XVI
La chica de las Galápagos

Era ya última hora de la noche cuando subió las desvencijadas escaleras hasta la primera planta y entreabrió la misma persiana veneciana que tan bien recordaba. En general, el sentimiento de familiaridad acababa ahí. No pisaba aquel lugar desde hacía al menos tres años, y el sitio mostraba una obstinada resistencia al cambio, incluida una muchedumbre de aspecto duro que podría ser la misma que se había reunido en 1865 para brindar en honor del presidente asesinado de Estados Unidos. Había habido muchas noches en las que estar en esta cervecería era preferible a esforzarse en dormir. Ahora parecía como si hubiera llegado a otro país y fuera un forastero indeseado.

—¿Desea alguna cosa? ¿Cerveza? —preguntó una joven ligera de ropa con un delicioso acento inglés, mientras llevaba una bandeja llena de vasos de cerveza vacíos.

—Espero a alguien —dijo él, con una sonrisa de disculpa. Ella se dirigió a otros clientes sin darle más vueltas.

—No me esperará a mí, supongo, joven —dijo una voz de hombre sobre su hombro.

Marcus sintió que le agarraba y le retenía la mano antes de poder retirarla. El responsable sonrió, dejando al descubierto los dientes delanteros que le faltaban.

—Creo que no nos presentaron formalmente en la rudimentaria demostración sobre la luz que hizo su institución el jueves pasado.

—Me llamo Mansfield. Sé quién es usted. Roland Rapler. Le he visto reunir a su rebaño aquí otras veces. A mí me traen asuntos propios.

El hombre, vestido de uniforme militar, como había estado en la demostración, le examinó con atención.

—Puedo ver por sus manos que usted no nació destinado a estudiar en la universidad. Apostaría a que trabajó en una fábrica o un taller.

—Supongo que podría averiguarlo si quisiera —dijo Marcus—, si es que no lo ha hecho ya.

La sonrisa de Rapler era una confesión.

—La herida en su mano, ¿se la hizo con las máquinas?

—¿Esto? Fue por chocar con demasiada fuerza con la cara de un individuo.

—Ese tipo de violencia —dijo Rapler con frialdad— va contra mis principios.

—¿Sus principios incluyen arrojar piedras y destruir propiedades privadas?

El hombre no perdía la compostura con facilidad y se lanzó enseguida a una perorata, una mezcla de elocuencia refinada y vulgaridades corrientes.

—Queremos llamar la atención, a veces a costa de perder las buenas maneras, sí. Pero se fija usted en quien no debe, joven. Invento tras invento, ¿y se fía de todos sus colegas con todo lo que saben? Hace trescientos años, el hombre que inventó un tipo de máquina de tejer murió estrangulado y ahogado porque pensaban que su invento iba a convertir a los trabajadores en mendigos. Nosotros no ponemos en duda la necesidad de inventar ni queremos impedirlo. Pero, cuando la ciencia se apodere por fin del hombre, no hay duda de que destruirá todo el mundo antes de quedarse satisfecha. Ya se ha sustituido a los aprendices por máquinas. Mi gente quiere máquinas que nos ayuden en nuestro trabajo, sí, pero cada minuto que pasamos con ellas corre el peligro de alterar el equilibrio, porque nos volvemos cada vez más mecánicos. Cuando la máquina deshumaniza a su usuario, la ciencia se vuelve suicida.

—Cuando se impide que el cerebro invente, se detiene a la naturaleza —respondió Marcus.

Rapler se quitó el guante de cabritillo de la mano izquierda con sumo cuidado. Debajo, en el lugar del pulgar y los dos dedos siguientes, no había más que muñones. Flexionó los otros dos y los observó con una mezcla de añoranza y orgullo.

—¿Quién inventó el proyectil que me hizo pedazos los dedos, muchacho? —Rapler no perdió su sonrisa deliberada—. ¿Ve, señor Mansfield? Nunca volveré a trabajar en un taller. Pero en otro tiempo lo hice, y ahora intento como sea que la gente que trabaja en ellos esté protegida. Cuando estaba recuperándome de mis heridas, leí mucho sobre historia, sobre las vidas de los grandes hombres y los primeros gobernantes. Llevo este uniforme porque todavía estoy en combate, por los hombres a los que ve en este local, y por sus hermanas trabajadoras, en toda Nueva Inglaterra. Ahora todo Boston está viendo el terrible peligro que supone la ciencia utilizada sin control. Si, hace unos meses, no veía más que a una docena de amigos en mis reuniones, desde que han ocurrido estos desastres veo cien o doscientos rostros nuevos.

