XXII
Los aprendices de relojeros

Si había un lugar en el plano de Boston, tal vez incluso en un globo terráqueo, que contuviera la mayor proporción de hombres consultando sus relojes en un momento dado, quizá podía ser el barrio financiero de Boston. Era natural, por tanto, que los relojeros proliferasen en terreno tan fértil.

Marcus y Bob visitaron a seis relojeros distintos en tres calles de la zona del desastre durante los dos días siguientes. Explicaron que estaban aprendiendo el arte de reparar relojes y que deseaban observar diversos tipos de problemas aparecidos en una serie de relojes. De esa forma convencieron a todos los relojeros, menos dos, de que les mostraran los relojes que tenían pendientes de ser arreglados. Uno de los relojeros casi los echó a la calle, hasta que Bob habló en tono ensoñador del ajuste isocrónico del muelle de equilibrio, lo cual inspiró al hombre no solo a abrirles su vitrina de relojes sino a ofrecerles una demostración detallada del funcionamiento del muelle.

—Oí decir a Eddy algo similar una vez, cuando estaba arreglando su reloj en la sala de estudio —explicó Bob más tarde a Marcus.

Al terminar, habían recolectado las horas paralizadas en el cristal derretido de veintitrés relojes y habían emparejado cada uno con el nombre del dueño en las listas de cada uno de los relojeros. Con el directorio de la ciudad, obtuvieron la dirección de las oficinas de todos ellos.

—Aquí está —dijo Bob mientras enseñaba una lista de nombres y direcciones. Se habían juntado con Edwin entre clases, en el laboratorio de los Tecnólogos en el sótano—. Gracias al despierto cerebro de nuestro amigo, Eddy, tenemos el marco temporal minuto a minuto en el que se extendió el incidente por State Street.

—¡Marcus, este es un trabajo de primera categoría! —dijo Edwin.

Bob añadió:

—He sentido la misma emoción que sintió Galileo cuando, al fabricar su primer telescopio, miró Venus y vio que tenía una forma en C como la de una luna en cuarto creciente, que era lo que sus estudios le habían enseñado que debía tener.

—Claro que la gente no siempre da bien cuerda a su reloj —musitó Edwin—, y siempre hay alguna pieza que aunque pretende ser un reloj nunca está en hora, pero creo que he descubierto la fórmula para dejar un margen de error que nos permita acercarnos lo más posible.

—Debemos marcar estas horas en un plano —dijo Marcus.

—Nuestro plano del Ayuntamiento es de los más recientes que hay, pero ya está anticuado en algunos detalles —dijo Bob.

—Los cartógrafos no pueden mantener el ritmo de los cambios que vive la ciudad. Para cuando se imprime un plano nuevo, se han construido diez nuevos edificios, un canal se ha convertido en una calle y una calle en una vía de tren.

—¿Qué tal el Departamento de Arquitectura? —propuso Edwin—. Han estado todo el año construyendo una reproducción perfecta de toda la ciudad, que van modificando sin cesar a medida que la ciudad crece.

—¡Bravo, Eddy! Pero no podemos entrar —dijo Bob. El Departamento de Arquitectura, el primero del país, aunque se consideraba una rama más de la educación industrial y práctica de Rogers, constituía su propia isla en el edificio de Boylston Street. El profesor que lo encabezaba, el señor Ware, no había empezado a formar a sus estudiantes hasta el año anterior, lo cual quería decir que solo tenía alumnos de los primeros cursos. En parte por su esotérica materia, y en parte por haber comenzado más tarde, tanto profesores como alumnos guardaban con celo su material y sus aulas e impedían el acceso al resto de los estudiantes.

—Creo que hay un modo, Bob —replicó Marcus—. Señores, reúnanse conmigo en la segunda planta, digamos dentro de quince minutos.

Cuando Bob y Edwin llegaron a las aulas de arquitectura a la hora fijada por Marcus, vieron a un alumno más joven que ellos en la puerta.

—Vamos, entren —les dijo, y cerró la puerta—. Por aquí, amigos, y caminen deprisa.

Dentro los aguardaba Marcus.

—French, ¿cuánto tiempo tenemos?

