La lista se titulaba PROBLEMAS IRRESOLUBLES - W. EDWIN HOYT. Bob la había puesto en la pared del laboratorio, junto al tablón del lenguaje vulgar de Ellen, y se había reservado el número ocho para sí mismo. Edwin había escogido el número cinco; Ellen, los números seis y, por supuesto, once. Mientras la lluvia seguía cayendo, golpeando con un sonido apagado las ventanas de arriba, Marcus leyó cada punto de la lista. Hubo un destello de luz y se oyó el retumbar de un trueno. Le gustaba el número diez y escribió sus iniciales al lado, mientras esperaban a que volviera Bob para su reunión.
Quizá Hammie se sentía avergonzado de haber perdido la compostura en su encuentro con el encapuchado esa mañana, o sencillamente había vuelto a aburrirse, pero por la tarde no había regresado, lo cual permitía hablar a gusto a los demás. Marcus había eludido sus preguntas y había insistido en que no había visto nunca al desconocido, y, para distraerle, había resaltado detalles superficiales del proyecto de mejora del plan de estudios en el que estaban trabajando.
—Inventores, descubridores, reparadores, perfeccionadores, hermanos caballeros del Tubo de Ensayo hemos logrado cosas no despreciables en nuestro encargo de proteger al pueblo de Boston, gracias a todos vosotros —dijo Bob a su vuelta, con voz falsamente solemne—. Repasemos: hemos encontrado una solución química lo más parecida posible a la utilizada en el barrio financiero y prueba tangible de cómo se perpetró el ataque en el puerto. Es posible que al señor Mansfield le hayan crecido agallas, con todo el tiempo que estuvo sumergido entre tiburones y sirenas.
Edwin se rió. Ellen no, puesto que no solía, y Marcus tampoco.
—¿Qué ocurre, Mansfield? Estás pensativo —dijo Bob mientras sacudía el agua de lluvia de su sombrero.
—Solo pienso en cuál va a ser nuestro próximo paso —dijo Marcus—. Los sucesos del puerto y el distrito financiero se produjeron con menos de una semana de diferencia. Si el experimentador está planeando algo más (y debemos suponer que sí), ya debería haber ocurrido —estaba a punto de hablarles del desconocido que le había abordado, pero se detuvo.
—La ciencia no siempre se puede hacer deprisa, como le gustaba decirme a Agassiz en mi frustrada trayectoria de alumno de primero en Harvard —dijo Edwin.
Ellen intervino.
—Bueno, creo que de verdad estamos acercándonos poco a poco a nuestro objetivo, señores, que es lo único que podemos hacer en la práctica, pero todavía tenemos una montaña importante que subir y un camino en zig zag.
—¿Ah, sí? —dijo Bob.
—Lo que ahora tenemos en nuestra posesión no le parecería al público más que una teoría, como la hipótesis de la existencia de átomos —declaró Ellen—. A simple vista, indemostrable, como la lista del señor Hoyt. La ciudad está muy asustada, no solo por lo que ha sucedido, sino por lo que podría suceder a continuación, como dice el señor Mansfield. Para que nos escuchen, necesitamos demostrar que nuestras pruebas conducen a una solución y pueden mejorar la situación de Boston.
Bob iba a hacer alguna objeción cuando Edwin preguntó:
—¿Cómo lo hacemos, señorita Swallow?
—Dando el siguiente paso, señor Hoyt —respondió Ellen—. El compuesto de bario usado en las ventanas sería difícil de obtener. Eso es lo que me preocupa. Tuvo que desarrollarlo el propio experimentador en privado en alguna parte, con el material necesario.
Marcus asintió con entusiasmo.
—Sí, yo estaba pensando algo semejante. Dentro de las tareas que hago para el Instituto (quiero decir, para compensar lo que costaría mi matrícula), suelo hacer recados diversos. De vez en cuando, el Instituto compra equipamiento difícil de encontrar en establecimientos químicos comerciales, o les vende el material que ya no se necesita aquí. La mayoría de los laboratorios privados están en una zona determinada, próxima a muchas de las fábricas y fundiciones. Aunque está en la ciudad, es como una isla… Aquí —Marcus fue al plano de Boston y señaló la parte sur, cerca de la bahía de Dorchester.
—Conozco bien esa zona —dijo Ellen—. Mi pensión no está lejos de allí. Cuando pedí trabajo en empresas químicas, las direcciones a las que escribí estaban todas por esa parte.
—¿Usted pidió trabajo en empresas químicas? —preguntó Bob.
Ellen asintió con aire cansado y contestó.