Marcus había visto muchas heridas en la guerra y en la fábrica. Pero no pudo resistirse a contemplar los dos dedos restantes de la mano, cómo se separaban, se juntaban, se doblaban y se estiraban. Y, al rendirse a la imagen, comprendió que se había rendido ante Rapler en la batalla intelectual.

Al otro lado de la sala, la música de piano se detuvo y en su lugar se oyeron ligeros aplausos.

—¡Marcus!

Marcus se volvió y vio a Frank Brewer, que entraba por la mampara.

—Señor Rapler, si no le importa —dijo Marcus.

Rapler le hizo una señal de despedida y volvió a colocarse el guante antes de disculparse.

—Recuerde que el avance del progreso debe detenerse en algún punto, muchacho, antes de que nos aplaste. Cuando lo haga, estoy seguro de que usted estará en el lado bueno.

—Siento haber tardado, Marcus —dijo Frank, mientras se colocaba la bolsa que llevaba colgada del hombro.

—No he esperado mucho —le tranquilizó Marcus, y miró a Rapler—. Tampoco me he sentido solo.

—¡Señor Brewer, un maquinista leal como pocos! —exclamó Rapler a modo de saludo.

—Leal a Chauncy Hammond por haberme dado trabajo, no a ningún imbécil del sindicato —replicó Frank, más dirigido a Marcus que al sindicalista—. Vamos, Marcus.

Se sentaron en una mesa situada en una parte vacía de la cervecería. El hombre que estaba al piano saludaba hacia derecha, izquierda y centro.

—¿Pudiste…? —comenzó Marcus, pero luego cambió de opinión—. Frank, quizá no debería haberte pedido esto. No quiero poner en peligro tu puesto en la fábrica.

—Marcus, como amigo tuyo, te ordeno que te calles —debajo de la mesa, abrió su bolsa y sacó otra bolsa más pequeña de lona que empujó hacia los pies de Marcus—. Lo hice tan pronto como recibí esa nota tan seria que me enviaste. ¿Para qué necesitas esto con tanta urgencia?

Se acordaba de haber estado en la misma cervecería la noche de su último día en el taller. Frank le había parecido retraído y frío con él aquella noche y, cuando por fin le preguntó qué le pasaba, Frank le llevó a un rincón. «Te irás a ese sitio, esa universidad suya, y te comerán vivo y luego se desharán de ti, y se verá, de una vez por todas… ¡Bueno, quizá es que estamos destinados a ser siempre maquinistas!». No estaba claro qué perspectiva le preocupaba más, que Marcus pudiera estar engañado o que se confirmara la situación de ambos en la sociedad. «Si eso ocurre, volveré a la fábrica con la lección aprendida», había asegurado Marcus a Frank, pese a que el que necesitaba que le tranquilizaran era él, a punto de cruzar el umbral, antes impensable, hacia el mundo universitario.

Ahora, de nuevo en la misma sala mal iluminada, a solo unos metros del lugar de aquella conversación, respiró hondo ante la pregunta de Frank sobre el favor que su viejo amigo acababa de hacerle.

—Lo más probable es que no me creyeras si te lo explicase, Frank.

—Ya veo —replicó Frank en un tono de voz más suave—. Supongo que quizá no lo comprendería, de todas formas.

—¡No es eso, Frank!

—¿No? —Frank volvió a animarse.

—Es solo que se trata de algo que debo hacer por mi cuenta, que probablemente estoy mal de la cabeza por querer probar. Pero no puedo ver cómo no intentarlo.

—Qué propio de un estudiante universitario —se maravilló Frank, riéndose entusiasmado como si fuera su cómplice en la aventura.

—¿A qué te refieres?

—¡Intriga y abstracción!

