—Debajo, muchacho —dijo un marinero que enrollaba una cuerda, previendo la pregunta del visitante.
Marcus hizo un gesto de agradecimiento y descendió de la cubierta principal a la cabina de la goleta, lo que le sirvió para escapar de la desagradable mezcla de lluvia y nieve que había comenzado en algún momento de la mañana. Se apresuró a quitarse el sombrero cuando llegó a lo que parecía un camarote, en el que un hombre con evidente autoridad estaba sentado en un taburete.
—Bueno, ¿qué quiere? —preguntó el oficial en tono brusco, volviendo solo en parte el rostro.
—El anuncio, señor —dijo Marcus—. El anuncio que pide marineros de primera.
—Puedes leer, entonces; eres el primero en todo el día. Soy el capitán Beal. Este barco en el que estás es el Convoy, y cuento con que mis hombres recuerden el nombre de la nave en la que trabajan. ¿Te gusta el mar? —era mayor y más delgado de como se había imaginado Marcus al héroe descrito por la vieja rata de muelle, y daba la impresión de haber recorrido el camino hasta el infierno y haber vuelto. Sus ojos se veían oscuros y hundidos cuando miró a Marcus, y estaba sentado con las manos dobladas dentro de las mangas.
—No he partido nunca como marinero. Mi padre, señor, fue capitán de un buque mercante durante un tiempo.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé —habría dicho que muerto, pero el rostro del capitán tenía algo que desaconsejaba cualquier engaño. Lo que recordaba de su padre era casi exclusivamente la gran silla en la que solía sentarse, en la que estaba grabado un lema: El que titubea es como la ola del mar empujada por el viento de un lado para otro; que no piense ese hombre que el Señor le dará nada. Cuando era niño, Marcus adoraba aquello y creía que su propio padre había esculpido las palabras como máxima por la que vivía. El chico se aprendió el lema de memoria y se lo recitaba a sí mismo cuando sentía que estaba perdiendo la fe o la confianza. Más tarde, cuando su madre volvió a casarse, él maldijo la ausencia de su padre y tuvo que reconocer que el lema expresaba todo lo que su padre no debía de ser. Este hombre que estaba delante, este capitán de rostro bronceado, podría ser mi padre, pensó Marcus, si tuviera unos años menos.
—Nací en Newburyport, señor —continuó Marcus—, junto a los barcos y el mar. En el puerto ayudaba muchas veces con las jarcias, y sé coser una cuerda.
—¿Ayudabas a tu padre?
—No, señor —se arrepintió de haber mencionado su historia familiar cuando vio que el capitán se había aferrado al tema y no estaba dispuesto a dejarlo pasar.
Beal asintió con aire ausente.
—Supongo que tú eres el más valiente de tus amigos, entonces.
—¿Señor?
—Primero, perder a tu padre en el mar, en espíritu o en carne y hueso, no lo dices, no importa, pero perderlo, sin ninguna duda. Aun así, quieres embarcar con nosotros. Segundo, no son muchos hoy en Boston los jóvenes que quieren embarcarse, y menos en un barco bajo mi mando.
—¿Por qué, capitán?
—Oíste lo que pasó aquí en el puerto, ¿verdad? Sí, supongo que sí, a no ser que hayas tenido la cabeza enterrada en la arena. Todos se han enterado, en el mundo entero, gracias al maldito telégrafo. Mensajes que van de un continente a otro a través del agua, como balas de cañón invisibles. Imagínate, ¿qué nombre dará un árabe a ese tipo de magia negra? Ahora, fíjate en mí. Fíjate en mí —cuando Marcus obedeció, el capitán Beal sacó poco a poco las manos de las mangas. Estaban las dos envueltas en gruesas vendas manchadas de rojo—. ¡Esto es lo que es un marino, muchacho! Por sacar a unas cuantas almas desgraciadas cuyo barco de vapor se incendió, todos los dedos quemados por el vapor. Un capitán de barco sin poder usar las manos durante meses, y falto de hombres suficientes para que sean mis brazos y mis piernas. Un día, hijo, nos hundiremos todos por nuestro propio peso muerto.
