XXXIV
El jefe de policía de la cárcel de Smith (continuación)

¡Vaya situación, tal vez a solo unas horas de identificar al autor de la cadena de desastres más misteriosa de la historia de Boston, y Marcus se encontraba atrapado en medio de una miserable venganza de colegiales por el truco de Bob con el sodio en el río! Casi tenía ganas de reír al recordar sus tiempos de prisionero de guerra y ahora a merced de estos ricachones aburridos, en una cómoda sala universitaria decorada adrede para que resultara desoladora. Aunque estaba solo y atado, se sentía mucho más con el control de la situación porque tenía una ventaja fundamental sobre sus captores: el conocimiento.

Una de las bestias se le acercó por detrás y empezó a sacar mechones de su cabello, uno a uno, hasta contar veintisiete.

Al acabar la cuenta, Marcus dijo:

—¿Quién de vosotros es Will Blaikie? El remero de popa de Harvard. El presidente de la Hermandad Cristiana.

Todas las bestias se volvieron hacia Marcus cuando lo dijo. Pero el hombre que llevaba la máscara del diablo fue el único que pareció estremecerse.

—Saludos, Blaikie —dijo Marcus mientras inclinaba la cabeza.

El diablo de tres caras se puso de pie y le señaló con su cetro de joyas incrustadas.

—Estás acusado de ser cómplice de un enemigo de la divina sociedad de los Med Fac. ¿Lo confiesas?

Marcus no respondió.

—¿Lo confiesas?

—No voy a confesarte nada a ti.

El diablo hizo un leve movimiento con la mano. El dragón llevó un saco hasta el centro de la sala y lo vació en el suelo.

—Estas son las posesiones materiales capturadas de tu superficial existencia —dijo el diablo mientras movía la mano sobre el montón de objetos esparcidos—. Las destruiremos una por una hasta que confieses.

A una señal del líder, el dragón pisoteó la pila. Con un martillo, partió la estatuilla de Ichabod Crane en dos. Luego agarró las páginas de cuaderno que había reunido Marcus: su informe y el de Edwin sobre los desastres y las notas e investigaciones de Rogers. Las arrojó sin más a la chimenea, que llameó y las convirtió en cenizas.

Marcus se removió un poco en la silla, pero no confesó nada.

—Sois demasiado estúpidos para comprender lo que acabáis de hacer —dijo.

—Ahora dime, ¿quién dio los primeros pasos entre vosotros dos, Robert Richards o tú? ¿No? ¡Más!

Marcus contempló la cabeza decapitada de Ichabod Crane, el rostro que verdaderamente se parecía a Frank y que este había consentido en esculpir para hacer un regalo a Marcus a pesar de la humillación, como una ofrenda a un futuro mejor.

—Volveré. Os encontraré a todos. Os lo advierto.

Las palabras de Marcus fueron recibidas con grandes carcajadas y gritos de «¡Quemad al rebelde! ¡Aplastad al gusano de Tech! ¡Castigadle! ¡Ha cometido una blasfemia contra Su Majestad!». Los gritos parecían venir de todos los rincones de la habitación. Las máscaras monstruosas amortiguaban los sonidos del coro, que resultaban tan de ultratumba como los grotescos disfraces.

—¡Lee el castigo, hermano! —gritó el diablo.

El brujo dio un paso adelante mientras movía las manos con gran ceremonia.

—Quien diga maldades contra la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard recibirá el castigo de aire, fuego, agua o tierra.

—Que comience el castigo de agua —dijo entre dientes el jefe—. Ejecutad la ley, hermanos. ¡Lo ordeno!

Dos de las bestias agarraron a Marcus. Él empezó a luchar, a gritar, a removerse y a dar patadas. Con la ayuda de otros tres captores más, lo metieron en una gran caja. Cerraron la tapa y notó que lo trasladaban a través de la habitación. Por los murmullos de las bestias que iban cambiando de posición, dedujo que estaban izando el ataúd y empujándolo por una ventana abierta. De pronto, el ataúd y él estaban en posición vertical. ¿Qué especie de lunáticos son los tipos de Harvard?