—Después de graduarme en química en Vassar, empecé a llamar a puertas, pero nunca se abrieron. Estaba decidida a encontrar una oportunidad adecuada en ese ámbito. Pero no encontré nada hasta que el rector Rogers respondió a mi carta y me invitó a venir aquí sin cobrarme, porque soy una chica pobre de campo. Muchas empresas químicas privadas de esa zona me dijeron que no tenían sus oficinas en un saloncito y que el laboratorio no era lugar para finos vestidos de seda, y otros dijeron que, aunque simpatizaban con el deseo de educar a las mujeres, no iban a ser quienes lo facilitasen.
—Marcus, ¿qué tenías pensado? —preguntó Edwin.
—Si uno de nosotros acude a uno de esos laboratorios como si buscara trabajo, quizá podríamos entablar conversación suficiente como para recoger informaciones sobre posibles experimentos que utilicen los compuestos de los que hablamos. Es un sitio muy concreto en el plano de Boston, y sospecho que los científicos deben de seguirse muy de cerca unos a otros.
—¿Con tantos laboratorios privados? —preguntó Edwin—. Es un poco arriesgado.
—¿Tienes una idea mejor, Eddy? —preguntó Bob.
—Supongo que no.
—Algunos de los laboratorios incluso están en las viviendas privadas de quienes los dirigen, sin que haya ningún cartel —señaló Ellen.
—Podríamos tardar meses y no encontrar nada —insistió Edwin.
Bob asintió.
—Tenéis razón los dos. Sería casi imposible saber por dónde empezar. Pero tengo otra idea. Si podemos conseguir una lista de los que más materiales y sustancias químicas compran al Instituto, y podemos descubrir a cualquiera que haya comprado elementos para fabricar el compuesto de fluoruro de bario que vosotros dos reprodujisteis, eso podría orientarnos. Por supuesto, solo funcionaría si el experimentador hubiera comprado sustancias de los excedentes del Instituto.
—¿Cómo vamos a obtener esa lista? —preguntó Ellen.
—Esos libros están en casa del rector Rogers en Temple Place, para mantener su confidencialidad —dijo Marcus.
—Sé quién estaría encantada de ayudarnos —dijo Bob—. O, mejor dicho, de ayudar a Mansfield.
Marcus escuchó con atención y casi dio un salto.
—¡Bob! No quiero involucrarla.
—¿Por qué no? ¡Ya te ayudó antes! No se enterará nadie.
Marcus se inclinó hacia atrás.
—Me vio con la señorita Campbell en la ópera. Me parece que no le gustó.
—Esta será tu oportunidad de hacértelo perdonar —dijo Bob.
—Suponiendo que pudiera conseguir usted la información, ¿quién iría al barrio de los laboratorios? —preguntó Ellen.
—Bueno, yo he hecho esos recados de vez en cuando, así que me estaría arriesgando a que me reconocieran y supieran que estaba en el Instituto —dijo Marcus, abandonando la discusión con Bob.
—Me temo que yo no podría decir una sola frase en este engaño sin que me casteñetearan los dientes, ni siquiera para salvar mi alma —reconoció Edwin.
—Entonces supongo que quedo yo —dijo Bob con un suspiro de orgullo y echando hacia atrás su abundante cabellera.
—O yo —dijo Ellen.
Bob soltó una risita contenida.
—¿Va a ir hasta allá usted sola, profesora? Recuerde que no es más que una mujer.
—Lo recuerdo. He ido muchas veces en mi vida por las calles sin que me pasara nada, señor Richards.
—Vivimos tiempos muy peligrosos en Boston.
—Durante dos años, antes de irme a estudiar, visité a los presos en la cárcel de Worcester como misionera, señor Richards —replicó, poniéndose de pie para dar más énfasis a sus palabras.
—Pero usted misma ha dicho que esos laboratorios no querían contratar a mujeres —indicó Marcus.
—Es verdad —reconoció Ellen, más insegura—. ¿Cree que puede arreglárselas, señor Richards?
—¿Que si puedo? —se rió él.
—Aun así… —comenzó Marcus.
—¿Mansfield? ¿No crees que puedo ser actor por una tarde?
—Sé que puedes, Bob. Pero he conocido a algunos hombres de los que trabajan en esas empresas privadas. Son desconfiados por naturaleza, y me atrevo a decir que, en su cabeza, los universitarios son lo más impopular que se puede ser. Deben trabajar en secreto para proteger sus procesos e impedir que los utilice algún vecino emprendedor, porque eso podría vaciarles las cuentas bancarias a toda velocidad. Si hubiera alguna forma de suscitar su compasión, tendríamos más posibilidades. Creo que la señorita Swallow quizá sería más útil en ese aspecto.
