XXX
Empollón

Marcus se obligó a sí mismo a permanecer impasible ante la siniestra noticia. Por lo menos, Frank iba a estar ocupado durante la siguiente hora, más o menos, sin él. Para sorpresa suya, Frank le había preguntado si podía quedarse un rato más y unirse al grupo de Hammie en otra de sus extrañas partidas silenciosas, en esta ocasión de whist, en la que las jugadas se comunicaban golpeando bajo la mesa según el sistema de «rayas» y «puntos» de los telegrafistas. Después, tenía previsto hacer con la otra media docena de aspirantes una visita al edificio organizada por la señora Stinson, la ayudante del laboratorio de química.

Marcus se disculpó y salió de la sala de estudio para ir al sótano a echarse agua en la cara y recobrar la serenidad. De camino, un chico de primero le paró y le dijo lo que esperaba y temía: Runkle deseaba verle en cuanto pudiera. Era gracioso, la verdad. ¡Aquí estaba él, impulsando la candidatura de un amigo al Instituto, cuando era muy probable que, ese mismo día, el rector en funciones estuviera a punto de ponerle de patitas en la calle!

Se refugió un rato en un aula vacía, donde reflexionó sobre todo lo que había conseguido y disfrutado durante los cuatro últimos años e intentó decidir cómo defenderse. Cuarenta minutos después, de pie ante la puerta del estudio de Runkle, todavía titubeó antes de llamar.

—Señor Mansfield. Por favor. Estaba esperándole —Runkle indicó una silla de madera al otro lado de su mesa.

John Runkle poseía una calma propia de un cuáquero. Le dio a Marcus una hoja de papel.

—Le voy a hacer una pregunta y confío en que no se ofenda. ¿Ha dibujado usted esto, señor Mansfield?

En el papel había una caricatura de Runkle pescando, con el puntero de clase como caña y un cesto lleno de problemas de cálculo como cebo. Bajo el agua, agrupados en torno al cesto, estaban dibujados de forma muy reconocible los alumnos de la promoción del 68.

—No, señor —dijo Marcus, asombrado ante la incongruencia de examinar una caricatura delante de la mesa del serio y brillante matemático.

—Qué lástima —dijo Runkle, que suspiró y aceptó el papel de vuelta—. Acabo de encontrarlo abajo, en el suelo del aula de matemáticas. Un buen trabajo, ¿no le parece? No sabía que había un artista tan magnífico recorriendo nuestros pasillos. Me gustaría felicitarle un día de estos. Podríamos tener a otro Thomas Nast entre nosotros.

—Los parecidos están muy conseguidos —asintió Marcus.

—Me temo que le he llamado aquí hoy para hablar de otras cosas más serias. Mantuvo usted una conversación en el jardín de la que solo pude oír fragmentos a través de mi ventana, pero que fue, por así decir, sugerente. Ese hombre parecía pensar que usted y algunos otros estudiantes de Tech están envueltos en una investigación sobre los incidentes que han asolado Boston en los últimos tiempos —tras la majestuosa barba y las impresionantes gafas de Runkle no podía leerse ninguna emoción, ni decepción, ni indignación, ni pesar, ni furia.

Para sorpresa de Marcus, Runkle se detuvo ahí, mientras juntaba los dedos bajo la barbilla. ¿Sería una versión «civilizada» de la cárcel de Smith, donde se esperaba que Marcus hiciera una confesión completa y detallada para identificar y castigar a todos los que hubieran participado en una transgresión? ¿O sería una muestra de la filosofía de la Fábrica de Locomotoras Hammond, donde la desobediencia se castigaba sin más dilación para sentar ejemplo inmediato ante todo el mundo?

—Profesor Runkle, no tengo ni idea de quién era ese hombre —dijo Marcus, aliviado de tener algo cierto que decir mientras se preparaba para mentir, en caso necesario, con tal de proteger a sus amigos.

—Su amigo, el señor Hammond, hijo, no parecía saber a qué asuntos se refería el desconocido. Como dio la impresión de que se dirigía a usted, no tengo más remedio que preguntarme si usted sabe algo más. Me interesaría mucho si lo que dijo el hombre tuviera alguna base.