—Veinticinco minutos, señor Mansfield —respondió el joven estudiante—. Los de segundo están en dibujo libre y los de primero en geometría con el profesor Runkle, que no me echará de menos en absoluto, con mis notas.

—Ya verás como mejoran, te lo prometo. Gracias por la ayuda, French. Te haré una señal cuando hayamos acabado.

—¿Quién es el cachorro? —preguntó Bob tras dejar a French en una mesa junto a la entrada del aula de al lado.

—Es Dan French, uno de los alumnos de primero a los que estoy encargado de preparar. Un dibujante sensacional, dicen, pero no tuvo más que un 62 sobre 100 en geometría y un 16 en química en los exámenes parciales.

—¿Seguro que no hablará, Marcus? —susurró Edwin, después de mostrarse horrorizado ante las notas de French.

—Por lo que yo sé, es un tipo discreto.

Pasaron una serie de mesas de dibujo y entraron en una sala larga y estrecha, dominada por una mesa que se extendía casi la longitud entera de la habitación. Sobre ella estaba una maqueta del área metropolitana de Boston que los dejó asombrados.

—Bievenidos a Lilliput, amigos —dijo Bob—. Nunca había pensado que esos idiotas de arquitectos fueran capaces de algo así.

—Extraordinario —dijo Edwin, maravillado ante la maqueta.

—French dice que tienen previsto regalársela al Ayuntamiento cuando esté terminada como símbolo de la gratitud del Instituto con Boston por habernos dado nuestros terrenos —explicó Marcus.

—Un Boston en miniatura, a vista de pájaro —dijo Edwin, mientras se arrodillaba para ver mejor—. Es genial. Tiene incluso la bala de cañón alojada en el muro de la iglesia de Brattle Street.

La maqueta incluía cada calle, cada acera, cada muelle y cada edificio de la ciudad, todo tallado en madera con precisión matemática y minucioso detalle en cuanto al tamaño relativo y la posición. Se apoyaba en una plataforma que representaba las elevaciones del terreno y los fundamentos de la ciudad. Era como si una máquina hubiera condensado Boston dentro de una habitación. Bob y Edwin localizaron las distintas casas e iglesias que habían conocido desde niños. Marcus encontró la miniatura del propio Instituto y estudió su diseño.

Le impresionó muchísimo la sensación de ver todo Boston de una vez. Pese a vivir en la ciudad, le resultaba imposible hacerse una idea completa de ella. Cada orientación le mostraba un Boston nuevo. Estaban los barrios bajos y los edificios de pisos llenos de inmigrantes, los elegantes grupos de casas de ladrillo resguardadas por árboles, los ajetreados barrios comerciales inmunes a las preocupaciones de cualquiera ajeno a ellos.

—No falta nada, ni siquiera las vallas y los cobertizos —comentó Edwin, aún deslumbrado.

—French dice que la llaman «Boston Junior». Pero sí falta algo —dijo Marcus.

—¿El qué? —preguntó Edwin, mientras inspeccionaba la maqueta en busca del error.

—Ciento noventa mil personas. Recordad, ellas son la razón por la que estamos haciendo esto.

—Por supuesto —asintió Edwin, aceptando el reproche.

—¿French dice que está construida a escala exacta? —preguntó Bob.

—Sí —dijo Marcus—. Aquí está nuestra lista de los relojes que se detuvieron y la hora de cada uno.

—A lo mejor con esto podemos deducir el tipo de compuesto químico liberado en el aire, si creamos una fórmula para su velocidad de dispersión basándonos en este modelo —dijo Edwin. A continuación empezó a tomar medidas en la maqueta mientras Marcus leía las posiciones y las horas.

—¿Han acabado ahí? —preguntó Daniel French tras golpear la puerta—. Quedan cinco minutos para que vuelvan.

Marcus le dio las gracias.

—Creo que ya tenemos lo que necesitamos. Estos son mis cálculos preliminares sobre la velocidad de dispersión —dijo Edwin, con un papel en la mano.

—¡Ya! —exclamó Bob—. Fantástico, Eddy —luego, para sí mismo, dijo—: Un momento. Mirad las bocas de incendios.

—¿Qué, Bob? —preguntó Edwin.

