XXVIII
Vapor en reposo

Mientras caminaba de la mano de sus amigas bajo un paraguas compartido, Agnes Turner mantenía la vista fija en los senderos de la pradera de Boston Common, pese a que sabía que él estaría todavía ocupado en el Instituto. Aunque la había cogido de la mano una sola vez, en la biblioteca de Temple Place durante aquella terrible crisis, y del brazo en el puerto, en su cabeza se permitía pensar que la había abrazado y besado una y otra vez. Y ella miraba sus ojos verdes, juntos y penetrantes. Durante esos vuelos de la imaginación, no solo compartía ese contacto sentimental con el señor Mansfield —con Marcus—, sino que se volvía valiente e independiente, dueña de su propia voluntad y de las de otros, un modelo de serenidad y competencia, como él.

No había dicho nada a ninguna otra de las criadas, ni siquiera a su prima Lilly, aunque había tenido que echar mano de todo su sentido de la disciplina y toda su fortaleza para no hacerlo cuando compartían las comidas en la cocina de la planta inferior de casa de Rogers, mientras las jóvenes charlaban sin parar. ¡Cómo habría paralizado la conversación! Pero habría sido muy arriesgado. Lilly contaba muchos chismes a cualquiera dispuesto a escucharla, y, además, Agnes no podía evitar preguntarse si a Lilly le gustaría quedarse al señor Mansfield para ella… Pero si Agnes se quitaba de la cabeza a todos los chicos a los que Lilly había echado su ojo castaño y coqueto… En fin, qué poco caritativo pensar eso de ella, que no era mala chica, aunque estuviera dominada por la pasión de la envidia.

Agnes sí había contado sus sentimientos más íntimos a una persona: Josephine, su hermana pequeña, que no tenía más que diez años y no podía entender los asuntos de una chica de diecisiete. Tenía que decírselo a alguien, y Josephine era alguien seguro, y además le había hecho jurar que iba a guardar el secreto.

—Si alguna vez se lo susurras a otra persona, nunca volveré a dirigirte la palabra, querida Josie.

—¡Nunca, Aggie querida! Le quieres, ¿verdad, Aggie? —preguntó Josephine.

—¡Vaya pregunta para que la haga una niña pequeña! Apenas conozco a ese hombre. Lees demasiadas novelas —respondió Agnes, pensando que sonaba como si fuera una de las monjas de su iglesia, o Lilly. Pero luego siguió—: Creo que podría quererle algún día.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque, Josie, no siento como si lo hubiera conocido por casualidad, sino como si lo conociera por inspiración, como una canción al piano que has aprendido pero recuerdas sin ningún esfuerzo la siguiente vez que te sientas a tocarla. No tiene a nadie para librar esta batalla, nadie como papá, en quien confiar. Pero confió en mí.

¿Peco de orgullo si me considero especial, por encima de otros? Esa era una de las preguntas que ordenaba el cura a las chicas que se hicieran en la instrucción religiosa que les daba después de misa los domingos, y ahora Agnes se la hizo en relación con su nuevo amigo. Sentía —no podía remediar sentir— que merecía la atención de Marcus Mansfield más que Lilly o la bella rival en la ópera. ¿Eso la hacía orgullosa? No era como las demás chicas, que se iluminaban en cuanto veían a cualquier hombre, incluso un sacerdote nuevo en la parroquia. Las institutrices y las niñeras tenían más experiencia romántica que las doncellas y las criadas de la cocina, aunque tampoco demasiada, en general. Desde la primera vez que había hablado con ella, incluso en una breve conversación, Marcus había mostrado un sincero interés por lo que pensaba y lo que le preocupaba, no solo por la forma de sus labios o cómo iba peinada, y, aunque solo fuera por eso, estaba casi dispuesta a entregarle su corazón.

—¿Qué piensas de ello, Aggie? —le estaba preguntando Lilly.

