Nunca habían visto nada semejante al traje mecánico de Marcus salvo en los grabados de cuentos fantásticos para excitar la imaginación de los niños. El propio Marcus retrocedió un paso para examinarlo cuando quitaron las mantas en las que estaba envuelto y empezaron a ensamblar las piezas.
—No matará a nadie, ¿verdad? —preguntó Bob a propósito del invento.
—No puedo evitar pensar que estoy construyendo el monstruo de Frankenstein —comentó Ellen.
Edwin había palidecido de forma notable.
—No les hagas caso, Edwin —dijo Marcus para tranquilizarle—. En cualquier caso, yo soy el que va a estar dentro.
—Quizá deberíamos probarlo más antes de que lo utilice nadie —dijo Edwin.
Pero ya se habían puesto de acuerdo en que había llegado la hora. Ellen ya había traducido todos los detalles aparecidos en las publicaciones científicas que describían un equipo similar construido por un ingeniero alemán varios años antes. El uso del diseño alemán había causado dos muertes, pero ellos lo habían modificado en los últimos días, utilizando el agua del depósito para probar sus mejoras. No es que el futuro buceador no tuviera sus propios temores. Pero, como solía suceder siempre con Marcus, le era mucho más fácil arriesgarse él mismo que preocuparse por un amigo en peligro.
—El traje está todo lo listo que puede estar —dijo Marcus mientras se colocaba una gorra de lana sobre la cabeza y los oídos—. Ayudadme a ponerme la capucha de respirar, por favor.
Estaban los cuatro en la zona de las islas del puerto, en un velero que Bob había pedido prestado; el día, hasta el momento, era frío pero despejado. Bob y Edwin levantaron el pesado casco de latón y lo colocaron sobre la cabeza de Marcus. El casco iba conectado a una serie de bombas y conductos de aire en un traje de lona y cuero en el que se metió Marcus y al que Ellen enganchó una linterna de bucear. La «capucha de respirar», como llamaban al casco, tenía tres rendijas por delante y los costados y un largo tubo que salía de arriba y se conectaba en el otro extremo con un cilindro de acero diseñado y construido por Bob y colocado sobre la cubierta. A sugerencia de Ellen, habían añadido al casco un dispositivo para que Marcus pudiera cambiar de posición con más facilidad sin perder aire. También habían preparado un segundo traje por si encontraban alguna rendija o alguna mella mientras se preparaban para la inmersión, pero todo superó su examen. Ataron las mangas y el cuello de Marcus con bandas de caucho para más seguridad.
—Ya está, no es tan horrible, ¿verdad? —preguntó Bob—. ¿Pesa mucho?
—¡Lleva cien kilos, con zapatos de plomo en los pies, señor Richards! —dijo Ellen—. Necesita pesar lo suficiente para permitirle bajar hasta el fondo del mar.
—Otra cosa más —dijo Bob. Le tendió una daga que sacó de su funda—. Por si acaso te encuentras con alguna serpiente marina.
Marcus la rechazó e intentó decir algo, que, desde dentro del casco, fue poco más que un eco sordo. Señaló el cilindro de acero, como para decir: concentraos en eso.
—Cuatro tirones en el tubo de aire y te sacamos —confirmó Edwin, haciendo gestos para indicar la orden.
Marcus asintió todo lo que le permitía el enorme casco. A través del cristal delantero podía ver que la sombra que daba en cubierta bajo el sol de la mañana era completamente deforme. Y magnífica.
Bob condujo el velero con cuidado a aguas abiertas. Había usado las notas de Rogers, un mapa náutico de la zona y los resultados de sus experimentos, además de las entrevistas con la vieja rata de muelle y el capitán Beal, para calcular las regiones en las que con más probabilidad se había originado la interferencia. Beal había revelado a Marcus que el Light of the East, en el momento de comenzar los problemas, estaba en Castle Island, que había sido el límite exterior de la perturbación magnética. Si los cálculos de Bob eran correctos, el origen estaba lo bastante lejos como para no llamar la atención pero en una posición estratégica próxima a los canales por los que debían pasar los barcos que se disponían a atracar. Era muy temprano por la mañana, y los muelles más cercanos estaban aún en obras, así que no habría nadie observando, o, al menos, eso pensaban.
