XXIV
Saludos, amigos

—¿Quieres decir que ha estado haciendo sus propias investigaciones delante de nuestras narices? —un enrojecido Bob Richards, recorriendo el laboratorio de Ellen con los brazos cruzados y los ojos entrecerrados, se dirigía a sus colegas Tecnólogos como si la dueña del laboratorio no estuviera con aire sereno junto a ellos, delante de las agujas de compás y las soluciones químicas recién hechas y colocadas en orden en sus estantes.

—Está en juego la reputación del Instituto —respondió Ellen a Bob sin alterar la voz—. La reputación de todos los que enseñan y trabajan en las artes tecnológicas depende de que se resuelva este asunto con rapidez, señor Richards. Hay que estar ciego para no verlo.

—Pero ¿cómo ha sabido lo que estábamos haciendo, señorita Swallow? —preguntó Marcus, más curioso que hostil.

—Sin mucha dificultad, señor Mansfield. Les he oído tambalearse y tropezarse en ese laboratorio de ahí. Y, cuando ni el señor Richards ni usted pudieron explicar de forma verosímil el propósito de su «sociedad», deduje de inmediato a qué estaban dedicándose, aunque seguro que con mucho menos éxito que yo. Pese a lo poco que me agradan las colaboraciones, me temo que deben ustedes poner fin a sus investigaciones independientes, porque no puedo permitir que ustedes tres cometan errores que pongan mis propios progresos en peligro. Un poco más de fluoruro de hidrógeno, señores, y nos habrían matado a todos.

—Pero ¿qué le hace pensar a alguien que es tan poca cosa como ella que puede resolver estos enigmas? —preguntó Bob—. ¡Y está en primer curso!

—¿Qué le hace pensar que puede conseguirlo usted, señor Richards? ¿Por lo guapo y encantador que es?

—¡Halagos! —gritó Bob—. ¡Ja! Me temo que no funcionan conmigo, joven.

—Creo que soy varios años mayor que usted, señor Richards. Y no veo necesidad de defenderme, sobre todo si no es capaz de darse la vuelta y mirarme a los ojos.

—¡Ya está! —dijo Bob, mirándola un instante a la cara—. ¡No es fácil, créame!

Ella no mordió el anzuelo.

—Sé que algunos miembros del Instituto, incluidos ustedes, no me cabe duda, me consideran una persona peligrosa. Actúo con cautela en todo momento. Pueden tener la certeza de que la química analítica es un trabajo muy delicado, más apropiado para las ágiles manos femeninas. Cuando era niña, en la granja de mi familia, mi madre no me dejaba ordeñar nuestras vacas porque decía que me podía dejar unas manos demasiado grandes y feas para una mujer. Está claro que mi madre y usted simpatizarían, señor Richards. Usted, el del pelo moteado, señor Hoyt.

Edwin, que estaba estudiando el tamaño de sus manos, alzó la vista.

—Sí.

—Si no me equivoco (y no me equivoco), la composición que probó usted antes necesita estar más diluida para fabricar un compuesto como el utilizado en State Street. Cuando haga algo de este tipo, señor Hoyt, más le vale hacerlo con el máximo cuidado. Vamos a examinar un momento el interior de su laboratorio.

El grupo se trasladó, incómodo y desconfiado, al laboratorio de los Tecnólogos en la puerta de al lado, y Ellen se subió a un taburete para examinar la ventana que había cerca del techo. El cristal se había teñido de marrón con vetas rosadas al contacto con la solución gaseosa esparcida, pero no se había disuelto como las ventanas de State Street.

—¿Alguno de ustedes ha estudiado el soplado del vidrio? —preguntó.

—Sí —presumió Bob—. Yo lo he hecho un poco, y no se me dio mal.

—En ese caso, sabrá que en la mayor parte del cristal para ventanas se utiliza óxido de manganeso para darle un color blanco, pero que, cuando entra en contacto con sustancias químicas, las absorbe. Si el fluoruro procedente del sodio no fuera tan difícil de purificar, señor Hoyt, sería muy apropiado para lo que pretendía hacer usted. Si mezcla un ácido diluido con doble fluoruro de bario, aluminio o plomo, deberíamos obtener un compuesto más próximo al gas que debió de disolver los silicatos en el barrio financiero. El principio aparentemente simple de que la energía no se destruye genera metamorfosis mucho más sorprendentes que nada de lo que leímos sobre mitología cuando éramos niños.