—¿Perdón? —respondió Agnes.

—¿No estabas escuchando a Mary? Pero bueno, tienes las mejillas ruborizadas. ¿Dónde tienes la cabeza? —preguntó Lilly con suspicacia mientras seguían andando juntas por el Common—. ¿Qué te parece comprar algún dulce a la señora de las manzanas junto al viejo árbol antes de volver a la hora fijada?

Agnes no tenía ninguna opinión sobre el asunto, pero aprobó la idea, lo cual hizo que Lilly y Mary partieran a realizar su misión.

Agnes se quedó atrás y vio cómo flotaba sobre su cabeza un papel, que hizo un elegante remolino, se dio la vuelta y aterrizó a sus pies. No era un pedazo de papel sin más, sino un dardo de papel hecho de forma muy minuciosa. El corazón le latió más deprisa y, después de esperar a que sus amigas estuvieran absortas en escoger sus caramelos, lo desplegó. No había palabras, solo un simple dibujo de un ciervo. Miró alrededor pero no vio a nadie conocido, y se metió el papel en el bolsillo.

—Aggie, ven aquí. ¿Qué caramelo quieres?

Ella respondió alzando la voz. Tras confirmar que sus amigas seguían ocupadas, Agnes empezó a andar despacio hacia atrás. Sintió unas gotas de lluvia más fuerte sobre el gorro. Por fin, echó a correr, una decisión atrevida aunque solo fuera por la enorme longitud de su falda, y comprobó con satisfacción que ya no estaba bajo la mirada de ninguna de sus acompañantes.

Después de girar hacia el lado del Common que daba a Tremont Street, pasó junto al viejo cementerio y entró en la reserva de ciervos, donde dos de los más osados se acercaron a la puerta a tocarla con el hocico. Se arrodilló a acariciar sus orejas y sus sólidos cuellos y les dijo lo preciosos que eran. Entonces, la lluvia paró justo sobre Agnes y los dos ciervos, y la rodeó una sombra. Se puso de pie y se encontró a unos centímetros de Marcus Mansfield; su olor fue lo primero que la avisó. Era como el aceite y el humo de una máquina, limpio y sencillo.

—¿Cómo sabía dónde iba a estar? —le preguntó ella.

—Dijo que solo trabajaba hasta las tres mientras la familia Rogers estuviera en Filadelfia. La he observado hasta que salió por la puerta de atrás, pero necesitaba hablar con usted a solas. ¿Las otras jóvenes han visto dónde iba usted? —preguntó él.

—No, creo que no —Agnes estaba sin aliento, no de correr, se dio cuenta, sino de verle a él—. No, seguro que no. He descubierto que puedo correr mejor de lo que pensaba con este uniforme, si tengo un motivo.

—Bien, pues vamos a correr los dos —dijo él, que le cogió la mano.

—¡Señor Mansfield! ¿Qué hace?

Marcus sujetaba el paraguas sobre los dos. Después de pasar a los Jardines Públicos, bajaron el ritmo a un paso ligero y cruzaron a Boylston Street, una de las avenidas que recorrían la agreste pero extrañamente bella zona de Back Bay.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Agnes, mientras se detenía de golpe en las escaleras frontales del Instituto.

—Dijo usted que siempre había querido ver el interior —subió las escaleras hasta arriba.

—¡No puedo entrar!

—¿Por qué?

—¡Porque no estoy autorizada! ¡Para empezar, no soy alumna aquí!

—Pero yo sí —dijo Marcus, volviendo a bajar y cogiéndole las dos manos en las suyas mientras tiraba de ella hacia arriba—. Confíe en mí. ¿Puede?

—Sí —dijo en voz baja, mientras arreglaba su postura—. Pero me pregunto si debería, después de verle en la ópera.

—Tuve que acompañar a un amigo —dijo Marcus con timidez—. Quiero decir, a Hammie —añadió.