Con el ancla echada, bajaron a Marcus con una escalera de cuerda hasta el agua. Tuvo que tambalearse un poco para romper la superficie del agua debido al peso del traje. Aunque había empezado a respirar por los tubos nada más ponerse el casco, se sintió asombrosamente distinto al respirar bajo el agua, rodeado de la cabeza a los pies por el mar.
Era emocionante mirar hacia adelante y hacia los lados a través de sus tres ojos de cristal. Emocionante y aterrador. Siguió bajando por la escala hacia las profundidades.
Respira hondo. Respira con fuerza. Se acordó de haberse dado a sí mismo esas órdenes cuando pensaba que no le quedaba ni una hora de vida.
Cuando llegó al fondo, parecía que hubiera pasado media hora. Con cada paso que daba, todo el fondo parecía hundirse un poco bajo sus botas. La escala y el tubo de aire le seguían como marionetas en pos de su dueño. En algunos momentos, sentía una especie de tranquilidad, la distancia y la libertad respecto al mundo. En otros, era un mundo extraño, fantasmagórico y volátil.
Su visión bajo el agua se agudizó poco a poco. Había muchos objetos —cucharas de plata, algunas botellas de vino de las que los animales marinos estaban haciendo hábil uso— que Marcus supuso que habían quedado depositados en el océano durante el desastre, además de fragmentos de madera de los barcos naufragados. Lo que no vio fue ningún trozo de hierro. De hecho, parecía el único material que no conseguía ver entre los diversos restos de la vida a bordo y el comercio marítimo. Después de una pausa en la que regresó al barco para vigilar el equipo y añadir más pesas al traje para descender más deprisa, Marcus reanudó la búsqueda en el fondo y se dirigió hacia el este.
Sin embargo, la extenuación pronto anuló el entusiasmo y la novedad, sobre todo porque el mayor hierro que pudo encontrar fue una palanca y varios fragmentos de un cañón. ¿Quienquiera que hubiera causado el desastre había encontrado la forma de eliminar el hierro después? Era improbable, teniendo en cuenta la profundidad y la cantidad de hierro que los estudiantes habían calculado que era necesaria. ¿O se había equivocado Marcus sobre la causa desde el principio? Miró la sombra del barco que le seguía por encima y pensó en dar la señal para que lo sacaran.
Tal como había hecho durante toda la expedición, cogió el instrumento que habían enganchado al traje de buzo con una cadena de reloj. Era una de sus brújulas de bolsillo menos pesadas. Por primera vez, la aguja se movía de manera extraña. El corazón de Marcus dio un vuelco. Estudió sus alrededores y encontró un baúl atascado en el fondo. Lo había visto unos minutos antes y había supuesto que era una parte más del cargamento perdido. Estaba cerrado. Eso no significaba nada especial, porque un baúl lleno de vestidos podía tener el candado más sólido del mundo para una simple travesía en ferry.
Marcus regresó a la palanca; cuando la cogió con ambas manos, los bordes se doblaron como si fuera una ramita. Al principio pensó que era víctima de una ilusión óptica causada por el prisma de cristal de su casco y los movimientos del agua. O que el aire que respiraba, pese a los elaborados ajustes y los cálculos de Ellen, le estaba dando demasiado oxígeno y, por tanto, había aumentado su fuerza de manera provisional. Entonces parpadeó, al ver que la palanca se había vuelto a enderezar, y se dio cuenta de que era mucho más inquietante que un simple momento de fuerza sobrehumana. El aire condensado le estaba afectando al cerebro. Sabía que no podía permanecer más tiempo abajo. Cogió la palanca y volvió al baúl, y pudo abrirlo sin problemas con la barra.
—¡Esto es lo que buscamos! —se dijo, empezando a enganchar las boyas atadas a su traje para levantar la carga.
Tenía la respiración acelerada, y eso, unido, sin duda, al excesivo nivel de oxígeno, le dio un mareo repentino. La esquina del fondo del mar en la que estaba pareció oscurecerse hasta que todo quedó negro. Los oídos empezaron a retumbarle. Se dio cuenta de que, como había permanecido quieto mucho tiempo, estaba hundiéndose en el barro. Mientras trataba de salir, la flora escarlata que nadaba en torno a él envolvió su tubo. Se quedo paralizado. Si movía el cuerpo, o incluso daba la señal para que le izaran, el tubo se rompería y se quedaría sin aire en un instante. Permaneció lo más quieto posible, con el corazón disparado y los brazos reposando alrededor del baúl. Los peces se envalentonaron a su alrededor y rozaron el traje, y la flora se volvió aún más roja y se convirtió en unos tentáculos enormes. Hasta que parpadeó y las algas recuperaron su tamaño real.
