XXXI
Sueño

Otra excursión nocturna terminó sin descubrir al espía. En esta ocasión, Marcus decidió visitar la zona en torno a State Street, teniendo en cuenta su aparente importancia para el encapuchado y sus posibles agentes, pero, una vez más, las diversas estratagemas no le permitieron averiguar nada de interés. Después de los dramáticos acontecimientos del día, Marcus no estaba seguro de lo que habría hecho si de verdad hubiera encontrado al fantasma. Si conseguían terminar su trabajo antes de que el desconocido cumpliera sus amenazas de trastocarlo, ya no habría peligro. También era muy posible que su adversario hubiera caído enfermo —su condición física le había parecido endeble, en el mejor de los casos— o se hubiera distraído por algún otro motivo. O tal vez había sido todo un puro farol desde el principio.

Esa noche, después de detenerse un momento en casa de Edwin para recoger su ensayo sobre las causas del desastre de State Street —que era meticuloso y brillante—, Marcus llegó a las habitaciones de Bob. Bob debía de estar aún en la pensión de Ellen. Marcus empezó a redactar su artículo sobre la catástrofe del puerto. Había empezado en la mesa de roble, pero ahora se metió en la cama, situada en un hueco. Las escasas pertenencias y prendas de vestir que había traído de Newburyport estaban guardadas en un pequeño armario que Bob le había dejado vacío. Apoyó su cuaderno en el cabecero de la cama de hierro para poder descansar un poco mientras escribía. Los párpados se le cerraban y empezaba a quedarse dormido, así que sumergió el rostro en la palangana y volvió al principio. Con el descubrimiento de la situación del laboratorio privado, estaban tan cerca del final, lo tenían tan al alcance de la mano, que no podía permitirse dormir. ¡Ahora no! Tenían que terminar, para proteger Boston, para restaurar el prestigio del Instituto y para volver a granjearse la fe de Agnes.

… magnetismo inducido por martillazos, apisonamientos, etcétera, sobre el hierro blando

Parpadeó y vio al Ángel Vengador; las quemaduras moradas de la cara latían y rezumaban pus. El rostro siguió a Marcus, le persiguió, y entonces, con el añadido de una barba poblada y oscura, se convirtió en el del odiado capitán Denzler. No había sido completamente sincero con Frank cuando este le había preguntado si había visto alguna vez la cara de Denzler en Boston: la veía en su mente con más frecuencia de la que quería reconocer.

No sabía qué le angustiaba más, si las pesadillas en las que intervenían esos villanos o las inquietantes imágenes de los heridos y los damnificados, las manos temblorosas del capitán Beal, la pobre Chrissy, la joven en el cristal. El chico, Theo, que aguardaba a estar curado, llorando por sí mismo y por el agente de Bolsa, ahora muerto, que solía arrojarle una moneda fría y reluciente. Algo interrumpió a Marcus en esta línea de pensamiento. No había visto informaciones sobre nuevas víctimas mortales de la catástrofe de State Street en las semanas transcurridas. De hecho, entre todos los heridos, la actriz había sido la única muerte de la que se había sabido aquel día.

Volvió a coger el informe de Edwin, que tenía un largo apéndice con recortes de prensa. Confirmó que no se hablaba de ninguna otra muerte en las docenas de artículos; y los periódicos se habrían abalanzado a contar los detalles si hubieran descubierto otra víctima, igual que habían hecho con Chrissy. Entonces, sus ojos captaron una nota enterrada en una lista de detalles de uno de los recortes que no había visto antes. «El señor Cheshire, agente de Bolsa de Boston —¿no era Cheshire el nombre que había mencionado Theo?—, por cuya vida se temía debido a heridas causadas por graves quemaduras, ha sido dado de alta por sus médicos».

Quemaduras. Dado de alta, y, sin embargo, el pequeño Theo, el fiel vigía, no había visto ni rastro de él en State Street. Al pensar en la identidad del hombre encapuchado, tenía todo el sentido que fuera una víctima de la tragedia, llena de ideas de venganza (Soy el ángel vengador) y rebosante de dinero para financiar su misión.

—Hierro —se dijo Marcus, mientras volvía a coger la pluma y se sacudía la distracción. Encontrar a Cheshire, que podía muy bien ser una víctima temblorosa en el lecho del dolor y no la amenaza encapuchada, iba a tener que esperar. Lo primero que necesitaban era convencer a la prensa de sus hallazgos. La explosión en el despacho de Runkle lo había dejado claro. Allí al lado tenía algunos trozos de hierro y cables de cobre del baúl, además de algunos imanes y brújulas que habían utilizado durante los experimentos.