Seguía sin hacerle la pregunta. En el silencio que siguió, Runkle debió de pensar que Marcus estaba como en la caricatura de él y todos sus compañeros de último curso, debatiéndose en donde cubría y esperando a que Runkle le lanzara una cuerda para no hundirse. Mientras se estudiaban el uno al otro, Marcus no pudo evitar pensar en Rogers y tuvo una iluminación repentina: este hombre también había dedicado los últimos cuatro años de su vida al Instituto, y quizá estaba buscando su ayuda, igual que Rogers.

—Profesor —se oyó decir a sí mismo—, he emprendido una investigación para proteger Boston. Creo que estoy cerca de encontrar una solución.

Quería decir algo más, pero de pronto sintió la garganta seca y áspera. El profesor no apartó la mirada ni perdió la serenidad mientras volvía a entrelazar sus dedos. Por fin dijo:

—Siento mucho que me diga eso, señor Mansfield. Por muy buenas que sean sus intenciones, por mucho que personalmente me parezcan admirables, me temo que constituye una infracción muy grave. Le voy a pedir que escriba con detalle todo lo que ha hecho y lo firme con su nombre, para que pueda presentar el asunto ante el claustro con el fin de tomar medidas inmediatas. Ellos decidirán con imparcialidad su destino respecto al Instituto, se lo prometo. Así como el de cualquiera de sus amigos que le haya ayudado. Debe saber que quizá tengamos que informar también al departamento de policía.

Marcus sintió que el corazón se le desplomaba y la cabeza le ardía. Comprendió cuál había sido el propósito de enseñarle la caricatura: ver con qué rapidez estaba dispuesto a proporcionar el nombre de un compañero o, al menos, especular sobre la identidad de un posible culpable.

—Lo comprendo, profesor Runkle. Haré lo que me pide respecto a mí. Pero he hecho lo que he hecho yo solo.

Runkle reflexionó un momento y dijo:

—Tendré fe en que lo que dice es cierto, señor Mansfield.

—Profesor, le ruego que lo reconsidere, al menos por ahora —dijo Marcus—. Estoy tratando de salvar vidas.

Runkle le dedicó una última mirada de compasión.

—Le daré papel y le dejaré en paz —murmuró, mientras se ponía de pie y abría el cajón de su mesa. Cuando lo abrió estalló algo que había dentro. Marcus se protegió de la detonación con los brazos y cayó hacia atrás mientras la habitación sufría una sacudida, el cristal se rompía en mil pedazos y el aire se llenaba de un humo espeso.

Cuando se levantó, vio la pared manchada de sangre y no encontró a Runkle en ningún sitio. A tientas a través del humo, oyó un débil grito y descubrió que la explosión le había arrojado hacia atrás y a través de la ventana, donde estaba colgado a duras penas del alféizar, sujeto por las puntas de unos dedos temblorosos y con el rostro sangrando por los cristales rotos. Mientras se asomaba a agarrarlo, el profesor gimió y sus dedos empezaron a perder fuerza.

—¡Aguante! —gritó Marcus entre toses, mientras el humo se espesaba más aún. Se inclinó por la ventana y cogió la muñeca izquierda de Runkle con las dos manos para tirar de él hacia arriba, pero no pudo por el extraño ángulo en el que se encontraba. Mientras seguía luchando para izar al profesor, vio a alguien que se movía deprisa en la calle. Su mirada se cruzó con la del trabajador con el bigote de las cerdas de cepillo, el hombre de Roland Rapler que le había amenazado en State Street.

—¡Ayuda! ¡Ayúdeme! —gritó Marcus.

El trabajador los miró un momento, empezó a retroceder despacio y luego se dio la vuelta y se lanzó a correr.

—¡No! ¡Por favor!

La mano derecha le quemaba de forma horrible cuando tiró con todas sus reservas de fuerza.

La muñeca de Runkle se le resbalaba entre los dedos, y el profesor perdió el conocimiento justo cuando Marcus consiguió agarrarle a la desesperada por el cuello de la camisa con la mano izquierda. Unos segundos más y sabía que él también se rendiría al humo y no podría evitar que Runkle cayera al encuentro con la muerte. Intentó de nuevo cogerle del cuello y esta vez lo logró, lo cual le permitió izarlo poco a poco hasta la ventana y, por fin, dentro de la habitación. Marcus, con una tos violenta en medio del denso humo, fue hasta el laboratorio privado anexo, donde depositó a Runkle en el suelo y encendió el interruptor del ventilador, que absorbió el humo del estudio.

