaginaba una barricada de policías al acecho, esperándole. Lo que se le daba bien era el ajedrez, no las cartas; así que esperaría con paciencia el siguiente movimiento. No tenía fuerzas físicas como para correr toda la noche, y estaba indeciso sobre si adentrarse mucho más en los espesos bosques que rodeaban las verjas de Harvard. Además, si los vigilantes los buscaban todavía, lo harían apostados en el borde del bosque. No, la forma más segura de salir era a través del propio jardín de la universidad. Sabía que la campana de oración sonaría pocas horas después y el jardín estaría abarrotado de alumnos. Podía atravesar sin problemas la verja. Pasaría inadvertido. Así que se había quedado en su colchón de piñas y tierra, con los bichos.
Su ropa no estaba tan limpia como le habría gustado, incluso después de quitarse las agujas de pino y sacudirse la tierra del chaleco y la chaqueta. Pero no todos los chicos de Harvard iban tan elegantes, y podía ver trajes casi tan arrugados y estrujados como el suyo a esas horas. Encontró un sitio detrás de un grupo de cuatro o cinco jóvenes que caminaban despacio hacia la capilla.
A medida que se aproximaban a su destino, el camino se iba llenando cada vez más de estudiantes, por lo que a Edwin le iba a costar más ir hacia la verja, desde donde podría salir sin problemas. En los márgenes de la muchedumbre habían aparecido dos vigilantes. ¿Estaban buscando a Edwin, o solo asegurándose de que los estudiantes cumplieran las normas de la universidad y llegaran a la capilla antes de la segunda campanada?
—Usted —dijo uno de ellos.
Edwin, tragando saliva, se volvió con lentitud a mirarlo.
—¿Sí, señor?
—¿Dónde está su Biblia?
Él miró a su alrededor sin saber qué decir.
—Demasiados jóvenes se quedan dormidos en la capilla —siguió el guardia— en vez de leer la Biblia.
—La he olvidado —consiguió responder—. Voy por ella. Gracias.
—¡Rápido, muchacho!
Edwin alejó sus pasos de la capilla y se dirigió hacia la verja. Con la cabeza bajada para no parecer demasiado ansioso, estuvo a punto de chocar de frente con un hombre que iba deprisa por un camino perpendicular.
—¡Imbécil! ¡Cuidado!
—Perdón —dijo, y se detuvo sorprendido—. ¡Profesor!
De pie ante él, agarrando su maletín largo y estrecho, estaba la esbelta figura del profesor de química del Instituto, Charles Eliot. Habría sido difícil decir cuál de los dos hombres de Tecnología, el profesor o el alumno, se sintió más incómodo por el encuentro.
Eliot se compuso y le miró con aire desaprobador por encima de sus gafas de montura metálica.
—¿Qué hace usted aquí, señor Hoyt?
Edwin se hacía la misma pregunta sobre la presencia del profesor Eliot en el campus de Harvard un domingo por la mañana, pero, por supuesto, no dijo nada al respecto. De hecho, no dijo nada de nada, y volvió a bajar los ojos.
—Debería estar ya volviendo a Boston —respondió por fin, aunque quedó claro que aguardaba el permiso del profesor.
Eliot suavizó su expresión y ofreció una sonrisa tensa.
—En realidad, creo que sé muy bien por qué está aquí, señor Hoyt.
—¿Lo sabe?
—Sé que hay algunos que opinan que es un fallo que el Instituto no tenga una capilla en la que se exija rezar a nuestros alumnos. Cuando yo tenía su edad y era estudiante, me gustaba venir aquí a la capilla. ¿Sabía que fui remero de popa de la mejor embarcación de Harvard en mis tiempos?
Mientras Edwin pensaba en qué responder, sonó la segunda campanada y Eliot se tambaleó hacia adelante cuando un alumno de primero se chocó con él por detrás.
—Perdón, señor —fue la excusa apresurada, mientras el alumno descarriado corría hacia la capilla y la maleta de Eliot se quedaba abierta en el suelo. En su interior no había tubos de cristal, como había supuesto Edwin, sino papeles, ahora esparcidos.
Edwin se apresuró a recogerlos, satisfecho de tener la oportunidad de ser útil.
—No —dijo Eliot en tono enérgico—. No hace falta, señor Hoyt.
Pero Edwin ya tenía una docena de hojas en la mano, rescatadas de la hierba húmeda. Una llevaba el título «Informe sobre la proyectada anexión del Instituto de Tecnología de Massachusetts por la Universidad de Harvard».
