XXI
Historia natural

No podía decir cómo había acabado con tal confusión. Siete años de policía en el primer y mejor departamento del país, dos años, de momento, como sargento. Consideraba muy valiosas sus diversas experiencias. Pero nada de lo que había vivido parecía servirle para lo que tenía ahora ante sus ojos.

El Museo de Zoología Comparativa de Harvard estaba transformado. Se había convertido en otro tipo de museo, un museo de desastres indescriptibles, podría decirse. Los desastres que se habían abatido sobre la población de Boston estaban en este edificio, diseccionados por el especialista en ciencias naturales como si hubiera encontrado un exótico cocodrilo o algún otro animal. Cada sala había pasado a ser una pequeña muestra de la catástrofe: en tres de las salas pequeñas, se habían limpiado y etiquetado de forma metódica y con cuidado innumerables fragmentos de los restos reunidos en el puerto. Otras tres salas estaban dedicadas a los recuerdos de la catástrofe de State Street. El sargento Carlton pensó que, para ser unos objetos tan mimados y contemplados —desde zapatos perdidos hasta un ancla gigantesca llena de percebes incrustados—, parecían estar organizados con bastante arbitrariedad, y que el científico parecía dar la misma importancia a todos. Durante la última semana y media, el corpulento naturalista había pasado cada vez más tiempo encerrado en su despacho particular, ante la mirada exclusiva de una fila de cráneos humanos, examinando mapas antiguos, hasta el punto de que apenas salía para ofrecer a Carlton nuevos datos.

Unos días antes, Carlton le había llamado cuando algo se deslizó por encima de su bota.

—¡Agassiz! ¡Agassiz! ¡Venga rápido, hay una serpiente!

—¡Dios mío! —gritó Agassiz, que llegó corriendo—. Pero ¿dónde están las otras cinco?

Cuando presionó al naturalista para que le diera alguna respuesta a los problemas que estaban investigando, Agassiz declinó y explicó:

—Si tengo más capacidad que algunos hombres, mi querido sargento, entonces mis errores son más peligrosos que los suyos. Continuaré mis investigaciones hasta que alcance cierto grado de certeza.

En una ocasión salió de su estudio privado riéndose a carcajadas. El científico siempre olía a aceite y pescado. Carlton, con la esperanza de que hubiera alguna noticia alentadora, dio un salto y le preguntó qué había pasado.

—¿Conoce la historia del chino de Chamisso, sargento?

Carlton dijo que no.

—Decide que está muy descontento con que la trenza le cuelgue de la parte de atrás de la cabeza, así que se da la vuelta hacia la izquierda y luego hacia la derecha, pero descubre que sigue estando siempre detrás, y empieza a dar vueltas deprisa para encontrársela en algún momento delante. ¿No lo entiende?

—No veo el chiste —replicó Carlton.

—¡Se me acaba de ocurrir que el chino es como los evolucionistas, que dicen que pueden hacer realidad cualquier cosa con tiempo y repeticiones y por eso siguen dando vueltas en círculos!

Desde hacía dos días, el científico había dejado por completo de dar información a Carlton, lo cual obligaba al policía a deambular por el museo y preguntarse, en compañía de un esqueleto de pájaro dodo, cómo había acabado allí. Por fin, el sargento envió a buscar al jefe Kurtz, y ahora estaba saludándole en la puerta de la calle.

Kurtz le escuchó con comprensión.

—¡Pero mire, Carlton, Agassiz consigue que la Asamblea no se entrometa, los obliga a incrementar nuestros fondos y a dejarnos en paz!

—Por muy eminente que sea el profesor, jefe, no veo cómo sus métodos van a poder resolver por sí solos el asunto que tenemos entre manos.

—Ruegue para que puedan, Carlton.

—¡Sargento! ¡Sargento!

El asistente de Agassiz corría hacia donde estaban de pie los dos policías, en las escaleras delanteras.

—¿Sí? —contestó Kurtz por él.

—Entren, por favor, señores. Al profesor le gustaría hablar de inmediato con ustedes.

—Ya era hora —dijo Carlton con una señal de satisfacción a Kurtz.

El hombre acompañó a los dos policías al despacho de Agassiz. El naturalista estaba de pie, impaciente, como si llevara esperándolos todo el día.

—¡Están aquí, caballeros!

—Profesor —dijo Kurtz—, el sargento y yo agradeceríamos oír a qué altura estamos.

—¿Ha hecho algún progreso, profesor? —preguntó Carlton.

—¡Por supuesto! —resopló Agassiz—. Sé a la perfección quién es el responsable de los desastres.

—¡El canalla colgará de lo más alto por ello! —declaró Kurtz—. ¡Dios nos coja confesados! ¿Quién es?

—Sí, ¿quién? —preguntó Carlton con el corazón acelerado y con ganas, por un instante, de abrazar al profesor de ciencias.

—¡El hombre!

—¿Alguno en particular, profesor Agassiz? —preguntó Kurtz tras una larga pausa.

—Lo que quiero decir es la humanidad, jefe Kurtz —explicó Agassiz—. ¡Ellos, todos los que están ahí fuera! Me explicaré. Por favor, siéntense. He estado estudiando estos mapas antiguos de la masa continental de Massachusetts —los mapas, amarillentos y arrugados, colgaban de lo alto de una pizarra—. Lo que creo que ha sucedido es que ha habido un desplazamiento, un movimiento, en las placas y las fisuras de la tierra que rodea Boston. Ello se debe, con toda probabilidad, a una alteración y perversión sin precedentes de nuestras formaciones terrestres a manos de la industria y el gobierno, para tratar de dar cabida a una población voraz y en aumento. Mi opinión es que, con el tiempo, eso ha producido un cambio en el carácter geológico de nuestra región.

—¿Cómo demonios explica eso lo sucedido? —preguntó Kurtz.

—No olvide que yo abordo la cuestión desde un punto de vista muy diferente al de cualquier opinión popular, como hago siempre que la ciencia entra en colisión con las creencias populares. Mi hipótesis es que las cualidades magnéticas intrínsecas de cualquier masa de tierra han variado y, en unos instantes cruciales de ese desplazamiento, afectaron a los instrumentos de navegación, como se vio en el puerto, y empujaron una combinación desconocida de minerales y sustancias químicas a la superficie en las proximidades del barrio financiero, lo que produjo los extraños e imprevistos efectos en todos los cristales en un intervalo de tiempo limitado.

—¿Quiere decir, profesor, que no hay nadie responsable de lo ocurrido? —preguntó Carlton en tono incrédulo—. ¿Cómo es posible?

—Lo que es imposible es que el hombre domine las fuerzas de la ciencia para crear un espectáculo y una destrucción semejantes. Un plan así solo puede estar reservado a la Mente Divina, que lo lleva a cabo de acuerdo con las leyes que rigen la distribución geográfica de hombres y animales en este planeta. No, no quiero decir que nadie es responsable. ¡Quiero decir, sargento, que la propia Boston es responsable, y estoy decidido a demostrarlo!

—¡Lo ve —se volvió Kurtz hacia Carlton y susurró—: La ciencia nos sonríe y prepara nuestra resolución!

—Permanezcan escépticos por ahora, caballeros. Pero recuerden que toda verdad científica atraviesa tres etapas. En la primera, la gente dice que se contradice con la Biblia. En la segunda, que ya se ha descubierto antes. En la última, dicen que siempre creyeron en ella.