—Mansfield, ¿recuerdas lo que dijo ese chico, Theo, sobre el obrero que estaba arreglando las bocas de incendios en la calle? Las bocas de incendios se estropean de vez en cuando, pero las probabilidades de que varias bocas necesiten reparaciones al mismo tiempo… Me sonó extraño al oírlo, pero no le di más vueltas. Mirad la colocación exacta de las bocas de incendios alrededor de la zona del desastre. ¿Y si las utilizaron para distribuir las sustancias que hicieron que se derritiese el cristal?

—Tenemos que volver de inmediato… —empezó Marcus.

—No sirve de nada, el experimentador es demasiado precavido —dijo Bob—. Habrá eliminado ya cualquier prueba, pero, si podemos incluir la posición de esas bocas —señaló las diminutas reproducciones— en nuestros cálculos, serán mucho más exactos.

Edwin ya había empezado a hacerlo.

—Podemos hilvanarlo todo abajo probando varias combinaciones de sustancias para ver con qué rapidez se dispersan —dijo, mientras salían con sigilo del Departamento de Arquitectura.

De vuelta en su laboratorio del sótano, Edwin preparó la serie de pruebas químicas mientras Bob ayudaba a Marcus a diseñar experimentos de prueba para su material submarino. Muchas horas después, había oscurecido fuera y cada uno de los tres se había echado un rato en el suelo de ladrillo para descansar.

—Mansfield, mira esto —susurró Bob, sentado en un taburete, mientras Edwin dormía un poco.

Marcus cogió la hoja de cuaderno que le daba Bob.

—¿Qué es?

—Una lista que he encontrado, escrita por Edwin, con problemas matemáticos, científicos y tecnológicos importantes que todavía no están resueltos. Trece. Se cayó de uno de sus libros.

Marcus la leyó.

—¿Pretendes resolverlos en nuestros ratos libres?

—Había pensado que podíamos poner la lista en la pared del laboratorio y poner cada uno nuestra inicial al lado del que nos gustaría resolver antes de entrar en el reino de los cielos —al no recibir ninguna respuesta de Marcus, añadió—: Ayudaría a que el local pareciera más una verdadera sociedad o un club, ya sabes.

—No somos una verdadera sociedad, Bob.

—¡Traidor!

Marcus se rió mientras le devolvía el papel.

—Ponla si quieres, si te deja Edwin.

—¿Si me deja? —protestó Bob.

—¿Si dejo qué? —preguntó Edwin mientras se sentaba, se frotaba los ojos y se estiraba con un gran bostezo.

Después de aguantar una charla de Edwin sobre la inmoralidad de mirar los papeles de un hombre que está durmiendo, Bob se salió con la suya y la hoja de papel ocupó su lugar en la pared del laboratorio.

Más tarde, justo cuando Marcus se disponía a tumbarse en el suelo y empezaba a cerrar los ojos con alivio, le sobresaltaron el ruido de cristales rotos y los gritos de Edwin. Marcus se puso de pie.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Bob, tosiendo.

—Se me ha resbalado el tubo de las manos… ¡Casi lo había conseguido! —dijo Edwin con tono frustrado.

—¡Enciende el ventilador! —dijo Marcus.

El ventilador movió el gas con sus aspas, pero no podía con los vapores. Los tres jóvenes se taparon la boca con sus pañuelos y salieron corriendo al pasillo.

Allí les sorprendió una risa femenina. Ellen Swallow estaba de pie en la puerta de su laboratorio. Sonreía, lo cual, para ella, era casi como un ataque de histeria. Llevaba un traje oscuro que parecía un uniforme de gimnasia, con un delantal negro por encima, y el cabello en una serie de complicadas trenzas que solo podían calificarse de enrevesadas y que cualquier revista femenina moderna habría condenado sin reparos.

—¿Sí? —le dijo Bob, sin saber de qué otra forma expresar su irritación.

Ella levantó su nariz afilada y observó:

—Ácido sulfúrico con… fluoruro de sodio.

—Exacto —dijo Edwin, y miró a sus amigos—. ¡Exacto! Pero ¿cómo lo sabe ella?

Los ojos de color gris acero de Ellen se volvieron completamente serios.

—Porque sé lo que están haciendo, señor Hoyt —advirtió—. Y esto tiene que acabar.