—Supongo. Por ahora, solo puedo darte las gracias por tu ayuda, aunque ya sé que no es suficiente. Un día, pronto, te prometo que podré explicarlo todo.

—Seré todo oídos —Frank sonrió y cambió de tema—. ¿Puedo enseñarte algo mientras nos codeamos con las clases bajas? He estado trabajando en unas estatuas nuevas.

—Deberías empezar a venderlas. Quizá hacer que pongan una en un museo.

—¡Sí, seguro! —dijo Frank, riéndose—. ¡Imagínate que tuviera yo la oportunidad de ser un escultor famoso! No, pero tengo una nueva que he pensado que te gustaría ver —dijo, con una sonrisa orgullosa que le costaba reprimir.

Sacó una estatuilla de bronce de su bolsa. Era Ichabod Crane en plena huida a caballo, el momento del relato de Irving en el que el maestro escapa del espectro del jinete encantado para salvar la vida.

Marcus le miró con sorpresa.

—Durante años, me han llamado Ichabod por mis brazos y piernas desgarbados y por mi largo cuello —Marcus empezó a contradecirle, pero Frank siguió hablando, aún con una alegre sonrisa—. Ya no soy ese, Marcus. ¿No lo ves? Ahora tengo un plan para cambiar, gracias a tu inspiración.

—¿Mía?

—Ya no soy ese, sometido a la opinión de otros —dijo con melancolía y señalando la estatuilla—, y quiero que esta te la quedes tú por si alguna vez necesito que me lo recuerdes cuando me decida a entrar en Tech.

—¿Y esa qué es?

Había otra cabeza que asomaba de la bolsa de Frank.

—¡Ah, esta! He pensado que quizá te haría reír. ¿Lo reconoces? —Frank sacó la figura y la sostuvo en alto.

—¡Pero si es Hammie! —exclamó Marcus después de examinarla un momento. La diminuta escultura mostraba la figura inconfundible de Hammie en uniforme de soldado y con una pierna hacia delante, como si se dispusiera a entrar en combate—. Vestido de soldado.

—Imagínate. El señor Hammond me pidió que tallara a su familia, y que pusiera a Hammie en traje militar, supongo que para contentar el enorme ego de ese malcriado, pese a que nunca pensó ni en presentarse voluntario. Pero cuando tu jefe pide una escultura… —Frank dejó inacabada la idea.

Marcus notó cuánto le molestaba a Frank la orden de Hammond.

—Bueno, gracias por el Ichabod Crane. Lo guardaré como algo muy especial.

—¡Dos cervezas! —pidió Frank en voz alta a la chica—. ¿Recuerdas al tipo del piano? Canta bastante bien, sobre jóvenes abandonadas en las islas Galápagos, ese tipo de tonterías. Quédate. Vamos a jugar una partida de cartas, solo tú y yo, ex parte, como durante nuestras comidas en el taller. ¿Qué juego prefieres en los últimos tiempos?

Marcus meneó la cabeza.

—No debería, si quiero prepararme para las clases de la mañana. Otra cosa, Frank. Quería pedirte disculpas si te parecí frío cuando visitamos la fábrica.

Con el rostro ruborizado, Frank dijo:

—No, llamé la atención sobre tu mano herida delante de tus amigos, Marcus. Al principio no lo pensé, como de costumbre. La culpa fue mía. ¿Te dijo algo el señor Hammond cuando habló contigo después? ¿Crees que me oyó decirte que estaba listo para algo mejor que seguir trabajando para él? Después de llegar tarde ese día a la fábrica, ya no quiero provocar más su ira, por lo menos no hasta que descubra que me voy.

—No, no creo que te oyera —dijo Marcus, que sabía que su amigo debía de haber estado muy preocupado por ello la pasada semana. No quería repetir el comentario de Hammond de que Frank había nacido para estar en la fábrica—. En realidad, habló sobre todo de Hammie.

—¡Hammie! —el regreso a ese tema hizo que Frank frunciera el ceño—. Creo que debes tener cuidado con ese muchacho. El señor Hammond es un hombre fuerte; cuando mira algo, siempre ve el futuro. Menos a su propio hijo. Para nosotros en la fábrica es como un padre, y nosotros somos sus hijos más de lo que pueda serlo nunca Hammie. Ese chico… No creas en las apariencias, Marcus.

