—¿Dónde está? —preguntó Edwin mientras Bob encendía la lámpara. Estaban entrando en las habitaciones de Bob en casa de la señora Page.
—¿Mansfield? ¿Dónde te escondes? —llamó Bob. Después de hacer un rápido inventario visual del laboratorio privado, Bob había relatado su extraordinario hallazgo a Ellen y la había dejado vigilando cualquier indicio del experimentador desde la azotea de la señora Blodgett. Luego había recogido a Edwin para volver con él a la pensión de la señora Page a despertar a Marcus. Ahora los dos colegas observaban, asombrados, la cama vacía y deshecha de Marcus. Ambos se fijaron en el desorden general y los fragmentos de cristal roto junto a la cama.
Edwin levantó la nariz.
—Alguien ha encendido fuego aquí —cogió el atizador de hierro que estaba junto a la chimenea—. La punta está caliente todavía, Bob.
—Mira eso —dijo Bob, señalando la pared.
Habían grabado a fuego, sobre la chimenea, una expresión latina: Nil desperandum, Satano duce.
—Es una distorsión de una oda de Horacio. «No debes desesperar —tradujo Edwin—, si Satán es tu señor».
—¡Conozco esas palabras! Quiero decir que las he visto antes. Med Fac. Eddy, es el lema de Med Fac. ¡Han secuestrado a Mansfield!
—¡Aquí hay otra! —dijo Edwin al descubrir una segunda inscripción detrás de la cama, esta escrita con tiza—. De mortuis nil nisi bonum —leyó Edwin en voz alta—. «Nada bueno puede obtenerse de los muertos salvo sus huesos». ¡Pero la universidad prohibió su sociedad hace unos años, Bob!
—Parece que sin demasiado éxito.
—¿Por qué habrán capturado a Marcus?
Bob golpeteó la mesa con los dedos y se mordió el labio mientras pensaba en ello.
—Me buscaban a mí, Eddy. Quiero decir, ¿por qué, si no, iban a venir a mis habitaciones? No sabían que él estaba aquí. Tenemos que encontrar a Mansfield.
—Es imposible. Nadie sabe dónde se reúnen, ni siquiera otros hombres de Harvard.
—Edwin —dijo Bob—, ¡ya sé qué hacer para encontrarlos! —pero en sus ojos había un brillo desconocido de miedo e inseguridad.
* * *
Bob llamó al timbre tres veces y, al no recibir respuesta, se sentó en el umbral, dispuesto a contar los minutos. Cuando se disponía a tirar de nuevo de la cuerda, la puerta se entreabrió desde dentro. Un ojo semicerrado le miró por la abertura.
—¿Está el señor en casa? —preguntó Bob.
—¿Sabes qué hora es? —Phillip Richards apartó al criado y abrió la puerta de par en par—. Vas a despertar a los niños.
—Phillip, lo siento muchísimo, de verdad, pero… —comenzó Bob.
—No, no lo sientes, pero supongo que nunca te ha importando el bienestar de los demás —interrumpió su hermano mayor mientras se ajustaba a la cintura su bata de dibujos japoneses—. Entra y trata de no hacer ruido.
Una encarnación de Bob más pálida y elegante, de veintiséis años pero que parecía tener cuarenta y cinco, le hizo pasar. Bob intentó andar con cuidado para seguir el paso silencioso de las zapatillas de su hermano. Atravesaron la casa fría y elegante hasta llegar al estudio, en el que Phillip cerró la puerta después de entrar. Le ofreció un cigarro sin demasiado entusiasmo.
—Necesito tu ayuda, Phillip. No tengo tiempo para cortesías.
—Doy gracias por ello, hermanito —Phillip dio un suspiro de impaciencia—. Veamos, qué demonios…
—Necesito saber dónde se reúnen los Med Facs.
Phillip soltó una risa irónica, encendió su propio cigarro y se arrellanó en su butaca mientras su rostro delataba que se disponía a disfrutar de la situación.