—Por supuesto —asintió Edwin con entusiasmo tras un momento de silencio asombrado—. ¡Debemos probar lo que sugiere de inmediato!

—Esperad un momento, amigos —dijo Bob—. ¡Esperad un momento! Vamos a pedir consejo a cabezas más frías, a mi cabeza, que está más fría, por lo menos. ¿Sugerís que la ayudemos a ella?

—No. Sugiero que aceptemos su oferta de ayudarnos a nosotros —dijo Edwin—. Es una auténtica química, Bob.

—Estamos trabajando con el mismo objetivo, Bob —dijo Marcus con suavidad—. No sería eficaz que continuáramos por separado; tienes que admitir ese razonamiento, al menos.

—¿Cómo podemos confiar en ella?

—Porque no puede revelar lo que hacemos sin que nosotros la delatemos a ella —señaló Edwin.

—¡Estoy seguro de que lo único que desea es controlar lo que hacemos, tratar de tomar el mando de todo! —declaró Bob.

Ellen levantó una ceja y, sin negar nada, les dio la espalda y se puso a examinar su cuartel general.

—Bob, por favor, sé razonable en esto —dijo Edwin.

Bob miró a Marcus, luego a Edwin, y luego otra vez al primero, esperando ver un repentino cambio de opinión.

—¡No lo consentiré! ¡Casi preferiría ser estudiante de derecho que tener a una mujer en nuestro grupo!

—Por qué caminos misteriosos nos lleva el Señor, ¿verdad, señor Richards? No se preocupe, no soy una de esas reformadoras feministas. Creo que los hombres no van a desaparecer y que más vale que las mujeres aprendamos a trabajar con ellos, no contra ellos.

—¿Empezamos, pues? —propuso Edwin, mientras llevaba a Ellen hacia el estante de suministros químicos.

—Profesora Swallow, con la venia —dijo Bob, probando la táctica de mostrar su encantadora sonrisa.

—Ah, ¿ahora me habla, señor Richards?

—Debe saber que los hombres hemos estado trabajando hasta altas horas de la noche en estas tareas, sin la menor pizca de descanso.

Ella aceptó el reto encogiéndose ligeramente de hombros.

—Ayer yo estuve toda la noche con el telescopio, una vez que conseguí llegar a casa. Descubrí lo que me parece que son siete grupos nuevos de estrellas y tres nebulosas nuevas, y me he levantado con las gallinas. Mi cuerpo no necesita mimos.

—¿Tiene su propio telescopio? —preguntó él, sorprendido.

—Pasé dos años en Vassar con la misma ropa para poderme comprar el mejor, señor Richards. Sabía que contentaría más mi espíritu que una docena de vestidos, y, por suerte, tengo suficiente en la cabeza para compensar lo que me falta sobre la espalda.

Bob no reconoció la derrota, pero el pulso se convirtió enseguida en una rutina de actividad. Además, ahora tenían dos laboratorios a su disposición, y el de Ellen estaba mucho mejor equipado. Aunque debían tener cuidado de no entrar en él durante las horas de clase. Mientras tanto, los progresos que había hecho ella eran impresionantes. A través de distintos cálculos, había llegado a la misma conclusión primaria que sus nuevos colegas sobre la manipulación de las brújulas, y su trabajo químico, junto con el de Edwin, les permitió reducir a toda velocidad las posibilidades en el caso de State Street.

Su laboratorio estaba también lleno de vitrinas con moho y trozos de comida, lo cual explicaba en parte los extraños olores que salían al pasillo, así como ampollas con líquidos, que Ellen dijo que estaba examinando. Les mostró con orgullo veinticuatro muestras de agua que había recogido del estanque de Mystic Pond. Los alimentos y el agua que consumían, dijo, eran un campo minado de contaminación y problemas químicos y, sin embargo, los analistas no lo tenían en cuenta. Señaló un bote de canela que había analizado bajo el microscopio y en el que había descubierto mucho más serrín de caoba que canela.

