XX
Un estudio de State Street

State Street seguía sumida en el caos, aunque los hombres de negocios, como buenos hombres de negocios de Boston, trataban de continuar con sus actividades como si todo a su alrededor fuera normal. Había sábanas y toallas sobre las ventanas en las que todavía faltaban cristales, y en las esquinas de las calles había montones de madera de los muebles que se habían roto bajo la avalancha de gente que había intentado huir de los edificios. Igual que en el puerto, muchas personas permanecían apartadas por miedo, superstición o ambas cosas. Abundaban, en cambio, los obreros instalando ventanas nuevas y quitando escombros, un proceso que se había visto obstaculizado por el mal tiempo.

—Nos encontramos en la misma sombra de la Masacre de Boston en estas calles, Mansfield. Justo ahí, delante de esa puerta, se formó una turba que gritaba por todas partes: «¡Expulsemos a los granujas!» —aunque Marcus llevaba en Boston desde que había salido de la cárcel de Smith durante la guerra, Bob siempre se enorgullecía de indicarle los lugares históricos de la ciudad, y, si bien la intención era buena, a Marcus le recordaba que no tenía la ciudad en su sangre—. Aunque no sé si los que no conocen nuestra ciudad quieren seguir viendo esos sitios; ahora son las chimeneas de la Fábrica de Cristal de Cambridge Este lo que buscan los ojos de los visitantes en nuestros cielos, no el sublime dedo de granito de Bunker Hill. ¿Qué querías tú que buscáramos, por cierto?

—Algo que he pensado que podría sernos útil allí, en el viejo Capitolio —replicó Marcus, con un gesto hacia la pintoresca fachada de ladrillo del edificio—. Primero necesitamos que te tomen medidas para un traje.

—Mansfield, estás empezando a parecerte peligrosamente a mí. ¿En qué estás pensando? —mientras Bob acompañaba a Marcus por las escaleras, escuchó con atención el plan.

El viejo Capitolio había conservado su nombre original mucho después de haber cambiado sus funciones oficiales por otras comerciales. La planta inferior estaba ocupada sobre todo por despachos de abogados, y arriba había varios sastres. Marcus llamó a la puerta de un sastre cuyas oficinas daban a State Street.

Marcus frunció el ceño cuando no obtuvo respuesta.

—Quizá no han vuelto todavía al trabajo desde el incidente.

—He conocido a unos cuantos sastres de Boston en mi vida, Mansfield, y si se puede decir algo de ellos es que no soltarán la cinta de medir ni cuando los metas en sus ataúdes —Bob volvió a llamar al timbre con fuerza y esta vez el viejo sastre abrió la puerta y los recibió con entusiasmo, como si fueran los primeros clientes de un negocio recién abierto. Con las calles de los alrededores tan vacías, era indudable que el negocio tenía que haber disminuido hasta quedarse casi en nada.

El sastre era un hombre menudo y arrugado al que sería fácil pasar por alto en la calle pero que se mostraba expansivo y entusiasta en sus dominios.

—Deben de ser ustedes de Harvard —adivinó.

—Sí —dijo Bob—, y orgullosos de serlo. Necesito hacerme un traje. Se acercan los actos de graduación, ya sabe, bailes y eso, y la norma en Boston es que no se puede rechazar ninguna invitación. ¡Así que vamos a hacer un dispendio! Lo último de París, por favor.

—¡Por supuesto, querido muchacho! —respondió el sastre, soltando un montón de agujas del interior de la manga en la palma de su mano con tanto orgullo como un gato que mostrase las garras—. Póngase aquí de pie, por favor.

Mientras el sastre arrinconaba a su cliente junto al espejo, Marcus se dirigió con discreción a una trastienda situada bajo el alero. De su abrigo sacó una navaja. Se volvió a mirar en la otra habitación, donde Bob entretenía al sastre con anécdotas de un legendario partido de fútbol en Phillips Exeter. Marcus le hizo un gesto hacia arriba con la mano. Bob comprendió su intención y subió la voz.

La ventana bajo el alero estaba medio abierta. Marcus la levantó más y salió con cuidado al alféizar. Al principio, su equilibrio era precario encima del tejado inclinado, pero consiguió sacar todo el cuerpo y subir hasta la parte plana de arriba del todo. En un día normal, la imagen de un hombre de pie en el viejo Capitolio habría llamado la atención y habría sido motivo de especulaciones. Él contaba con que los obreros que subían y bajaban por la calle reparando cosas en el interior, los alrededores y las azoteas de los edificios bastaran para disimular sus acciones. Sobre él, a la altura de la torre que remataba el tejado, las banderas de cada uno de los periódicos de Boston se plegaban y desplegaban en el viento, tratando de captar la atención del público. Era un día claro y frío. Debajo de él, le sorprendió la cantidad de ruidos distintos que podía oír, fragmentos de conversaciones, gritos de los trabajadores, el paso de los caballos y las carretas. Pero nada de música, advirtió. Ningún piano que saliera por alguna ventana, ningún organillero. No tenían buena acogida entre las estrictas transacciones comerciales que se llevaban a cabo aquí.