—Bueno —dijo Bob con impaciencia—, ¿tienes alguna otra brillante idea o no, Mansfield?
—Quizá —dijo Marcus—. Pero primero tengo que pensar cómo obtener la ayuda de Agnes para encontrar los nombres que necesitamos.
—¿Entonces vas a hacerlo? —preguntó Bob.
—Solo esta vez —dijo Marcus.
Ellen y Edwin reanudaron la tarea de colocar las sustancias químicas, mientras Bob seguía a Marcus al armario, donde estaba quitándose la ropa de laboratorio.
—No estarás vistiéndote ya para la visita a las plantas del astillero, ¿verdad? —preguntó Bob—. No tenemos que reunirnos hasta dentro de una hora.
—No voy a ir hoy a la visita, Bob —replicó Marcus—. Creo que tenemos que aprovechar la ocasión ya. ¿Puedes inventarte alguna excusa por mí?
Bob reflexionó un momento y luego asintió.
—¡Ya la tengo!
—No voy ni a preguntar. Voy a tener que darme prisa. Pero puedes ayudarme con un pequeño trabajo de ingeniería antes de irme.
—Excelente. ¿Qué material necesitamos?
—Solo papel y una pluma.
Bob se inclinó mientras Marcus se colocaba el chaleco y le dijo:
—Te preocupa alguna otra cosa.
—¿Qué quieres decir?
—Te conozco desde hace cuatro años, Mansfield…
—Lo sé, Bob —interrumpió Marcus. En su cerebro estaba todavía tratando de localizar al hombre desfigurado y decidir qué debía hacerse. El extraño encapuchado no podía pasar inadvertido: o alguien los seguía en nombre de él, o poseía un sigilo excepcional, o alguien le había dado la suficiente información para que pudiera hacerles creer que llevaba todo el tiempo siguiéndolos—. Es verdad que hay algo más, Bob…
En ese instante, su mirada se detuvo en los tubos acústicos que habían instalado y luego viajó hasta el ventilador. ¿Era posible que se hubiera violado hasta la privacidad de su laboratorio?
Marcus vaciló. Si los estaban siguiendo, lo mejor era decírselo a los otros. Pero, aunque confiaba en su inteligencia y sus conocimientos científicos, saber que los observaban en la calle sería una prueba totalmente distinta para ellos. Edwin quizá no volvería a atreverse a salir jamás del edificio; la intrépida Ellen, ya acostumbrada al acoso, podría acusar a cualquier hombre que pasara a su lado, lo cual atraería las sospechas sobre el grupo. Y en cuanto a Bob, tal vez la aventura de espías le desviaría de sus prioridades. En este caso, al menos por el momento, era mejor para todos que Marcus se encargara de este nuevo problema por su cuenta. Tenía el germen de un plan para saber más del encapuchado.
—¿Y bien? ¿Qué pasa? —preguntó Bob con impaciencia—. ¿La ópera?
—La ópera. Sí.
—Dices que viste a la señorita Campbell.
Marcus se encogió de hombros.
—No te pases de listo conmigo, Marcus Mansfield. Supongo que eso significa que era una visión deslumbrante, con el rubor y la lozanía de sus dieciocho años.
—Es una joven muy guapa, ya lo sabes, Bob. Por desgracia, también estaba Will Blaikie.
—¿Y qué hizo ese canalla de Blaikie? Seguro que no dijo ni una palabra.
—Exacto —dijo Marcus, sorprendido—. Ni una palabra. Yo estaba seguro de que intentaría iniciar una bronca, o hablar mal de Tech para tratar de avergonzarme. ¡En cambio, me dio la mano como si fuéramos íntimos amigos!
Bob se rió de satisfacción.
—Pero ¿cómo lo sabías? —preguntó Marcus.
—Porque es una de las normas no escritas del Boston respetable. Si hubiera adoptado una actitud desagradable cuando tú estabas, aunque no fuera más que un rato, con la señorita Campbell, se habría apartado del mundo en el que viven y habría adquirido una mancha permanente de vulgaridad ante toda la gente con la que desea quedar bien. Cuando uno consigue entrar en su órbita, ya es libre de vivir entre ellos. Esto merece felicitaciones.
—¿Por qué?
—¡Marcus Mansfield, acabas de hacer tu aparición como caballero bostoniano, con todas las ventajas y todos los beneficios que te corresponden!
Marcus se detuvo a pensar en ello, y luego se encajó la gorra.
—Bueno, supongo que significa que Blaikie ya no considera enemigos suyos a todos los de Tech.
—Te equivocas, Mansfield. Te garantizo que está más encolerizado ahora que cuando conseguimos que acabara empapado en el río.