—El mundo avanza y la ciencia con él —dijo a Bob cuando vio que observaba los estantes de comida con aire escéptico—. ¿No es posible que un día encontremos la forma de convertir los millones de toneladas de carbono de nuestra atmósfera en alimentos sanos? Cuando estudiaba fisiología a los siete años, había doscientos ocho huesos en el cuerpo. Hoy hay doscientos treinta y ocho.

—Nunca los he contado, profesora Swallow —gruñó Bob. El nuevo apelativo que había decidido darle y que usaba a discreción parecía satisfacer, por el momento, sus ansias de rebelión contra la idea de colaborar—. No debería discutir la cuestión con usted. La idea de crear ciencia a partir de alimentos puede no ser muy científica pero es, no sé, muy femenina.

—Mañana, si no hoy mismo, la mujer que vaya a gobernar su casa tendrá que ser también ingeniero. Señor Mansfield —añadió, volviendo la cabeza hacia el otro lado de la sala—, comprenderá que les he permitido entrar en mi laboratorio solo por el momento y para este propósito concreto.

—Sí, señorita Swallow —respondió Marcus.

—Bien. Porque no es bienvenido aquí si lo que quiere es examinar mis pertenencias privadas.

Marcus estaba mirando los cables de algo que parecía ser un mecanismo de alarma, sin duda lo que la había avisado de su presencia en el pasillo el día que había encontrado la caricatura.

—Es impresionante. ¿Lo ha construido usted misma?

—Sí —dijo Ellen con cierto orgullo en su tono normalmente desapasionado—. Adelante, puede observarlo unos minutos.

—Dos circuitos que funcionan con una pila galvánica —describió Marcus mientras lo inspeccionaba—. Dispuesto con electroimanes, de forma que cualquier interrupción del circuito al entrar en contacto con el cable hace que gire esa rueda fónica encima de su armario y que suene la alarma. Lo más ingenioso de todo es que el mecanismo está dispuesto de tal forma que la longitud de la alarma le dice con exactitud dónde se ha interrumpido el circuito. Señorita Swallow, ¿ha sufrido mucho acoso en los últimos tiempos?

La mirada de discreto orgullo de Ellen se desvaneció ante la pregunta.

—Desde el mismo instante en que puse un pie en los terrenos del Instituto.

—Quiero decir que si se han intensificado las jugarretas recientemente.

Ella cruzó los brazos.

—¿Por qué lo pregunta, señor Mansfield?

—¿Sabe quién es responsable?

—¡Por supuesto que sí!

—Dígamelo, y puedo intentar que el claustro acabe con ello.

—Qué crío.

—¿Cómo? —preguntó.

—Que es usted un auténtico crío.

Marcus frunció el ceño, confuso y ofendido.

Ella mostró con un gran suspiro su irritación por tener que dar explicaciones.

—Señor Mansfield, si indico al responsable como dice usted, y lo castigan o lo expulsan, ¿cree que entonces los otros me aceptarán de mejor grado? No, desde luego que no. Agitaré aún más el avispero. No es el miedo a mí, como persona, lo que inspira el acoso, sino lo que significará en el futuro el hecho de que yo esté aquí, porque el cambio rápido siempre es como un cáncer para quienes no lo desean. La gente siente curiosidad por saber qué monstruosidad surgirá de mis cenizas, ¿verdad? Díganles a todos esos individuos tan interesados que mi único objetivo es convertirme en una verdadera mujer, digna de tal nombre, y ser capaz de seguir sin amilanarme el camino que Dios me señale, me lleve a donde me lleve. Le agradecería que recuerde que no tiene ningún derecho a inmiscuirse en mi vida; no somos amigos, ni lo seremos jamás. Cuando terminemos esto, ustedes volverán a sus propias vidas, lo más lejos posible de mí.

—En este aspecto —intervino Bob—, estoy plenamente de acuerdo con la estimada profesora.

Durante el siguiente rato de estudio de la tarde, mientras Bob y Ellen estaban en el laboratorio de ella terminando de desmontar unos equipos para transportarlos y volverlos a ensamblar en el puerto, volvió a oírse el sonido, como un recién nacido llorando.

