XXIX
La calle Tres con la E

Ojalá pudiera detener el tiempo, pensó un frustrado Marcus la noche siguiente. Ahora corría en contra de ellos, y de qué manera. Esta era la segunda noche consecutiva que paseaba por la ciudad sin rumbo fijo, observando a la luz de las farolas de gas cualquier signo de que le seguía algún enemigo. Intercambió saludos con comerciantes y mendigos, habló de cosas sin importancia como lo indignante que era tener las palas quitanieves todavía fuera en mayo. De vez en cuando se metía detrás de un muro o en un portal, para examinar el vecindario con los gemelos de Bob y tratar de reconocer un rostro que quizás había visto en la hora anterior o la noche anterior después de despedirse de Agnes, y para ver si a la gente con la que había hablado se le acercaba algún otro merodeador nocturno a preguntar de qué.

Quería pensar que, si Hammie no hubiera estado a su lado cuando apareció aquel extraño falso profeta en el Instituto, le habría perseguido y, al menos, habría obtenido algunas informaciones básicas sobre él, pero el visitante le había pillado tan por sorpresa que era difícil saber con certeza cómo habría reaccionado. Luego estaba el profesor Runkle. ¿Había presenciado el enfrentamiento ocurrido bajo su ventana, que Marcus había advertido después que estaba abierta? Marcus se había cruzado con él en el pasillo varias veces desde entonces, pero el profesor, que estaba ocupado desempeñando las obligaciones de Rogers como rector interino, no le había dirigido la mirada.

Después de un examen exhaustivo de sus salas en el sótano cuando los demás no estaban, Marcus se convenció de que no habían desviado ni manipulado los tubos acústicos ni era posible oír sus conversaciones a través de los ventiladores. Eso quería decir que o había un traidor en sus filas o alguien estaba observándolos desde fuera.

Sin embargo, era la segunda noche de ronda por la ciudad y seguía sin encontrar ningún indicio del encapuchado ni su carruaje ni, que él supiera, de ningún agente suyo. También le preocupaba la amenaza del desconocido de desenmascararlos. Si el extraño denunciaba a los Tecnólogos ante las autoridades del Instituto, eso significaría la expulsión. Peor aún, si el desconocido iba a los periódicos y las autoridades municipales, podía significar una complicación gravísima para ellos y para todo el Instituto, por no hablar de que dejaría a los ciudadanos de Boston a merced del experimentador, con el caso por completo en manos de Louis Agassiz y un departamento de policía desbordado.

Marcus sabía que tenía que encontrar al hombre de las cicatrices antes de que sucediera todo eso. Pero, a pesar de todo su empeño, la amenaza andaba todavía suelta. Con la sensación de que las calles estrechas y laberínticas le resultaban cada vez más desoladas, Marcus emprendió el regreso hacia la pensión de la señora Page, con un rodeo por Temple Place. Comprobó si Agnes le había dejado otra nota en el escondite de la verja del jardín. Anteriormente le había dejado un mensaje en el que detallaba varias dificultades que estaba encontrando en su intento de obtener la lista de compradores de productos químicos, pero describía sus ingeniosas soluciones con un optimismo animoso y prometía tener la lista a la mañana siguiente. No había nada nuevo en el lugar secreto.

Cuando estaba a punto de irse, oyó la voz de ella que le llamaba desde una de las ventanas abiertas. No vio a Agnes, pero pocos instantes después ella salió por la puerta de servicio y corrió a sus brazos.

—¡Lo conseguí, Marcus! —exclamó.

—¿Sí?

Estaba roja de excitación y rompió a reír de alegría.

—¡Se presentó un momento oportuno! Oh, ha sido delicioso. Ni siquiera Lilly sabe lo que he hecho. ¿Lo ves?

Marcus saboreó su letra fluida mientras leía, dobló el papel, lo metió en el bolsillo de su chaleco y suspiró de alivio. Ahora podrían volver a avanzar; con un poco de suerte, ir un paso por delante de su rival de las cicatrices.