—Mansfield —gruñó Runkle con un parpadeo.

—¿Está malherido, señor?

—Tengo sed —dijo el profesor, tosiendo. Marcus abrió el armario del profesor, mezcló un brandy con agua y se lo llevó a los labios.

—No intente moverse. Voy a buscar a un médico.

El anciano trató de sentarse. Tenía la voz ronca e inestable, pero, a su manera, con autoridad, un tono que Marcus nunca había oído emplear al amable profesor de matemáticas.

—¡Mansfield, no debe contárselo a nadie! Lo distorsionarán para convertirlo en lo que no es, y será la condena del Instituto.

—¡Podían haberle matado! ¡Podíamos haber muerto los dos!

Runkle meneó la cabeza en un gesto de frustración, más que de discrepancia. Marcus pensó que quizá la explosión le había privado temporalmente del oído o el sentido común. Runkle consiguió comunicar a Marcus que quería que le transportase hasta donde estaba Darwin Fogg, para que este le bajara por las escaleras de atrás hasta un coche y le llevara al médico con la mayor discreción posible. Después, Darwin volvería corriendo a arreglar la ventana y le diría a cualquiera que preguntase que había habido un accidente con unas sustancias químicas almacenadas en el laboratorio del profesor.

—¡Señor!

—Haga lo que le he pedido —dijo Runkle—. Luego, averigüe la verdad.

—Pero usted dijo…

—Usted y… la única esperanza del Instituto… —Runkle no pudo pronunciar más palabras ni decirlas en el orden correcto. Perdió el conocimiento.

—¿Profesor? ¿Profesor?

Habían llegado corriendo profesores y alumnos de todo el Instituto con el ruido de la explosión, pero el humo les había impedido acercarse. Cuando Marcus sacó a Runkle del laboratorio al pasillo, en la muchedumbre estaban también los aspirantes a los que la señora Stinson estaba enseñando el edificio.

—¡Todo el mundo atrás! ¡Rápido, lo más lejos que puedan! —ordenó la señora Stinson a los jóvenes a su cargo, empujándolos mientras el humo seguía trepando por las paredes.

—¿No puede ver que Marcus necesita ayuda? —dijo Frank, que esquivó a su guardiana y cogió con suavidad al profesor de brazos de Marcus—. Marcus, ¿puedes decirme lo que ha ocurrido? Quédate donde estás; ya cojo yo al caballero.

—Gracias —dijo Marcus con un gruñido—. Eres un tipo decente, Frank.

—¡Más que eso, espero! —respondió Frank, con un gesto tranquilizador—. Tu viejo amigo del ejército acaba de limpiar a Hammie jugando al whist. Si soy capaz de eso, soy capaz de hacer también esto. Déjalo ya, Marcus, ya estoy yo aquí.

—Llévate a Runkle abajo, a respirar aire fresco —jadeó Marcus, mientras le indicaba las escaleras de atrás a Frank.

—Voy.

Las piernas de Marcus se doblaron y cayó al suelo entre toses. Mientras se tomaba un instante para recobrar el aliento, apareció Darwin a su lado. Marcus hizo lo que pudo para explicar las instrucciones de Runkle al conserje y le envió a relevar a Frank.

Con la urgencia de la situación de Runkle suavizada por el momento, Marcus se puso de pie y, tras rechazar varios ofrecimientos de ayuda, fue hasta la escalera principal y bajó al sótano. Desde algún sitio en la planta de arriba, en medio de la cacofonía de gritos, oyó la voz preocupada de Bob. «¿Dónde está Mansfield? ¿Está malherido?». Pero Marcus no podía volver sobre sus pasos. Su cuerpo protestaba con cada escalón, y se sentía cada vez más mareado. Fue al aseo, donde se lavó lo mejor que pudo las cenizas y el polvo que aún le cubrían. Cuando se disponía a salir, vio a Bryant Tilden que entraba en el Templo.

—¡Eh, Mansfield!, ¿eres tú? He oído que ha habido algún tipo de explosión en el piso de arriba. No me digas que has metido las manos en la reserva de fósforo —dijo Tilden con una sonrisa satisfecha—. O quizá sea Ellen Swallow. Me he enterado de que esa bruja recibió enseñanzas de un mago antes de venir.

