Fue un trayecto incómodo —el saco en la cabeza debió de contener en otro tiempo huevos podridos, y en tres ocasiones pensó que iba a desmayarse—, luego le sacaron del coche por las piernas, le arrojaron contra el barro, le pusieron de pie de golpe… Le hicieron dar vueltas sobre sí media docena de veces… Lo arrastraron hacia arriba por un tramo de escaleras, luego otro, luego otro. Se abrieron varios cerrojos. Todo era oscuridad y ruidos y angustia para Marcus, con las manos atadas y los dientes apretando la mordaza con tanta fuerza que si apretaba un poco más la habría hecho jirones y se habría asfixiado con ellos.
Manipulado hasta una silla, notó que uno de sus captores le tenía aún agarrado de un brazo.
Una vaca y un ternero.
Un buey y medio.
Una iglesia y una aguja.
Y toda la buena gente…
La voz cantante, oxidada y aguda, procedía de algún punto detrás de él, en la esquina más alejada de la habitación.
—Le tenemos, señor —anunciaron lo bastante cerca de él como para poder oler el aliento a brandy de quien hablaba.
—Devolved la vista al gusano —dijo una voz ronca y artificial.
Le quitaron la venda y la mordaza. Marcus abrió los ojos y miró a su alrededor en busca del hombre de las cicatrices, mientras tosía y se adaptaba al entorno. No iba a hacer ningún intento de resistirse. Todavía. Hasta que supiera dónde estaba y si alguno de sus amigos corría peligro. El villano de las cicatrices y sus cómplices se habían tomado muchas molestias para desorientarle. No querían que supiera su situación, y él confiaba en que eso quisiera decir que no tenían pensado matarle.
Era una habitación grande, iluminada solo por velas. Se estremeció al examinar las paredes y el techo. Todas las superficies estaban cubiertas por vívidos murales de grotescas y horripilantes torturas y escenas de crueldad, en las que demonios y animales de especies no identificadas desgarraban los miembros y la carne de personas desnudas en pedazos. Soy el ángel vengador y mi lengua es mi espada llameante. Recordó la advertencia del hombre de las cicatrices. En una mesa delante de él, junto a una enorme Biblia en cuero rojo, un juego de instrumentos quirúrgicos de plata esterlina brillaba de forma amenazante a la luz de las velas, con los filos y las puntas de las cuchillas a la altura de su cara y apuntándole.
Cerró los ojos con la vaga esperanza de que todo se hubiera disuelto en una pesadilla cuando volviera a abrirlos.
Una estatua muy realista del diablo, con colmillos ensangrentados y cuernos que salían de sus tres caras, ocupaba un trono elevado al otro lado de la mesa. Solo cuando las caras del diablo se inclinaron hacia adelante y miraron a Marcus a través de la luz humeante, se dio cuenta de que no era ninguna estatua. Los hombres que le habían secuestrado en la pensión se quitaron las máscaras negras para dejar al descubierto otros rostros más grotescos debajo: un demonio lleno de verrugas, una bruja, una calavera podrida y cubierta de sanguijuelas y un dragón. Ahora podía ver que las capas negras eran togas académicas. En las puertas estaban dos voluminosos guardias vestidos de arriba abajo con unas mallas de color carne.
—¡Este no es él! —gritó el diablo. Las bestias se juntaron y parecieron discutir alguna cosa.
—Estaba en su cuarto… —susurró uno de ellos.
Marcus empezó a comprender. Los hombres enmascarados habían ido a buscar a Bob. La idea de Bob golpeado y atado le indignó todavía más y, por el momento, se alegró de haber sido él. ¿Qué podían querer de Bob? Sintió la misma furia ciega que había sentido con Tilden y supo que tenía que aplacarla para tratar de saber dónde estaba. Pero si pudiera hacerme con uno de esos escalpelos de plata, por Dios que… Mientras estaban distraídos, estiró la cabeza y volvió a mirar alrededor.
En la esquina más alejada, un joven de no más de diecisiete años hacía el pino y cantaba las canciones infantiles que habían recibido a Marcus a su llegada. Otro joven se arrastraba por el suelo con una clavícula de asno alrededor del cuello. Marcus vio también un despliegue de bigotes con nombres y años escritos debajo. Recordó lo que había contado Edwin de que la sociedad secreta de Harvard —Med Fac, la había llamado— afeitaba los bigotes a los alumnos de primero como una liturgia de iniciación. Había explicado que el nombre de Facultad de Medicina era una broma porque aseguraban que sus ritos siniestros creaban una universidad más saludable para los estudiantes. ¡Med Fac!
* * *
A Bob Richards se le estaba agotando la paciencia. Se había dedicado a recorrer la azotea de la pensión de la señora Blodgett mientras se pasaba la mano por el pelo y vigilaba de vez en cuando a través del telescopio la entrada del edificio de los químicos y la ventana descolorida en busca de alguna señal de que encendieran una lámpara en el interior.
Seguro que Marcus y Edwin ya habían terminado los informes sobre sus descubrimientos para la prensa, y aquí estaba él, esperando el mismo maldito acontecimiento que llevaba esperando desde media tarde. Un Richards no podía permanecer pasivo tanto tiempo.
Cuando llegó Ellen a relevarle de nuevo quince minutos más tarde, él negó con la cabeza.
—¡Nada! Ni un indicio de nada en ese mal… —se mordió la lengua—, ese desgraciado laboratorio, y estoy cansado.
Ellen asintió con comprensión.
—Descanse un poco mientras observo el edificio un rato. Estaba pensando, señor Richards, que, si hay algún local vacío en el edificio de los laboratorios, por ejemplo encima o al lado del laboratorio que hemos identificado, con tiempo, podríamos perforar un túnel…
—¿Tiene una pistola? —interrumpió Bob.