—¿Y la guapa señorita? Desde luego, haría perder la cabeza a cualquier universitario.

—Mi cabeza ya estaba perdida, señorita Agnes. En cuanto la vi a usted allí.

Ella emitió un sonido de escepticismo como respuesta, pero dejó que la llevara hasta arriba.

—Me pregunto si eso no es una imprudencia —gorjeó una voz femenina, mientras se aproximaba una figura protegida por un paraguas negro a la fachada del Instituto.

—¡Lilly! ¿Qué haces aquí? —preguntó Agnes, incapaz de ocultar su alarma.

—Señorita Maguire —dijo Marcus, tocándose el ala del sombrero.

Lilly pasó por delante de las escaleras y volvió, mientras estudiaba el sitio como si hiciera una prospección y saboreaba el momento.

—Señor Mansfield, entienda que las doncellas de los hogares respetables de Boston no deben ser vistas con ningún hombre sin una acompañante. Si la familia Rogers se entera, estoy segura de que habría consecuencias. Aggie, cuando me he dado cuenta de que no estabas detrás de nosotras, te he localizado a lo lejos. Así que te he seguido. Espero que reconozcas el esfuerzo que he hecho por ti, prima.

—Por supuesto, Lilly, gracias —dijo Agnes, pese a un deseo casi incontrolable de arrojarla al barro. Aun así, Lilly tenía razón, desde luego; Agnes no debería estar allí, sobre todo no a solas con un hombre.

—Bueno, ya que estamos todos aquí, ¿vamos a visitar el interior? Qué novedad —dijo Lilly—. Indíquenos, señor Mansfield, así podré llevar a la señorita Turner de vuelta a Temple Place antes de que informen de nuestra ausencia.

Marcus miró a Agnes para pedirle ayuda, pero ¿qué podía decir ella? Se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—Señoras, por favor —dijo Marcus en tono alegre y ocultando cualquier irritación que pudiera provocarle la compañía indeseada. Entraron delante de él por la puerta delantera. Al atravesar el vestíbulo y el pasillo inferior hasta la escalera, Agnes se sintió aliviada y sorprendida de encontrar el edificio, a primera vista, vacío.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó.

—Todo el Instituto tenía una excursión a los astilleros de la Armada.

—¿Incluso la señorita Swallow?

—No querría yo ser el hombre que le diga a la señorita Swallow que no puede ir a una excursión. Está con ellos. El edificio es nuestro durante las dos próximas horas, salvo tal vez por el señor Fogg, el conserje, pero él y yo nos llevamos bien.

—Sin duda le echarán de menos en la excursión y le caerá una reprimenda, ¿no?

—Mi amigo Bob tiene un plan para asegurarse de que no noten mi ausencia. ¿Les cansan las escaleras, señoritas?

—En absoluto, señor —insistió Lilly, al tiempo que aceleraba el paso.

Al llegar a la primera planta, las llevó por uno de los laboratorios de química. Agnes se sentía más cómoda por momentos, pero el rostro de Lilly se fue tensando, como si estuviera rodeada de monstruos. Marcus advirtió a las dos de que no tocaran nada, aunque Lilly parecía empeñada en coger cada bote y cada decantador de cristal para examinar las mezclas, que luego calificaba de extrañas o desagradables, según los casos. Parecía una niña pequeña, más que una carabina. Fue subiendo la voz en sus valoraciones a medida que Marcus y Agnes se embebían cada vez más en su conversación.

Cuando Marcus estaba enseñando a Agnes cómo podían mostrarse las propiedades del carbono en el gas para iluminación gracias a una vela situada dentro de un cilindro de cristal equipado con una pequeña chimenea, su voz tranquila se vio interrumpida por un grito desgarrador.

—¿Qué pasa, Lilly? —preguntó Agnes.

Lilly estaba observando su reflejo en un contenedor de cristal, lo dejó caer y el contenedor se hizo añicos.