Respira hondo. Respira con fuerza.
Cuando pensó que se moría, se acordó de sus amigos y de Rogers. Les había fallado y no podía perdonárselo.
Entonces cayó una sombra sobre él. Los peces se dispersaron de golpe. Le atravesó un temblor de inquietud. Si había tiburones en estas aguas, Marcus tendría que nadar con su pesado equipo, y la flora arrancaría, sin duda, sus tubos de respiración. La sombra se convirtió poco a poco en una figura impresionante, y de arriba llegó un rayo de luz. Era el reflejo del sol en el casco de otro buceador que venía hacia él, con el brazo levantado y una daga de puño dorado que también brillaba y le enviaba destellos. Marcus sintió que iba a desmayarse.
Con unas cuantas puñaladas, el buzo atacó las algas que inmovilizaban el tubo de aire de Marcus y lo liberó. Y entonces Marcus pudo ver la familiar sonrisa de Bob Richards a través del casco del traje de emergencia que habían construido.
Después de un instante para recuperarse, Marcus le dio las gracias por señas. Bob ya estaba examinando el baúl. Ataron una cadena que habían bajado junto a la escala por si hacían el anhelado descubrimiento.
* * *
—¡No puede ser esto!
Marcus estaba aliviado de volver a encontrarse en tierra firme y con el equilibrio restablecido. Con cierto esfuerzo, consiguieron llevar el baúl rescatado, lleno de grandes trozos de hierro, al laboratorio de Ellen, por la entrada posterior del edificio. Como habían imaginado, habían golpeado y mellado el hierro para lograr el máximo grado de interferencia con los equipos de navegación, pero Edwin seguía meneando la cabeza.
—No puede ser esto, os digo que no —repitió—. Es imposible.
—Mira —dijo Bob—. El baúl no estaba lleno del todo, así que, cuando los movimientos causados por el fuerte oleaje de aquella mañana lo sacudieron y las piezas de hierro chocaron, el magnetismo natural debió de aumentar todavía más. Y con el hierro en el baúl, nunca se vio nada. La perfecta arma submarina. Y elegante, además.
—¿Elegante? —preguntó Ellen.
—El baúl, quiero decir —dijo Bob—, tiene una manufactura de gran calidad. Algo de lo que puede encontrarse en primera clase en los barcos de vapor.
—Incluso colocado en una posición calculada con exactitud, no es posible que esta cantidad de hierro pudiera perturbar las lecturas de las brújulas en un radio equivalente a toda la longitud de ese canal —dijo Edwin.
—Me temo que el señor Hoyt tiene razón —dijo Ellen, mientras estudiaba el baúl lleno de hierro desde todos los ángulos posibles—. Este baúl no puede ofrecer la explicación del desastre, lo cual significa que este puede ser un descubrimiento que es pura coincidencia.
—Los dos examinamos el fondo del mar de forma exhaustiva —insistió Bob—. ¡No había nada más que encontrar!
—Entonces no hemos encontrado nada —replicó Edwin.
—No saquemos conclusiones todavía —propuso Marcus—. Es demasiado pronto para declarar que hemos fracasado.
Marcus sugirió que empujaran el baúl al fondo del laboratorio de Ellen hasta que tuvieran tiempo de examinarlo con más detalle. Sus procedimientos habían cambiado ahora que la alumna femenina era socia suya. Como su laboratorio era sagrado para el Instituto, protegido por las reglas y por el miedo a su supuesta brujería, podían ocultar cosas importantes dentro y saber que estaban a salvo. Habían instalado un tubo acústico de cristal de un centímetro y medio entre los dos laboratorios, para poder comunicarse sin que les vieran entrar en el santuario prohibido durante las horas públicas y para poder alertarse unos a otros cuando hubiera alguien más en el sótano. También habían empezado a trabajar para extender el mecanismo de alarma del laboratorio de Ellen de forma que les avisara cuando alguien intentase entrar en su laboratorio. Ellen, por su parte, había clavado una hoja de papel con los nombres de todos y bajo el encabezamiento de «Lenguaje vulgar», y decretó que, a partir de aquel momento, cualquier uso de palabras vulgares o blasfemas se vería castigado con una marca junto al nombre del infractor y una multa de un penique. Bob incurrió enseguida en deuda al suspirar: «¡Dios mío!» cuando oyó la idea.