—Es usted una maravilla, señorita Agnes.

—Aggie.

—¿De verdad?

—Creo que sí.

—Gracias, Aggie.

—Dime, ¿ayudará mucho esto? —dijo Agnes mientras le tocaba el bolsillo del chaleco en el que él había metido el papel.

Dejó su mano ahí y él la cubrió con la suya, se inclinó hacia ella y la besó en los labios.

* * *

—¿Qué quiere usted? —preguntó irritado el químico, un hombre fornido que llevaba un delantal blanco, mientras sostenía abierta la puerta de un edificio de ladrillo en la esquina de la calle Tres con la E en la zona del sur de Boston.

—Buenos días, señor —dijo el guapo joven, levantándose con elegancia el bombín y dejando al descubierto una cabeza llena de rizos dorados—. Soy nuevo en Boston y estoy tratando de establecerme y encontrar algo como ayudante en la industria química, aunque sea un puesto muy humilde.

—No tengo idea de contratar a nadie —gruñó el químico.

El visitante se mordió el nudillo en una muestra de vulnerabilidad.

—Mire, estoy en una situación horrible. Mi esposa está —aquí vaciló— encinta. Enferma.

—¿Encinta o enferma?

—Bueno, ambas cosas, para decir la verdad —afirmó el joven con tristeza—. ¿Ve?

Miraron los dos hacia la esquina de la calle, donde aguardaba una mujer con un largo vestido negro y un velo echado hacia atrás, sobre su cabello recogido en un moño apretado.

—¿Ve qué pálida y delgada está? Casi como una aparición de ultratumba.

—La verdad es que es una cosa bastante patética —asintió el químico mientras estudiaba la figura de Ellen—. ¿Va vestida de luto?

—¡Sí! De luto por nuestro futuro. Seguirá angustiada y tratándome como a un muerto mientras no encuentre algún trabajo digno. Le ruego que lo piense.

—¿Sabe algo de las artes químicas?

—De niño fui Alumno del Año en mi clase de ciencias.

El químico se frotó la áspera mejilla con la mano.

—Parece un buen tipo. Pero no estoy contratando. A no ser que traiga consigo una patente nueva que me permita ganar dinero. ¡Nada, buenos días!

Cerró la puerta y echó el cerrojo. Un momento después, cerró también la ventana.

—Qué mala suerte —dijo Bob, con las manos hundidas en los bolsillos mientras volvía a donde estaba Ellen.

—Parece que tenerme aquí no ha sido tan útil como esperaba el señor Mansfield —dijo Ellen en tono sombrío.

—Todavía no —Bob no coincidió por completo—. Ya veo por qué Mansfied y usted descubrieron que estos químicos privados no son las personas más compasivas que existen. Me temo que tendremos que abandonar nuestra expedición y reconocer nuestra derrota.

—Mi padre solía decir: «Donde ha llegado otro, puedo llegar yo». No era un mal lema para trabajar, pero me gusta pensar que los espíritus atrevidos hacen lo que no se ha hecho antes. Eso es un pionero.

—Bueno —dijo Bob, impresionado—, quizá debería estar usted a mi lado en la puerta cuando llame al próximo lugar de la lista. Adopte un aire consternado.

—No me importa desmayarme si hace falta, señor Richards.

—¡Gran idea! Venga —sin pensar, enlazó el brazo de ella con el suyo. Se preparó para que ella quisiera soltarse e incluso quizá darle una bofetada. Pero, para su sorpresa y su agrado, ella le permitió acompañarla.

Hasta el momento habían estado en casi una docena de sitios, y ya habían intentado cambiar de discurso y de estrategia varias veces. Consultaron la lista reunida por Agnes Turner en la que figuraban los nombres y direcciones de los compradores de las sustancias químicas que habían identificado.

—¡Dios mío! —exclamó Bob—. Gire hacia el este y camine despacio.

