Los sueños no se habían detenido. Siempre, de nuevo en State Street, abriéndose camino a través de las masas descontroladas que empezaban a empujarse entre sí. Daba vueltas sin cesar y podía observar un caleidoscopio de miedo, y, por más que indicaba a sus pies en el sueño que corrieran, sentía que se paraba, como si se lo ordenara el destino, y entonces el torbellino de gente lo arrojaba al suelo.
Estaba la llamativa chica rosa encerrada en cristal, que caía. Estaba la mano del muchacho a través del cristal derretido, con los dedos cerrados en un puño chamuscado. Horror tras horror, algunos recordados y otros imaginados por los relatos de prensa que leía sin cesar.
En el sueño se despertaba de su desvanecimiento, tal como había hecho en el último día de su vida anterior, observando cómo flotaban los restos traslúcidos de una ventana despacio hasta abajo y encima de él, sintiendo sus feroces zarcillos en el cuero cabelludo, en los poros de su rostro. Empujaba a tres personas al suelo mientras se lanzaba a la boca de incendios más próxima y abría la válvula para que saliera el torrente de agua habitual, pero, como en una broma cruel, no salía nada.
Se ponía de pie, corría hacia el abrevadero de caballos, empujando a más gente en su camino, girando la válvula hasta que liberaba el chorro de agua sobre su rostro y su cabeza.
En ese momento siempre se despertaba, sus dedos encontraban los cráteres de su rostro y Joseph Cheshire gritaba con toda la potencia que le permitían sus pulmones cansados.
Desaparecida su estupenda vida para siempre, ya no podía mirarse en el espejo y reconocerse. No era él, Joseph Cheshire, el agente de Bolsa; quien le devolvía la mirada era un monstruo artificial, un monstruo que tenía que cubrirse con una capucha solo para aparecer en público sin asustar a la gente. El detective de Pinkerton que había contratado, Camp, había averiguado la identidad de los universitarios a los que se había visto alrededor de los muelles dañados, según había contado la vieja rata de muelle, y luego cerca de la zona en ruinas de State Street, de acuerdo con el sindicalista que había aceptado los sobornos de Camp a cambio de información.
—¿Qué hacen? —había preguntado Cheshire al detective cuando le presentó su informe.
—No lo sé con certeza. Tal vez no hacen más que montarse una aventura escolar a partir de la observación de estas fechorías —había respondido Camp.
—¿Qué es esa universidad en la que estudian?
—Todavía no ha cumplido ni cuatro años. Es científica, ya sabe, eso que llaman politécnica —explicó Camp sin seguridad de poder hacerlo—. Aprenden mecánica, química, artes prácticas. Su sede es un inmenso edificio en las tierras nuevas, en Back Bay, demasiado grande para el número de estudiantes inscritos. La mayoría dice que es imposible que el lugar sobreviva. No merecen que pierda el tiempo con ellos, en mi opinión.
—Usted no tiene potestad para decir eso; depende de mí.
Camp asintió despacio y dio una chupada a su cigarro casi consumido.
—Mientras me pague mis honorarios, señor Cheshire. Al fin y al cabo, soy un profesional.
—Pues le estoy pagando, así que siga haciendo lo que le ordeno —el mal genio de Cheshire surgía incluso con más rapidez y más frecuencia desde el día en el que perdió el rostro.
Camp se tocó el bombín y sonrió.
—Sí, señor Cheshire.
Después de encararse con Marcus Mansfield, Cheshire estaba todavía más seguro de que esos miserables estudiantes sabían algo. Él se encargaría de obligarlos a revelar lo que fuera. Mientras tanto, había seguido la pista de otra información que le había dado la rata de muelle, buscando todos los veleros y yates llamados Grace y resgistrados en los puertos de los alrededores de Boston. Por desgracia, era un nombre bastante corriente.
Lo había tenido casi al alcance de la mano una noche reciente, tenía la impresión, cuando subió a bordo de un Grace que estaba atracado en el muelle y sintió que el barco se movía. Corrió al otro lado justo a tiempo de ver a una figura que huía saltando de un barco a otro. Cheshire no había podido atraparlo. Y, cuando envió a Camp a vigilar el barco, había desaparecido.
