Apiñados en el almacén del sótano del Instituto, los tres estudiantes colocaban pedazos de hierro y diversas brújulas de diferentes tamaños en los estantes.
—¿De dónde has sacado todo esto? —preguntó Edwin.
—Las brújulas las he comprado en una tienda cercana al arsenal naval —dijo Bob.
—Edwin, ¿recuerdas las clases sobre navegación naútica en segundo?
—Unas clases excelentes —respondió Edwin a Marcus, sintiéndose de nuevo con cierta energía después de que le hubieran despertado en mitad de la noche y le hubieran metido en un carruaje—. Sí, las recuerdo. Bob, tú te pusiste una de esas gorras de marinero inclinada sobre el rostro para molestar al profesor.
—¡Ja! ¡Es verdad! —rememoró Bob con cariño—. Recordemos que la tierra es magnética. Es más, podría decirse que la Tierra es un imán gigante, y, como los polos magnéticos de carga opuesta se atraen mutuamente, el polo norte de la aguja del compás, en realidad, es el polo sur, porque experimenta la atracción del polo norte de la Tierra. Del mismo modo, el polo sur de la aguja del compás es un polo norte. Edwin, sostén esa barra de hierro en posición horizontal, de este a oeste, quiero decir. Gracias. Mansfield, coloca esa brújula en el extremo de la barra.
Hicieron lo que les indicaba Bob.
—La aguja no se ha inmutado —dijo Edwin.
—Edwin, intenta levantar el extremo de tu barra un grado…, eso es…, ahí, para —dijo Marcus.
—¡El polo sur de la aguja siente la atracción! —declaró Edwin.
—¿Y si bajas ese mismo extremo, justo un poco? —dijo Bob con una seña a Edwin, que así lo hizo.
—Ahora ha saltado el polo norte —informó Edwin.
—En cualquier ángulo respecto a la aguja del compás, el hierro blando atrae cada polo de la aguja casi con igual fuerza —dijo Bob.
Marcus asintió.
—Los constructores de barcos lo tienen muy en cuenta para que la proximidad de una brújula náutica a los materiales de la nave sea un factor neutral.
—También habría magnetismo con el hierro de la Tierra —añadió Edwin.
—Exacto. Mira esto. Te conviene taparte los oídos —Edwin siguió el consejo de Marcus y Bob inclinó la cabeza como para dejar claro que el ruido no podía perturbar el tímpano de un Richards, y entonces Marcus dejó caer el martillo sobre una de las barras de hierro. Edwin se tambaleó hacia atrás. Con el impacto del martillo, saltaron las agujas de todos los compases.
»Aguarda un segundo —dijo Marcus, mientras el ruido resonaba en sus oídos—. Y otro segundo más… ¡Ahora, Bob!
Marcus arrojó la barra de hierro a Bob. Él la atrapó, y todas las agujas siguieron la dirección de la barra. Bob blandió la barra como si fuera un bate de béisbol, y las agujas se movieron a la vez.
—Por supuesto —dijo Edwin después de pensar un instante—. El martillazo aumenta el nivel de magnetismo, que, en circunstancias normales, apenas se sentiría, después de que las brújulas estuvieran en el meridiano magnético. Ahora el magnetismo inductivo del hierro controla el magnetismo permanente de las brújulas.
—Lo que creo que vamos a descubrir cuando probemos las distintas clases de hierro que ha obtenido Frank en la fábrica —dijo Marcus— es que, cuanto más blando el hierro, más influye en el magnetismo cualquier martillazo o perturbación.
Entonces, Bob pidió el hierro más blando de los de la fundición de Hammond. Agitó el agua del cuenco hasta convertirla en un pequeño remolino y dejó caer el hierro en ella. Cuando el hierro golpeó la superficie del agua, las agujas se volvieron otra vez frenéticas.
—Las olas —observó Edwin—. Si el hierro es lo bastante blando, la acción de las olas sobre el objeto sólido induce todavía más magnetismo. Controlaron las olas, como si lo hubiera hecho el mismísimo Neptuno, para convertirlas en instrumentos de sabotaje. ¡Extraordinario!
Marcus colocó la mano sobre el hombro de Edwin y la dejó un instante antes de hablar.