El ataúd bajó poco a poco y pudo oír el chirrido de un cabrestante.

Me están bajando por la ventana, pensó, aliviado en parte de alejarse de su siniestra cámara. Entonces oyó el ruido de una salpicadura y sintió agua en los pies y los tobillos. El ataúd seguía bajando centímetro a centímetro y el agua se deslizaba por las pequeñas ranuras de la madera y le llegaba ya hasta las rodillas. Marcus sintió los primeros retortijones de pánico. Las cuerdas se le hundieron en las muñecas cuando intentó zafarse de ellas.

—Ya basta. ¡Izadlo! —oyó decir más arriba.

—¡No!

—La cuerda no aguantará, Su Majestad. ¡Izadlo!

—¡No, hermano! —volvió a ordenar la voz—. ¡Ha profanado la sociedad! ¡Un maldito chico de Tecnología, nada menos! Se lo advertí. ¿Dice que nos encontrará? ¡Mojadlo bien!

* * *

El agua en el ataúd llegaba ya a la cintura de Marcus. No pueden permitirse el lujo de dejar que muera nadie, por demencial que sea su juego. ¿Verdad?

Pensó en la volatilidad de Blaikie, la furia que Bob había predicho que habría sentido al ver a Marcus en la ópera, el humillante descubrimiento de que sus camaradas habían capturado al hombre equivocado. Debería haberles dado su estúpida confesión y haberme ocupado después de ellos, pensó Marcus, molesto consigo mismo por su incapacidad para fingir y por haberse dejado llevar de su rabia. ¡Hay asuntos que arreglar más importantes que este, toda una ciudad que proteger! Pero nada de lo que hubiera podido decir Marcus habría evitado esto, ningún derecho al título de caballero podría haber detenido la vendetta del remero. Blaikie estaba disfrutando demasiado con su demostración de poder. En cualquier caso, era demasiado tarde para complacerles, y, respecto a sí mismo, solo había una cosa que quisiera más que salir de esa caja, y era estrangular a Blaikie. Todo lo demás era menos importante: Boston, Tech, sus amigos, incluso Agnes.

Cerró los ojos para concentrarse en aplacar sus emociones. Querían que gritara, iban a estar atentos para oírle, y después lo más probable era que lo sacaran un instante y luego volvieran a sumergirlo o pasaran a la siguiente tortura. Los gritos quizá les divirtieran, pero a él no le pondrían en libertad.

Descendió por el oscuro túnel de la memoria y escapó.

* * *

En el inhóspito patio de la prisión, el calor de agosto hace que le arda la nuca y el cuello. Su mano derecha ha pasado la noche atrapada en una posición retorcida y ahora le duele con un latido extraño que resuena en todas las moléculas de su cuerpo. El joven está encerrado en el cepo vertical, un terrible dispositivo inventado por el capitán Denzler. Unos agujeros para el cuello, los brazos y las piernas, que se fijan mediante unas barras móviles. El castigado no puede moverse ni un milímtero, no puede hacer nada más que sangrar bajo el sol y gritar. El hombre que sufre y pasa hambre allí, en el verano de 1862, es Marcus Mansfield. Respira hondo, respira con fuerza, respira deprisa. Uno de los otros presos se lo recomendó y le dijo que, si practicaba, podría permanecer totalmente inmóvil durante casi cuatro minutos seguidos y entonces los guardias no le molestarían; porque si se debatía, le golpearían.

Todo comenzó con la chimenea que Frank y él construyeron unos meses antes, utilizando los tornillos de las prensas de tabaco, para calentar a los presos más enfermos y débiles durante el invierno.

Esos enfermos viven hoy tal vez gracias a ti —le había dicho un preso de Illinois a Marcus una mañana, con un extraño tono resentido.