—¡Ahí está! ¡Ese ruido! ¿Qué otra cosa tiene usted aquí en su laboratorio secreto, profesora Swallow?

—¿A qué sonido se refiere, señor Richards? —preguntó ella a Bob en tono inocente.

El sonido se repitió, aunque esta vez era un grito salvaje.

—¡Ese! —dijo Bob, satisfecho porque estaba más cerca de dejar al descubierto su verdadera maldad.

—Se refiere a mi niño.

Antes de que Bob pudiera pedirle explicaciones, un esbelto gato negro saltó desde detrás de un armario a la mesa que estaba delante de Bob, que gritó y dio un salto atrás.

—¿Un gato? ¿Tiene un gato aquí?

—Es mi niño —repitió ella con sencillez—. Y la criatura más bella que jamás hizo Dios. Tiene una voz como la de un ángel.

—Es un gato negro común. Tiene un grito ruidoso y molesto. ¿Por qué no lo deja en casa?

—Normalmente lo hago. Están construyendo un edificio justo enfrente de mi ventana en la pensión y no me gusta que esté rodeado de las partículas de polvo durante el día. Ni los seres humanos ni los animales deberían respirar esas partículas extrañas. Aquí, por lo menos, sé con exactitud de qué está hecho cada compuesto, y puedo usar un ventilador. Quizá le interese saber que le gusta que le rasquen la barbilla.

—¿No se da cuenta de que con un gato negro corre peligro de provocar a esos chicos más inmaduros que piensan que es una bruja?

—¿Quiere decir chicos como usted?

—¡Más inmaduros todavía!

—¿Sabe usted, y esto es un hecho, que las mujeres de los marineros tenían gatos negros para garantizar el regreso de sus maridos, sanos y salvos, del mar? Es más, debido a esa superstición, los robaban todo el tiempo.

—Un animal corriente no debe estar en un laboratorio.

—En realidad, el laboratorio puede ser el mejor amigo de los animales. A medida que avance la ciencia, las vidas de los animales mejorarán, porque dependeremos cada vez menos de su trabajo y ya no ignoraremos sus condiciones de vida para mejorar las nuestras. Tenemos mucho que aprender de los animales si queremos ser alguna vez criaturas genuinamente industriales. El castor es el mejor constructor de puentes y el gusano de seda es mejor tejedor que cualquier hombre o mujer. Dios dio un oficio perfecto a la oruga, mientras que nosotros debemos aprender los nuestros. Eso es la tecnología, nuestra manera de aproximarnos a ser como los animales. Por cierto, me preocupa que los primeros pulgones estén pasando frío esta primavera.

—¿Pulgones? ¡Rayos y truenos, mujer! Arrégleselas para que ese animal no se quede mucho tiempo aquí, o lo arrojaré yo mismo a la calle y dejaré que lo encuentre una esposa de marino.

—Supongo que ha visto las últimas noticias —dijo ella, cambiando de tema e indicando el periódico del día que estaba sobre la mesa.

—¡Hemos estado un poco ocupados!

—No se sumerja demasiado en sus experimentos y se olvide de lo demás. Imagino que conoce la historia de la suerte del gran Arquímedes.

—¡Por supuesto! —dijo Bob, pero su tono vacilante delataba su ignorancia sobre el tema.

—Se la contaré de todas formas —dijo ella con una mirada de comprensión—. Cuando los romanos capturaron Siracusa, Marcellus ordenó que respetaran la vida del famoso ingeniero enemigo, inventor del temible espejo de Arquímedes. Pero, al encontrarle los soldados, Arquímedes estaba demasiado ocupado escribiendo fórmulas geométricas con un palo en la arena para contestar cuando dijeron su nombre, así que le atravesaron con una espada.

—¿Y bien? —preguntó Bob con impaciencia.

—Y bien, señor Richards, la última noticia es que Louis Agassiz, de Harvard, está organizando expediciones a varios puntos de Boston para examinar las formaciones sedimentarias.

—¡Cielos! ¿El sedimento?

—Disculpe. Tengo que ocuparme de unas cosas en la otra habitación.

—Debería mirarse en el espejo de Arquímedes de vez en cuando —gruñó él mientras cogía el periódico y localizaba la columna—. Bueno. Agassiz el fosilizado, qué suerte tener que competir contigo.