—¿Y qué fue de la tripulación de su viejo barco? ¿El Light of the East?
—Sí que lees los periódicos. Sí, unos tipos poco refinados, como es habitual en un barco mercante. La mayoría de ellos no podían leer el contrato de embarque que habían firmado. Estaban dispuestos a soportar temporales y enfermedades e incluso un monstruo marino, pero ¿esto? Esto destruye su fe. Qué supersticiones se inventaron; la mitad de ellos nunca volverá a poner los pies en otro barco, y a los otros yo no los querría. Un marinero asustado en cubierta es un hombre que llama a la muerte.
—Dicen que manipularon los instrumentos —se atrevió Marcus—. En los periódicos —añadió a toda prisa.
—Los periódicos —repitió Beal con brusquedad. Se levantó con una sonrisa y cogió torpemente con su garra vendada un objeto que estaba en la mesa. Se lo arrojó a Marcus, que lo atrapó en el aire. Una brújula de bolsillo.
—Mírala —dijo Beal.
Obedeció con cautela.
—Es la única que rescaté de los restos del naufragio. Las demás están con la armazón del East en el fondo del océano. El maldito oficial de policía la quería, pero la tengo desde que era más joven que tú. ¿Qué ves cuando la observas?
—Veo que funciona —respondió el alumno en voz baja.
—14 de septiembre de 1492. ¿Sabes qué ocurrió en esa fecha?
—El viaje de Cristóbal Colón.
—No, es la fecha en la que casi se arruinó su viaje. Fue el día en que Colón, que navegaba hacia el oeste, vio que la punta norte de la aguja de su compás ya no indicaba la estrella polar y sus hombres empezaron a amotinarse. En sus mentes febriles, si la brújula podía equivocarse, nunca podrían volver a España. Se habían salido del mapa. Ahora Boston también se ha salido del mapa, y no sé si es posible volver a ponerlo donde estaba.
Marcus estudió la brújula de arriba abajo.
—¿Y si se pudiera explicar?
—¿Quién lo va a explicar? —preguntó el capitán, escéptico—. ¿Tú?
Él no contestó.
—Si lo comprendieran —dijo el capitán—. ¿Eso es lo que quieres decir? Se alarmarían más que nunca. No entienden la ciencia; dependen de ella. ¿No lo ves? Ese instrumento que tienes no fue «manipulado», como dices tú, muchacho; fue el propio aire de Boston lo que alguien envenenó. Un marinero prudente no debería tener miedo de embarcar, debería estar asustado de quedarse aquí. Yo no iría un centímetro más allá de Castle Island si alguna vez vuelvo por aquí.
Marcus alzó la vista con interés.
—Castle Island. ¿Es ahí donde estaba su barco cuando enloquecieron los instrumentos?
—Sí, un poco más allá. Creo que fuimos el último barco que absorbió el aliento del diablo.
—¿Todas las brújulas se estropearon al mismo tiempo?
El capitán se había aburrido del tema.
—Si consigues para el final de la semana a otros cinco hombres que se embarquen contigo, puedes aumentar tu paga. Nada de irlandeses, por supuesto. Bueno, esas son las condiciones. Pero pongo a Dios por testigo de que no vas a volver.
—¿Cómo dice, señor?
Beal le miró fijamente.
—No sé qué eres, chico, pero no eres un marino.
—Puedo aprender —insistió Marcus, como si de verdad pensara salir al mar.
—Sí, puedes aprender a navegar, pero nunca serás un marino. Los verdaderos marinos no navegan junto a un hombre que no es como ellos; pueden oler la diferencia. Tú tienes leche y agua en las venas. Acabarías en el fondo del mar, tú y tu equipaje —Beal se rió con brusquedad de su propio chiste.
Marcus se puso rígido como si fuera a protestar. Se dio cuenta de que tenía la brújula agarrada con mucha fuerza y de que el capitán lo había notado.
—Dime por qué has venido de verdad, muchacho —gruñó Beal—. Habla, pero ¡ten cuidado con lo que dices! Yo no dejaría en tus manos ni en las de tu padre la jarcia más sencilla de a bordo.