—Yo no tendré que pagar ningún penique —había advertido Ellen.
—Ya me lo imaginaba —dijo Bob a Marcus y Edwin.
—Cuando estaba en Vassar, las chicas tenían un lenguaje tan vulgar como cualquier hombre que conozco. Todas las frases empezaban con «¡Juro que…!», hasta conseguir que soñara con tener algodón para poder taparme los oídos y un poco de soledad.
—Bueno —dijo Bob, metiendo la mano en su bolsillo—, añadiré una docena más ya en depósito.
En cuanto a Hammie, nunca se le ocurría entrar en el laboratorio privado de Ellen, y como los objetos de investigación estaban repartidos entre el suyo y el de los Tecnólogos, ni con su mente despierta podía hacerse una idea general de lo que allí se cocía. Llevaron a su laboratorio diversos artículos que sobraban por todo el Instituto, para hacer la situación todavía más confusa. A Hammie le encantaba aparecer de cuando en cuando en el laboratorio de metalurgia para «supervisar» las actividades de la sociedad, pero era incapaz de fingir interés en lo que tuvieron mucho cuidado de presentarle como unos trabajos de rutina dentro del programa. Igual que en clase, una vez que Hammie comprendía qué objetivo se perseguía, su cerebro lo devoraba y lo digería de una vez para desviar su atención de inmediato a otros asuntos. No obstante, parecía disfrutar con sus breves estancias en la sala y la apariencia de camaradería que encontraba allí.
Oscilaba entre mostrarse distante y curioso, y a veces pícaro, a su manera torpe y desmañada, aunque nunca amigable del todo. Excepto con Ellen. La seguía sin descanso como un cachorro, y observaba cada rápido movimiento de sus manos ágiles, fascinado por su presencia.
—¡Señor Hammond! —exclamaba ella con una mirada de irritación.
—Su humilde servidor —decía él, con una sonrisa incómoda—. Qué idea tan nueva, tener una mente femenina en nuestra sociedad. ¿Qué puedo hacer?
—¡Nada de nada! Es más, lo que puede… —callaba, al sentir el escrutinio de los otros.
Él era su «presidente», y todos empezaron a pedir a Ellen que se inventase alguna tarea para él, ya que era la única a la que obedecía. Ella demostró mucho ingenio en la tarea.
Con todo, ni siquiera Ellen supo qué hacer un día cuando, a media tarde, Hammie llegó mientras estaban en plena y crucial labor de refinar la segunda ronda de pruebas de compuestos químicos.
Bob apartó de golpe a Marcus.
—Llévatelo a la ópera —susurró como si fuera una petición normal.
—¿Estás de broma, Bob?
—¡No! Actúa su cantante favorita.
—¿Por qué yo?
—¿Quién, si no? Yo tengo que terminar un trabajo sobre el funcionamiento de una mina de carbón de antracita que será mi maldición si no lo entrego mañana, y Hammie y Edwin no pueden estar juntos a solas, porque corren peligro de que salga el tema del Alumno del Año. Antes le oí decir que no quería ir solo al teatro y que, si no quedaba más remedio, prefería quedarse por aquí. Si Hammie se queda, Edwin y la profesora Swallow no podrán terminar su análisis, y no podemos postergarlo. Necesitamos librarnos de él esta noche.
Era cierto que lo único que le diría Hammie a Edwin sería «Hoyt» y lo único que le diría Edwin a Hammie sería «Hammie», como si cualquier otra cosa pudiera conducir a un combate pugilístico por el nombramiento de Alumno del Año.
—¿Y si encuentro a otra persona para que lo haga? —sugirió Marcus—. ¿Alguien de primero?
—No le hará gracia que le hayamos tendido una trampa.
Luego intentó:
—No tengo ropa para ir a la ópera.
—¡Hammie! —estaba exclamando Bob—. Hammie, ven aquí un instante. ¡Tenemos una noticia espléndida!