Los ojos penetrantes de Ellen miraron hacia adelante y cayeron sobre un sombrero alto de color perla y estilo parisino, que cubría un rostro cetrino y con una poblada barba. Sostenía un paraguas por el cuello e iba moviéndolo arriba y abajo mientras andaba, como si encabezase un desfile invisible de hombres detrás de él.

—El profesor Watson —dijo ella en un susurro; se dio la vuelta y siguió el ejemplo de Bob.

* * *

Los demás Tecnólogos se sintieron igual de alarmados cuando se lo contaron una hora después. Sus mentes se llenaron de posibilidades inquietantes: ¿podía haberse enterado el profesor Watson de sus actividades y haber seguido a sus enviados a la zona sur de Boston, y luego haber actuado como si tal cosa cuando Bob lo vio? ¿O quizá Chorrazo estaba involucrado con uno de los laboratorios privados, tal vez incluso —sabiéndolo o no— uno en el que trabajaba el experimentador?

—Hace que todo tenga más sentido, la verdad —dijo Bob con una avalancha de ideas sobre el asunto.

—¿Y eso? —preguntó Marcus—. Watson fue el único, en la reunión del claustro, que insistió en investigar los desastres.

—¿Y si lo hizo para poder controlar lo que se descubriera? —sugirió Bob—. ¡Esto podría ser magnífico!

Sin embargo, todas las conclusiones que propusieron en las horas siguientes quedaron desechadas cuando Bob fue a ver a Darwin Fogg ese mismo día, al terminar las clases, con aire vacilante y misterioso.

—Me pregunto, mi querido Darwin, si le sorprendería ver a un miembro del claustro del Instituto en el sur de Boston, esa zona que contiene tantos laboratorios.

—Ah —dijo Darwin con una risa que quitaba importancia a la preocupación de Bob—, se refiere al profesor Watson.

Bob no pudo ocultar su asombro, pero, antes de poder decir nada, Darwin continuó.

—O el profesor Storer —musitó—. O el profesor Eliot, o Henck…

Bob le interrumpió.

—Acaba de enumerar la mitad del profesorado, Darwin. ¿Qué quiere decir?

—Eso es porque la mitad de los profesores tienen laboratorios privados en ese barrio —dijo Darwin.

—¡No lo sabía!

—No lo proclaman, por temor a que la asociación parezca, no sé, impropia. Al rector Rogers nunca le ha gustado, pero no lo prohíbe.

Además de explicar la presencia de Watson allí, también explicaba lo que debía de estar haciendo Eliot cuando le vieron desde la azotea con el maletín químico, enviando materiales a Boston sur sin querer llamar la atención.

—Recuerde —prosiguió Darwin, que pareció interpretar la expresión de Bob como de desilusión— que el rector Rogers y el profesor Runkle tienen dificultades para pagar a sus profesores un dinero que les permita vivir. Los trabajos científicos particulares, por lo menos, les ayudan a complementar sus salarios y les permiten seguir enseñando. No piense mal de ellos.

—No lo haré, Darwin. Gracias.

De modo que tuvieron que abandonar la mayoría de sus especulaciones sobre Chorrazo Watson. Además, eso quería decir que Bob y Ellen tendrían que tomar más precauciones para no dejarse ver cuando volvieran al sur de Boston a la mañana siguiente, por si se encontraban con otros miembros del claustro. Ellen se dejó el velo bajado y Bob se puso un abrigo de cuello ancho que le hacía parecer una talla mayor, además de un bigote falso.

En las cinco empresas siguientes, se encontraron o sin respuesta o con desconfianza e irritación. Habían recorrido ya casi toda la lista de Agnes sin encontrar ninguna pista útil. Pronto sería la hora de regresar al Instituto, a tiempo para la primera clase de Bob de los sábados y la clase particular de Ellen con Henck, profesor de ingeniería civil y topográfica.

—Quizá no resulto convincente como marido infiel —dijo Bob. Cruzaron la calle en la que estaba el siguiente edificio de la lista.