En la frente del hombre, una L grabada con agujas y tinta le señala como un ladrón, una marca que quizá le hicieron otros presos de aquí o los de otro campo anterior. Marcus asintió y se alejó.

Entonces, L le agarró del brazo.

Quiero que hagas algo por mí, señor jefe de policía. Eres un mecánico ingenioso. Y tu amigo el flaco, también. ¿Cómo se llama? ¿Tienes lengua, chico?

El nombre de mi amigo no es asunto suyo, y yo tampoco.

Me vais a ayudar los dos.

No le conozcoMarcus se zafó.

Pero me conocerás, jefe. O contaré a los guardias más sureños de todos lo que has hecho.

Marcus sabía que si el ladrón informaba a los guardias de su invento, los enfermos que utilizaban la chimenea serían castigados y desmontarían el dispositivo. En su situación, era muy probable que no pudieran sobrevivir.

La tarea asignada por L era difícil. Quería que le fabricara una perforadora con las piezas de las máquinas, y no era complicado imaginar para qué.

Todo el mundo debe poder escapardijo Frank cuando le explicó el plan y el chantaje—. Esa es nuestra condición.

Estamos en el sótanoreplicó L en tono enérgico—. Cualquier día pueden trasladarnos a un piso más alto y entonces perderemos nuestra única oportunidad de libertad. Vosotros me conseguís un taladro que funcione, y entonces podremos construir un túnel suficientemente grande para que puedan caber dos hombres uno junto a otro y de pie. Todos los hombres de esta planta que sean capaces de ponerse de pie podrán llegar hasta las líneas de la Unión.

¿Y qué ocurrirá con los enfermos? —preguntó Marcus.

L se encogió de hombros.

En cualquier caso, van a morir.

Los llevamosinsistió Frank, lívido de indignación—. Nos los llevamos también, o no te ayudaremos.

Vaciad la prisión entera, si queréisreplicó L—. Me da igual. ¡Pero yo saldré el primero, y no volveré la vista atrás para ocuparme de los muertos!

Usando unas sierras que habían fabricado con lámina de hierro obtenida a partir de los materiales de las prensas de tabaco y luego endurecida al calor, Marcus y Frank construyeron la perforadora solicitada a base de cuchillos, agujas y barras. Colocando una pesa sobre una barra, el taladro giraba y perforaba, mientras que, al levantar la barra, el taladro volvía a su punto de partida. Después de varias pruebas durante cuatro meses, consiguieron fabricar cinco perforadoras y comenzaron a excavar. No llevaban más que una semana utilizando los extraordinarios inventos cuando otro preso, a cambio de un poco de tabaco para masticar, denunció al guardia que había visto a Marcus Mansfield y Frank Brewer coger piezas de las prensas.

Después de veinticuatro horas en el cepo vertical, sacan a Marcus del aparato. No puede sostenerse de pie sin ayuda, le tiembla todo el cuerpo y se derrumba en la arena ardiente. Lo primero que hace en cuanto recupera fuerzas es girar la cabeza para ver si su cuello abrasado sigue siendo utilizable. Apenas siente su mano derecha, hasta que se le despierta con un dolor que le inunda por dentro.

Hay otros diez o quince hombres en el patio sujetos a diversas formas de castigo, bajo la mirada de los guardias. Marcus mira alrededor en busca de Frank, pero no le ve. En torno al patio hay una zanja, con un terraplén de tierra al otro lado que denominan la «línea de los muertos». Si un prisionero cruza o pisa la línea, le disparan sin avisar.

El capitán Denzler pasa por encima de tres hombres postrados cuando se aproxima a Marcus. Lleva un peine y lo está usando para alisarse la barba áspera y poblada.

Yanqui —dice Denzler—, pareces más listo que la mayoría de los tuyos. ¿Quieres decirme qué hacíais con las piezas que cogisteis de las prensas de tabaco?