El gato, pensando que le hablaba a él, se enroscó sobre su costado delante de Bob. Una vez seguro de que Ellen había ido al laboratorio de al lado, Bob le rascó la barbilla al animal, que emitió un ronroneo gutural.

* * *

Marcus no podía confesar a Bob lo satisfecho que estaba de colaborar con Ellen Swallow. Había oído todas las historias sobre su excéntrica personalidad pero también sobre el extraordinario talento de su vista microscópica en el análisis químico. Si no tuviera que esconder lo que estaban haciendo del resto del mundo, a Agnes Turner le habría encantado oír hablar de la señorita Swallow. Pero, aunque hubiera sentido alguna tentación de contárselo, las amenazas del sindicalista le habían hecho entrar en razón. No era prudente involucrarla más de lo que ya estaba.

Durante los tres días siguientes dibujó bosquejos para perfeccionar parte de los mecanismos del resto del equipo que iban a necesitar en la búsqueda de pruebas en el puerto. Como tenía que hacer varios ensayos en el agua, anunció que iba a ir andando hasta el río, pero Bob le detuvo y dijo que tenía una idea mejor. Salieron del laboratorio y cruzaron el pasillo hasta el otro lado del sótano, justo debajo del vestíbulo de entrada, donde pasaron junto a los motores de los ventiladores y las filas del carbón que sobraba y otros suministros.

Llegaron a dos depósitos de agua, equipados con cañerías y bombas de vapor, que abastecían de agua salada a unos grifos especiales en el interior del edificio con el fin de emplearla en experimentos. Bob señaló un tercer depósito de agua salada.

—¿Dónde conduce este? —preguntó Marcus.

—A ningún sitio —dijo Bob, mientras desatornillaba la tapa—. Lo he usado para experimentar con un inyector para airear el agua.

—¿Sí? ¿Lo saben los profesores?

—Claro. Ellos lo aprobaron.

Esperó a ver si Bob iba a hacer algún chiste, pero estaba muy aplicado preparando el depósito.

—Nunca habías mencionado tu dispositivo de aireación, Bob.

—Bueno, no quiero que os hagáis una idea equivocada de que soy un empollón o un pelota como Edwin y tú. Vamos, ¿estás listo para empezar?

—Muchas gracias —dijo Marcus entre risas.

Introdujeron en el agua una linterna un poco mayor que la habitual lámpara de queroseno de mano, con un tubo extendido hacia arriba desde el armazón. Después de probar la lámpara a varias profundidades en el depósito para determinar cuánto podía durar la llama y obtener resultados bastante satisfactorios, hicieron una pausa para hacer modificaciones.

—No dejes que te distraiga, querido Mansfield.

Marcus le miró desde el suelo, donde estaba atando una válvula, y se preguntó cómo sabía que estaba pensando en Agnes. Bob había adoptado una expresión mucho más seria de lo normal en él.

—¿Quién? —respondió.

—¿Quién crees, Mansfield? Ellepedia. Parece tener una fe napoleónica en su propio talento que no puede sino resultar irritante.

—Sí, tienes razón. Tenemos un trabajo demasiado importante para dejarnos distraer. Bastantes personas han resultado ya dañadas por alguien que está ahí fuera.

—¿Cuándo crees que tendremos listo el resto de la maquinaria? —preguntó Bob.

—Unas cuantas pruebas más. Pasado mañana, quizá. Ahora, Bob, no puedo decir con certeza hasta qué punto va a funcionar.

—¿Has notado que sus ojos a veces son grises y otras veces azules, con un color que aparece y desaparece como un meteoro en el cielo? Hay algún truco en ello.

—¿Te refieres a la señorita Swallow?

—¿A quién, si no?

—¿Intrigado? —aventuró Marcus.

Bob se mostró esquivo.

—Aterrorizado. Es, sin ninguna duda, la primera mujer a la que no logro entender.

—¡Amigos, estáis aquí! ¡Venid! —Edwin apenas entró y recobró el aliento antes de volver a marcharse corriendo, con la bata de laboratorio flotando detrás de él. Marcus y Bob dejaron de lado lo que estaban haciendo y le siguieron hasta el laboratorio, donde se sentaron junto a la mesa, delante de Ellen, que estaba allí con su delantal.