Ella suspiró con comprensión.

—O yo como esposa. No me extraña. Todavía no ha aparecido el caballero capaz de persuadirme para que abandone mi vida libre e independiente por las cadenas del matrimonio. No importa. Seguro que el mundo sigue poblándose sin mi ayuda. Tal vez se transparenta mi renuencia.

Bob giró el bastón que llevaba como elemento de su nuevo disfraz.

—Yo no tengo ni idea de lo que debería ser una esposa para mí ni, para ser sincero, lo que debería ser yo para una esposa, pero sé que sus objetivos en la vida deberían coincidir con los que sean los míos, no ser una joven boba que ponga ojitos al ver una bata de laboratorio. De eso estoy seguro.

—Cuando llegué a Tech el pasado octubre, uno de los estudiantes encontró la carta que llevaba en mis pertenencias que confirmaba mi admisión, y, donde decía qué estudios iba a realizar, tachó la «L» correspondiente a la licenciatura. La dejó en mi laboratorio para que la encontrase yo más tarde, y había escrito en su lugar «UVS». ¿Qué cree usted que quería decir?

—No tengo ni la menor idea —dijo él después de pensarlo.

—Lo consulté con el rector Rogers y llegamos a la conclusión de que debía de ser «Una Vieja Solterona».

—¿No le resultó irritante?

—Tenía ya la coraza muy preparada cuando llegué, señor Richards. Las críticas acaban por agotarse. Cuanto más útil me hago, más aliados tengo. Por eso llevo siempre encima agujas, hilo, alfileres y tijeras. No desprecio las tareas femeninas, y, cada vez que coso los papeles de un profesor para que los lleve con más facilidad o vendo un dedo herido o quito el polvo de la mesa, disminuyen las posibilidades de que la gente proteste por mi presencia.

—Pues yo les habría dado una paliza por burlarse de usted.

—¿Y si alguien sugiere que me vaya de vuelta a Salem?

Bob se rió ante la frase, pero luego reconoció su autoría.

—Eso es diferente, profesora. Eso fue antes de conocerla. ¡Y dije con sinceridad lo que pensaba! Me habría vuelto loco no conocer a los que hacían esas cosas a escondidas.

—La serenidad no es algo natural. Es una virtud. Sé que el mundo se pregunta si una mujer puede obtener un título en ciencias sin perjudicar su salud. Tengo intención de demostrar que no solo es posible sino deseable, aunque me obligue a atravesar el desierto de la soltería. ¿Señor Richards?

—Sí, profesora —se oyó decir a sí mismo, divertido pero también con genuino respeto.

—¿Se acuerda de cuando el señor Hoyt empezó a experimentar con el compuesto químico para intentar obtener la fórmula capaz de causar la destrucción de State Street? ¿Recuerda el tono que adquirió el cristal en su laboratorio cuando la mezcla se escapó y lo manchó?

—Creo que sí.

—Es muy probable que el criminal al que buscamos tuviera que hacer varias pruebas para obtener el compuesto apropiado, quizá similar al nuestro.

—Supongo que eso sería lo lógico, pero qué… —hizo una pausa cuando ella le quitó el bastón y señaló con él hacia arriba. La punta indicaba un ventanuco de ventilación en el segundo piso de otro edificio de ladrillo, unas puertas más allá.

Desde donde estaban, parecía verse una mancha de una mezcla específica de marrón y rosa en el cristal.

—Llegó nuestro momento, profesora —susurró Bob—. Usted es ya de los nuestros. Póngase detrás de mí. Esté preparada para cualquier cosa.

—Lo estoy.

* * *

—¡Señor Mansfield!

Cuando se acercaba al Instituto esa mañana, Marcus se detuvo al oír un sonido inesperado: su nombre. Al ver a quien le llamaba se tocó el sombrero.

—Pero bueno, señorita Agnes, señorita Lilly. Que tengan buenos días. Señorita Lilly, me alegro de ver que se ha recuperado.