Hacíamos cucharas y algunos palillos de dientesdice Marcus, sorprendido de ser capaz de hablar.

¿Sabes que yo soy ingeniero? ¿Lo sabías? ¿Te gusta este invento?levanta la mano hacia el cepo vertical y lo acaricia como si fuera un animal de compañía—. Creo que es un diseño ingenioso, e insistiré en registrarlo en la oficina confederada de patentes. He examinado en persona las prensas expoliadas, y me parece que habéis hecho algo más que cucharas y palillos de dientes. ¿Quieres volver al cepo?

No, señor.

¿Qué crees que voy a hacer contigo?

No han encontrado las perforadoras, lo cual significa que no han encontrado a los demás hombres que participaban en su plan de huida. Marcus quiere preguntar dónde está Frank, pero no quiere exponerle a un peligro mayor si revela que no solo son cómplices sino también amigos.

Cuando permanece en silencio, Denzler se ríe.

¿Sabes que tienes los mismos ojos que un sacerdote al que conocía en mi pueblo? Exactamente los mismos ojos —aprieta la pesada punta de acero de su bota sobre la mano dolorida de Marcus. Marcus emite un grito inhumano—. Quizá puedas volver a usar tu mano de cortar algún día. ¿Quién sabe?

Denzler clava aún más la punta en la mano de Marcus y la hunde en la tierra, mientras este vuelve a gritar. Por fin, se va y ordena a los guardias que le dejen fuera, en el patio, cuatro días más, con medias raciones cada dos días.

Entre el flaco y tú, el primero que hable tiene una posibilidad de vivir. El otro morirá —dice Denzler volviendo a mirarle por encima del hombro—. Hablarás.

Al principio, Marcus se sorprende de que no vuelvan a ponerle en el cepo. Cree que se han olvidado. Al cabo de un rato, recupera suficiente libertad de movimiento en el cuello para poder ver todo el patio. Entonces ve a Frank, doblado, con las manos atadas delante de las rodillas. Marcus puede ver a otros presos atados a bolas y cadenas o en otros aparatos de tortura construidos por Denzler. Después, mucho después, ve a lo que parece un grupo de comerciantes sureños bien vestidos que visitan la cárcel para echar un vistazo a los prisioneros yanquis.

Entonces se da cuenta de por qué Denzler le ha sacado del cepo. No es que le haya reducido el castigo. Le ha puesto delante la tentación de suicidarse en la línea de los muertos, de morir literalmente por unos centímetros. Intenta levantar el brazo para llamar a un guardia; está dispuesto a decir a Denzler todo, al menos sobre su papel en el asunto, a condición de que protejan a Frank, aunque, en el fondo, sabe que eso quizás es imposible. Haga lo que haga, tal vez no consiga evitar que Frank muera. El veneno de estas reflexiones transmite una ola de agotamiento por todo su ser y pronto cae en un sueño profundo. Se despierta cuando dos guardias tiran de él para ponerle de pie. Abre los ojos para encontrarse con la expresión vacía del capitán Denzler.

Se lo diréquiere intentar decir Marcus, pero no le da tiempo.

Sacadlo de aquídice Denzler.

¿Dónde me llevan?mira alrededor y ve que Frank ya no está en el mismo sitio del patio. Se le hiela la sangre.

Vas otra vez dentro de la cárceldice Denzler, como si le hiciera un regalo—. Tu amigo ha terminado con esto.

¿Frank ha hablado? ¡Imposible!

Después de que lo arrojen al sótano, se arrastra de un prisionero a otro hasta que encuentra a uno que ha oído decir algo de Frank.

Dicen que vinieron unos hombres de negocios sureños y tu amigo oyó a uno hablar de los problemas en las fábricas con tantos trabajadores que se han ido a la guerra. Gritó que estaba dispuesto a trabajar para uno de ellos —un fabricante de zapatos, creo— con la condición de que no os aplicasen más castigos a ninguno de los dos. Los guardias empezaron a golpearle, pero el zapatero, que estaba riéndose de la escena como si fuera un espectáculo de marionetas, mandó parar y aceptó las condiciones de Frank.