La suerte de Marcus estaba echada. En el Boston Theatre permaneció sentado, callado e incómodo, en el palco de Hammond, durante la espera interminable antes de que comenzara la representación. ¡Con todo lo que había que hacer y sin embargo él estaba allí! Hammie, en cambio, no podía dejar de sonreír, y estaba soltando uno de los larguísimos soliloquios que se alternaban con sus ratos de mal humor inviolable y que Marcus había aprendido que eran una señal de felicidad.
—El aire de Boston siempre ha hecho que uno se muestre de inmediato hipercrítico con las bellas artes, Mansfield. Pero no es de buena educación, en la ópera, criticar a los artistas hasta que termina el último acto.
Marcus no tenía ningún deseo de criticar nada, pero el traje que le había prestado Bob, un frac de doble botonadura con las mangas más estrechas e incómodas que había llevado jamás, le daba la sensación de que no debía tocar nada. Bob le había dado también sus gemelos. Por lo menos podía aligerar algo su aburrimiento observando a los impresionantes ciudadanos de la Atenas de América sentarse en sus palcos: mujeres con sus cuellos y sus muñecas llenos de diamantes resplandecientes y el cabello adornado con flores y lazos, además de lo que a Marcus le parecían nidos de pájaro, acompañadas de unos hombres pálidos, educadamente aburridos, con fracs largos y ajustados. Le molestó ver a Will Blaikie moviéndose con soltura entre los asistentes, en manos de alguien que parecía ser una tía soltera o alguna otra familiar. Mientras examinaba el teatro, vio a suficientes personas con gemelos para comprender, con una punzada, la intención del largo preludio a la representación: era la oportunidad que tenía la aristocracia de Boston de verse a sí misma.
—No está muy lleno esta noche —comentó Marcus a Hammie, con lo que rompió su silencio de protesta.
—¡No mucho! —coincidió un anciano de baja estatura que se inclinaba sobre la barandilla en el palco de al lado—. No mucho —repitió, esta vez con una risita—, porque la mitad de nuestras familias cree que Boston va a desaparecer de la faz de la Tierra en cualquier momento y la otra mitad prefiere creer que nada cambia de un día para otro, así pase un siglo delante de sus narices.
Aunque algunas de las canciones en italiano le parecieron extraordinarias, Marcus no pudo concentrarse en la obra; los trajes de oropel y los rostros tan maquillados de los cantantes le resultaban artificiales, y los instrumentos parecían gruñir sus notas. Después de que a una cantante, que él no pensó que fuera mejor que los demás, la aplaudieran y le pidieran bises interminables, Hammie le explicó que era porque la artista en cuestión era de Boston. El mejor momento de la velada llegó después de la ópera, mientras la muchedumbre salía al vestíbulo y Marcus, deseoso de marcharse, se encontró cara a cara con Lydia Campbell, la amiga de Bob, resplandeciente en un vestido de color ámbar con mangas de farol y una capa de ópera de cachemira. Hammie se había acercado a un rincón para discutir de ópera con el anciano del palco adyacente, al que era evidente que conocía desde hacía muchos años.
—¡Pero bueno, señor Mansfield! —dijo la señorita Campbell con los ojos brillantes, con un destello casi metálico—. Debería reprenderles a usted y su amigo el señor Richards por no haberme hecho ninguna visita desde que nos encontramos en los Jardines. ¿Qué le ha parecido la ópera? —tenía un aspecto bellísimo y dorado, alta y erguida con su elegante vestido y sus joyas exquisitas, no grandes, pero desde luego caras, que resaltaban su figura, su silueta y su elegancia. Tenía el cabello recogido en un moño alto rematado por un sombrerito con flores delicadas en el borde.
—No me gusta hablar de una ópera antes de que acabe la representación —respondió Marcus.
—Pero ya ha terminado, mi querido joven.
—Para mí no —dijo Marcus con sinceridad—. Me sigue resonando la música en los oídos.
—¡Qué idea tan deliciosa! Sé exactamente lo que quiere decir.
La señorita Campbell presentó a Marcus a varios miembros de su familia y le calificó de «mi científico personal».
—¡Ciencia! —gritó una de sus hermanas—. Eso es a lo que todo el mundo tiene miedo hoy en día.
—Solo por el momento, boba —insistió la señorita Campbell—. Un día, pronto, cada mujer necesitará tener a su propio científico para comprender las extrañas transformaciones que sufre el mundo.
Otra de sus familiares preguntó a Marcus si había nacido en Boston.
