—He aquí algo que no ves todos los días, Mansfield.
Durante las clases, Marcus tomaba notas con combinaciones de fórmulas, luego las tachaba y volvía a empezar, hasta que tenía que parar a sujetarse la mano dolorida y flexionar los dedos dormidos poco a poco, sufriendo e intentando con todas sus fuerzas no dejar que el dolor le recordase la cárcel de Smith. Estaba ocupado en esa tarea, antes de que empezara la última clase de manipulaciones químicas, cuando Hammie se asomó por encima de su hombro.
—¿El qué? —replicó Marcus sin disimular su irritación.
—El pesado que no puede dejar de escribir todo suele ser Hall, no tú —Hammie indicó la mesa de Albert Hall. En efecto, la mano de Hall volaba sobre el papel dejando a su paso un rastro de escritura inmaculada, y solo se detenía para afilar su lápiz con una pequeña navaja o para retirarse su largo remolino de la frente—. Hall cree que sus apuntes van a ser el comienzo de una era en la educación politécnica, que un día los estudiosos los acariciarán en un museo. Siempre he creído que tú eras como yo, Mansfield.
—¿Y eso? —preguntó, sorprendido y desconfiado ante la avalancha de palabras (y el sentimiento que las acompañaba) que emanaba de aquel enigma que era Chauncy Hammond, hijo.
—Que la ciencia corre por tus venas, no tu lápiz —dijo con su sonrisa ladeada—. Que naciste para saber cómo funcionan las cosas y hacer que funcionen mejor. Yo tomo mis apuntes por la noche, como una forma de poner a prueba mi memoria. Por cierto, esas no parecen fórmulas de las demostraciones de hoy.
Marcus cerró su cuaderno como sin darle importancia ante la mirada de Hammie.
—Estaba trabajando en unas ideas mías. Adelantándome a la clase.
Hammie asintió, meditabundo.
—Yo también lo hago siempre —dijo en tono aprobador, mientras bostezaba y volvía a su mesa. Bob los saludó de manera informal al pasar por sus mesas de camino al armario de química. El profesor Storer, que recorría con aire benévolo la sala mientras los alumnos preparaban sus demostraciones, estaba ayudando a Bryant Tilden a medir una sustancia. Entonces la mirada de Marcus recayó sobre los dos pequeños espejos oscilantes que tenía Albert en su mesa, que este en el pasado había dicho que le servían para pillar a cualquiera que tratase de copiar sus apuntes. Pero Marcus se preguntó qué reflejos podían atrapar de todos los demás objetos y recipientes de cristal que había en el aula. ¿Era posible que Albert pudiera ver las notas de otros estudiantes? ¿Que pudiera ver las de Marcus?
La catástrofe que había sucedido en la zona de State Street era un problema todavía más descorazonador que el del puerto. En sus notas, Marcus fue desechando una teoría tras otra sobre el compuesto químico capaz de producir los resultados que habían visto con sus propios ojos y que los testigos describían en voz baja y en los periódicos, pese a que no los comprendían.
Volvió a abrir el cuaderno y encontró un trozo de papel dentro, escrito en una especie de clave pero en el que se reconocía la letra de Bob, y que ordenaba una reunión en la escalera entre las plantas segunda y tercera durante la hora de estudio. A la hora fijada, Marcus encontró allí a Edwin, esperando con aire de anticipación y otra nota que le había hecho llegar Bob a él. Antes de que ninguno de los dos pudiera decir una palabra, Bob apareció en la escalera desde el segundo piso. Pasó entre los dos, entrelazó sus brazos con los de ellos y los llevó hacia arriba a todo galope.
* * *
—¡Aquí! —exclamó Bob—. Ahora podemos tener nuestras reuniones en perfecta paz e intimidad.
—¿Aquí es donde quieres que nos reunamos, Bob? —preguntó Marcus—. ¿En la azotea?
—Solo de momento —le tranquilizó Bob, cerrando la puerta—. Todavía no he encontrado un sitio mejor, con más intimidad que el almacén, pero te prometo que lo encontraré, Mansfield. Mira. ¿Cuándo os he decepcionado? Durante el recreo he conseguido en el Ayuntamiento el plano más reciente de Boston, y he señalado el área del segundo incidente, a partir de nuestras observaciones y de los recortes de periódicos que reunió Rogers —alisó el plano sobre las balaustradas de piedra que rodeaban la azotea e indicó las marcas que había hecho en el barrio de los negocios en torno a las calles State, Court y Washington.