Avanzó, un pie delante del otro, por la línea central del tejado, hasta llegar al borde que daba a State Street. Se agachó y se inclinó sobre el reloj con lámina de oro que había marcado con fidelidad la hora para los habitantes de este barrio tan importante de la ciudad hasta el día en que había dejado de hacerlo. Ese día, la cubierta de cristal se había derretido sobre la esfera y había ocultado y encerrado las agujas.

Había encerrado el tiempo, pensó Marcus. Tendido boca abajo, alargó la mano y arrancó porciones de la capa de cristal descolorida, pedazo a pedazo. Confiaba en que Bob mantuviera distraído al sastre. Si no, el rostro que iba a ver a continuación sería el de un policía de Boston.

Con el brazo extendido, movió la mano a través del cristal derretido hasta sentir los números romanos de la esfera del reloj y las agujas. Sacó el brazo y se enjugó la frente con la manga.

Retrocedió sobre sus pasos y volvió a entrar por la ventana en el taller del sastre, donde descubrió que no tenía de qué preocuparse; podría haber caído atravesando el techo y el anciano no se habría dado cuenta. Bob tenía cautivado al hombre y ahora estaba en medio de sabrosos chismorreos sobre las mejores familias de la aristocracia de Boston.

Cuando Bob vio que Marcus había vuelto, explicó al sastre que tenía que visitar a una guapa y muy rica joven y a su familia para continuar una gran historia de amor, una perspectiva que el hombre aprobó con entusiasmo.

—¡Pero bueno! —dijo el sastre mientras se iban—. No me ha dicho su nombre.

—Discúlpeme, querido amigo. Soy William Blaikie, remero de popa y Alumno del Año de la promoción del 68 de Harvard. Cargue estos trajes a la cuenta de Blaikie, por supuesto. Pedir prestado es humano, y devolver, divino.

—¡Desde luego, señor Blaikie! —dijo el sastre en tono alegre—. Y dé mis recuerdos a los Lowell y los Abbott en el próximo baile de máscaras, por favor.

—¿Trajes? —preguntó Marcus cuando bajaban las escaleras.

—Tres, por si acaso —asintió Bob—. Solo la última moda para Blaikie, para pasar el verano en Newport.

—Veo que no te ha costado nada mantener la atención del viejo.

—¿Sabías que la palabra respetable se usa más en Boston que en ninguna otra parte del mundo, Mansfield? Si sabes eso, lo sabes todo.

Mientras salían del edificio, un muchacho al que habían visto merodeando al entrar estaba ahora echado en las escaleras de uno de los edificios de oficinas en obras.

—¡Tú, vete de ahí! —gruñó un obrero, arrojando un ladrillo desde una ventana. El chico se escabulló y estuvo a punto de chocarse con Bob.

—¡Eh, cuidado, chico! —dijo mientras lo agarraba por el hombro—. No deberías andar por aquí mientras hacen las reparaciones. Es peligroso.

—¿Qué sabes tú, maldito ricachón? —preguntó el chico mientras empujaba a Bob con las dos manos contra el pecho—. ¡Seguro que tengo más derecho a estar aquí yo que tú!

Bob se rió y siguió calle adelante.

Marcus le hizo una seña para que esperara.

—Pensaba que teníamos prisa, Mansfield —se quejó Bob.

—Si cree que tiene derecho a estar aquí, esta no debe de ser su primera visita —dijo Marcus—. ¿Te has fijado en su brazo cuando te ha empujado?

Bob se encogió de hombros.

—Lisiado. ¿Y qué?

Marcus se volvió hacia el chico y le tendió la mano.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Theophilus —dijo el chico, escupiendo la palabra—. Theo, para abreviar —dijo en voz más baja, mientras aceptaba por fin la mano de Marcus y le daba un ligero apretón.

—Theo —repitió Marcus con aprobación. Lo examinó—. Theo, mi nombre es Marcus.

—Venga, Mansfield, ¿qué va a saber él? —instó Bob.

—¡Más que tú, seguro, cerdo con traje! —replicó el chico golpeándole con la gorra.

—¿Ah, sí? ¿Y cuánto puede tener un chico como tú para apostar? —respondió Bob.