Marcus tenía a Tilden agarrado por el cuello y bajo el grifo del lavabo antes de que al otro estudiante se le hubiera borrado la sonrisa de la boca.

—¿Ha sido una de tus bromas, canalla? —espetó Marcus con los dientes apretados. Podía retener la cabeza entera de aquel miserable bajo el agua si quería. Por más que Tilden protestase o rogase, Marcus no sentía nada en aquel instante. Nada más que furia. Una furia ciega. Incluso su satisfacción por la fantasía de dar su merecido a Tilden se perdía en el vacío. Nada.

Parpadeó y soltó a Tilden después de unos segundos bajo el grifo.

—¡No sé nada de eso! ¡Ni siquiera sé qué ha pasado! ¿Estás loco? —Tilden se sacudió y se apartó—. ¿Y bien, Mansfield? —exigió, levantando los puños.

Marcus se tapó el rostro con las manos y se frotó los ojos.

—¿Qué?

—¿Así que tienes algo que decirme? —Tilden se sacudió las gotas de agua que quedaban en su pelo áspero, levantó el puño y repitió en tono brusco—: ¿Tienes algo?

—Los estudiantes de arquitectura —dijo Marcus con voz débil—. Se merecen una o dos buenas jugarretas antes de que nos vayamos.

—Es cierto —dijo Tilden dubitativo, al parecer dispuesto a aceptar la tregua y el cambio de tema. Asintió con un gesto malicioso.

—Imagínate que se les cayera la mesa de la sala de estudio nada más tocarla.

—¡Eh, esa es muy buena, Mansfield! —dijo Tilden, mientras retrocedía y volvía a mirarlo con desconfianza—. ¡Muy buena! Voy a trabajar en ello. No eres tan empollón como pareces.

* * *

—¿Crees que el profesor Runkle se lo había dicho a alguien? —preguntó Edwin—. ¿Marcus?

Marcus sacudió la cabeza para volver a la realidad, a su laboratorio, en el que se reunían tras las clases.

—No creo. Dijo que iba a llevar mi confesión ante el claustro.

—Pero ¿cómo descubrió el profesor Runkle lo que estamos haciendo? —preguntó Ellen con intención.

Marcus vaciló y respiró hondo. Había llegado el momento de hablar del desconocido a los demás.

—Qué más da cómo —se le adelantó Bob—. Lo importante es que lo sospechó, de una u otra forma, y, sobre todo, que iba a poner fin a nuestros esfuerzos.

Marcus negó con la cabeza.

—Ya no.

—Sobrevivirá, ¿verdad, Marcus? —preguntó Edwin, muy preocupado.

—Nadie lo sabe. Según Darwin, Runkle está en casa, en la cama, bajo los cuidados de un médico, y está inconsciente.

—Tampoco tenemos forma de saber con seguridad si Runkle confió en algún otro miembro del profesorado —añadió Bob.

—¿Cómo pudo ocurrir esto dentro de nuestro propio edificio? —se preguntó Edwin—. Quizá fue un auténtico accidente.

—¡Un accidente! —exclamó Bob con enfado—. Eddy, si hubieras presenciado la época en la que el doctor Webster tuvo su famosa pelea con George Parkman, habrías sido el único hombre en todo Boston capaz de decir que fue un accidente lo que cortó el cuerpo de un hombre en pedazos y lo incineró.

—Me gusta pensar bien de la humanidad, Bob. ¿O es que no debo?

—La hora de pensar bien ya ha pasado, Eddy —replicó Bob.

—De lo que no hay duda es de que alguien preparó algún tipo de mecanismo para que estallara al abrir el cajón —dijo Marcus—. Tuvo que ser deliberado. Pude recuperar un fragmento del cajón, así que podemos recoger el polvo del explosivo, aunque no sé si se trata de algo especial —examinaron el espécimen carbonizado unos instantes y luego Edwin lo llevó con cuidado al armario para estudiarlo después con más detalle, gracias a los potentes microscopios de Ellen.

—Señor Mansfield, quizá un poco de agua con sal le venga bien —dijo Ellen con naturalidad.

Marcus se dio cuenta de que estaba apretando la mano derecha y, al mirar, vio que la tenía hinchada y temblorosa. Le hizo un gesto de agradecimiento.