—No me voy a romper. Se pueden acercar más, caballeros —dijo Ellen—. Mejor así. ¿Listos? Comienza la clase.

—Veréis, la señorita Swallow y yo hemos cambiado el compuesto utilizando las fórmulas que había preparado ella —dijo Edwin sin detenerse a respirar—, junto con la velocidad de propagación que muestran el reloj del viejo Capitolio y los relojes que encontrasteis vosotros, y la hipótesis de Bob sobre las bocas de incendios, que parece absolutamente acertada.

—Eddy —le apremió Bob, pese a que Edwin estaba hablando todo lo deprisa que podía.

—Veréis, yendo hacia atrás mediante esas fórmulas y ajustando la dilución del ácido que se combina con un fluoruro en el grado apropiado…

Ellen soltó una pequeña cantidad de su compuesto en la esquina de una lámina de cristal que había sobre la mesa. El trozo de cristal se consumió y empezó a gotear como si fuera un líquido.

—En forma gaseosa, pudo tener el mismo efecto —dijo Ellen—, en un área mucho más amplia, sobre cualquier silicato o cristal, no solo ventanas, sino gafas, vasos, relojes. Desde luego, sospecho que el experimentador utiliza un compuesto impuro y adulterado que nunca podremos reproducir con exactitud, pero la reproducción de su comportamiento y sus componentes básicos debería permitirnos observar lo que sucedió con cierta precisión.

—Si hemos dado con la fórmula química acertada —dijo Bob.

—Entonces estamos mucho más cerca de descubrir de dónde pudo llegar —dijo Marcus para acabar la idea.

El entusiasmo imperante se vio interrumpido por una llamada en la puerta del laboratorio.

—¡Ocupados! —respondió Bob.

La llamada se repitió y la puerta se abrió de par en par.

—¡He dicho «ocupado»! —gritó Bob.

—Saludos, amigos.

—Hammie —dijo Bob, completamente sorprendido. Mientras hablaba, se colocó delante de la mesa de demostraciones para ocultársela a Hammie—. ¿Tienes una llave de esta sala?

Marcus se puso tenso.

—¿Por qué estás en el edificio tan tarde, Hammie? —Edwin logró, por fin, hacer una pregunta menos comprometida.

—Vamos, vamos, basta ya de farsas. Sé lo que estáis haciendo aquí —dijo Hammie en tono serio, mientras caminaba unos cuantos pasos dentro del laboratorio. Tenía el sombrero ladeado y el rostro mal afeitado en torno a las curvas de las mejillas—. Y no me gusta —continuó ante las miradas fijas de los otros—, no me gusta nada.

—Escucha, Hammie —comenzó Bob, pero Marcus le detuvo con la mano, con la sensación de que aquello no era lo que parecía.

—¡LosTecnólogos! —gritó Hammie, indignado—. ¡Cómo os atrevéis!

—¿Cómo? —preguntó Bob.

—Puede que mi padre quite importancia a lo que hago, pero no voy a consentir que mis condiscípulos lo hagan. ¡No! He visto los papeles en las oficinas de los profesores. Os habéis inscrito como miembros de los Tecnólogos y habéis celebrado ya reuniones. Yo creé la Sociedad de los Tecnólogos cuando estábamos en segundo. ¡Los estatutos dicen que no podéis celebrar reuniones sin mí!

Los otros aprovecharon para respirar de nuevo.

—Hammie, no sabía que tú habías puesto en marcha los Tecnólogos —dijo Bob—. ¿Por qué no se apuntó nadie entonces?

Hammie miró hacia el techo, y luego por toda la habitación.

—La verdad es que no pude encontrar ningún miembro, nada más. Qué aburrido es todo el mundo aquí. Siempre quise tener una sociedad secreta. Por cierto, ¿qué es todo esto?

—No debes decírselo a nadie —espetó Edwin.

—¿Qué, Hoyt? —preguntó Hammie, distraído por la variedad de objetos sobre las mesas de demostración.

—¡No debes contarlo! —repitió Edwin, mientras Marcus y Bob le lanzaban miradas subrepticias de advertencia que él no vio.