—¡Hmf! —replicó Lilly.

La agradable sorpresa de ver a Agnes quedó reducida por su acompañante, vestida con un elegante traje negro y pesado, como si fuera de camino a un entierro, y que le lanzaba una mirada inequívocamente hostil.

—No esperaba verlas aquí un sábado —dijo Marcus—. ¿No están en Temple Place esta mañana?

Agnes trató de sonreír, pero lo que hizo fue enjugarse las lágrimas que le asomaban a los ojos.

—¿Qué ocurre, señorita Agnes?

—¡He hecho una cosa terrible!… —dijo ella.

—¿Qué quiere decir?

—Le conté a papá…

—¿Qué le ha contado? —Marcus la agarró por los hombros y la sujetó con fuerza, pero ella rompió a llorar otra vez. Él empezó a sentir pánico ante sus palabras. Le aseguró que no le iba a pasar nada, pero ella no hacía más que menear la cabeza con desesperación.

—Le contó a su padre que quería estudiar ciencias en una de las academias católicas —Lilly pronunció las palabras como si estuvieran en un tribunal y él fuera el acusado—. Que después deseaba entrar en una universidad para mujeres y estudiar ciencias y quizás astronomía, como algunas jóvenes de nuestra edad han empezado a hacer en otras partes del país.

Agnes se sonrojó de vergüenza y asintió como reconocimiento de lo que había hecho.

—¿Qué pasó? ¿Qué dijo él?

—Se puso furioso con ella, como es natural —continuó Lilly—, y cree, con razón, pienso yo, que su nuevo deseo procede del hecho de trabajar para el profesor Rogers. Ha obligado a Aggie a dejar su puesto y volver a su casa con su familia. Comprenda, señor Mansfield, que las chicas de servir debemos ser máquinas con unas funciones concretas, y que cuando se altera el funcionamiento tiene que haber consecuencias.

—Señorita Agnes —empezó Marcus, apartándola todo lo posible de Lilly—. Aggie —dijo—, ¿tiene esto algo que ver con la lista que nos diste?

Ella asintió y se tranquilizó para explicárselo.

—Investigar los libros como me habías pedido, mirar todos los complicados detalles de los suministros químicos, me pareció apasionante. Me hizo desear más que nunca estudiar algo verdadero, aprender ciencia, pero las ciencias de verdad, no unos minerales para mantener ocupadas a las niñas hasta que «acaban» su educación y aprenden a llevar la casa durante el resto de sus vidas. ¡Acaban con ellas, desde luego! Estaba haciendo algo, aunque fuera pequeño, algo importante, como tú y tus amigos. Había dejado de ser una nada, una mera criada al servicio de otra persona.

Él volvió a cogerle los hombros.

—Agnes, ¿se lo contaste a tu padre?

—¿Qué?

—¿Le hablaste de mí, o del Instituto, o de lo que estamos haciendo?

—¿Qué quieres decir?

—Si hace demasiadas preguntas, si descubre que nos has dado información, podría ponernos a Rogers y a mí y, como consecuencia, a todo el Instituto en grave peligro… Por ahora debes obedecerle.

—¿Tengo que hacerlo? —su cuerpo se puso tenso y sus labios empezaron a temblar.

—Por ahora, te lo ruego, sí. Hazle caso de momento —dijo él—. No puedes entender lo que significa.

Ella se apartó de él con violencia.

—¿Eso es lo que te preocupa? ¡Yo soy a la que acusan de no ser nada femenina y nada religiosa!

—No. Me has entendido mal…

La voz de Agnes se quebró de indignación y sonó como si perteneciera a otra persona.

—No, no le entiendo, señor Mansfield. Creía que era usted distinto.

—¡Agnes!

—Quizá soy vanidosa por pensarlo, pero lo que haga con mi vida me importa tanto como lo que haga usted con la suya, señor Mansfield.