Pero tenía la seguridad de que estaba acercándose a su presa. Iba a descubrir quién le había herido el rostro con sustancias químicas, quién había destruido su vida, y estaba dispuesto a destrozar a cualquiera que se interpusiese en su camino. Era ya su única razón de vivir. La simple venganza. Alimentar al monstruo. Cada día recordaba nuevas frases de la Biblia que le habían obligado a memorizar de niño, a veces confusas o mezcladas con palabras de sus propios sueños.
Dios es un juez justo; y se indigna cada día contra el impío.
Mejor es el hombre paciente que el aguerrido, y el que domina su espíritu que el que toma una ciudad.
Escrito está: La venganza es mía, yo pagaré.
Soy el ángel vengador y mi lengua es mi espada llameante.
Los responsables sufrirían tanto como había sufrido él o más.
Al principio se aplicaba la solución de amoniaco en el rostro diez veces al día, luego cinco. Mientras se teñía el bigote, que se había vuelto de un blanco fantasmal, pasaba aquellas largas horas rezando por conseguir satisfacción de sus enemigos desconocidos. Su misión en la vida.
Cheshire siempre tenía un plan en la reserva, y esta no era ninguna excepción. Si los periodistas no actuaban, tenía otra forma pensada. Camp le había dicho que había visto a Marcus Mansfield caminando del brazo con una criada llamada Agnes por el puerto. Una chica de servicio sería un blanco fácil de capturar, y entonces podría obligar al muchacho de Tech a darle respuestas a cambio de su vida. Era una guapa doncellita, le había dicho Camp. En efecto, este plan podía prometer todavía más satisfacción personal para el corredor de Bolsa.
Estaba preparado para empezar el día. Su primera parada serían las oficinas del Boston Telegraph, donde dejaría una descripción detallada de lo que habían estado haciendo esos chicos del Instituto de Tecnología. Habría una investigación y todo lo que hubieran descubierto saldría a la luz. ¡Estúpidos tecnólogos! Utilizaría esa información, junto con la ayuda de Simon Camp, para buscar y destruir a su verdadera presa.
Bajó por las escaleras delanteras de su casa, con la capucha que se había acostumbrado a utilizar para cubrir las dolorosas cicatrices a medio curar de su rostro. Aunque otros protestaban por las fuertes lluvias que habían caído esa primavera, él las agradecía, porque las nubes oscuras enmascaraban su espantoso aspecto y protegían sus cicatrices del sol. Llevaba consigo el puñal, con una vaga sensación de que, igual que él vigilaba a sus enemigos, ellos podían estar vigilándole a él. Ese instinto se agudizó mientras caminaba a esas horas, y mantuvo la mano en el mango del puñal dentro del abrigo, alerta a cualquier señal de peligro.
—Cheshire.
La llamada llegó a sus maltrechos oídos como un eco; podía venir de cierta distancia o de la más estrecha proximidad. Sacó el puñal y se dio la vuelta. Que intentaran pillarle desprevenido.
—¡Cheshire, aquí!
Miró hacia arriba y casi le cegó el destello de metal de lo que parecía ser un uniforme militar en la ventana de enfrente. Se avecinaba el Día de las Condecoraciones[5], y podían verse más uniformes aireándose por todo Boston, unos nuevos y otros raídos. Frunció los ojos y se dio cuenta de que lo que veía era un fusil apuntado contra él.
—¡Viva la tecnología! —fue el grito, al tiempo que sonaba la detonación del rifle.
En un acto reflejo, Cheshire cerró los ojos y sintió que se desmayaba, como se había desmayado aquel día en State Street. Pero entonces advirtió que el disparo no le había alcanzado. Al abrir los ojos, la realidad le abrumó. La bala había pasado volando a su lado y había alcanzado una conducción de gas. Cheshire agarró su puñal y sonrió ante su buena suerte: estaba viendo de frente el rostro de su enemigo y ahora iba a tener la oportunidad de vengarse. De pronto oyó un silbido, hipnótico y fuerte. Se dio cuenta de que estaba de pie sobre una alcantarilla. Intentó apartarse de un salto, pero era demasiado tarde. Desde debajo de la rejilla, un géiser de llamas subió en remolino y sobre él, y lo envolvió por completo en su ardiente torbellino.