¡Otra vez no!, fue lo que pensó Ellen Swallow dos semanas antes, cuando, desde su ventanuco del sótano, vio las botas llenas de barro de la policía que subían los escalones del Instituto. Sabía que, si el tipo de locura anticientífica que ya había presenciado empeoraba, el Instituto, ya con problemas económicos, estaría pendiendo de un hilo.
¡Tienes que encargarte tú, Ellen Swallow!, fue el siguiente pensamiento que se le pasó por la cabeza.
Tendría que trabajar en secreto. Había ya tantas sospechas sobre su institución que cualquier indicio de relación con fechorías podía desmandarse a toda velocidad. Lo entendía muy bien, porque Ellen Henrietta Swallow era el Instituto de Tecnología. Ella tampoco podía dar un solo paso en falso.
La mañana en la que se había conocido el desastre del puerto, Ellen estaba volviendo a Boston desde Worcester, donde había ido a visitar a su madre. Desde la ventana del tren traqueteante —siempre se sentaba junto a la ventana, en cualquier vehículo—, el puerto parecía estar en llamas.
¡Otra vez no! No era que su primer intento de carrera universitaria se hubiera interrumpido por problemas similares, pero se había quedado sin alcanzar sus objetivos, de todas formas, igual que se quedaría sin cumplir sus ambiciones actuales si se agolpaban los nubarrones negros sobre Boston y el Instituto. Había entrado en Vassar poco después de que se inaugurara la institución para mujeres. Ellen no había ido nunca al colegio; sus padres tenían tan pobre opinión de todas las escuelas locales que habían decidido educarla ellos mismos. Lo hicieron a conciencia, y lo que no le enseñaron lo estudió ella por su cuenta. Cuando Vassar la aceptó, fue como alumna de tercero. Le resultaba muy conveniente tener que pasar solo dos cursos en la universidad en vez de cuatro, porque tenía que pagarse ella misma su matrícula y sus gastos. Incluso en sus vacaciones de invierno, cuando iba a casa de visita, ayudaba en la tienda de su padre para ganar algo más de dinero, organizando todo el inventario y llevando los libros. Para consternación de su padre, se negaba en redondo a permitir que los clientes fumaran en la tienda mientras estaba ella allí.
—¿Para qué vende usted tabaco si luego no quiere que lo fumemos? —preguntó un hombre con una pipa que se había acercado a la estufa en un día de frío, mientras Ellen le hacía salir.
—También le he vendido melaza —dijo Ellen—, pero no contamos con que vaya a ponerse usted a cocinarla aquí.
Las demás chicas de Vassar le resultaban simpáticas, aunque le sorprendió ver que veintidós de ellas llevaban el cabello suelto hasta la cintura, sin ningún esfuerzo por recogérselo. Era como si no se hubieran vestido. Sus gorros, que aseguraban que estaban a la última moda de París, eran tan pequeños que hacía falta un microscopio para verlos.
El único verdadero problema que tuvo en sus dos años de Vassar fueron las autoridades de la universidad, que no la dejaban estudiar lo suficiente. Temían que si una alumna sufría un colapso por exceso de trabajo se demostraría al mundo que las mujeres no podían obtener un título universitario sin perjudicar su salud, lo cual, según decían algunos expertos médicos, acabaría alterando su menstruación y sus futuras posibilidades de tener hijos. Cuando hubo una muerte por suicidio y otra por enfermedad entre las estudiantes, las restricciones se endurecieron aún más. Pero Ellen, persistente, recibió autorización especial para levantarse antes que las demás, y pronto descubrió que podía estudiar nueve horas ininterrumpidas hasta que la cabeza comenzaba a dolerle por leer demasiado tiempo.
Durante una clase optativa de ciencias, Ellen y un pequeño grupo de muchachas se ofrecieron voluntarias para analizar cualquier cosa que encontrasen, desde el betún hasta la levadura. Su inmersión en esta tarea, la fascinación que le produjo y su talento para ello la convencieron de intentar dedicar su vida a la química. Sin embargo, después de graduarse en Vassar, pareció que se topaba con un muro detrás de otro. A pesar de todos sus esfuerzos, descubrió que un título de una universidad femenina no le facilitaba la admisión en la profesión que quería ejercer. Vivía en un purgatorio, con tanta preocupación y tanta indignación que empezó a pensar que no iba a quedarle mucho tiempo de vida. Se sentía frustrada, rechazada en todas partes, como si Dios no quisiera ayudarla un poco y el hombre estuviera haciendo todo lo posible en su contra, y hasta su propio corazón la traicionó.