Marcus trata de no creérselo, pero no tiene fuerzas para seguir investigando. Le da la impresión de dormir tres días seguidos. La siguiente vez que baja Denzler al sótano, se detiene en el morral de Marcus y le despierta con una sacudida.

Si hubiera podido elegir —dice—, os habría dejado morir a los dos en el patio. Pero eran unos hombres de negocios importantes, y había que complacerles. No temas. Obtendré mi satisfacción, de una manera u otra.

Franksusurra Marcus en su fuero interno. Era verdad. Se lo está contando en presente convertido en lo único peor que un prisionero: un esclavo.

Es propio de un gusano yanquidice Denzler.

¿Qué?

Negociar por su vida como un judío, en lugar de morir como un hombre. Mi pierna tullida me impide estar en el campo de batalla, pero podría destruiros con mi cerebro, yanquis, si alguna vez tengo la ocasión.

* * *

—¿Tempestad en una tetera? —susurró Bob, arrodillado en la azotea del edificio de Harvard y sujetándose contra el fuerte viento.

—Sí, Richards. Enseguida lo verás —dijo Hammie con una gran sonrisa.

—¿Estás seguro? —preguntó Bob.

—¡Sí! —asintió Hammie con impaciencia. En su regazo tenía un recipiente de hierro que parecía una sartén, y dentro varias botellas de estaño que estaba sacando de sus envoltorios de papel—. Lo he fabricado con mis propias manos, Richards. ¡Funcionará, palabra de tecnólogo! Al menos, funcionó para los defensores de Constantinopla. Este, este es el tipo de cosas que deberíamos hacer más en nuestra pequeña sociedad, y al demonio con tu maldito programa de estudios.

Después de dejar la pensión, Bob había enviado a Edwin a buscar a Hammie a casa de su familia en Beacon Hill, mientras él iba a casa de Phillip, unas calles más allá. A Hammie le dijeron solo que querían volver a gastar una gran broma a los de Harvard, pero él estaba encantado con la interrupción. Al llegar al jardín de la universidad, habían cogido una escalera de un cobertizo de mantenimiento y habían subido al tejado de uno de los edificios, desde donde la habían izado para utilizarla como puente inestable hasta la siguiente azotea, donde ahora estaban agazapados. Si hubieran asomado el farol que llevaban por el lado opuesto del edificio, habrían visto un ataúd de madera que colgaba.

—¿Has dicho Constantinopla? —preguntó Edwin a Hammie—. ¿Quieres decir que has fabricado fuego griego en esas botellas?

—Sí, Hoyt.

—¿De qué habláis vosotros dos? —preguntó Bob.

—Está en mi lista de inventos y descubrimientos imposibles, Bob. Como el espejo de Arquímedes, es un arma antigua cuya fórmula no ha sabido descifrar nadie jamás. Se dice que un ángel comunicó la composición del fuego griego al primer Constantino para que lo utilizara como arma invencible contra sus enemigos extranjeros, pero que amenazó con la venganza celestial si alguna vez revelaban el secreto.

—Los ángeles no contaban con Chauncy Hammond, hijo —dijo Bob con tono ligero, para suavizar el atisbo de celos que percibía en la voz de Edwin.

Edwin se agachó más cerca de Bob y le susurró mientras Hammie seguía con sus preparativos:

—No sé, Bob. Para Hammie, no es más que otro gran truco. Pero Marcus podría estar ahí abajo. Debemos pensar en su seguridad ante todo.

—Tenemos que intentar hacer algo —dijo Bob, sin su seguridad habitual—. He oído historias, más de una a lo largo de los años, de personas a las que al parecer secuestraron los Med Fac y que acabaron desapareciendo, a veces durante semanas, a veces… Bueno, nunca se ha probado nada, pero por eso los prohibieron. No podemos no hacer nada.