Permanecer despierto es lo mínimo que puedes hacer por Rogers, se recordó a sí mismo, y pensó que si se trasladaba de la cama a la mesa seguramente estaría mejor, pero no se molestó en seguir su propio consejo, porque implicaba ponerse de pie. Los nudillos y los dedos de su mano reumática le dolían de forma espantosa, igual que en otro tiempo le habían causado desesperación en el taller de mecanizado, cuando no podía detener la fresa sin correr el riesgo de que el capataz le despidiese.

Entonces cometió el error de caer en un sueño ligero.

—Esa es la habitación —las palabras flotaron en el pasillo.

La puerta se abrió de golpe con una patada desde fuera. Marcus se sentó de un salto. La vela se había extinguido y apenas pudo ver a los cuatro hombres con máscaras y capas negras que irrumpían. Golpeó a uno en la sien con el codo, pero, antes de poder girarse, un brazo le enganchó el cuello desde atrás y le metió un trapo en la boca; alguien le ató las manos a la espalda y le pusieron un saco sobre la cabeza.

—El tipo se defiende bien —dijo uno de ellos—. Merece un descanso —y un objeto contundente le golpeó en la nuca.

* * *

Toc-toc. Toc-toc.

Ellen apoyó la oreja contra la puerta.

—¿Despejado? —susurró.

De nuevo, dos pares de golpes.

Abrió el cerrojo de la puerta para dejar entrar a Bob y la cerró detrás de él.

—No daría la señal de «despejado», querida profesora, si no estuviera despejado.

—La señora Blodgett se mueve por la casa con pasos silenciosos. Debe tener cuidado, o le echará por la ventana —dijo Ellen. Nunca había recibido a un hombre en su habitación y gozaba de una reputación intachable entre los demás huéspedes, Blodgett y su familia. Ellen había aconsejado a Bob qué poner en su solicitud de habitación y le había dicho con exactitud qué responder a la pregunta por antonomasia de todas las caseras de Boston, tres palabras que pronunciaban con la fuerza moral de un sermón de la montaña: «¿Quién es usted?». Las instrucciones de Ellen permitieron que Bob obtuviera una habitación, como ella había previsto, pero no por eso desaparecerían las sospechas de la señora Blodgett sobre un joven soltero, solo superadas por las que albergaba respecto a las jóvenes solteras y aproximadamente iguales a las que se reservaba a propósito de alguien que estudiaba ciencias.

Mientras estaban los dos en la habitación, Ellen sabía que debía de parecerle muy nerviosa a Bob, y eso le causaba una profunda irritación. Apartó el rostro con brusquedad.

—El telescopio está ahí, señor Richards, pero pesa mucho.

—Qué conveniente, entonces, que lleve tres años ejercitándome todas las noches con mancuernas —dijo Bob, mientras miraba alrededor y hacía una pausa con una expresión de sorpresa en el rostro.

—¿Qué? Suelte lo que sea —dijo Ellen con impaciencia.

—¡Es extraordinaria! Su habitación.

Ella nunca había pensado que su habitación fuera especial, pero sonrió al ver que él la valoraba por algo más que sus aptitudes científicas.

—Me gusta tener todo en perfecto orden. Esas son mis plantas. Hice un corte en el centro de esta mesa de comedor y lo cubrí de zinc para que se mantengan mejor en agua.

En una ventana había una cesta con hiedra que subía por el marco. Había gran cantidad de rosas y geranios de hoja plateada, y guirnaldas de clemátides adornaban el resto de la salita. Por encima había un artilugio hecho de dos láminas de cartón y un palo.

—Es un barómetro sencillo construido por mí —dijo Ellen antes de que él se lo preguntara—. No es más que una muestra de los instrumentos que, con una utilización apropiada, permitirán a la ciencia predecir el tiempo.

—¡Predecir el tiempo! Otra de sus ciencias excéntricas —siguió examinando la habitación.

—Si ayuda a los agricultores en su trabajo, lo será. ¿Qué es lo que le interesa tanto aquí, señor Richards?

—Sus habitaciones no son lo que me esperaba.

—¿Creía que vivía en una cueva?

—Algo parecido, quizá. O tal vez imaginaba que su laboratorio en el Instituto era su hogar.

—El señor Fogg se ríe las noches que me quedo allí hasta más tarde que él y dice que soy un espectro. Dice que es un término oscuro para designar a un espíritu que vaga de noche —Ellen se dio cuenta, para su disgusto, de que estaba hablando todavía más rápido que de costumbre.

Baby salió trotando a saludar a Bob.

—Saludos, viejo amigo, ¿algún nuevo experimento hoy? —le preguntó, mientras le acariciaba sobre la cola. El felino soltó su maullido peculiar.

—En fin —dijo Ellen, que quería vengarse un poco de él por sus suposiciones acerca de ella—, supongo que un joven rico como usted viene de una mansión en la acrópolis de Beacon Hill, con una familia que le adora.