—¿Qué te dije? —Lilly no hizo ningún esfuerzo para bajar la voz mientras se llevaba a su prima, que no dejaba de temblar—. Te dije que era indigno, desde el primer momento en que le eché la vista encima…

* * *

—Ahora comprendo lo que querías decir —le estaba diciendo Frank Brewer quince minutos más tarde mientras Marcus, todavía agitado, le recibía en los escalones de entrada al Instituto—. En el taller de mecanizado, quiero decir. De que todos los ojos estaban pendientes de ti. Buenos días, viejo amigo. ¡Cuánto tiempo he esperado esto, Marcus! Y te lo debo todo a ti.

Era la Jornada de Inspección para los aspirantes a entrar en el Instituto. Era la oportunidad de que los posibles candidatos a ser admitidos en Tech hicieran una visita guiada del colegio universitario y se informaran sobre los exámenes de admisión y los cursos. Marcus había enviado una tarjeta a la pensión de Frank para recordarle que fuera, aunque, después de los acontecimientos del último mes, que habían mancillado la reputación de la ciencia y la tecnología, no estaba presente más que una parte de los aspirantes que se esperaban. Se habían previsto treinta o quizá cuarenta, pero solo habían asistido doce jóvenes.

Ahora que había llegado el día de la visita de Frank, Marcus estaba consumido por preocupaciones de todo tipo. Mientras esperaba a que Bob y Ellen volvieran de su expedición al barrio de los laboratorios, le preocupaba haberlos enredado en su propia obsesión por salvar el Instituto y haberlos puesto en peligro. Le preocupaba que el autodenominado «ángel vengador» que había ido al Instituto regresara e hiciera públicas sus actividades. En cuanto a Agnes…, estaba desolado por cómo había arruinado su conversación. Si el señor Turner hacía muchas preguntas por ahí —en especial a Lilly Maguire—, alguien podría descubrir su conexión con Marcus y quejarse al Instituto. Pero lo peor era que ahora ella le odiaba, y con motivo, después del vergonzoso comportamiento que había tenido él ante las lágrimas de ella.

—¿Cuándo lo supiste? —preguntó Frank a Marcus, con lo que le sacó del pozo de sus pensamientos.

—¿Frank?

—¿Cuándo supiste que este era el lugar apropiado para ti? —Frank había empezado a aminorar el paso a medida que recorrían el Instituto.

—Aquí hay algunos que todavía hoy dirían que no lo es, Frank.

—Por eso sabes que sí lo es —asintió Frank con energía ante su propia máxima—. Sí, eso es muy sensato, Marcus. Acabaré por demostrarles que no soy tan arrogante. Soy un tipo decente, ¿no?

Marcus rodeó los hombros de Frank con el brazo.

—Más que eso, amigo mío.

Mientras Marcus enseñaba a Frank los distintos laboratorios, por el rabillo del ojo advirtió otro motivo de preocupación: Hammie, que salía del estudio del profesor Runkle. Ahora que Runkle hacía de rector en funciones durante la ausencia de Rogers, cualquier estudiante al que se viera yendo o viniendo de su despacho era objeto de especulación inmediata. Hammie no parecía alterado, fuera lo que fuera de lo que hubieran hablado, y se fue en la dirección opuesta, sin ver a Marcus ni a Frank.

—Ahí van tres palabras que me harían mantenerme alejado de este lugar —dijo Frank poniendo los ojos en blanco e indicando con un gesto exagerado a Hammie—: Chauncy Hammond, hijo.

—Se va a graduar pronto, en cualquier caso —le recordó Marcus.

—Pero siempre habrá un Fulano de Tal, hijo, con esos mismos aires. Esos aires que gritan: «Yo estoy en mi sitio, y tú, no».