—Oh, Robert. ¿Lo dices en serio? —aguardó un momento antes de continuar, como si esperase que Bob se riera y descubriera el chiste—. ¡Robert! No has madurado nada, ¿verdad?
Muy a su pesar, las manos de Bob se movían con nerviosismo.
—Por favor, Phillip, esta vez, solo esta vez, necesito que prestes de verdad atención a lo que te digo.
Phillip meneó la cabeza.
—La Med Fac se desmanteló hace unos años. Al parecer, hubo algún incidente, por lo visto alguien resultó herido, y Harvard se convenció, sin razón, de que la sociedad constituía un peligro para los estudiantes. Creía que lo sabías.
—Y te apuesto un abrigo de cincuenta dólares a que sabes a la perfección que nunca se desmanteló, en realidad.
Phillip se rió con suficiencia y dedicó su atención a sacudir las cenizas del cigarro lejos de la magnífica superficie de su mesa de roble.
—No es asunto mío. Ahora soy un abogado de cierta importancia, Robert, por si no te habías enterado; ya no soy universitario.
—Haber estado en Med Fac imprime carácter —dijo Bob—. ¿No dicen eso? Por favor, Phillip.
—Dime qué es lo que te parece tan importante como para irrumpir aquí como un ejército invasor.
—Un amigo mío tiene problemas —dijo Bob sin más, suavizando el tono y la postura. Tenía que hacer comprender a Phillip que no se trataba de ningún resentimiento contra él ni contra Harvard—. Mi amigo Mansfield.
—Lamento oírlo, hermano —dijo Phillip con sinceridad—. Lo lamento. Pero, incluso aunque recordara la última vez que fui a una reunión, e incluso aunque Med Fac siguiera existiendo, cambian los lugares de reunión cada pocos años.
—Estoy dispuesto a asumir el riesgo; dímelo, y te dejaré dormir —le rogó Bob—. ¿Te acuerdas de esto, Phillip? Me gusta que lo hayas guardado todos estos años. ¿Puedo? —Bob cogió una piedra de un estante lleno de recuerdos y baratijas. La sopesó en la palma de su mano—. La encontramos juntos, en la orilla del río opuesta a la cala, ese verano que pasamos en Inglaterra.
—Lo recuerdo —dijo Phillip con voz seca—. No sé por qué sigo guardándola, para ser sincero.
—Pensamos que las conchas que tenía incrustadas le daban el aspecto de una cabeza de búho, y estábamos muy orgullosos de ella. ¿Te acuerdas de que ese mismo verano encontramos las larvas de orugas gallii? Intentamos dirigir a una en la crisálida hasta convertirse en polilla, pero nunca lo conseguimos —dijo con tristeza—. En cualquier caso, a madre le gustó esta piedra y nos permitió ponerla en la vitrina de minerales cuando volvimos a casa. ¡Seguro que lo recuerdas!
Phillip se levantó y se preparó una copa, sin ofrecer nada a su hermano.
—No.
—¿De verdad? —preguntó Bob, sorprendido.
—Quiero decir que mi respuesta a tu petición es no. Hice un juramento de lealtad a mi sociedad —dijo Phillip.
—Entonces, Med Fac sobrevive.
—Es un juramento de caballero, Robert. Quizá eso no signifique nada para ti y tu Instituto, o para hombres como Mansfield.
—¿Qué pretendes decir, Phillip?
—¡Venga, hombre! Es el maquinista, ¿verdad? He oído decir que has intentado plantar en la cabeza de Lydia Campbell la grotesca idea de que podría hacer pareja con ella.
—¿Y qué pasa? —preguntó Bob.
—¡Él está muy por debajo de ella! Su familia se rebelaría.
—Lydia puede tomar sus propias decisiones sin seguir los dictados de su familia, Phillip. Algunos lo hacemos.
—Por más que lo intento, no puedo comprender qué haces con gente como esa y en ese sitio.
—¿«Ese sitio»? Si te refieres a mi universidad, el Instituto…
—Sí, sí. Esa escuela científica.