—¿Qué?
—Una pistola —repitió.
—Ya le he oído.
—¿Hay una pistola en la casa?
—Yo… —se detuvo, dubitativa—. La señora Blodgett tiene una. He visto la munición en la despensa.
Los pasos de Bob se volvieron zancadas mientras se dirigía a las escaleras.
—¿Dónde va? —preguntó Ellen mientras le seguía—. ¿Va a robarle la pistola?
—Quédese en el telescopio, profesora. Me niego a estar parado con las manos en los bolsillos, y no tenemos tiempo que perder. Voy a averiguar quién es el experimentador.
* * *
La única persona a la que había visto Bob en el edificio de los químicos mientras observaba por el telescopio era el portero, que parecía tener su vivienda en la planta baja. Había visto al fornido conserje entrando y saliendo a primera hora de la noche, después de que se vaciaran todos los laboratorios y oficinas, y le había visto ir hasta la tienda de licores y volver.
Bob llamó al timbre y esperó; oyó cómo el hombre tropezaba y maldecía mientras encendía la lámpara de su casa y salía al vestíbulo principal. Abrió tres cerrojos separados y aplastó su cara redonda contra la reja de la puerta para preguntar a Bob qué quería.
—Yo le conozco —dijo el portero en tono hosco.
—Sí —dijo Bob, asintiendo. Había contado con que le recordara—. Estuve aquí esta mañana, pidiendo trabajo, con… mi encantadora esposa.
—¡Encantadora! —rió el portero.
—Encantadora —repitió Bob con toda seriedad—. Puede que parezca poco agraciada a primera vista, lo sé. Pero bajo la luz adecuada, la luz química de un cable de magnesio ardiendo, por ejemplo, su rostro menudo parece casi saludable y hermoso, y sus labios, quizá no carnosos, pero suaves y seguros. El hecho de que ella me consideraría ridículo por decirlo es prueba de su sensatez y su fino sarcasmo.
El portero estaba intentando alisar los pliegues de su chaleco hasta que se dio cuenta de que tenía los botones mal abrochados.
—¿Y bien? ¿Qué quieres, muchacho? Eras el que llamaba sin parar esta mañana, ¿verdad? Pues desde luego no hay nadie a estas horas. Por cierto, ¿no llevabas bigote?
—Me lo he afeitado… para mi nuevo trabajo. Verá, señor, esta tarde, después de hablar con usted, me contrató uno de los químicos en la segunda planta. ¿Sabe cuál, el del lado sur del piso?
El portero desechó la pregunta.
—Me dan igual unos que otros. No me dicen buenos días ni buenas noches, y no necesito saber quién es cada uno.
Bob frunció el ceño ante la falta de la información que esperaba. Esto iba a hacerlo todo más difícil.
—Bueno, he decidido celebrar mi nuevo trabajo con varios amigos, solo una hora o dos. Ya sabe. Una verdadera celebración —Bob levantó una botella de vino medio llena que llevaba agarrada por el cuello, y sacó una segunda del otro lado del abrigo.
—Buenas botellas —el portero no pudo evitar mirar con los ojos bien abiertos aquel objeto que se balanceaba.
—Tenía que haber venido al laboratorio esta noche a terminar un trabajo para que estuviera listo mañana por la mañana. ¡Pero cómo vuela el tiempo cuando se está con una botella, señor! ¡Y aún me ha sobrado otra!
—Bueno, chico, qué mala suerte tienes. En cualquier caso, no tengo la llave de ninguno de los laboratorios privados.
—Oh, yo la tengo —dijo Bob mientras le mostraba una pesada llave de hierro—. Tendré que sacrificar el alcohol. O, si no, la tentación será demasiado fuerte y perderé el trabajo ya el primer día. ¡Y mi mujercita me matará! ¡Prometo no hacer ruido!
—¡No deberías deshacerte de dos buenas botellas de vino, muchacho! —le regañó el portero mientras Bob empezaba a verter la primera botella en la alcantarilla.
—¿No?
El conserje del edificio sugirió a Bob que le dejara el vino a su cargo mientras subía corriendo a hacer su trabajo. Bob se apresuró a hacerle caso, así que el portero abrió la puerta y desapareció en sus aposentos con los regalos.
Al llegar a la segunda planta, Bob guardó la llave de la pensión y cogió la pólvora que había sacado del armario de la señora Blodgett. La puerta en la que se había detenido Bob tenía un cartel de aviso que decía
en un tamaño todavía más grande que el de los de los demás laboratorios privados que había visto. Con mucho cuidado depositó la pólvora en la cerradura, encendió una cerilla, la metió en el agujero y retrocedió mientras una explosión sorda sacudía el interior de la puerta. ¿Prohibida la entrada? Eso no valía para Bob. Confiaba en que el conserje estuviera demasiado ocupado apurando el resto del vino para haber oído nada, o en que fuera demasiado perezoso para subir las escaleras a estas horas. En un edificio de laboratorios privados de química, era probable que el hombre hiciera oídos sordos a todo tipo de detonaciones.
Bob abrió la puerta rota con facilidad, palpó en busca de una lámpara y encendió la llama. El humo negro y el polvo de la explosión hicieron que el aire fuera demasiado denso para ver nada durante unos minutos, los tres minutos más largos de su vida. Por fin, se disipó lo suficiente para mirar a su alrededor la lúgubre sala abovedada, que apestaba a gases y vapores incluso más de lo normal en un laboratorio.
Bob se quedó sin respiración al comprender lo que veían sus ojos.
—¡Quién lo iba a decir! —exclamó—. ¡Dios nos coja confesados!