Mientras hablaba, Frank irguió su postura y levantó su estrecha barbilla. Marcus no tuvo más remedio que reconocer los síntomas: intentar remendar unos pantalones raídos para acercarlos a la última moda, una estudiada despreocupación que pretendía ser refinada y culta, un cambio en la postura física. Sentirse resentido contra los aires «universitarios» al mismo tiempo que intentaba adoptarlos. Marcus había vivido todo eso en primer curso, y la presencia de Frank era un incómodo recordatorio y un reto al sitio en el que se encontraba ahora. ¿Había logrado lo que se había propuesto hacer? ¿Se había convertido en un auténtico universitario, incluso después de cuatro años, y, en tal caso, estaba mejor o peor por ello?

—He descubierto que Hammie es más profundo de lo que parece.

—No te dejes engañar, Marcus. Está hecho de otro patrón, y no uno envidiable.

Cuanto más pensaba Marcus en Hammie en el estudio de Runkle, más le helaba la sangre. ¿Había observado Hammie más de lo que pensaban sobre el verdadero propósito de los Tecnólogos? ¿Qué le podía haber dicho a Runkle detrás de esa puerta cerrada? Quizá Runkle solo había informado a Hammie de que había obtenido el puesto de Alumno del Año por delante de Edwin. Cualquiera que hubiera sido la conversación, Marcus no tendría más remedio que preguntarle a Hammie después. Sería una verdadera prueba, ver si Hammie intentaba negar haber visto al profesor.

Al entrar Marcus y Frank en la sala de estudio del Instituto, les mandaron callar unos estudiantes sentados a una mesa que había en la esquina antes de que hubieran dicho ni una palabra.

—¿Quiénes son esos mequetrefes? —susurró Frank.

—Alumnos de arquitectura de Tech. Son los tiranos aquí. La Tierra debe cesar de girar sobre su eje cuando repasan sus dibujos. Ya descubrirás, Frank, que los estudiantes de arquitectura y los de ingeniería no viven en armonía. En la mayoría de las universidades, la rivalidad es entre los de primer curso y los de segundo. Pero aquí, en Tech, es el futuro arquitecto al que, en ocasiones, un aspirante a ingeniero entrega a su clase metido en un saco de patatas.

Marcus vigilaba con atención todos los relojes por los que pasaban durante su visita, consciente de que Bob y Ellen deberían haber vuelto ya. ¿Qué podía haberlos retrasado? ¿Habían encontrado algo? Confiaba en que no los hubiera descubierto alguien.

En ese momento, Hammie pasó a su lado para entrar en la sala de estudio, medio cantando y medio tarareando un trozo de una ópera que iba dirigiendo con gran delicadeza, ayudado de un lápiz como batuta. Se sentó a una mesa de alumnos de segundo y tercero, en su mayoría ingenieros de minas y unos cuantos químicos.

—¿Han empezado sin mí, señores? —preguntó, mientras se hacía un hueco—. Bueno, veo que es mi turno.

—Tú siempre ganas, Hammie —se lamentó un jugador de uno de los cursos inferiores.

—Hola. ¿Este es uno de los candidatos a entrar? —Albert Hall se acercó a los dos con un susurro muy formal—. Albert Hall. Encantado de conocerle.

—Hall, este es mi amigo Frank Brewer —dijo Marcus.

—¡Un placer! —respondió Frank.

—Señor Brewer, una de mis obligaciones como estudiante becado, y una obligación no del todo desagradable, es dar la bienvenida a todos los posibles alumnos al Instituto —recitó Albert mientras le daba la mano con rigidez formal y le dedicaba una mirada demasiado rígida y directa—. No tenga en cuenta a los arquitectos. Me suena su cara. Ya sé, de nuestra visita a la fábrica de locomotoras.

—Frank y yo trabajábamos juntos antes de que viniera yo aquí —dijo Marcus.

Albert interrumpió el apretón de manos y recuperó la suya.

—Lamento oírlo.

—¿Perdón, señor Hall? —preguntó Frank con el ceño fruncido.

—Lo que quiero decir —comenzó de nuevo Albert, mientras se humedecía los labios— es que algunos de los profesores han instado a nuestro querido profesor Runkle a rechazar a todos los estudiantes becados en el futuro. Quizá Mansfield se lo ha dicho ya. Desean más el dinero de las matrículas que a jóvenes dispuestos como Mansfield y yo.