Hacía un fuerte viento, pero por lo menos podían hablar con libertad. Por supuesto, había que evitar cualquier conducta sospechosa en el edificio. No podían perder más de unas cuantas clases sin arriesgarse a que empezaran a hacerles preguntas. Por ahora, el hecho de estar a veintiséis metros sobre el suelo les daría el aislamiento que necesitaban. Si querían ayudar a Rogers y al Instituto, tenían que trabajar de manera invisible. Debían imponerse a sí mismos esas reglas y obligaciones, y hasta el propio Bob, que solía rechazar las restricciones, estaba dispuesto a respetarlas, por la satisfacción de estar rebelándose con una misión secreta.
Los impedimentos solo les dejaban libres la primera hora de la mañana, los ratos de descanso después de la comida de mediodía, sus breves periodos de estudio y las noches. Por lo menos, el hecho de que Marcus estuviera durmiendo en la pensión de Bob significaba que todos estaban muy próximos a la ciudad. A diferencia de Nueva York o Chicago, en Boston, una vez en la ciudad, todo estaba a mano. Mientras tanto, tenían que seguir preparándose para sus exámenes, de modo que Marcus machacaba la ingeniería a Bob y Edwin, Bob ayudaba a Marcus y Edwin con la geología y la prospección y Edwin echaba una mano a Bob y Marcus gracias a su dominio de la física y la química.
Bob trazó otra línea imaginaria con el dedo alrededor de una porción del plano.
—Tuvieron que liberar las sustancias químicas en algún punto central de esta circunferencia.
—Si pudiéramos reproducir la combinación química que emplearon, del mismo modo que vamos a lograr con la técnica que trastornó las brújulas… —comenzó Edwin.
—Esperemos —dijo Marcus.
—Esperemos, sí —aceptó Edwin—. Si pudiéramos reproducir de algún modo el compuesto en un entorno cerrado, eso nos permitiría calcular a qué velocidad y de qué forma pudo viajar por toda esa zona, y eso, a su vez, nos permitiría remontarnos hasta descubrir el punto de origen.
—Quiero volver donde ocurrió —dijo Marcus.
—¿Por qué? —dijo Bob con un escalofrío, pero luego se sintió avergonzado de su desgana. El fantasma de Chrissy seguía merodeando, pero no iba a reconocerlo en voz alta—. Lo que quiero decir es que ya estuvimos allí.
—Pero eso fue antes de empezar nuestra investigación —respondió Marcus—. Antes de saber qué teníamos que buscar.
—Muy bien —dijo Bob—. Antes, tenemos otras cosas que hacer. Eddy, tú sigue dibujando los planos que había empezado Marcus para nuestra tarea de recuperación en el puerto.
—Haré todo lo posible, aunque ya sabes que soy más físico que maquinista —dijo Edwin—. Para un físico, la autoridad suprema es una ley inmutable, mientras que para un especialista en máquinas la ley debe estar siempre cambiando.
—¡Vaya estupidez! Eres un hombre de ciencias, de todas las ciencias —respondió Bob—. En cualquier caso, tenemos a Mansfield, el mejor ingeniero mecánico de Tech, para enseñarte cómo. Y, si no soy el mejor geólogo y metalurgista de la promoción del 68… La verdad es que estoy seguro de que lo soy.
—Calla. Mira —dijo Edwin en un susurro. Abajo, detrás del edificio, el profesor Eliot fumaba un puro mientas sujetaba un maletín largo y estrecho, de los forrados con estaño por dentro para transportar sustancias químicas o materiales delicados. Se agacharon y observaron la escena.
Para su sorpresa, vieron aproximarse un coche tirado por un caballo por el camino posterior del Instituto, en el lado norte, en la parte de Newbury Street. Era poco frecuente en pleno Back Bay, una zona que solía estar desierta a esas horas.
El profesor Eliot parecía estar esperando al vehículo. Se acercó deprisa, metió la cabeza por la ventana y regresó al edificio con las manos vacías, después de arrojar el cigarro al suelo.
—Debe de haber puesto la maleta en el carruaje —dijo Bob, los tres de rodillas detrás de la balaustrada—. ¿Nos ha visto?
—Si nos ha visto, no dudará en reprendernos —susurró Marcus.
—No queremos que Eliot se fije en nosotros más de lo necesario.
—Hay otra cosa que tampoco queremos, Bob —comentó Marcus—. Cuando fuiste al Ayuntamiento a buscar el plano, algunos compañeros notaron que te habías ido. Preguntaron por ti.
—¿Tan guapo y tan importante soy? —aulló Bob con su risa profunda, echando la cabeza hacia atrás.
—Tú eres siempre el que organiza los deportes en la pausa de la comida —le recordó Marcus—. Por desgracia, tu popularidad nos perjudica. ¿Cómo vamos a ir a ninguna parte en horas de clase si tu ausencia llama la atención?
Bob asintió y pensó en ello.
—Tengo un plan también para eso.
—¿Qué plan?
—¡No te apresures tanto, Mansfield! Todavía no lo tengo del todo, pero lo voy a tener pronto.