—Tal vez Hammond espera que Hammie sea alguien que no puede ser, Frank.

—Supongo que eso es lo que ocurre a veces con los padres. Con el mío no, desde luego. ¡Ja! Siempre pensó que yo no iba a conseguir nada, igual que él. Tú eres afortunado en cierto sentido, amigo mío. Podías imaginarte al tuyo como querías, en vez de tener que responder ante un hombre incapaz de comprenderte, ni siquiera el día de su muerte.

—Supongo que sí —respondió Marcus en voz baja.

—Quería preguntarte algo, pero… —Frank desechó su propia pregunta—. Vas a creer que estoy con la cabeza ida. Yo y mis fantasmas.

—Dime.

—A veces, Marcus, en las calles y las muchedumbres de Boston, miro y veo… su rostro salvaje, que me observa y me advierte. Me convenzo a mí mismo de que me ha encontrado.

—¿Quién? ¿Te refieres a Denzler? —Marcus pronunció el nombre con un escalofrío. Nunca hablaban de Denzler, ni de la cárcel de Smith, habían dejado de hacerlo a las pocas semanas de regresar, cuando Frank ayudó a Marcus a obtener un puesto en la fábrica de locomotoras. Era un acuerdo tácito de que el futuro iba a ser mejor que el pasado.

Frank bajó la mirada al suelo, que estaba cubierto de huellas de botas en el serrín.

—Sí, Marcus. Me refiero a Denzler —su voz se quebró al decirlo—. Le veo a lo lejos, o pienso que le veo. El corazón me da un salto y siento que el peligro me rodea. Trato de perseguirlo, pero siempre se desvanece antes de que lo alcance.

Denzler todavía habitaba a veces las pesadillas de Marcus, igual que los espíritus de los prisioneros muertos, los que no habían logrado sobrevivir, o los que habían sobrevivido como sombras de sí mismos. Pero hablar de ello en voz alta parecía invitarlo a apoderarse de sus noches.

—Oí decir que había escapado a Alemania para eludir cualquier juicio —dijo, como si repitiera una información de prensa, alejada de su propia vida.

—Yo también lo oí. Pero ¿y si no es cierto? Me da dentera pensar en él, incluso en la posibilidad de que pueda estar viviendo entre nosotros. Empuja a un hombre a querer hacer algo más, antes de que se le acabe el tiempo. ¿Sabes qué?…, ¡Lo voy a hacer, Marcus! —dijo con el entusiasmo de una nueva idea.

—¿Qué quieres decir?

Frank agarró la estatua de Hammie, la miró con odio, se puso de pie y la arrojó al fuego que había en la esquina con una gran carcajada.

—Frank —dijo Marcus mientras su amigo volvía a sentarse, con una gran sonrisa de satisfacción—. ¿Qué acabas de hacer? ¿Y Hammond?

—¡Hammond el patrón! —exclamó Frank en tono de burla—. Marcus, en serio, has sido una inspiración, y el Instituto también. No voy a seguir dejándome atar por él mientras tengo que vestir de arpillera.

Marcus seguía en deuda con Hammond, cuyo dinero le había permitido acudir a Tech, y Frank iba a necesitar algún acuerdo similar, aunque fuera con una beca. Pero no lo dijo. En su lugar, levantó el vaso para brindar por la libertad de Frank.

—Tienes que venir la Jornada de Inspección para ver el Instituto —dijo Marcus, para orientar la conversación hacia aspectos más prácticos.

—¡Estoy impaciente, Marcus! ¡Tres hurras por el Instituto!

Terminaron sus cervezas y Marcus se levantó. Ya antes de oír cómo le llamaban, había notado el olor inconfundible de una mezcla de grasa, hollín y sudor.

—¡Marcus Mansfield! Debes de haberte equivocado de calle.

Cuatro jóvenes de la Fábrica de Locomotoras Hammond. A dos de ellos los conocía del taller de mecanizado, y a los otros los había visto trabajando en la sala de ruedas y el taller de maquetas. El que había hablado, en el centro del grupo, era uno al que recordaba que llamaban George el Perezoso. En la fábrica tenía fama de cantar bien, pero el resto del tiempo tenía una voz bronca y unas maneras bastas.