La señorita Campbell sonrió como pidiéndole disculpas por la pregunta, una sonrisa que dejó al descubierto dos hoyuelos satinados, y miró a su familar, muy seria, mientras se colocaba las pulseras:
—¡Nadie nace ya en Boston, querida!
Cuando Will Blaikie interrumpió la conversación para saludar a los Campbell, mostró una cortesía impecable hacia Marcus. Era como si Marcus hubiera entrado en un reino encantado y, por un instante, habría podido convencerse de que vivía en Beacon Hill y tenía su propio criado y su establo. Casi olvidó su prisa por volver al sombrío laboratorio, animado por el buen humor y el extraño sentimiento de que llevaba toda su vida yendo a la ópera.
El embrujo se rompió cuando miró a un lado y vio que lo observaba Agnes Turner. Otra joven y ella iban detrás de una señora mayor y rechoncha, con el pelo de color naranja brillante, llena de joyas y cubierta por un vestido llamativo y vaporoso.
* * *
Por la mañana, Marcus y Bob llegaron juntos al Instituto y encontraron una agitación poco habitual en el sótano.
—¡Lo tenemos! —dijo Edwin, casi frenético, a sus amigos—. ¡Deberíais haberlo visto!
—Edwin, cálmate —dijo Marcus para tranquilizarle.
—¿De quién hablas, Eddy? —preguntó Bob.
—Es un estudiante de primero —replicó Edwin, e hizo una pausa para respirar.
—Señorita Swallow… —comenzó Marcus, mirando a Ellen.
—En el almacén, señor Mansfield —respondió ella.
Marcus y Bob abrieron la puerta del almacén, enfrente del laboratorio de los Tecnólogos, y encontraron a un estudiante sentado en el suelo, atado de pies y manos con una cuerda.
—¡Señor Mansfield! —dijo el joven con una sonrisa culpable y suplicante.
Marcus volvió a cerrar la puerta y meneó la cabeza con consternación ante la escena.
—¿Le has dejado tú así? —preguntó Bob a Edwin, sorprendido, mientras señalaba la puerta.
—No —dijo Edwin.
—He sido yo, señor Richards —dijo Ellen.
—¿Por qué demonios? —preguntó Bob.
—Estaba intentando forzar la puerta para entrar en el laboratorio de la sociedad —explicó Ellen—. Tengo que acabar sin falta el mecanismo de alarma. Necesito unos cuantos metros más de cable.
—La alarma —Edwin repitió las palabras de Ellen, aunque los otros estaban demasiado distraídos para notarle en la cara que estaba dándose cuenta de algo.
—¿Conoces al tipo de ahí dentro, Mansfield? —preguntó Bob.
Marcus asintió.
—Otro chico de primero al que he dado clases. Un ingeniero muy prometedor, la verdad.
Bob regresó al almacén y lo abrió.
—Usted. El novato. ¿Qué hacía en esa puerta?
—Bueno, verá, señor, varios alumnos de segundo de arquitectura estaban persiguiéndome por la escalera y creo que querían encerrarme otra vez en el armario, así que estaba buscando algún sitio para ocultarme y en el que no me pudieran encontrar…
Bob volvió a cerrar la puerta y se volvió hacia Marcus.
—Mansfield, creo que deberíamos asustarle para asegurarnos de que no vuelve a venir ni despierta la curiosidad de sus amigos.
—No creo que haga falta, Bob. Apártate un momento —Marcus volvió a abrir la puerta y cortó la cuerda que ataba las muñecas y los tobillos del joven.
—¡Oh, gracias, señor Mansfield! ¡Gracias!
—Veamos, Davis, no vamos a contar a nadie lo que ha sucedido hoy aquí —dijo, mientras le rodeaba los hombros con el brazo—. Me refiero a que una mujer ha podido vencerle.
El alumno de primero soltó una exclamación.
—¡Qué vergüenza! —se lamentó.
—No se preocupe —continuó Marcus—. Vamos a callar el asunto y mantenernos en nuestras respectivas partes del edificio a partir de ahora.
—Sí, señor.
—Si los idiotas de arquitectura vuelven a molestarle, dígamelo y yo me ocuparé de ellos.
—¡Gracias, señor Mansfield!