—Edwin, sabes que la decisión es tuya.
—¡No, no lo es! —Bob le agarró del otro hombro con una risotada.
—Sí lo es, Edwin —repitió Marcus—. Rogers acababa de comenzar esta labor antes de sufrir el ataque y sus notas no son más que un principio. No tenemos ningún aliado. No será tarea fácil. Tú debes decidir si te unes o no a nosotros. ¿Qué dices?
—Marcus —replicó Edwin, con una pausa para respirar hondo—. Creo que deberíamos acercarnos al puerto para hacer una ronda de inspecciones con las primeras luces.
* * *
Edwin Hoyt observó el amanecer cubierto de nubes. Mientras la marea golpeaba los pilotes, él iba marcando el ritmo; desvió la mirada hacia las islas en la entrada del puerto, tan protegido contra cualquier ataque o invasión. No lejos de donde se había detenido estaban los muelles que habían quedado destrozados, dos casi por completo y uno en parte. De vez en cuando, todavía pasaban flotando fragmentos de embarcaderos de madera, que obstruían el canal. Dos semanas después del suceso que había trastocado el puerto, la policía estaba aún quitando restos en agua y en tierra y buscando pruebas.
Ser un auténtico bostoniano significaba respetar el orden del mundo, la posición de las autoridades y los ciudadanos. Este experimento demasiado real iba a ser diferente a todo lo que habían visto. Pero la policía ya había naufragado, ¿no?, en cuanto ardieron los barcos, ¿verdad? En cuanto se aferró a Louis Agassiz.
—He estado reflexionando más —dijo Edwin cuando alcanzó a sus compañeros, que caminaban en el extraño silencio del muelle—. No consigo entenderlo aún.
—¿Qué quieres decir, Eddy? —preguntó Bob.
—Tus experimentos con las brújulas en el almacén son impresionantes, Bob —continuó Edwin—. Pero eso era en un espacio cerrado. Mirad aquí, mirad la extensión de los daños. La cantidad de toneladas de hierro que se necesitan para reproducir el experimento en mar abierto, y en la posición exacta, sin que tantos testigos vieran nada… ¡No se me ocurre cómo es posible hacerlo!
—Bueno, dar vueltas por el puerto no nos va a ayudar a contestarlo —dijo Marcus—. Necesitamos saber más sobre lo que ocurrió. Más de lo que ha salido en los periódicos, pero sin hablar con la policía.
—¡Ja! Me atrevo a decir que la policía no sabe tanto como sabemos ya nosotros —afirmó Bob, animado—. Existe otro grupo de hombres presentes de los que aprenderemos más. ¡Mirad!
Marcus y Edwin alzaron la vista y miraron a lo largo del puerto.
—No veo a nadie —dijo Edwin.
—¿A quién te refieres, Bob? —preguntó Marcus.
—¡Las ratas! —dijo Bob.
—¿Las ratas? ¿Lo dices en serio? —preguntó Edwin.
—Por supuesto —dijo Marcus con una sonrisa—. Las ratas de muelle.
Dispersos por el puerto estaban los hombres a los que llamaban ratas de muelle, pobres viejos que hurgaban en las basuras y merodeaban en los embarcaderos en busca de restos de comida o mercancías abandonadas.
—He visto a unos cuantos envueltos en mantas, medio dormidos, cuando entrábamos en el puerto —dijo Marcus, que empezaba a pensar que era una idea interesante—. ¿Cómo sabemos con cuáles hablar?
—Bueno, nos conviene encontrar a los que sean más curiosos, más vigilantes, los que están más atentos, siempre con un ojo abierto, incluso cuando duermen —dijo Bob—. Creo que sé cómo empezar. Esperadme.
Bob se paseó entre varias naves de almacenaje, y luego a lo largo de una fila de balas de algodón y finalmente por los muelles. Todo ello sin dejar de hacer sonar las monedas en el bolsillo, hasta que, diez minutos más tarde, se le acercó, con paso lento y tambaleándose, un desconocido que había estado sentado, escondido, en el centro de un círculo de barriles de pescado malolientes.
—Te daré varias de estas —comenzó Bob incluso antes de darse la vuelta, con las monedas en la palma de su mano abierta, tentadoras— si respondes a unas preguntas.