Se sentía como el profeta Balaam, detenido en todas partes por un ángel al que ni siquiera podía ver.
Había comprendido entonces que, para abrir nuevos caminos, tal como imaginaba, iba a tener que demostrar sus aptitudes como pionera en un nuevo tipo de educación científica, el iniciado unos años antes por el Instituto de Tecnología.
El día de su cumpleaños, el 3 de diciembre, se sentó a escribir una carta al Instituto. No tardó ni dos semanas en recibir una respuesta del rector Rogers. «¿Puede venir a Boston dentro de unos días a verme? Le diré ya que usted va a tener todas las ventajas que puede ofrecer el Instituto sin que le cueste nada. La felicito, a usted y a cualquier otra mujer tan trabajadora, por el resultado». Ellen sabía, incluso en medio de su alegría por la noticia, que su admisión, aunque fuera digna de mención, no era más que un paso. Sin ingresos, apenas podría tener para vivir en Boston, que en los dos o tres últimos años se había ido llenando cada vez más de trabajadores, antiguos habitantes de zonas rurales que ahora necesitaban encontrar empleo en la industria. Luego estaba el hecho de que muchas caseras no aceptaban «estudiantes universitarias», porque nunca habían oído hablar de especie tan exótica, aunque Ellen señalara que, a diferencia de sus colegas masculinos, ella no fumaba ni se metía en la cama con las botas; y muchas otras no admitían a mujeres solteras, o solo a un número limitado, para que no dijeran que su casa era un burdel. Por fin, Ellen llegó a un acuerdo con una casera, la señora Blodgett, cuya hija había ido con ella a Vassar. La señora Blodgett le daría habitación y comida a cambio de que Ellen limpiara, cocinara, mantuviera la paz entre los criados y organizara los libros de la pensión, siempre que no estuviera ocupada con sus estudios en el Instituto.
Ellen prometió a su padre, que estaba preocupado por su seguridad, que se llevaría a Boston un revólver con la empuñadura de nácar que ella misma había obtenido en un concurso de tiro cuando tenía quince años. Compró varios cartuchos y lo llevaba en el bolsillo del abrigo cuando caminaba sola por la ciudad, en especial de noche; por suerte, todavía no había tenido ocasión de utilizarlo contra ninguno de los violadores que su padre imaginaba que habitaban en la ciudad. Cuando Ellen leyó los detalles de los terribles incidentes en los periódicos, se aseguró a sí misma que sería capaz de defender su pureza. Aunque no era contraria a experimentar un amor romántico y una pasión física, si alguna vez los encontraba, tampoco le asustaba tener que vivir su vida sin esa experiencia. Pero lo que sí le daba terror era pensar en la posibilidad de que le arrebataran su libertad de elegir en materia de intimidad.
Unos meses después de llegar a Tech, estaba visitando a su familia en Worcester cuando se enteraron de que el brazo derecho de su padre había quedado aplastado en un accidente de tren mientras ayudaba a un amigo que trabajaba para una compañía de transportes. Con un gran esfuerzo para contener su propia angustia, ayudó a sujetarle en la cama mientras el médico le amputaba el miembro, una escena que casi le arrebató a ella el juicio. En medio de su sufrimiento y su delirio, sus gritos por el brazo que ya no estaba allí, su padre no pidió ayuda a nadie más que a su Nellie en los cuatro días transcurridos hasta que falleció. Después, Ellen tuvo miedo a veces de que iba a verse obligada a dejar su sitio en el Instituto antes de que llegara el verano. Pasó meses yendo y viniendo entre Worcester y Boston cada día para que su madre no estuviera sola, pero, aun así, consiguió salir adelante en sus estudios.