Los tres volvieron la cabeza al abrirse la puerta de la azotea.
—¡Eliot! Nos ha visto —exclamó Edwin.
Pero el que apareció, antes de que les diera tiempo a esconderse, fue Darwin Fogg, que se levantó el sombrero en señal de saludo.
—Bueno, muchachos —dijo Darwin—, ¿seguro que deberían estar aquí arriba?
Cada uno aguardó a que contestara alguno de los otros.
—No —dijo Edwin.
—¿Y tú eres el más listo del Instituto? —susurró Bob a Edwin.
—Yo tampoco. Debería estar limpiando los armarios de almacenamiento, pero —Darwin sacó un cigarro del bolsillo— no se lo digan a Albert Hall, por favor. Me gusta ser profesor de polvo y cenizas aquí.
—Nos gusta que esté usted aquí —dijo Bob.
—¿Saben qué? —musitó Darwin mientras daba una calada y disfrutaba de la vista hacia el río Charles—. Al margen de no poder fumar en el interior por los equipos y los materiales, me gusta trabajar en una universidad en la que los alumnos como ustedes no están todos bien afeitados y tienen la sangre fría, sino que corren y excavan minas y cosas de ese tipo cuando no están en clase. Es mucho más divertido.
* * *
A la mañana siguiente, Marcus y Edwin cogieron sitio en la clase de ingeniería mecánica de Chorrazo Watson. Tenían profundas sombras bajo sus ojos enrojecidos, la consecuencia de haber estado levantados la mitad de la noche en la pensión de Bob revisando listas de compuestos químicos y enumerando especificaciones de ingeniería, además de haber pasado la mayor parte de su tiempo libre durante el día en la azotea del Instituto. Por suerte, había hecho buen tiempo y los días eran un poco más cálidos, pero hacía tanto sol que estaban tan morenos como marineros. Entonces llegó un día de fuertes vientos que anunciaban una lluvia intensa y que levantaron tanto polvo de los solares vacíos de Back Bay que la azotea quedó inutilizable. Casi no podían verse las manos delante de la cara, y mucho menos sus fajos cada vez mayores de notas y esquemas. Cuando Marcus se despertó esa mañana, Bob ya se había ido, y, para cuando llegó al Instituto, todavía no había aparecido. Se volvió e intercambió una mirada preocupada con Edwin, que examinaba el reloj cada pocos minutos. Dijo para sí: «¿Dónde puede estar?», justo cuando Bob entraba por la puerta y se apresuraba a coger mesa. Watson apareció un instante después, tan bien vestido como de costumbre, al estilo parisino, y pidiendo disculpas por llegar tarde como siempre.
—¡Saludos, caballeros! Ahora podemos empezar —dijo, como si alguien intentara siempre dar clase sin él—. Tengo varias cosas interesantes que mostrarles hoy. ¡Ah, sí! —lo primero fue una lección sobre la disposición de la maquinaria en los molinos. Cuando Watson estaba en la pizarra, Marcus volvió la cabeza a un lado. Bob estaba esperando su mirada. Levantó un objeto metálico reluciente lo justo para que lo viera Marcus. Una llave.
—Un voluntario, por favor —dijo el profesor. Habían pasado a la construcción de puentes. Albert Hall levantó con fuerza su brazo, su rostro redondo hinchado de excitación, pero Watson se detuvo delante de Marcus—. Señor Mansfield. Háganos usted el favor. Rompa esto.
El profesor le dio una vara de pino de treinta centímetros de largo y uno de ancho, y él la rompió por la mitad.
—Muy bien, señor Mansfield. Sería usted un montañero magnífico. Todos ustedes, obsérvennos al señor Mansfield y a mí haciendo de sierra.
Al otro lado de su mesa, Watson había construido un triángulo isósceles con tres sólidas varas de pino y había colocado una vara de alambre que iba desde el vértice hasta la base. Encima de la estructura provisional había depositado una larga chapa de madera que no parecía capaz de aguantar el peso de un perro pequeño. Watson se puso de pie sobre un extremo y dijo a Marcus que se pusiera sobre el otro. El triángulo que parecía tan frágil sostuvo a los dos sin problema.
Un murmullo de satisfacción recorrió la sala y disipó el depurado cinismo de los estudiantes de último curso.
—¡Eh! ¡No quiero ver ninguna expresión de sorpresa en sus rostros! Así está mejor. El señor Mansfield es capaz de romper casi cualquier palo con esas manos tan fuertes. Pero recuerden, cuando hagan sus exámenes el mes que viene, lo que llevo diciéndoles todo el año: al construir un puente, fíjense en la posición de los puntos de tensión. Nunca es cuestión de lo que parece fuerte o débil por fuera, sino de dónde se ejerce la presión. Por cierto, no encontrarán este tipo de demostración en Harvard, con Agassiz y sus estrellas de mar en escabeche. Pueden agradecer al rector Rogers que haya hecho posibles demostraciones como esta en América.