—Oh, Aggie, soy… soy… ¡soy una negra! —dijo, mientras rompía a llorar y se arrojaba en brazos de Agnes.

Cuando Agnes la convenció de que apartara las manos, vio el rostro de Lilly, que se había vuelto totalmente negro.

—Lilly, ¿qué ha ocurrido?

—¡No sé! ¡Lo ha hecho él, para deshacerse de mí y quedarse a solas contigo con fines deshonestos! —gritó.

Marcus recorrió el estante detrás de Lilly y, después de examinarlo, cogió un decantador de cristal que tenía la tapa suelta.

—Señorita Maguire —dijo—, ¿usa usted polvo de perla en sus cosméticos?

Lilly asintió entre lágrimas.

—El polvo de perla —continuó— contiene bismuto, y el hidrógeno sulfurado vuelve negro el óxido de bismuto. ¿Ha acercado este decantador a su rostro?

—Quería ver a qué olía —dijo Lilly—. Óxido de bismuto… ¡Es usted algún tipo de brujo, Mansfield, y ahora me he quedado horriblemente desfigurada! ¡Vuélvame otra vez blanca en este instante! ¡Consígame una toalla y agua!

—Me temo que eso no servirá de nada. Lo único que cura los efectos es el tiempo, señorita Maguire. Mañana por la mañana…

—¡Mañana! ¿Voy a pasar toda la noche de negra?

—¡Oh, Lilly, no te va a pasar nada, te lo prometo! —dijo Agnes, aunque, en el fondo, no podía evitar sentir cierto placer al ver cómo había recibido su merecido.

Marcus tiró de una cuerda para llamar a Darwin Fogg, que prometió llevarse a la abatida joven a casa en el coche del Instituto. Libres de la intrusa, Agnes miró a Marcus y ambos estallaron en carcajadas culpables.

Marcus llevó a Agnes a una sala con grandes ventanas en forma de arco en cada pared y una maravillosa variedad de extraños artilugios en mesas y estrados. Explicó que, cuando estuviera terminado, sería el primer laboratorio de física de todo el país y llevaría las ciencias experimentales a nuevas alturas.

—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando una máquina con dos grandes placas de cristal de las que salían unas varas de latón horizontales, todo ello sobre una base de madera.

—Es una máquina eléctrica —dijo Marcus—. Muy buena, creemos. Cuando se acciona la manivela, las placas frotan las piezas de caucho y generan electricidad, y las extensiones de latón se convierten en unos conductores excelentes. Ah, y mire esto.

La llevó hasta la máquina fonoautógrafa que habían montado Edwin y él y empezó a dar vueltas a la manivela con visible orgullo.

—Fíjese, la trompa en este lado es un dispositivo que capta sonidos, luego hay una especie de aguja que graba una huella visual de todas las vibraciones en esta membrana de debajo: puede ser una voz que habla, o alguien que canta, o el ruido de las botas de los alumnos de primero cuando tratan de salir de un aula al mismo tiempo que intentan entrar los de segundo. Incluso el aire.

—¡El aire! Qué idea tan fantástica. Capturar el aire.

—Es un sueño —dijo Marcus—, el sueño de que esta máquina pueda un día sustituir todas las variedades de estenografía y permitirnos una especie de fotografía del sonido para reproducir los tonos particulares de cada persona.

—¡Imagínese poder grabar, por ejemplo, la voz de Jenny Lind para la generación de nuestros hijos!

En el rostro de él empezó a asomar una sonrisa. Las palabras nuestros hijos, con su involuntaria connotación, quedaron en suspenso. Ella se mordió el labio y dudó si disculparse, pero él se mostró galante y pasó a otra cosa sin darle más importancia.

—¿Sabe, señor Mansfield? Oí hablar de usted incluso antes de conocerlo.

—¿Ah, sí?