—Mansfield, apostaría un par de guantes a que esto ha sido obra de ese cabezota de sindicalista que viste desde la ventana —dijo Bob.

—No es muy distinto de las cosas que hacían cuando se dedicaban a agitar contra la fábrica de locomotoras —reconoció Marcus.

—¿De verdad cree que fueron los sindicalistas, señor Richards? —preguntó Ellen mientras volvía del lavabo con un cubo—. No puedo evitar pensar que la explosión debe de estar relacionada con los otros desastres.

—Fue de tipo muy distinto —dijo Marcus—. Pequeña y recogida, en vez de pública y llamativa.

—¿Por qué iba a huir el sindicalista cuando le vio Mansfield, si no era responsable? —alegó Bob.

—Recuerde que los sindicatos tienen una aceptación tan frágil por parte del público como nuestro colegio, señor Richards —dijo Ellen—. Tal vez el hombre tuvo miedo de que, si se veía implicado —aunque no fuera más que ayudando al profesor Runkle—, se relacionara a su organización con ese acto violento.

—¡Ja! ¿Así que decidió dejar que Runkle cayera e incluso muriera? —dijo Bob con una risa irónica—. A no ser…

—¿Qué pasa? —instó Ellen.

Bob empezó a caminar de un lado a otro hasta que de pronto, con un gesto dramático, dijo a sus amigos:

—¿Y si la señorita Swallow tiene razón en que la explosión la preparó el mismo experimentador que las otras? ¿Y si esos sinvergüenzas del sindicato son responsables de todo, de todas las canalladas que han ocurrido? ¿Serviría para demostrar lo que siempre están predicando, que la tecnología y las máquinas son peligrosas y ponen en peligro la sociedad, y yo qué sé cuántas tonterías más, y haría que la gente acudiera a ellos en vez de a la ciencia en busca de respuestas?

—No hemos encontrado ninguna prueba de que estén involucrados —dijo Ellen.

—Mansfield, el sinvergüenza que viste desde la ventana de Runkle es el mismo que vimos tú y yo en State Street —alegó Bob—. Eso es lo que has dicho.

—Sí, lo vimos. Pero estaba trabajando.

—Según su lógica, las catástrofes serían igual de beneficiosas para Harvard —señaló Ellen a Bob—. Han tratado de proyectar una nube negra sobre el Instituto desde el principio. ¿También cree que Agassiz es culpable?

Bob y Ellen empezaron a discutir sus argumentos quitándose la palabra hasta que Marcus les interrumpió.

—¡Escuchad! ¿No llevan cuatro años enseñándonos a dejarnos guiar por las pruebas, paso a paso, hasta llegar a conclusiones racionales, a no aventurar suposiciones basadas en el instinto y manipular luego las pruebas para que las confirmen? ¿No es así como el Instituto pretende contribuir al progreso del mundo científico? —esperó a una señal de Bob de que, a regañadientes, estaba de acuerdo, y después la aceptación de Ellen, que pareció asumir la lección—. Vamos a seguir la misma regla en este caso. Cuando uno ve el rostro del mal, no siempre tiene el aspecto que se esperaba. Creo que, cuanto antes completemos nuestras respuestas a lo que sucedió en el puerto y en State Street, antes sabremos también cómo le sucedió esto a Runkle. Dices que la ventana manchada que encontrasteis en el barrio de los laboratorios estaba en la segunda planta, ¿verdad?

Bob asintió con entusiasmo.

—Cuando aclaramos qué habitación era, intentamos subir, pero el portero no nos dejó entrar sin autorización de un inquilino. Y nadie contestó a nuestras llamadas.

—¿Pudisteis ver algo más desde donde estabais? —preguntó Marcus.

—Intenté gritar para que se asomara alguien a la ventana, pero salieron de sus respectivos despachos algunos otros químicos que pidieron silencio. Preguntamos quién ocupaba el laboratorio en cuestión, pero cerraron las ventanas. La profesora Swallow pensó que no podíamos arriesgarnos a que llamaran a la policía, así que nos vinimos justo a tiempo para oír la conmoción delante del despacho de Runkle y enterarnos de que tú habías estado dentro.