¿Para qué misión especial la estaba preparando Dios? En este periodo oscuro, aprendió que tenía la voluntad y el poder de controlar su mente hasta cierto punto. Nunca habría podido sobrevivir a esos tristes meses si por un instante se hubiera permitido detenerse a pensar en las terribles escenas del fallecimiento de su padre. Solo soñó con su muerte una vez, una noche después de estar sentada en su sofá de Boston remendándose un vestido y pensando en su casa. Ahora, cuando se le venían esas ideas a la cabeza, cerraba la puerta con fuerza para que no entraran y desviaba su atención hacia otra cosa, se ponía a leer un libro o cogía un lápiz y empezaba a planear algo para el futuro. Su concentración mental parecía un niño al que hubiera que dar gusto, y era igual de fácil distraerla de las cosas siniestras e incontroladas.
Calma e independencia: esas eran las gracias cristianas más maravillosas.
Los demás estudiantes del Instituto, en su mayoría, daban su sitio por descontado, pero Ellen no, ni por un instante. Ellos desperdiciaban su tiempo durante las pausas jugando al fútbol y al béisbol, pero Ellen no, aunque a veces los miraba correr desde la ventana de su sótano y parte de ella anhelaba poder unirse a sus competiciones frívolas y viriles, mientras que la otra mitad, más sensata, estaba a punto de fabricar una pasta de cloruro de cal para limpiar sus manchas de hierba.
Las manchas de la propia Ellen cambiaban casi a diario. A veces, la piel de las manos se le teñía de azul; a veces, de marrón; a veces, las dos cosas. Sus vestidos solían tener agujeros de los ácidos, algunos de los cuales atravesaban incluso su enorme delantal de caucho.
Cuando la veían en el interior del edificio, algunos alumnos silbaban o hacían ruidos imitando besos. Otros se levantaban el sombrero y detenían toda conversación para mostrar una helada cortesía. Educados u hostiles, todos ellos la miraban fijamente, y ella se odiaba a sí misma cuando sentía que se ruborizaba al imaginarse lo que estaban pensando. Prefería, con mucho, que la ignorasen. Cuando tenía que recorrer el edificio, solía protegerse con un montón de libros delante del pecho, y, si no tenía más remedio que esperar en un banco a que pasaran en tropel unos estudiantes para poder llegar a las escaleras o al almacén, se ponía a tejer sin levantar jamás la vista de sus agujas y su ovillo de lana.
Ellen Swallow nunca había esperado a que nadie, ni hombre ni mujer, hiciera por ella nada que pudiera hacer ella misma. En las primeras semanas de su estancia en el Instituto, llevaron a los estudiantes a visitar una fábrica de armas. Creían que ella no iba a ir, pero se presentó esa mañana con su mejor vestido, que no obstante seguía siendo sencillo. El ayudante del profesor, que acompañaba a la clase, le indicó en voz baja que no era una excursión apropiada para un miembro del sexo débil porque, primero, era una fábrica que hacía armas, y segundo, algunos de los musculosos hombres del taller estarían semidesnudos y una mujer los encontraría repugnantes. Ellen respondió, primero, que había fábricas y factorías en todo el país que daban trabajo a mujeres jóvenes, y si las mujeres podían trabajar en fábricas, ella, desde luego, podía visitar una; segundo, que nunca le había repugnado ningún tipo de trabajo, y tercero, que haría todo lo posible para no distraer a los hombres.
El ayudante del profesor no quería ceder. Era un joven que se había graduado en Yale y al que le ofendía tener que relacionarse con Ellen, por lo que siempre le daba o demasiado trabajo o demasiado poco, según su humor, y cuando se la encontraba en los pasillos, muchas veces la saludaba llamándola «señor Swallow».
—Dado que es usted aficionado a llamarme señor Swallow, creo que debo insistir en que a partir de ahora me trate como a un hombre más —dijo ella—, y le alegrará saber que, igual que algunos hombres, yo no tengo miedo a las armas —ese fue el momento en el que el ayudante se convirtió en la única persona de Boston a la que Ellen mostró su revólver con empuñadura de nácar. Cuando pasó por delante del confundido vástago de Yale para unirse al grupo, la pistola había vuelto ya a su estuche de piel y este a su bolsillo. Más tarde, él se quejó ante el comité del claustro de la presencia de Ellen en la excursión (aunque su humillación le impidió mencionar el revólver), y aprobaron una resolución que la obligaba, en las visitas a las fábricas, a llevar el rostro y el cuello completamente cubiertos.