Edwin leyó el encabezamiento dos veces y absorbió a toda prisa lo máximo que pudo del resto del contenido.
—No puede ser verdad —murmuró—. Profesor Eliot, gracias a Dios que ha venido usted. Los ha convencido de que detengan esto, ¡por favor, dígame que lo ha logrado! —pero, cuando se encontró con la mirada de Eliot, se dio cuenta de que había entendido mal la situación.
—Señor Hoyt, esta es una cuestión administrativa y no es de su incumbencia.
—Profesor, si Harvard está tratando de anexionarse Tech…
—Soy yo quien está proponiendo que lo hagan, señor Hoyt —dijo Eliot mientras se metía los papeles bajo el brazo—. Quizá no pueda comprenderlo usted desde la perspectiva de un alumno. El rector Rogers sigue en grave estado de salud y el pobre hombre no podrá seguir mucho más tiempo siendo nuestro rector, me temo. Tengo intención de proponer mi candidatura al puesto y hacer lo que más conviene al futuro del Instituto.
—¿Perder nuestra independencia?
—Sobrevivir. El Instituto fue un experimento extraordinario, pero no puede continuar sin fortaleza económica y sin el apoyo de las mejores familias de Boston. Al unirnos con Harvard, lo conseguiremos y podremos seguir por la importante senda que el rector Rogers no ha hecho más que empezar.
—Esa no puede ser la única forma.
Eliot le miró con severidad, pero luego volvió a sonreír.
—No puedo pretender que lo entienda, como digo, pero ya lo hará. Un día. ¿Cuántos años tiene, señor Hoyt? —el profesor había recuperado su tono de autoridad.
—Veintidós, señor —fue la respuesta automática.
Eliot asintió. Era uno de esos hombres que enunciaban cada sílaba como para educar a su interlocutor.
—Cuando tenía su edad, señor Hoyt, no teníamos un lugar como el Instituto. Nada. Harvard no me dio mis conocimientos de ciencia, pero sí me otorgó la fuerza mental y moral que necesitaba para adquirir por mí mismo las aptitudes prácticas de la ciencia. El rector Rogers es un hombre de nuestros días, valiente, incluso extraordinario. Pero la devoción a un ideal personificado es mucho mejor que la devoción a una persona idealizada.
—Supongo —dijo Edwin, que estaba tratando de entender la situación.
—Hay motivos por los que nadie en el Instituto sabe de mis comunicaciones con la Corporación de Harvard, señor Hoyt. Le sugiero que es preferible que no se enteren.
Edwin se preguntó cómo responderían Marcus y Bob a tan fría sugerencia. Antes de que le diera tiempo a pensar, exclamó:
—¡Qué vergüenza, profesor! —pero aún le sorprendió más darse cuenta de que no quería retirar sus palabras después de haberlas pronunciado.
—¿Cómo dice, señor Hoyt? —espetó Eliot.
—Debería darle vergüenza intentar sacrificar todo lo que significa el Instituto —continuó Edwin sin vacilar—. El Instituto ofrece refugio a todos aquellos que no encuentran apoyo para sus pasiones en ningún otro lugar. Si le arrebata su independencia, le arrebata también todo eso.
La expresión de Eliot se convirtió en una mirada amenazante.
—Me parece que no llega a tiempo a la capilla. Me pregunto, viendo su traje, si aquí hay alguna otra cosa que usted también preferiría no tener que explicar ante el comité de profesores. He oído hablar de que anoche hubo una conmoción en este mismo jardín. Tal vez todo lo ocurrido aquí esta mañana debería permanecer en privado. No me gustaría pensar que estuvieron involucrados estudiantes de Tech, en especial uno que es candidato a Alumno del Año. La verdad, siempre había tenido mejor concepto de usted, señor Hoyt.
—¡Eh, amigo! Llega tarde a la capilla —era el vigilante que le había ordenado ir a buscar su Biblia. Se acercó y agarró a Edwin del brazo.
—Disculpe —dijo Eliot—, este joven caballero está ayudándome con unos asuntos privados de la universidad. ¿No es así, señor Hoyt?
Edwin asintió de forma mecánica y el vigilante se fue. Con una mirada cargada de significado a su alumno, el profesor Eliot también se alejó.
Después de mirar alrededor para asegurarse de estar libre, Edwin atravesó corriendo la verja y trazó un mapa mental de la ruta más rápida hacia el sur de Boston.