—El Instituto de Tecnología. Vamos, llámalo por su nombre. Hablas con desprecio, pero para mí es tan importante como cualquier otra cosa.
—Y como pasa con cualquier otra cosa, te olvidarás por completo de él en cuanto la brisa traiga algo nuevo que capte tu imaginación.
—Esto es diferente. He cambiado.
—¿Desde cuándo?
—Ahora. ¡Desde ahora! Lo que ha hecho por mí, lo que he comprendido en el último mes que estoy dispuesto a hacer para protegerlo, me ha cambiado por completo —dijo, con la voz enérgica pero quebrada por la emoción.
—¿Ah, sí? Si consiguiera la aceptación del público, se acabarían tu paciencia y tu interés. Pasarías a la próxima obsesión con algo que pueda irritar a tu familia y molestar a la sociedad. Sí, lo confieso, de niños coleccionábamos piedras. ¡De niños! También jugábamos con carros de juguete. Pero ahora eres un hombre, Robert, o deberías serlo. Ya es hora de que dejes todo eso atrás. Es más, llévate esa piedra y entiérrala.
—¡Phillip, me vas a dar el nombre de ese sitio antes de irme!
—¡No! Puedes tener todas las rabietas que quieras, Robert, pero no traicionaré a mis amigos. Maldita sea, hermanito. Deberías estar en Harvard. Deberías haber ocupado tu justo lugar detrás de todos nosotros. Deberías estar tú en Med Fac. Has insultado a toda la familia y echado a perder nuestra reputación. Solo pido que todos los que nos conocen sepan que desapruebo lo que haces.
Bob volvió a hablar en voz más baja, con unas palabras que transmitían sentimientos descarnados.
—Madre apoya mis intereses.
—¡Ja! «Sé amable con sus virtudes y ciego con sus defectos», la tonta máxima de madre, que no la mía. Por lo que a mí respecta, te han consentido tus defectos demasiado tiempo —Phillip regresó a su butaca y se apretó las sienes—. ¿Cómo voy a poder dormir ahora con este dolor de cabeza?… Hermanito, por favor, perdona que no te acompañe a la puerta.
Bob llevó el brazo hacia atrás y arrojó la piedra al otro lado de la habitación. Silbó justo por encima de la cabeza de Phillip y rompió un jarrón que estaba sobre la chimenea.
—¡Estás loco! —gritó Phillip después de tirarse al suelo protegiéndose la cabeza con los brazos—. ¿Estás tratando de herirme? ¿Crees que eso me va a hacer acceder a tu petición?
—En absoluto. Pese a que me encantaría dejarte sin dientes de un puñetazo en este momento, Phillip, eres sangre de mi sangre, y no puedo. Pero voy a empezar a romper todo lo que hay en esta habitación hasta que tus hijos vengan corriendo a ver, y entonces tendrás que explicar a esos niños confiados, bien educados e ingenuos que el tío de su misma sangre está loco. Entonces seguiré rompiendo hasta el último objeto de tu casa hasta que los vecinos llamen a tu puerta y vean que tu hermano Bob ha enloquecido y, peor aún, ha perturbado su sueño. ¿Qué más me da? Al fin y al cabo, soy un alumno de Tecnología, sin ningún futuro a la vista. Pero seguro que tú no podrías poner el pie en Pinckney Street durante al menos un mes sin arder de humillación.
—¡Ja! ¡Buen intento, Bob! —gritó Phillip, con una voz portentosa que recordó a Bob a la suya propia, aunque en la de su hermano se percibía un temblor que no resultaba nada convincente.
Al oírlo, Bob supo que había vencido. Volvió a coger la piedra y dirigió la mirada hacia un estante lleno de premios.
—¡No! —gritó su hermano con las dos manos extendidas—. ¡Espera! Vamos a hablar con calma y resolver esto. ¡Con calma, hermano!
—Con calma. Pero rápido —añadió Bob, que cogió el vaso de Phillip de la mesa. Bebió de un trago y el ardor invadió su garganta.