Cuando el alumno liberado salió del sótano, Edwin los llevó hacia el laboratorio de Ellen, mientras arrastraba el gran baúl que habían encontrado en el puerto. Habían sacado los fragmentos de hierro y los habían analizado de forma individual para clasificarlos por peso, condición y magnetismo.
—Marcus, dame tu cuchillo —dijo Edwin excitado.
Marcus le dio la navaja que había usado para desatar al cautivo.
—¿Qué pasa, Edwin?
—Una cosa que ha dicho la señorita Swallow, sobre su sistema de alarma y sus cables —respondió Edwin, toqueteando el interior del baúl—. Creo que tenemos nuestra respuesta.
—Eddy, ya hemos vaciado el baúl de todo lo que tenía dentro —le recordó Bob.
—No, Bob, creo que no —Edwin hizo una pausa como si hubiera encontrado lo que buscaba. Utilizó la navaja para cortar el forro de cuero. Debajo, por las partes superior e inferior del baúl, corría una serie de cables. Mostró a sus colegas una sonrisa juvenil y esperó a sus reacciones.
—¡Cables de cobre! —se asombró Marcus, inspeccionando el extraordinario descubrimiento—. Pero ¿por qué?
—¡Para convertir el magnetismo del hierro en una carga electromagnética! —exclamó Ellen.
—Exacto —dijo Edwin—. ¡Eso debió de aumentar de forma exponencial el alcance de esta cantidad de hierro y le permitió alterar los instrumentos de navegación!
—Es increíble —dijo Bob—. Solo que, en el momento en que el baúl dejara de estar conectado a alguna fuente de electricidad, la carga electromagnética desaparecería.
Edwin prosiguió.
—Por eso el experimentador debía de tener una batería a bordo de un barco, una batería capaz de conservar su carga durante varias horas, y cable suficiente para mantener la conexión mientras se sumergía el baúl en el agua lo suficiente como para crear un radio de impacto tan amplio como el que hemos visto.
—¿Es posible, profesora? —preguntó Bob a Ellen.
Ellen lo meditó.
—Si una batería como la que utilizo para mi alarma contuviera suficientes celdas con, por ejemplo, platino conectado a zinc, en suficientes cantidades de ácidos nítrico y sulfúrico, la carga podría durar incluso más tiempo.
Se oyó un gong en el mecanismo de alarma de Ellen. Miró por una lente de cristal que le permitía ver el pasillo.
—Es el joven señor Hammond. Está entrando en el laboratorio de la sociedad con su llave.
—Anoche escapé de él en cuanto pude después de la ópera —dijo Marcus—. Seguro que quiere hablar más de ello. ¡Edwin, qué hallazgo! Sigue estudiando el asunto hasta que empiece la primera clase.
A pesar de las interrupciones que causaba, Hammie a veces era útil porque constituía una mano más. Dado lo restringido de su espacio, era frecuente que tuvieran que sacar instrumentos y equipamiento del laboratorio y guardarlos en algún otro lugar del edificio, y a menudo preferían dar un rodeo por el camino exterior para llamar menos la atención, porque la zona de alrededor siempre estaba muy tranquila. Back Bay, con sus largas extensiones de nada, tenía el aspecto de un desierto lejano.
Durante la restante media hora hasta la clase, Marcus se llevó a Hammie a que le ayudase a trasladar algo de material.
—¿Te parece si discutimos el estado de nuestra pequeña sociedad mientras caminamos, Mansfield? —preguntó Hammie.
—No sé qué hay que discutir, la verdad, Hammie —replicó Mansfield, mientras trataba de ocultar su emoción por la última hipótesis de Edwin.
Hammie pareció ofenderse por lo indiferente de su respuesta.
—Como presidente, creo que es mi obligación cuidar de ella, ¿no crees? Como presidente, debo organizar todas las actividades y abordar los problemas.
—Si no hay problemas, no necesitas malgastar tus valiosas energías —contestó Marcus en tono esperanzado.
—Bueno, supongo, si los miembros están satisfechos con mi liderazgo.
—Estoy seguro de que sí —se apresuró a añadir Marcus.
—¿Crees que también la señorita Swallow?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir, Mansfield, si crees que la señorita Swallow está contenta con mis aptitudes de líder. ¿Le… agrada lo suficiente… mi presencia?
Marcus se detuvo y miró de frente a Hammie, que se sonrojó.
—Hammie, ¿qué me estás preguntando?