—Este es mi buen amigo Bob —interrumpió Marcus.

—¡Pues es un bocazas, sí señor!

—¡Un momento, pequeño granuja!

—Sí que lo es, Theo —Marcus sonrió—. ¿Qué te pasa en el brazo?

El chico se encogió de hombros y una sombra de tristeza le recorrió el rostro cansado. Con un gran suspiro, se miró el brazo derecho y empezó a girar la mano sin fuerzas. Tenía alrededor una gran franja de cicatrices. La cara se le torció en una mueca.

—Hace unas semanas. Me hice mucho daño en la muñeca —murmuró al tiempo que retenía un sollozo.

Bob alzó una ceja al oír cuándo decía el chico que se había herido. Marcus se arrodilló para ponerse al nivel de Theo y le colocó las manos con suavidad sobre los hombros.

—¿Estabas dentro de uno de estos edificios cuando sucedió? ¿En este? —señaló el edificio más próximo, donde el muchacho había estado merodeando.

Theo asintió.

—El mejor mensajero que ha tenido jamás el Front Merchants’. Entonces, el cristal…, mi mano se quedó atrapada en la ventana cuando el cristal, porque yo… —volvió a detenerse, como tratando de pronunciar las palabras correctas—. Quería tocarlo. Ahora no puedo usar mucho la mano, pero los médicos dicen que dentro de unos meses, quizá no más de tres… Mucho peor es lo del señor Goodnow, que no puede ver gran cosa con un ojo después de que se le derritieran las gafas encima. ¡Yo vendré a reclamar mi puesto otra vez en cuanto recupere mis fuerzas!

—¿Recuerdas algo diferente en aquellos días, antes de que ocurriera? —preguntó Marcus.

—¿Diferente? —preguntó Theo.

Marcus miró a Bob para que le ayudara.

—¿Alguien desconocido en estas calles, por ejemplo? —sugirió Bob—. ¿Tú recibías a los clientes cuando llegaban al banco?

—Claro. Les cogía los sombreros, ese tipo de cosas —dijo en tono abatido.

—¿Hay alguien que pudiera haber sido testigo de alguna actividad extraña?

—Recuerdo a alguien el día antes de que sucediera, un obrero que estaba arreglando las bocas de incendios; lo vi ahí esa mañana y luego, por la ventana, en otra boca de incendios distinta.

—Si estuvo en la calle tanto tiempo, quizá el obrero vio algo. ¿Le reconocerías si volvieras a verle? —preguntó Bob.

—No. No le conocía y no le miré con mucha atención.

—¿Recuerdas algo de él?

—No.

—¿Y dentro del banco? ¿Hay alguien que te causara impresión o que mencionara que había visto algo extraño? —se apresuró a preguntar Marcus, que sintió que el chico estaba aburriéndose del interrogatorio.

—No demasiado —respondió Theo, que volvió a encogerse de hombros pero seguía disfrutando de que le prestaran tanta atención—. Bueno, el señor Cheshire, el agente de Bolsa, estaba aquí esa mañana, y me acuerdo de que me habló del puerto. De las brújulas.

—¿Las brújulas? —preguntó Bob.

—Recuerda —le dijo Marcus a Bob mientras se ponía de pie—, se habló de la manipulación de las brújulas en las ediciones vespertinas del día anterior al suceso de State Street. Empiezo a pensar que el experimentador no quería pisarse a sí mismo. Esperó a que la ciudad supiera bien lo que había ocurrido en el puerto y estuviera convenientemente aterrada antes de hacer su segunda maniobra.

—Por supuesto, ahora está muerto —murmuró Theo, sin atender a las reflexiones de Marcus.

—¿Quién? —preguntó Marcus. Al ver la resistencia del chico, añadió—: Somos amigos ahora, ¿no, Theo? ¿A quién te refieres?

—¡El señor Cheshire! Oí decir que murió aplastado en la estampida que se produjo para huir de aquí. Era un hombre amable y educado; bueno, no tan educado y no siempre amable, pero era un hombre rico, y era amigo mío, y solía acordarse de mi nombre y siempre me daba una o dos monedas cuando le atendía bien. Y si un hombre tan importante como el señor Cheshire puede morir, toda State Street puede morir.

Mientras Theo reprimía unas lágrimas por el corredor de Bolsa, un hombre con un traje de arpillera que llevaba ladrillos en una carretilla le agarró por el cuello.

—¡Te he dicho que te fueras! ¡Te voy a mezclar con el cemento si te quedas un minuto más!

—Déjele en paz —dijo Marcus, interponiéndose.

Pero Theo se escurrió de la mano del hombre y se fue corriendo por la calle.