—Sí. Poco después de empezar en mi puesto, oí hablar al profesor de usted con una visita que venía de Nueva York y que le estaba preguntando por los estudiantes del Instituto. Dijo: «Marcus Mansfield es Tech». Que usted era alguien de quien nunca se habría esperado que llegara tan lejos, que le fuera tan bien, y, sin embargo, lo había hecho.

—Solo espero que sea verdad. Gracias por contármelo. Tome —dijo Marcus. Le dio una lámina de papel finísimo, como una membrana, de color negro con unas líneas blancas que lo recorrían en curvas.

—¿Qué es?

—Es nuestra conversación de hace un momento; hay cientos o incluso miles de vibraciones peculiares de cada clase de sonido. Como usted decía que le gustaría ver más cosas científicas, he pensado que podíamos hacer una demostración en la máquina de placas eléctricas.

—¡Sí, por favor!

Marcus le enseñó dos figurillas que había llevado, esculpidas por Frank cuando estaban los dos en prisión, de dos jóvenes, un hombre y una mujer. Las colocó sobre una placa metálica, con otra placa suspendida por encima, colgada del conductor principal de la máquina eléctrica. Cuando giró la manivela, las dos figuras subieron, atraídas por la placa superior, luego se acercaron una a otra, luego volvieron a bajar y volvieron a subir, todo ello sin dejar de moverse en círculos como si bailaran.

—¿Cómo…? ¡La electricidad las atrae!

—En realidad, se vuelven conductores —la corrigió—. Entonces, cuando la electricidad se escapa o se libera, vuelven a sus sitios, pero la corriente eléctrica vuelve a atraerlas. Ahora vea esto… —dijo, mientras ajustaba algo en la máquina. Esta vez, cuando giró la manivela, los bailarines se movieron en la dirección opuesta.

—Ha invertido su danza.

—Exacto. He invertido la corriente eléctrica. Es el mismo principio que el telégrafo; el operador controla la corriente dependiendo de la dirección en la que debe viajar la carga. En nuestra demostración, hace que nuestro caballero y nuestra dama en miniatura den vueltas hacia el otro lado.

—¡Ha inventado un baile encantador!

—¡Mucho mejor de lo que puedo hacer con mis propios pies, se lo aseguro, señorita Agnes! Ojalá tuviéramos música para los pequeños bailarines.

—No, no la necesitamos, ¡esto es maravilloso! ¿Puede enseñarme algo más de la máquina?

—¿Le importa cerrar las cortinas?

Agnes dudó, pero luego, consciente de la aventura que estaban viviendo y del delicioso hecho de que estas no eran circunstancias normales, hizo lo que normalmente habría estado prohibido. Cuando oscureció la sala, él modificó la posición de las figuras, y esta vez le dijo a ella que diera la vuelta a la manivela de la máquina eléctrica. Al hacerlo sintió el poder de todas las ciencias en sus dedos, y los bailarines reanudaron su danza, pero en esta ocasión a oscuras y con chispas luminosas que pasaban entre ellos.

Después de contemplar el espectáculo, Marcus la acompañó fuera y caminaron de la mano por las polvorientas llanuras que, se decía, un día estarían ocupadas por los mejores museos, hoteles y viviendas de Boston. La llevó hasta los vagones de carga, o «coches de tierra», como los llamaban en Back Bay, que transportaban grava día y noche, y contemplaron las mismas palas gigantes a vapor que tanto la habían fascinado de niña, aunque en aquel momento estaban en reposo, como caballos bebiendo agua. Los obreros tendrían que esperar a que dejase de llover.

—No le diga a su padre que ha estado aquí —dijo Marcus en tono jocoso.

—¡No! —respondió Agnes con más seriedad de la que pretendía.

—No me gustaría que se enfadase con usted. He preparado un coche para que la lleve lo más cerca posible de Temple Place y así no pierda tiempo ni se den cuenta las demás criadas. Agnes, debo pedirle una cosa.