Marcus pensó que el chirrido de los lápices no lograba tapar el tono abatido y preocupado del último comentario del profesor. Todos seguían actuando en Tech como si Rogers no estuviera más que trabajando en su despacho y en cualquier momento fuera a bajar a dar clase, todavía al timón.
Después de clase, los tres conspiradores se apresuraron por el pasillo.
—¿Qué es esa llave? —preguntó Edwin.
—La respuesta —dijo Bob con una sonrisa misteriosa.
Los llevó al sótano, cerca del laboratorio privado de Ellen Swallow.
—¿Vamos a ver a la señorita Swallow? —preguntó Marcus en tono sarcástico—. Aunque cueste creerlo, a diferencia de la mayoría de las bellezas de Boston, a ella no está tan claro que puedas ganártela con una sonrisa, Bob.
—Espero que no vayamos a reunirnos en el Templo —dijo Edwin, mirando con preocupación la entrada a los urinarios situados bajo las escaleras del sótano.
Bob se detuvo en la puerta siguiente a la del laboratorio de la señorita Swallow. Con una gran sonrisa y una reverencia, la abrió.
—¡Bienvenidos al laboratorio de metalurgia y soplado! —anunció, abriendo la puerta de par en par—. No —dijo ante las confusas expresiones de sus amigos—, no se utiliza mucho. Cuando la tesorería se quedó sin dinero durante la construcción del edificio, esto nunca se terminó. Yo ni siquiera sabía que existía.
Marcus miró alrededor de la mal iluminada habitación. Tenía un horno de gas, un horno de reverbero, tres hornos de crisol, cazuelas de barro en los estantes, una prensa de tornillo, una forja, una especie de equipo de refinado del mineral, hecho de hierro galvanizado, y baldes para carbón, madera y antracita. Todo estaba polvoriento y tenía olor a rancio.
—¿Cómo has conseguido la llave del laboratorio? —preguntó Marcus.
—Entremos primero, amigos, y ahora os lo cuento. Cierra la puerta detrás de ti, Eddy —dijo Bob. Con la puerta cerrada, explicó—: Hace dos años, alguien reservó este laboratorio para uso de una sociedad de estudiantes llamada los Tecnólogos. Supongo que algún pobre hombre quería emular a Harvard con su Sociedad Rumford, el Hasty Pudding Club y, por supuesto, la Med Fac.
—Med Fac… ¿Qué es eso? —preguntó Marcus.
—Med Fac es Facultad de Medicina —explicó Edwin—, aunque en realidad son alumnos de Harvard que se llaman eso a sí mismos porque consideran que sus ritos siniestros contribuyen a la salud de los estudiantes. Es el club más secreto de todos los de Harvard, y para entrar en él hay que realizar un acto que puede causar la expulsión o incluso el arresto: robar el badajo de la campana de la universidad, afeitar el bigote de un alumno de primero mientras duerme o, si el aspirante quiere tener un cargo, volar por los aires parte de un edificio.
—¿Perteneciste a ella antes de irte? —preguntó Marcus.
—¡Dios mío, no! El tiempo que pasé en Harvard consistió en estar encerrado en las salas de disección de Agassiz. Los Med Facs tienen mala fama, y algunos dicen que rinden culto al diablo.
Bob se rió ante la idea.
—Espero que no, porque todos mis hermanos fueron miembros. Pero Harvard ha suprimido su existencia, de todas formas —añadió.
Marcus puso los ojos en blanco; no le hacían tanta gracia como a Edwin y Bob los juegos infantiles de los chicos de Harvard.
—Este grupo de los Tecnólogos también debe de ser muy clandestino. Nunca he oído hablar de ellos.
—Porque nunca se apuntó nadie a la sociedad —explicó Bob divertido.
—Vaya sentimiento de compañerismo que tiene Tech —dijo Edwin frunciendo el ceño—. El mismo problema de siempre: demasiadas ideas brillantes y escasez de hombres.
—Nadie se había apuntado… hasta ahora —rectificó Bob—. En la actualidad hay tres miembros en buena posición.
—Robert Richards, Edwin Hoyt y Marcus Mansfield —dijo Marcus con una sonrisa.
—Estamos inscritos como únicos miembros de la sociedad. Lo cual significa que tenemos reservado este laboratorio, con nuestra propia llave, para todo el tiempo que no se esté utilizando en una clase de metalurgia, y ya sabéis que el profesor de metalurgia, este trimestre, es Eliot, que es demasiado vanidoso para quitar tiempo a sus clases magistrales.
Se dieron la mano los tres y se recrearon en admirar su cuartel general.