Ella la obedeció sin objeciones.
Tras la visita de la policía al Instituto, Ellen abordó el asunto como abordaba todo lo que le suscitaba curiosidad: con un libro en la mano. Investigó la historia de los naufragios y desastres marítimos y descubrió, para su gran asombro, que lo que había ocurrido en el puerto de Boston parecía no tener precedentes. Aun así, se podían extraer pistas del pasado. Un fragmento que encontró de un periódico de 1843, por ejemplo, hablaba del naufragio del navío Reliance, que viajaba de China a Inglaterra: «Durante los últimos diez días, el señor Kent y sus socios, que compraron lo que quedaba del Reliance cerca de Boulogne, se han dedicado con afán a llevar los restos a tierra; han encontrado un cronómetro, varios platos de plata y chapados y un gran depósito de hierro, de 13,7 metros de largo por 2,4 metros de grosor y 1,8 metros de ancho».
Al explorar más este caso en varias historias náuticas en francés en la sala de lectura de la biblioteca pública, Ellen descubrió que el depósito de hierro mencionado en el fragmento estaba situado aproximadamente 5,4 metros por debajo de la brújula de bitácora. Calculó que el depósito debía de haber ejercido una atracción magnética equivalente a 0,06 metros cúbicos de hierro maleable, y que la parte del depósito que hubiera estado del lado de babor habría atraído el polo sur de la brújula. El Reliance debía de haber trazado un rumbo sureste en la brújula y, sin embargo, en el momento de la catástrofe, atravesaba el canal en dirección noroeste, con una desviación de ocho o nueve leguas respecto a su rumbo teórico. Empujado hacia la orilla, el barco naufragó y ciento catorce personas murieron ahogadas.
Con la información obtenida de ese y otra docena más de naufragios históricos que podían atribuirse a la presencia del hierro o algún otro material con carga magnética, Ellen llegó a diversos cálculos que le permitieron aventurar la cantidad de hierro capaz de causar unos daños de la dimensión de los del puerto de Boston y cómo debía estar colocado. Había una diferencia respecto a los otros naufragios: era imposible que la mala suerte hubiera provocado el desastre de Boston. No podía ser cuestión de azar ni estupidez. Tampoco la mala suerte podía ser responsable de esto, pensó Ellen con terquedad al leer lo que había ocurrido en State Street el 10 de abril. Le costó encontrar un punto de partida para su investigación en el segundo incidente, pero se acordó de las demostraciones de técnicas de soplado de vidrio que había visto cuando tenía diez años. Leyó todo lo que pudo sobre el tema. Estaba segura de que la clave de cómo se podía destruir una cosa como una ventana de cristal desde fuera estaba en descubrir cómo se hacía desde dentro.
Cuando vio al señor Mansfield, aquel Johnny Appleseed[4] de la mecánica, en su mundo, en su sótano, el de ella supo que no era ninguna coincidencia. Sabía, porque se aseguraba de recoger toda la información existente sobre el Instituto, su personal y sus alumnos, que él era un estudiante becado y que estaba al servicio de los profesores, lo suficiente como para espiarla y hacer de agente de los elementos del claustro que no deseaban que ella siguiera allí.
—Tenemos una sociedad. Se llama los Tecnólogos —había farfullado de manera poco convincente.
Sus amigos y él eran una molestia y una amenaza para su reclusión, y, si podía conseguir que los enviaran lejos por alguna infracción, lo haría con una sonrisa y una sacudida de su pañuelo. Claro que ellos podían hacer lo mismo si la descubrían.
—Una sociedad secreta —había añadido el ricachón de Bob Richards, tan acicalado y tan exageradamente guapo pero sin ningún encanto.
¡Una sociedad secreta! Menuda ironía. Hasta los olores de las sustancias químicas que llegaban a su laboratorio desde el de ellos los delataban. No había secretos ni en la naturaleza ni en el ser humano que Ellen Swallow no se sintiera capaz de descubrir, con tiempo suficiente.
Le hacía reír pensar en lo listos que se creían, pero estaba decidida. Preocuparse por ellos era una distracción. Lo que iba a hacer era dominarlos.