—Eso es juego sucio —se quejó el hombre cuando Bob le dio la cara. Su rostro rojo y brillante estaba a merced de los elementos, nada protegido por los jirones de su gorro de terciopelo arrugado—. Prefiero robar de forma honrada. ¡Esto es extorsión, sí, señor!
—Te compensaré como es debido, te lo prometo —dijo Bob. Silbó la señal a Marcus y Edwin, que pronto llegaron donde estaban. Entonces Bob se volvió otra vez hacia su nuevo conocido—. Dinos lo que viste la mañana del desastre.
—¡Yo! ¿Por qué me preguntas a mí, muchacho?
—Muy sencillo —Marcus dio un paso al frente—. ¿Por qué instalarte en estos muelles destrozados, en lugar de hacerlo en el que quedó indemne, a no ser que ya estuvieras antes de la catástrofe?
—¡Vaya estupidez! ¡Tonterías! —proclamó el viejo con irritación.
Después de insistir más, la rata de muelle confesó, casi con orgullo, que había estado presente cuando sucedió, que era la cosa más tremenda y terrible que había visto jamás, y que su sensibilidad moral había quedado demasiado afectada para ni siquiera intentar rescatar algo del agua durante casi media hora después. El caos de los barcos que se chocaban contra los muelles y unos contra otros había empeorado a cada instante. Les señaló el área fundamental en la que el suceso había tenido lugar y les contó que había visto la evacuación de la maravillosa nave Light of the East y a su capitán, del que más tarde supo que se llamaba Beal, salvar a varios pasajeros del vapor que habían caído tragados por las aguas.
—Antes de que comenzara, ¿viste algo o a alguien sospechoso, algo peculiar o distinto por aquí? —preguntó Marcus.
La vieja rata de muelle miró a Marcus y negó con la cabeza.
—Pero, desde entonces, todo el puerto ha estado diferente.
—¿Qué quieres decir? ¿Más callado? —sugirió Marcus.
La rata de muelle volvió a menear su cabeza gris.
—Sí, pero no solo. Los marineros no se han presentado a sus puestos. Los jefes de los muelles dicen que los pasajeros con billetes para los barcos de vapor también han dejado de venir. Los almacenes no tienen cargamento que robar. ¡Apenas he comido, casi nada! En otro tiempo, yo podría haber sido un caballero, cuando tenía vuestra edad.
—Toma, amigo —dijo Bob, poniendo las monedas en la mano del hombre—. Cómprate algo de sopa. Gracias de los tres por tu ayuda.
—Por la superficie de los daños, pues, parece que el suceso se extendió desde aquí (la Casa de Aduanas y el Muelle Central) hasta allí —concluyó Edwin cuando dejaron a la rata.
—Eso es el Muelle Largo —dijo Bob.
—Edwin tiene razón —añadió Marcus—. La combinación de hierro blando y el movimiento de las olas tuvo que generar un área que cubrió esos tres o cuatro muelles y salió al mar, donde el magnetismo debió de interferir con todos los instrumentos de navegación en la zona. ¿Cómo es posible que hubiera toda esa cantidad de hierro en un sitio sin que nadie lo viera?
Edwin miró arriba y abajo de los muelles con un inquietante sentido de la verdadera magnitud y la dificultad de la tarea que habían emprendido. No solo descubrir lo que había ocurrido, sino convencer a los demás. Les habían enseñado a interpretar los acontecimientos en términos científicos, pero no a convencer a mentes acientíficas de que hicieran lo mismo.
—Necesitamos pruebas.
—Han quitado los restos —dijo Bob—. Las pruebas no van a estar aquí.
Edwin contempló con incertidumbre la vasta extensión del puerto y escuchó los sonidos de la marea. Como si hablara en nombre de las corrientes profundas y misteriosas, Bob rodeó con el brazo a su amigo y señaló con la otra mano.
—Ahí fuera, Eddy. ¡Las pruebas están en algún lugar ahí fuera!
—¡Ahora no tenemos más que caminar bajo el agua para encontrarlas!
Por una vez, Bob no supo qué responder.
—¡Aquí, amigos!
Edwin y Bob siguieron a Marcus, que estaba estudiando una circular clavada en un poste de telégrafo.