—¿Para qué va a venir por aquí uno de esos universitarios?

—Porque está tomándose una copa conmigo, George —dijo Frank, levantándose a toda prisa de la mesa. Frank, aunque tenía un cuerpo más nervudo que musculoso, era lo bastante alto como para que los demás hombres, en general, se sintieran inseguros.

—No pinta nada aquí, Brewer —dijo George el Perezoso, moviendo el dedo con energía.

—Venga, hombre. No saques las cosas de quicio. Te olvidas de que es uno de los nuestros.

—No olvido nada —replicó George el Perezoso, golpeando una mesa con el puño—. Puede que fuera uno de los nuestros en otro tiempo, cuando tenía la garganta llena de polvo de hierro. O puede que tú quieras ser lo que es él, ¿eh, Brewer? Un universitario que se da falsos aires de caballero.

—¿Y qué si lo quiero? —respondió Frank.

—No es compañía para ti, Brewer, ni para nosotros.

—Estaba a punto de irme —dijo Marcus. Lo más probable era que George el Perezoso hubiera tenido ganas de iniciar una pelea desde antes de entrar en la cervecería y verle. La verdad era que decían que un puñetazo del maquinista era peor que un martillazo, y a Marcus no le agradaba la perspectiva de pegarse—. Buenas noches, Frank.

George puso la mano para detener a Marcus y señaló el bar con una sonrisa.

—¿No te vas a retratar por lo menos?

—No tengo dinero, George —replicó Marcus—. Tendrás que pagarte tú mismo tu cerveza.

—¿No tienes dinero, de verdad? ¿No cobraste por vernos con los demás imbéciles universitarios el viernes pasado en el taller? ¿Qué hay ahí? —George el Perezoso tiró del asa de la bolsa que Frank había dado a Marcus. Marcus, alarmado, agarró a George por la muñeca y se la sujetó.

—Suelta eso —dijo Marcus.

—Más te vale soltarme la muñeca y dejarme ver lo que hay dentro —gruñó George—. Sea lo que sea, parece muy pesado.

Frank se colocó junto a Marcus.

—¡Esto no es asunto tuyo, Brewer! ¡Vete!

Frank cogió un vaso de la bandeja de una camarera que pasaba cerca y le arrojó el vino a George en el rostro.

—Ahora sí es asunto mío, George el Perezoso —dijo con frialdad, mientras el grandullón soltaba la bolsa y se limpiaba los ojos.

Los otros obreros soltaron un grito de asombro. Nadie había llamado nunca por su apodo a aquel animal a la cara. Que el tranquilo de Frank Brewer lo hubiera hecho delante de una multitud de colegas y al tiempo que le arrojaba un vaso de vino era increíble. El silencio que se produjo pareció interminable, mientras las grandes mejillas moradas de George enrojecían y el sudor formaba un puente flotante sobre sus cejas.

—¡Cuatro cervezas! —gritó a la camarera, de pronto ansioso de encontrar mesa.

Marcus, sobrecogido y un poco sorprendido por las acciones de su amigo, le susurró:

—Deberías irte conmigo.

—¿Por qué?

—¡Es un auténtico mastodonte, Frank!

Frank sonrió, jadeando pero exultante.

—¡No tienes que protegerme aquí, Marcus! Toda la furia se le va por la boca. George el Perezoso es un grandullón y se enorgullece de su trabajo, y esa es la única forma de hacerle daño: que oiga que su trabajo en la máquina es lento. Vete, Marcus. Y que Dios te ayude, en lo que sea que estás haciendo. Recuerda que representas a mil tipos como yo a los que un día podría considerarse suficientemente buenos para ser universitarios también.

—Nunca lo olvido —dijo Marcus.

* * *

Marcus volvió a las habitaciones de Bob para empaquetar sus pertenencias. Tenía la esperanza de que Bob estuviera durmiendo en casa de su madre, o hubiera salido, y entonces le escribiría una nota de explicación; pero estaba allí.

—Mansfield, ¿qué haces? —Bob llevaba puesta su bata raída de seda, sacada de un armario lleno de otras más nuevas, y tenía una pesa.