—No, no está bien —dijo Hammie en tono resuelto, y meneó la cabeza con decisión—. No me contestes. No se debe hablar de un estimable miembro a sus espaldas. Le preguntaré a cada uno cuál es su grado de satisfacción.
Cuando se aproximaban a la entrada posterior, acelerando el paso ante las señales de más lluvia, un hombre les llamó desde el otro lado del camino. Marcus maldijo la posibilidad de que fuera otro de los sindicalistas que se instalaban de forma periódica allí para acosar a alumnos y profesores.
El hombre empezó a andar, pero se detuvo a cierta distancia, con la mano tendida como para indicarles que se mantuvieran alejados. Llevaba una capa de lana que le cubría hasta las muñecas y tenía puesta la capucha, lo cual le resultó de inmediato raro a Marcus: acababa de empezar a llover solo unos segundos antes. Cuando dio un paso más, muy deliberado, dejó al descubierto parte de su rostro. En sus mejillas y su frente había una serie de cicatrices circulares y brillantes que habrían podido parecer pintadas si no hubieran sido tan terroríficas. Tenía la piel ajada y parecía casi de reptil, como si fuera a desprendérsele de un momento a otro. El extraño efecto era aún peor por un fino bigote de un color naranja reluciente.
—Marcus Mansfield —dijo el desconocido.
Marcus se sobresaltó.
—¿Quién es usted? —preguntó.
El desconocido ignoró la pregunta.
—Tengo entendido que en los últimos tiempos ha estado usted en algunos barrios de la ciudad bastante interesantes, zonas muy agitadas, con varios amigos: Robert Hallowell Richards, rubio y vanidoso como un pavo real; Edwin Hoyt, delgado y con el plumaje salpicado de canas prematuras; Ellen Swallow, una mujer de rasgos afilados con intereses masculinos.
Marcus sintió como si le hubieran dejado sin aire. Ojalá Hammie no hubiera estado presente. Tendría que mostrarse cauteloso en su presencia.
—¿Quién es usted? —repitió con toda la suavidad que pudo.
—Dígame qué sabe.
—Le he pedido dos veces que se identifique, señor.
—Soy el ángel vengador y mi lengua es mi espada llameante.
Marcus indicó a Hammie que siguiera sin él, pero Hammie permaneció firme a su lado.
—Señor —dijo Marcus—, no soy aficionado a hablar mediante adivinanzas. Me da la impresión de que está dirigiéndome amenazas veladas, y me gustaría saber por qué.
—No son nada veladas, muchacho. ¿Me dices lo que sabes? ¿Qué encontrasteis en ese velero en el que fuisteis a las islas?
—¿Qué velero? —preguntó Hammie.
Les habían seguido. ¿Durante cuánto tiempo?
—No sé de qué me habla —replicó Marcus con cautela, mientras inclinaba la cabeza hacia el edificio—. No soy más que un estudiante universitario, como ve.
—¡Eres un chico de fábrica disfrazado de respetable universitario!
—¿De qué habla este zopenco, Mansfield? —preguntó Hammie—. ¿Quieres que vaya a buscar al profesor Runkle?
—No —dijo Marcus con demasiada energía—. No es necesario.
—Si me ocultan secretos, me aseguraré de que, sean cuales sean, se aireen en público —advirtió el desconocido—. No le quepa la menor duda.
Marcus interrogó al extraño con la mirada.
—Revelaré que usted y sus camaradas están metidos en asuntos que no les conciernen —continuó el hombre—. Entonces se verán obligados a confesar todo.
—Mire, ya me he hartado de esto —dijo Hammie alzando la voz.
—¡No se me acerque! —gruñó su antagonista, mientras ocultaba el rostro dañado con el brazo.
Hammie empezó a andar hacia el hombre, pero Marcus le sujetó, conmovido y molesto por su estúpida gallardía.
—Acabaré con ustedes a la primera oportunidad —el desconocido se dio la vuelta para irse, subió la vista hacia el edificio del Instituto con un destello de interés y se fue hacia la calle, con el brazo levantado. Al ver el gesto, un tiro de bellos corceles blancos y negros atado a un bonito carruaje se aproximó manejado por un conductor de aspecto tan vulgar como llamativo era el de su patrón. Sin volver la vista atrás, el visitante encapuchado subió y se fue.
—Dime, Mansfield —dijo Hammie—, ¿qué está sucediendo exactamente?