—Rogers no lo consentirá —se apresuró a decir Marcus.

—Cuando estás enfermo, cuando estás asediado… —Albert cerró los ojos como si rezara y dejó inacabada su frase—. Bueno, cuando recupere la salud, ya veremos. Discúlpenme, caballeros. Le ruego que disfrute del día, señor Brewer, y búsqueme si puedo serle de más ayuda. Intente no llegar con retraso a la visita guiada.

—No me lo habías dicho —increpó Frank a Marcus.

—Frank, no es más que una facción. En serio.

Marcus y Frank permanecieron donde estaban, de pie, en silencio, delante de la mesa de Hammie. Estaban jugando a una variante modificada de los dados. Si los veían con unos dados corrían peligro de sufrir una reprimenda, así que lo que hacían era un cálculo mental de las probabilidades de que hubiera un resultado u otro en un hipotético tiro de dados.

Hammie celebró un aumento invisible de su puntuación y entonces vio a Marcus.

—Estás ahí, Mansfield —llamó, ignorando a los alumnos de arquitectura que volvían a pedir silencio, y en ese momento vio a Frank—. Yo conozco a este tipo.

—Soy Frank Brewer, uno de los maquinistas en la fábrica de su padre —ninguno de los dos tendió la mano al otro, y, aunque los tres preferían ignorarlo, era palpable que se trataba de un encuentro incómodo.

—Ya sabía. Que le había visto —Hammie miró hacia el otro lado de la sala.

—Le has visto conmigo —dijo Marcus, para mantener la conversación.

—Ah, sí, sí, seguro que sí —dijo Hammie en tono un poco más amistoso—. ¿Sabes que acabo de hablar hace un rato en privado con el tío Johnny?

Ese era el mote que Hammie daba al profesor Runkle.

—Ah, ¿y? —replicó Marcus en el tono más despreocupado posible. Desde luego, no le iba a atrapar en una mentira.

—No porque yo haya querido, créeme. Qué aburrido es el tío Johnny. Ojalá volviera el rector Rogers. Es el único que tiene carácter y chispa en este lugar.

—¿De qué quería hablar contigo? —insistió Marcus.

—Al parecer, oyó por la ventana algo de nuestra conversación con ese lunático; ya sabes, el hombre salvaje de la cara llena de cicatrices, el que parecía una especie de profeta malvado.

Marcus se alegró de que, como estaban en la sala de estudio, Hammie tuviera que susurrar y los demás jugadores de su mesa estuvieran demasiado absortos en sus cálculos para prestar atención.

—Hammie, ¿qué dijo exactamente Runkle?

—Oyó al lunático acusarnos de examinar en secreto las catástrofes ocurridas en la ciudad. ¿Sabes qué día te digo? ¿Ahí fuera, en los terrenos del Instituto? Prepárate, Mansfield. El tío Johnny quería saber si había algo de cierto en el asunto.

Marcus esperó.

—Por cierto, ¿qué crees que harían esos malditos chicos de arquitectura si, la próxima vez, se cayeran las patas de la mesa nada más sentarse? —especuló Hammie cuando los futuros arquitectos volvieron a hacerles callar—. Creo que el cerebro se me está reblandeciendo con tanto ignorante por aquí.

Marcus y Frank parecían conmocionados y preocupados allí, de pie en las sombras, las oscuras sombras arrojadas por la afirmación hecha hacía un rato por Albert de que Frank tenía menos posibilidades de poder asistir a Tech, y ahora la involuntaria revelación de Hammie sobre Runkle; ambos estaban aterrados y ensimismados.

—Hammie —preguntó por fin Marcus—, ¿qué le dijiste a Ru…, el tío Johnny?

—Fui sincero. ¡Le dije que eran todo tonterías! —continuó Hammie, con una especie de graznido—. Como todo lo demás por aquí. Más… chismes.