—Pinckney Street, y solo una madre que me adora.

—Esto es todo lo que tengo, señor Richards, y estoy satisfecha con ello. Creo que el señor Mansfield y yo somos lo que los bostonianos llaman sus primos del campo. No me ofende la idea. Esta es la Atenas de América, el cerebro de nuestro continente, y tengo intención de que sea mi hogar para el resto de mi vida.

—¡Nellie!

—¿Cómo dice? —preguntó Ellen con una exclamación.

Bob había encontrado un dibujo en la pared que estaba firmado «Con gratitud, a Nellie».

—Cuando estaba en Vassar, para sacarme un dinero, daba clases particulares a algunas de las chicas que tenían problemas con las matemáticas. Tenía que soportar que me abrazaran y me besaran y me dieran las gracias, por desgracia —y añadió—: Ni siquiera sé por qué está eso en la pared. Supongo que porque no puedo costearme obras de arte.

—¡Todo eso está muy bien, pero aquí está escrito que esto es un regalo para Nellie! ¿Así la llaman?

—Mis amigos, sí, señor Richards —mientras lo decía, ya estaba arrepintiéndose. Solo había pretendido mostrarse firme, directa, impasible, pero no dura. Ya no tenía deseos de controlar a los demás Tecnólogos, pero no estaba dispuesta a bajar la guardia. Bob pareció ofendido por un momento, aunque enseguida modificó su expresión con su sonrisa fácil y encantadora—. Nosotros, usted y yo, somos más bien colegas —añadió.

—Colegas —repitió Bob en tono resuelto—. ¿No quiere llamarme Bob, entonces? Dice que desea que la tratemos como a los demás estudiantes de Tech; entonces, le sugiero que actúe como ellos más a menudo.

Ella se lo pensó y negó con la cabeza.

—Robert es suficiente.

—Mejor, supongo. ¿Volvería a hacerlo?

—¿Decir su nombre?

—Dar clases de ciencias y matemáticas a jóvenes.

Ellen reflexionó.

—Me gustaría poder enseñar a científicas como yo en el Instituto para que después eduquen al mundo en aspectos que los hombres no pueden. Las mujeres son capaces de razonar y deben hacerlo. Quieren votar, pero antes deben demostrar que se lo merecen.

—Pretende que esas mujeres metan sus microscopios en mi tarta de arándanos y mi vaso.

—Yo observo todo lo que me interesa. Una vez que lo haya examinado bajo el microscopio, me interesará sin duda. En los últimos tiempos, antes de que nuestra investigación actual se volviera tan acuciante, me había dedicado a analizar la aparición del cornezuelo en el centeno y el trigo.

—Eso es chino para mí, profesora.

—El cornezuelo es una enfermedad causada por la presencia de un hongo que todavía hay que estudiar mucho más —explicó—, igual que los efectos que produce en la constitución de cualquiera que lo consuma. La ciencia debe aprender a mantener el cuerpo en buen estado para que pueda cumplir las órdenes del espíritu. ¿Sabe qué pocas personas hay capaces de analizar la química del alimento infantil que se utiliza para sustituir la leche materna?

—¡Supongo que se propone introducir muchas mejoras en el Instituto, con su química vegetal y todo eso!

—No se equivoque, mi deuda con el rector Rogers es mayor que la de cualquier otra persona en la escuela. Me ha dado la oportunidad de hacer lo que no había hecho ninguna otra mujer. Ser la primera mujer en entrar en el Instituto de Tecnología, en entrar en cualquier escuela científica, y hacerlo por mis méritos. Sin ayuda —sentía que debía a este estudiante de cuarto, por muy cabezota que fuera, una explicación de su actitud tan seria.

—Bueno, prometo no ayudarle de ninguna manera en cuanto terminemos con esto —dijo Bob con un tono algo más frío.

—Se lo agradezco —replicó ella con la misma frialdad.

—¿Vamos?

Él la miró y tendió las manos. Ella se dio cuenta de que estaba justo delante del telescopio. Se alisó el vestido y se apartó a un lado. A Bob Richards le preocupaba salvar vidas y salvar el Instituto, como a ella, y no le podía importar menos lo que ella le contara de su vida. Se sintió abochornada de haber imaginado por un instante que había podido herir los sentimientos de un joven tan guapo. Un joven que, cuando se dejaba crecer la hermosa cabellera, parecía una estatua de uno de los antiguos dioses griegos. Hasta que volvía a cortárselo y entonces parecía un antiguo dios romano. Qué patético era desear que él mostrara algún sentimiento hacia ella.

—¡Por favor, tenga cuidado con él! —exclamó Ellen mientras Bob cogía el instrumento de su esquina junto a la ventana—. Le tengo mucho aprecio.