—Los químicos a los que vimos en ese barrio son muy reservados —añadió Ellen—. Trabajan por los beneficios, y cada uno cree que su último invento es el que le va a proporcionar una gran fortuna. Los laboratorios privados son aquello contra lo que está Rogers, aunque algunos profesores se tapen la nariz y participen de vez en cuando. La tecnología al servicio de la codicia.

—Gracias a la aguda vista de mi falsa esposa tenemos la situación del laboratorio utilizado para desarrollar esa solución química. Debemos aprovecharlo, y rápido, después de lo que le ha ocurrido a Runkle. Tras nuestro descubrimiento fui a ver a un primo que tengo en el gobierno municipal para examinar el registro, y encontramos el nombre de una empresa que había alquilado el laboratorio, una tal Compañía Química Blaydon, filial de una compañía extinta. Profesora, ¿dónde está el papel? Gracias. Sí, filial de una empresa llamada Talleres Kersley, en Inglaterra. Pero no pudimos descubrir ningún nombre de personas relacionadas con ninguna de las dos. He pedido a mi primo que siga buscando. Lo va a hacer, pero no es muy optimista sobre la idea de que vaya a encontrar algo —dijo Bob.

—¿Creéis que los otros químicos que os vieron en la puerta os pueden denunciar? —preguntó Marcus.

—El señor Richards les preguntó si podía pedir trabajo, así que estaban irritados pero no tenían motivos para sospechar nada —dijo Ellen—. El señor Richards se mostró muy sereno y con la situación bajo control todo el tiempo.

—Gracias, profesora —replicó Bob con una sonrisa casi atontada.

—Han desaparecido —dijo Edwin. Acababa de volver del almacén—. He mirado en todas partes. ¡Se han evaporado!

—¿Qué? ¿De qué hablas, Eddy? —preguntó Bob.

—¡Estaba guardando el fragmento que ha traído Marcus de la mesa cuando me di cuenta! Los trajes mecánicos de nuestra expedición submarina, los dos. No están en el armario.

—¡Imposible! Déjame pasar —después de una búsqueda exhaustiva, Bob confirmó que los trajes mecánicos no estaban en ningún lugar de ninguno de los dos laboratorios.

—Ha tenido que ser alguien de dentro del edificio quien los cogiera —dijo Ellen—. Quizá el profesor Runkle, cuando se enteró de lo que hacíamos, dio orden de que los sacaran. O Hammie; tiene acceso al laboratorio y no necesita pensárselo dos veces a la hora de coger material de su sociedad. O algún compañero gamberro que pretende gastarnos una broma pesada.

—Sé quién ha debido de cogerlos —dijo Marcus—. El miércoles, un desconocido se me acercó en los terrenos del Instituto mientras Hammie me ayudaba a transportar el equipamiento. Un hombre con el rostro desfigurado. Sabía que estábamos investigando los desastres. Sabía quiénes éramos; incluso sabía nuestros nombres. Runkle oyó parte de la conversación desde su estudio, y por eso nos llamó a Hammie y a mí a su despacho.

Bob frunció el ceño, confundido.

—¿El miércoles? Eso fue hace tres días. ¿No nos lo contaste?

Marcus se encogió de hombros.

—Lo siento. Confiaba en poder resolver sus amenazas sin tener que preocuparos, y no estaba seguro de si nos estaban escuchando.

—Recuerda, Mansfield, hombre precavido vale por dos —dijo Bob con severidad mientras cruzaba los brazos.

—Otra cosa más que no controlamos —dijo Ellen con voz nerviosa.

—Dijo que era el ángel vengador, y su lengua, una espada llameante —continuó Marcus.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Bob.

—En el libro del Génesis, Dios coloca a un querubín con una espada llameante que se vuelve hacia cualquier dirección al este del jardín del Edén, para impedir que la humanidad vuelva a habitar alguna vez en él —dijo Edwin—. ¿Cómo se ha enterado de nuestras actividades, Marcus?

—Ojalá lo supiera. Nos ha seguido, o ha encargado a alguien que lo haga. He intentado averiguarlo, sin éxito. Exigió que le contara todo lo que hemos descubierto y dijo que, si no, nos denunciaría. Debe de habernos visto entrar y salir de nuestro laboratorio, y ha encontrado un momento para colarse dentro y coger los trajes mecánicos porque son pruebas en nuestra contra. Ahora quizá piense darles un uso público para perjudicarnos.