—Sí —dijo Agnes, con el corazón excitado.

—Necesito su ayuda otra vez con una cosa importante.

Ella se dio cuenta de que quería hablar de un asunto profesional y, pese a un temblor de desilusión, se repuso.

—Siga, señor Mansfield.

Marcus explicó que quería ver una lista de las personas y las empresas que, en los últimos meses, habían comprado una combinación específica de sustancias químicas de las que sobraban en el Instituto, y que los libros estaban guardados en Temple Place.

—Nunca se lo pediría si no fuera una cosa seria. Esto puede ayudarnos a continuar el trabajo de Rogers hasta completarlo.

—Entonces no está sentado sin hacer nada. ¡Está actuando! —se maravilló ella—. Sé dónde están los libros, pero necesitaré su ayuda para intentar identificar las anotaciones en ellos.

—Le daré toda la información que necesite.

—¿Han averiguado cómo ocurrieron esos desastres?

—Creo que estamos acercándonos. En cuanto a la razón por la que alguien puede cometer horrores semejantes, bueno, eso quizá haya que buscarlo en la religión. Las luces y sombras del alma.

—Bueno, yo me confieso desde que tenía ocho años, así que sé algo de eso. Es tremendo saber cuántas maldades ha cometido ya una cuando todavía no ha vivido ni diez años. En cualquier caso, papá no deja que mis hermanas se enteren de lo que ha ocurrido y ha confiscado todos los periódicos. Por supuesto, en Temple Place todas las doncellas hablan de ello.

—Comprendo que su padre no quiera que sea tema de conversación. Es obra del diablo. Creo que ha parado —añadió, mientras sacaba la mano de debajo del paraguas.

—Debería tener usted mucho cuidado cuando atribuye al hombre las obras del diablo.

—¿Por qué?

—La gente dice eso mismo de Tech, ¿no?

—Nuestros laboratorios son nuestras capillas —respondió él.

—¿De verdad?

—No se trata de no tener sentimiento religioso. Mi amigo Edwin lleva siempre consigo la Biblia y la lee cuando no estamos en clase.

—¡Cómo debe de ser ir a la universidad!

—Hay varias universidades para mujeres.

—Tengo una edad en la que puedo intentar ser niñera durante un año o dos, si me aceptan. Después, tendré que casarme con un buen caballero católico si no me hago religiosa.

—¿Religiosa?

—Quiere decir ordenarme, ir al convento y hacerme monja.

—Es demasiado guapa para eso —dijo Marcus, muy serio.

—Hay muchas mujeres guapas que son monjas, solo que se cortan el cabello y lo ocultan bajo solideos y velos, así que no se les nota.

—Parece una lástima tener tan pocas alternativas.

Ella se encogió de hombros con timidez.

—Sé que parece un disparate que una criada haga preguntas sobre temas tan serios.

—¿Su prima le ha dicho que lo es?

—Eso es una impertinencia, señor Mansfield —replicó Agnes, meneando la cabeza—. Pero la respuesta es que sí, me lo ha dicho. Supongo que usted no se dejará influir por lo que hacen y dicen sus amigos.

—Demasiadas veces —dijo Marcus en voz baja—, estoy seguro.

—Lilly también dice que es imposible que un hombre y una mujer puedan ser amigos.

Marcus se rió.

—¿La señorita Maguire es una joven tan bien preparada que lo sabe todo de los hombres?

—Un hombre que no busca algo romántico no quiere tener nada que ver con una mujer, dice.

—Ya veo. ¿Dice algo de mí?

—Desde luego. Dice que usted no es católico y, por tanto, nunca cortejaría ni se casaría con una muchacha como yo por miedo a que sus amigos y familiares le rechacen.

En la distancia sonaron unas campanas.

—Señorita Agnes —le apartó el pelo de la frente—. Diga a la señorita Maguire que yo no tengo miedo.