—Creí que te iba a despertar.

—Estaba haciendo ejercicio. ¿Qué pasa? ¿Te vas?

—Tienes razón al decir que lo que estoy haciendo puede causar problemas. Si me quedo contigo y me sale mal, puedes hundirte conmigo, Bob. No quiero correr el riesgo de arrastrarte.

Marcus esperaba que Bob discutiera un poco, que dijera que tenía que quedarse o que debía abandonar esa locura, pero se limitó a estirar sus largas piernas en el sofá y a observar con vaga atención mientras Marcus recogía sus cosas.

—Si no queda más remedio… —dijo por fin.

—No queda más remedio —dijo Marcus, algo triste por la falta de protesta.

—Oh, Mansfield, tengo una cosa para ti antes de que te vayas. Toma.

En el suelo, en la esquina de la habitación, había un saco de patatas abultado en el que Marcus no se había fijado.

—¿Qué es eso?

—Míralo tú mismo —dijo Bob en tono despreocupado.

—No habrá otro estudiante metido dentro, ¿verdad? —dio la vuelta a la mesa y se agachó. Desató las cuerdas y se encontró con un surtido de brújulas e instrumentos de navegación. Revolvió entre ellos—. ¡Bob, son todas cosas que necesito para los experimentos! Pero ayer dijiste… —levantó la vista asombrado.

—¡Oh, al diablo lo que dije, Mansfield! Eso era ayer. No me enteraba de nada.

—Estabas totalmente sobrio.

—Sí, y ahora he bebido un poco y lo veo todo con claridad. Si existe un momento apropiado para que construyamos nuestros castillos, tiene que ser este.

Marcus intentó juzgar hasta qué punto hablaba en serio.

—¿Lo dices de verdad, Bob? ¿Estás dispuesto a ayudar?

Bob se frotaba las manos.

—Desde luego. Esto es justo lo que necesitamos. Claro que sí. ¡Por supuesto que debemos lanzarnos! ¡Demostraremos a Blaikie y a esos idiotas de Harvard lo que vale Tech! Está decidido. Deja tus bolsas en el suelo, no te vas a ninguna parte. Vamos a salvar Boston y el Instituto… ¡juntos!

—Bob, recuerda nuestra situación. Si nos metemos en un lío, Rogers no puede ayudarnos ahora.

—Tú me dijiste que el Instituto era tuyo, nuestro, Mansfield. Pues tienes razón. El Instituto también es mío. Yo también estuve presente en los primeros días, cuando no había más que tres habitaciones polvorientas de alquiler, cuando había casi tantos alumnos como profesores. Todos los Richards han ido siempre a Harvard, y yo les demostraré que lo que hago aquí vale tanto como lo suyo y más. Vas a necesitar más pares de ojos si no quieres quedar al descubierto. Si el viejo de Albert Hall te descubre, o Chorrazo Watson, o Eliot, o cualquier miembro del claustro, se acabará todo de golpe. Y no olvidemos a Tilden, al que nada le gustaría tanto como que te expulsen del colegio por infracciones, ni a ese duende que es la señorita Swallow, que está en todas partes. A Rogers le debo tanto como tú, por haberme hecho un hueco en Tech. Dame la mano, Mansfield. ¿Tienes ya un plan? ¡Mansfield, la mano!

El maquinista y el vástago de Beacon Hill se dieron la mano con estusiasmo, con fuerza, con las mismas sonrisas feroces y decididas.

—Un principio de plan —dijo Marcus—. Creo que el primer paso es averiguar exactamente cómo se prepararon estos dos desastres, utilizando como punto de partida las notas de Rogers. Pensaba usar el almacén que hay en el sótano del Instituto, porque tengo una llave.

—¡Fantástico! Pero necesitaremos un sitio mejor para llevar a cabo la investigación como es debido, quizá en uno de los laboratorios.

—¿Cómo vamos a conseguir que nos dejen usar un laboratorio?

—No sé todavía. Será un obstáculo. Pero no temas. El ingenioso Bob Richards encontrará la manera. Venga, dame ese saco, decidiremos más cosas de camino.

—¿De camino?

—A casa de Eddy. ¡Vamos a necesitar al mejor físico de Tech, sin duda!