—Sí, no debe decir nada, señor Hammond —dijo Ellen sin alterar la voz—. El Instituto nos ha pedido que desarrollemos unos experimentos nuevos para el programa del año que viene, pero es confidencial, para que ningún estudiante adquiera una ventaja desleal en la competencia por ser Alumno del Año.

—Pero usted es de primero —destacó Hammie.

—No se me permite participar en las clases —dijo Ellen.

—Eso es verdad —dijo Hammie—. Qué genial, tener cuatro miembros nuevos en mi sociedad de golpe y un encargo del claustro. Ahora, jamás en mi vida me habría imaginado a una mujer entre ellos.

—Es algo nuevo, Hammie —explicó Marcus. Hammie era imprevisible. Si no aceptaba a Ellen, podía decidir denunciarlos por usurpar su club ante el claustro—. ¿Verdad, Bob?

Cuando Hammie no despreciaba a sus colegas, parecía estar deseoso de sentirse aceptado, y no había nadie tan popular como Bob para ofrecérselo. Bob hizo una mueca ante su situación.

—Sí, sí. No es tan horrible como parece —murmuró.

Hammie se lo pensó, mientras se mordía el carrillo.

—Señorita —dijo, volviéndose a Ellen para inspeccionarla de frente y de lado—, ¿cuándo nació usted? La fecha exacta.

Ellen apretó los dientes como para dejar claro que iban a tener que arrancarle la respuesta por la fuerza. Marcus le rogó con la mirada que respondiera. Por fin dijo, con voz débil:

—3 de diciembre de 1842.

—¿Y a qué hora, señorita Swallow? —ella se lo dijo—. Tiene usted nueve mil doscientos ochenta y tres días, sin contar hoy, por supuesto —dijo Hammie casi al instante. Esto pareció aplacar sus reservas, y entrelazó los dedos para reflexionar. Recorrió la fila de estudiantes como un sargento—. Tener a un miembro del sexo débil en una sociedad secreta es una idea nueva. ¿Quiere tener un sitio, señorita?

Con claro gesto de repugnancia ante la terminología relacionada con su condición de mujer, Ellen, con voz apenas audible y voz dócil, le aseguró:

—Sí, lo deseo con toda el alma, señor Hammond.

Hammie detuvo la vista sobre ella algo más de lo debido mientras continuaba su examen de las tropas.

—Bueno, supongo que tendremos que revisar nuestros estatutos. Los Tecnólogos, como quizá saben, están dedicados a proteger el estatus y la reputación del Instituto. Y otra cosa: los estatutos dicen que cada nuevo miembro debe pronunciar el juramento de la sociedad en voz alta, o será expulsado de inmediato y no podrá entrar nunca más en esta cámara.

—¿El juramento? —preguntó Marcus.

Hammie se irguió y dijo con voz grave:

—«Juro por Tech y siempre juraré» —esperó.

Los otros se miraron entre sí y repitieron las palabras de forma no muy convencida.

—Recuerda, Hammie, un miembro de una sociedad secreta nunca debe hablar de ella a los que no son miembros —advirtió Bob—. Debemos mantenerlo por completo entre nosotros.

—Mi querido Richards —replicó Hammie con su sonrisa descuidada—, yo desprecio a la mayoría de la gente: al noventa y nueve por ciento, para ser aproximados. Por supuesto que conozco las reglas. Estás hablando con el presidente de la Sociedad de los Tecnólogos. ¿Alguien tiene vasos y vino, o quizá sidra?

—Tenemos estos, Hammie —dijo Edwin mientras mostraba algunas probetas de porcelana usadas en experimentos.

—Tomad —dijo Bob, sacando una botellita negra del bolsillo interior de su chaqueta.

—Con esto bastará —Hammie sirvió un poco de whiskey de la botella en cinco probetas. Cada uno levantó la suya, siguiendo su ejemplo—. ¡Amigos, brindemos a la salud de los Tecnólogos, ahora y siempre! —los cuatro hombres se bebieron sus whiskeys. Ellen vertió el suyo por el fregadero mientras el nuevo presidente de su sociedad estaba ocupado haciendo una especie de danza frenética por el cuartel general.