Marcus arrojó la brújula al suelo y el cristal se rompió. Beal ni se inmutó y mostró una sonrisa silenciosa, como si, por fin, estuviera satisfecho con su visitante.
—Tal vez aguantarías el mar, después de todo —dijo el capitán—. Si te lo permiten.
—¿Si me lo permite quién? ¿Su tripulación?
—No. Esos demonios que te tienen atrapado.
Marcus le dio la espalda y salió deprisa, sin decir otra palabra. Se encontró caminando sin parar por el borde del agua, sin rumbo, como si tratara de huir de la voz hiriente del capitán. Atravesó partes del puerto que no le eran tan familiares, pero no le importó sentirse perdido mientras dominaba sus emociones. De pronto, a través de la niebla, vio a Agnes Turner.
La saludó; ella pareció tan sorprendida como él.
—Señor Mansfield, qué inesperado —dijo mientras se alisaba el vestido y el gorro con rápidos movimientos.
—Tenía que hacer una cosa del Instituto en el puerto. ¿Y usted, señorita Agnes?
—Como quedamos tan pocos en la casa de Temple Place, tenemos que repartirnos las tareas. Tengo una lista de cosas que debo comprar para la señorita Maguire, para que nos haga la cena. Creo que a mi prima le ha gustado la idea de que me quede oliendo a pescado el resto del día.
Marcus se rió.
—¿Ha encontrado más horas en algún sitio? —le preguntó.
Ella asintió.
—Unas cuantas horas sueltas por las tardes con una señora de la buena sociedad que necesita ayuda para moverse por la ciudad. Es mejor que nada, hasta que las cosas vuelvan a normalizarse. No sabemos más que rumores de Filadelfia, solo que el estado del profesor sigue siendo preocupante. Bueno, supongo que tiene que marcharse —dijo en tono firme—. Y yo también.
—Como quiera —dijo Marcus, inclinando la cabeza.
—Debo reconocer —añadió Agnes a toda prisa— que no suelo venir al puerto y quizá no he seguido las instrucciones de Lilly tan bien como pensaba.
—¿Quiere decir que está perdida?
Agnes miró alrededor y frunció el ceño avergonzada.
—Puede que sí.
—¿Me permite que la acompañe? —preguntó él.
—Solo hasta que sepa dónde estoy, téngalo en cuenta —dijo ella, señalándole con el dedo.
—Quizá tardemos un poco —dijo Marcus, mientras la cogía del brazo y miraba a su alrededor.
—¿Por qué? ¿Sabe usted dónde estamos, señor Mansfield?
—¿Lo sé?
—¿Lo sabe?
Él se encogió de hombros y siguieron andando. Había ocurrido algo extraordinario. Se sentía ligero y despreocupado, y el duro interrogatorio del capitán había desaparecido de su mente por completo después de unos minutos en compañía de la criada.
* * *
Cada minuto libre que tenían hacían uso de su laboratorio privado, pasándose la llave entre ellos hasta que pudieron conseguir en la primera planta el material necesario para hacer varias copias. Poco a poco iban mezclando compuestos y construyendo equipos; el que tenía un rato libre daba el siguiente paso y dejaba instrucciones actualizadas para aquel que venía después de él. Marcus estaba cerrando el laboratorio después de uno de sus turnos cuando le llamó la atención un papel sujeto con pinzas de laboratorio en un listón de madera del pasillo. Estiró el brazo y soltó lo que resultó ser un grosero dibujo de una mujer delgada con un sombrero de pico, atada a una escoba y a punto de que la metieran en un caldero hirviendo.
Mientras estudiaba la caricatura retrocedió hacia la pared. Oyó un clic y el sonido amortiguado de un gong en algún lugar del sótano y la puerta del laboratorio de Ellen Swallow se abrió de golpe.
—¡Ajá! ¿Qué quiere? —la misteriosa dama en persona le miraba; su rostro blanco como el mármol y su largo cuello hacían un agudo contraste con la penumbra del sótano. Era un año o dos mayor que Marcus, y cuatro o cinco años mayor que la mayoría de sus compañeros de cuarto curso en Tech, pese a que ella estaba en primero. Eso le hacía la vida todavía más difícil. Le observaba con ojos oscuros e intensos, y añadió:
—No le conozco.