—¿Qué es, Mansfield? —preguntó Bob.
—¿De qué nos sirve, Marcus? —preguntó Edwin después de leerla.
—Seguimos las instrucciones —replicó Marcus—. Y empezamos a obtener nuestras respuestas.
SE BUSCAN MARINEROS DE PRIMERA
Razón a bordo de la goleta Convoy
E. L. BEAL, CAPITÁN
* * *
Las ratas de muelle, como el ubicuo roedor del que recibían el nombre, iban de un agujero a otro en busca de techo. Después de tomarse la sopa en uno de los lúgubres restaurantes del puerto, la rata de muelle de rostro enrojecido entró en el almacén de pescado, donde se guardaban los excedentes de la captura del día y donde había ido muchas veces a refugiarse, sobre todo en los últimos tiempos, con la policía merodeando. Se sobresaltó cuando le agarraron de la muñeca al entrar por la puerta chirriante.
—¡Palabra de honor, estoy harto de vosotros! —gritó, pensando que se trataba de uno de los universitarios que había vuelto.
Se volvió para encontrarse en medio de un sueño febril, observando un rostro monstruoso, deformado, que parecía ondularse y despellejarse mientras él retrocedía, horrorizado. La capucha que lo tapaba en parte no ocultaba la mirada feroz de su desgraciado dueño, unos ojos que ardían sobre unas mejillas hundidas, cadavéricas, y un bigote de un naranja antinatural, casi incandescente. Detrás de la aparición estaba otro individuo más alto que llevaba chaleco de cuadros y sombrero hongo, con un aire estoico y soñoliento que contrastaba de manera casi cómica con su acompañante.
—Tengo entendido por algunos de tus indignos colegas vagabundos que sueles frecuentar el Muelle Central para recolectar trapos y otras basuras. Me gustaría que me contaras qué viste en el momento del desastre el 4 de abril.
—¡Se lo acabo de contar a ellos! —protestó la rata, pero luego se arrepintió.
—¿A quién? ¿A quién se lo has contado, viejo estúpido? —exigió el extraño encapuchado, sacudiéndole con violencia.
—A esos universitarios curiosos de hace unas horas; por lo menos, parecían universitarios. ¡Estuvieron aquí preguntando sobre ello, lo prometo! Creo que se fueron hacia el Muelle Largo. ¡Pregunte por ahí si no me cree, estaban metiendo las narices en todas partes!
El hombre de la capucha hizo una seña a su compañero, que salió corriendo. Luego se volvió hacia el viejo, para exigirle toda la información que pudiera recordar. Hizo la misma pregunta que habían hecho los estudiantes, si había notado algo extraordinario ese día.
Con más preparación que en su encuentro anterior, la rata de muelle había empezado a tranquilizarse y olió una oportunidad.
—Bueno, hubo algo, ahora que lo pienso —dijo en tono astuto—. ¿Qué está dispuesto a darme a cambio, amable caballero?
Sin previo aviso, la pesadilla estalló y abofeteó al viejo en el rostro hasta que la rata de muelle cayó de rodillas. Su agresor rebuscó en un montón de desechos de pescado, agarró a su víctima por el pelo y le metió una espina hasta la garganta.
—Lo que voy a darte a cambio —dijo, con una respiración pesada— es tu patética vida.
La rata de muelle se ahogó y dio boqueadas hasta que le sacó la espina de la boca.
—¡Había un velero! —respondió el vagabundo entre lágrimas—. Lo vi zarpar, y luego vi que echaba el ancla en un lugar extraño, muy lejos de los muelles. Cuando empezó la conmoción, volví a mirar y me pareció verlo a lo lejos, navegando sin que nadie le molestara.
—¿Viste a alguien en él? ¿Recuerdas alguna cosa de él? ¿Recuerdas?
La rata de muelle se estremeció y asintió entre toses.
—Estaba demasiado oscuro… No vi quién estaba al timón… Recuerdo el nombre. Grace. El barco se llamaba Grace. Lo vi cuando pasó una luz sobre el barco. ¡Era el nombre de mi pobre madre, Grace, mi querida madre, Grace, palabra de honor! Por eso lo recordé. ¡Eso es lo que vi, si vi alguna cosa más, que me disparen!