—O para hacer chantaje —dijo Ellen.

—¡En cualquiera de los dos casos podríamos estar en grave peligro! —declaró Edwin—. Tenemos que ver si ha cogido alguna cosa más.

Bob se rió.

Ellen entornó los ojos.

—Me he perdido otra de sus magníficas bromas, señor Richards.

—¿No lo entendéis? —dijo Bob mientras recorría la sala y se iba excitando por momentos—. Es una prueba. Todo ello. Una forma de poner a prueba nuestras aptitudes, eso de que Dios nos arroje a la cara todos estos problemas a la vez. Como uno de nuestros exámenes finales en Tech. Pensad en todo lo que hemos tenido que superar. Las complejidades de ingeniería, química y física que hemos tenido que dominar sin ningún otro estudiante que nos abriera camino. Dios ha puesto a los primeros estudiantes de Tech la prueba más difícil de todas, y nosotros no vamos a retroceder ante ella. ¡Es el examen supremo de graduación!

—Yo estoy en primero —dijo Ellen.

—Bueno, yo estoy dispuesto. ¿Alguien más? —Bob sirvió un vaso de su botellita negra.

—Nunca bebo alcohol —dijo Ellen.

—Debería haberlo imaginado —replicó Bob, con un tono mucho más amable de lo habitual—. Nuestra determinación debe ser incontrovertible, amigos, y podemos animarnos sabiendo que, después de la explosión, Runkle se dio cuenta de que estamos haciendo lo que debemos. Tenemos que encontrar al hombre que ha hecho todo esto e identificarlo lo antes posible, y todo con la seguridad de una calculadora Babbage’s.

—O a la mujer —dijo Ellen.

—¡La mujer! —repitió Bob con una risa desdeñosa—. Ninguna cabeza del sexo débil podría ser tan astuta y perversa como… —Ellen le sonrió. Bob cambió de tema sin apenas inmutarse—. Por cierto, creo que las habitaciones de la profesora Swallow no están muy lejos del edificio de los químicos.

Ellen asintió.

—Nada lejos, la verdad. Sin niebla, el edificio debería poderse ver muy bien con mi telescopio desde la azotea de mi pensión. Además, soy una experta en leer labios.

Bob dio un golpe en la mesa con la palma de la mano.

—¡Qué buena suerte! Leer labios, ¿eh? No me extraña que mi debe en la lista de lenguaje vulgar aumente cada día. Vamos de inmediato a la azotea de la señorita Swallow a observar. Podremos ver cómo salta la liebre.

—No creo que a la señora Blodgett le guste que merodeen por allí unos jóvenes desconocidos —señaló Ellen.

—Supongo que no —reconoció Bob—. ¿Tiene habitaciones libres?

—Sí, dos.

—Bien. Alquilaré una, entonces, y eso me dará libertad para estar allí. El dinero triunfa siempre.

—La señorita Swallow y tú os turnaréis esta noche para vigilar, ya que conocéis el edificio de los químicos. Seguid hasta que averigüéis quién ocupa ese laboratorio —dijo Marcus.

—Seguro que el experimentador hace su retorcido trabajo de noche —dijo Bob—. ¡Lo atraparemos como una polilla en una vela!

—Mientras tanto —dijo Marcus—, escribiré un artículo que hasta un periódico de Boston pueda entender con facilidad sobre cómo se orquestó el desastre del puerto. Edwin, ¿puedes hacer lo mismo con lo que ocurrió en el barrio financiero?

—Por supuesto, Marcus, pero ¿por qué no guiar a la policía hasta el laboratorio que han localizado Bob y la señorita Swallow?

—Dado que Agassiz controla al jefe de policía y sus hombres y teniendo en cuenta su odio por el Instituto, los agentes no harán caso de ninguna teoría científica que les presentemos. Vamos a necesitar tener todos los detalles claros, incluido el nombre del culpable, y preparados para consumo público a través de los periódicos. Cuando hayamos convencido a la prensa, las presiones se intensificarán y la policía se verá obligada a actuar, con o sin Agassiz. Cualquier cabo suelto podría anularlo todo.

—¿Y qué hay de tu amigo con las cicatrices en la cara? —preguntó Bob.

Marcus cogió su sombrero del perchero en la pared.

—Con él pretendo encontrarme esta noche.