—¡Espera! ¡Theophilus! —pero entonces el hombre agarró a Marcus.

—Te he visto antes.

—Suélteme —dijo Marcus.

El hombre, rubicundo y fuerte, tenía un bigote grasiento que parecía las cerdas de un cepillo de zapatero.

—Claro, sabía que había visto tu jeta antes. En la presentación sobre la luz. Tú eres uno de los chicos de ese instituto de tecnología.

Era uno de los sindicalistas de Roland Rapler. Marcus consiguió liberar el brazo pero no dijo nada.

—Está usted equivocado, señor —intervino Bob—. Estamos de visita en Boston durante la semana, venimos de Nueva York.

—Visitando este barrio en concreto, ¿eh? —preguntó el obrero con aire retador—. Vosotros y vuestra escuela podéis hacer todas las máquinas que queráis, pero, cuando ocurre un desastre, nosotros somos los que tenemos que salvar los edificios, los puertos, los ingresos de vuestros padres y vuestros hermanos. Deberíais estar ayudándonos a nosotros, no a las máquinas.

—Buenas tardes —dijo Marcus.

Bob y él se fueron deprisa. Detrás de ellos, el hombre puso sus manos en la boca para hacer una bocina y gritó:

—¡Cuida bien de esa muchachita que está ayudándote, estudiantillo!

—¿Qué ha dicho? —exclamó Marcus, con el rostro rojo de ira mientras se daba la vuelta.

—Calla, Mansfield, recuerda lo que te dijo Hammie —dijo Bob mientras le agarraba del brazo—. Es pura fanfarronería. El maldito agitador ni siquiera sabe quién eres.

Pero Marcus empezó a volver hacia el otro hombre, mucho más grande que él. Bob consiguió contenerlo antes de llegar.

—Es una amenaza, Bob. Contra Agnes. Debe de haberme visto con ella en los muelles.

—¡Respira hondo! Pura fanfarronería, ¿está claro? Recuerda, se les da bien hacer creer a la gente que saben más de lo que saben.

Marcus se calmó. Bob tenía razón, desde luego. El hombre volvió a su trabajo murmurando para sí mismo.

—Bueno, a ver —dijo Bob cuando vio a Marcus más tranquilo y los dos de nuevo en marcha—. Bueno.

—¿Qué? —preguntó Marcus con irritación evidente.

—La chica irlandesa que sirve en casa de Rogers. ¿La viste en el puerto?

—Sí. Después de visitar a Beal, me la encontré.

—¿Es tu chica?

—Me consideraría afortunado si pudiera decir que sí. Pero no, apenas me conoce.

—Es una desconocida. ¡Una criada!

—Hace lo que tiene que hacer para poder comer ella y su familia, Bob.

—¡No te ofendas! Pero acuérdate de esa joven, la señorita Lydia Campbell, que te presenté en los Jardines Públicos hace unos meses. No solo es una belleza; sus hermanas y ella pertenecen a una de las grandes familias. Sé que quieres abrirte camino en Boston, y la esposa define a un hombre en la ciudad. Hace poco volví a verla y te puse por las nubes.

—No te he pedido que lo hicieras, Bob. Dime: con todos tus generosos consejos, ¿por qué no cortejas tú a una de las bellas señoritas Campbell, entonces?

—¡Yo! —preguntó Bob, mientras inclinaba la cabeza con aire reflexivo—. ¿Yo, preguntas? Tú tienes ambiciones, Mansfield. Comprende que yo tengo un origen respetable, y debo encontrar la forma de alejarme de ello. La joven extraordinaria capaz de cautivarme tiene que estar por ahí fuera.

—¿La conoces?

—No, pero la encontraré aunque tenga que besar todos los labios femeninos del reino de Boston.

Cuando llegaron a la siguiente calle, Marcus giró hacia un callejón, en el que sacó del bolsillo de la chaqueta un directorio de la ciudad.

—Estoy seguro de que ahora no nos oye nadie. ¿Qué estábamos buscando en el viejo Capitolio? —preguntó Bob.

—Las diez horas y catorce minutos —dijo Marcus—. Esa era la hora que marcaba el reloj de encima del edificio.

—Y tú has conseguido no matarte para averiguarlo. Pero ¿qué nos dice?

—Si mi idea funciona, nos dice el primero de muchos números. Tenemos más sitios a los que ir, Bob, y vamos a necesitar que pongas lo mejor de ti mismo. Ven, mira esto conmigo.

Si hubieran sabido que otro par de ojos los observaba, a través de la lente de un poderoso catalejo, no se habrían quedado ni siquiera en las sombras del callejón.