—Espero que tu hermano te haya dicho la verdad —dijo Edwin con voz grave.

—Estoy seguro de que sí; no tenía más remedio. Pero podría estar equivocado sobre el edificio. La sociedad cambia el lugar de las reuniones cada tres o cuatro años, así que solo podemos confiar en que siga siendo este. Hammie, ¿estás listo? No aguanto más el suspense.

Se acercaron a la chimenea. Bob sostuvo la primera botella de estaño sobre la boca y asintió a Hammie, que se inclinó con una cerilla y encendió la mecha. Bob la soltó y escuchó cómo la botella bajó chocando contra las paredes de la chimenea.

—Recemos una oración por Mansfield —dijo, inclinando la cabeza.

—Amén —dijo Hammie, y luego añadió con aire soñador—: ¡Cómo brillarían los suaves ojos grises de la señorita Swallow ante mi hazaña!

—¿Perdón? —Bob le miró asombrado mientras el tejado empezaba a temblar.

* * *

Unos momentos antes, en la guarida de Med Fac, el dragón y la calavera estaban dando vueltas a la manivela del cabrestante. La tensa cuerda colgada de la ventana empezó a deshilacharse.

—¡Basta ya! —dijo la calavera—. Es demasiado peso para la cuerda. ¡Izad el ataúd!

—¡He dicho mojadlo más!

—¡Basta ya! —protestó la calavera con vehemencia—. ¡Ni siquiera es el tipo que buscabas, Will!

El diablo se volvió hacia él.

—¡Vuelve a usar un nombre real en este sitio, rebelde, y serás el próximo dentro de esa caja!

—¡Inténtalo, Blaikie!

Un ruido en la pared les interrumpió, un golpe terrorífico, que iba aumentando de intensidad a cada segundo. Entonces, una ola de fuego líquido de color naranja estalló de la chimenea, recorrió toda la cámara y lamió las ventanas y las paredes antes de retirarse como una caja sorpresa. Dejó nubes de humo blanco. Se quitaron las máscaras y cayeron al suelo entre toses, y el dragón y la calavera soltaron el cabrestante, que se puso a girar como loco.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó uno de los enmascarados unos segundos más tarde, mientras los conmocionados miembros de la sociedad empezaban a recobrarse.

—El tipo —tartamudeó un delgaducho alumno de tercero con la dentadura desigual, que había sido la calavera—. ¡Acabamos de ahogarle! —se asomó por la ventana y vio que el ataúd había caído al estanque.

—Jesús —exclamó Blaikie—, ¡bajad rápido!

Salieron en masa de la sala y bajaron por las escaleras. Para cuando llegaron al agua, solo se veía la cuerda más o menos enroscada. La cogieron, sacaron el ataúd, arrancaron la tapa y llevaron el cuerpo empapado y sin fuerzas de su víctima a la hierba, cerca de la bomba de agua.

—¡Está muerto!

—¡Desatadlo, rápido!

Soltaron con desesperación la cuerda que sujetaba las muñecas y los tobillos de Marcus.

—Os dije que no debíamos haberle tenido tanto tiempo ahí abajo —gritó el alumno de tercero, histérico. Se puso a zarandearle de atrás adelante. Otro empezó a abofetear a Marcus y a murmurarle con nerviosismo en el oído.

Blaikie, jadeando, dijo:

—¿Por qué no recobra el conocimiento? ¿Respira? —parecía al borde de las lágrimas—. ¡Vamos, hombre! ¡No te mueras! ¡Sinvergüenza, mequetrefe, chupasangre zángano de Tecnología!

—¡Will! —gritó el de tercero—. ¿Estás mal de la cabeza? ¡Eso no sirve de nada!

—¿Qué voy a hacer? —preguntó arrepentido Blaikie, con el rostro lívido.

—Calla y reza.