—Soy Marcus Mansfield, señorita Swallow. Hablamos en las escaleras…
Ella hizo un ruido despectivo.
—Sé cómo se llama, señor Mansfield. No es eso lo que quiero decir.
—Siento molestarla. No me había dado cuenta de que estaba aquí.
—Entonces es usted aún más estúpido que los demás. Siempre estoy aquí. No puedo asistir a clase con los demás alumnos de primero, no vaya a ser que ofenda a alguien o me fugue con un hombre. Aquí es donde me encierran entre mis sesiones particulares con los profesores; y estoy a gusto así. ¿Ha bajado a espiarme?
—Señorita Swallow —dijo, pensando en enseñarle el dibujo que había encontrado y expresarle su comprensión. Seguro que estaba acostumbrada a que hubiera entre los estudiantes vándalos que no querían su presencia, y una caricatura en la que la quemaban viva debía de ser el menor de sus problemas. Se acordó de su primer año, los susurros de «chico de la fábrica» que le perseguían. Estrujó el papel y se lo metió en el bolsillo—. Le aseguro que no estoy espiando —dijo mientras le sostenía la mirada.
Ella dio un suspiro de impaciencia.
—Por el momento, señor Mansfield, no tengo tiempo para ser misántropa. Si lo que quiere es obligarme a que me vaya de Tech, debo ser yo la que se disculpe. Estoy aquí por una razón, y pienso quedarme. ¿Qué hace usted ahí dentro?
—¿Dónde?
—El laboratorio de metalurgia y soplado. Usted es alumno de ingeniería civil.
Él vaciló, sorprendido de que la ermitaña del Instituto supiera tantas cosas de él.
—Tenemos una sociedad. Se llama los Tecnólogos.
—¡Cómo me gustaría pertenecer a una sociedad! Los Tecnólogos —repitió con voz cantarina, sin dejar de mirarle fijamente—. ¿Qué hace esta sociedad suya, con exactitud?
Él no había pensado qué respuesta dar.
—¿No es filantrópica?
—Oh, no, somos una… —hizo una pausa.
—Una sociedad secreta —la voz era de Bob, que llegaba a paso ligero desde la oscura escalera.
—Tech no tiene sociedades secretas, señor Richards —protestó Ellen cuando él llegó donde estaban ellos.
—Es verdad que hasta ahora carecía de ellas —dijo Bob.
—Qué bien para el Instituto —dijo ella con frialdad—. No es muy secreta si yo, con lo aislada que estoy, conozco la identidad de todos sus miembros.
—Ah, pero nosotros no somos más que dos representantes de sus socios, señorita Swallow —dijo Bob.
—Entonces supongo que otro miembro será su otro protegido, Edwin Hoyt.
Ni Bob ni Marcus respondieron, pero ambos parecieron desconcertados.
—Eddy es el tipo más inteligente que hay en este lugar. Más inteligente incluso que Hammie —dijo por fin Bob, indignado.
—Parece muy extraño —continuó ella, con sus largos brazos entrelazados—. Yo estoy aislada de todo vínculo terrenal en este laboratorio privado, sin que me permitan asistir a clases arriba con los demás alumnos de primero, encerrada aquí abajo como un animal peligroso. Me mantengo en mi rincón y trabajo a solas porque creo que Dios está utilizando mis dificultades para prepararme para algo. En cambio, ustedes, por decisión propia, se aíslan aquí abajo en una habitación oscura y sin usar, con la grotesca excusa de ser una sociedad. ¿Por qué?
Desde el interior del laboratorio de Ellen se oyó un extraño ruido, como el de un bebé que llorase o balbuciese alguna palabra nueva. Marcus no pudo evitar imaginarse el caldero de la caricatura —el espantoso poder de sugestión— y pensar en un niño huérfano, cuyas pestañas y cuyas uñas empleaba ella en sus experimentos. Para hacer las cosas todavía más enigmáticas, de sus dependencias salía un olor acre, rancio, como a moho.
—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó Bob, deseoso de apartar su atención de ellos. Dio un paso hacia el laboratorio.
—Ese es mi laboratorio privado, señor Richards. Es mi santuario, mi meca, mi refugio de jóvenes groseros como ustedes dos —pero su posición de ventaja sobre ellos se había debilitado—. Mi tiempo es demasiado valioso para malgastarlo en charlas y chismorreos —dijo, y les dio la espalda.
—Vuelva a su meca, pues. ¡Y me refiero a Salem! —gritó Bob cuando ella cerró la puerta y el cerrojo, lo cual silenció los extraños ruidos de dentro.
Mientras subían las escaleras juntos, Bob expresó en voz alta su preocupación.
—Si tiene la menor sospecha de que estamos haciendo algo fuera de lugar, el claustro se enterará a toda velocidad. Nos delatará sin vacilar.
—Estoy de acuerdo. Está en una posición en la que quizá piense que debe aprovechar cualquier oportunidad para agradar a los profesores. Más vale no llamar su atención —Marcus vaciló, pero prosiguió—: Parece como si quisieras que se vaya de la escuela.
Bob se encogió de hombros.
—Si se va, debería abrirle la puerta como un caballero. Tengo demasiadas cosas que hacer para preocuparme mucho por ello. Parece como si tú quisieras defenderla, o acusarme, Mansfield.
—Es solo que no necesitamos otro par de ojos observándonos.
—Me asombra que los suyos no nos conviertan en piedra —se rió Bob.
—He tenido una o dos conversaciones con ella. Nunca resulta aburrida.
—Aburrida, quizá no. Nos ha leído los rostros como si fuéramos anuncios. De cerca, es impresionante, de la impresión que causa, quiero decir, como si un ogro le hubiera dado un puñetazo, quiero decir. ¿Te has dado cuenta de que tiene un ojo más gande que el otro?
—No.
—De pasar demasiado tiempo en sus microscopios, seguro. Y tiene cada dedo manchado de un color del arcoíris, por los miles de ampollas de ácidos y sustancias químicas que manipula. Hace que me alegre de trabajar con metales. Pasa la página, Mansfield; tenemos mucho que hacer.
Bob contó a Marcus su último plan: ahora que estaba a punto de empezar la pausa de la comida, Edwin se quedaría en el laboratorio para terminar de esbozar su equipo de recuperación y ellos dos irían de nuevo a State Street.
—Venga, vamos a los campos de deportes —dijo Bob.
—Creía que íbamos al barrio financiero.
—Vamos a hacer las dos cosas. Bryant Tilden nos va a ayudar.
—¿Tilden? ¿Estás loco?
—Te prometí que encontraría una forma de salir sin que se notara, ¿no?
Cuando llegaron a los campos, que durante la noche se habían cubierto de una fina capa de nieve, los once que habían salido a jugar miraron a Bob, como siempre, en espera de instrucciones.
Él anunció:
—Esta tarde, señores, ¡vamos a jugar al béisbol!
Hubo gruñidos audibles, y muchos se fueron. En sus ocasionales partidos de béisbol, Bob, que era el lanzador, por supuesto, nunca conseguía más de cinco hombres, y por tanto cada uno tenía que cumplir un doble papel y cambiar de uno a otro bando todo el tiempo en cada jugada. No era fácil concitar entusiasmo.
Tilden se adelantó, disfrutando de la escena.
—Vaya decisión estúpida, Richards. Yo digo que todos los que no quieran jugar a esta porquería del béisbol que vengan a los campos de allí y jueguen al fútbol conmigo.
Bob hizo una señal de satisfacción a Marcus mientras los deportistas se iban detrás de Tilden. Marcus trató de esconder una sonrisa detrás de una tos fingida cuando vio que Bob, Edwin y él se quedaban solos y triunfantes.
En cuanto Tilden y sus seguidores se fueron suficientemente lejos, los tres desaparecieron; Edwin dio una vuelta hasta la entrada posterior, la de Newbury, detrás del edificio, y Marcus y Bob fueron echando carreras por las calles hasta la estación del tranvía.