A los trescientos soldados del hospital de campaña les dicen que la prisión a la que los llevan es espaciosa y confortable, y que será un gran descanso después de tanto caminar y tanto luchar. Pero la noche que llegan a la cárcel de Smith, en la primavera de 1862, es demasiado oscura para ver gran cosa fuera. La cárcel parece estar dentro de un edificio de ladrillo de cuatro plantas, y al destacamento de Marcus Mansfield lo llevan al sótano.
Los hombres ocupan cada centímetro cuadrado del duro suelo. De noche, conviene permanecer quietos; si te das la vuelta, molestas el sueño de dos docenas de camaradas; si mueves el pie, le das una patada a alguna cabeza, y entonces pueden iniciarse peleas brutales. Al reivindicar un sitio, colocando un morral asqueroso en el suelo, intentas estar lo más lejos posible del escusado.
El hedor persigue a Marcus, y le perseguirá siempre. No huele solo a enfermedad y a hombres sucios; antes de la guerra, el edificio había sido un almacén de tabaco. Cada grieta del suelo está cubierta de jugo de tabaco reseco. El tabaco rancio, con su polvillo, les llena la boca, los ojos y las narices en todo momento, dormidos o despiertos.
Para empeorar aún más las cosas, la cantidad de espacio para cada hombre —como máximo, un metro y medio de sitio para dormir— está limitada también por treinta grandes prensas de tabaco. Cuando preguntan a uno de los guardias más amables si no pueden quitar las prensas para dejar más espacio, el guardia menea la cabeza y dice:
—No, señor. Cuando derrotemos a sus malditos federales, todos los almacenes y factorías que ahora hacen de cárceles volverán a estar en pleno funcionamiento. No es más que cuestión de tiempo.
Hay unas ventanas que podrían abrirse para dar más ventilación, pero fuera están de servicio unos guardias rebeldes con órdenes de disparar contra cualquier hombre que se pare ante una ventana. A veces se vuelve tan insoportable que un preso se asoma para respirar, pese a conocer el riesgo. En las tres primeras semanas, cinco hombres mueren así, con disparos en la cabeza o el cuello. En dos ocasiones, la bala no acierta al que está en la ventana y alcanza a otro preso; uno muere y el otro queda herido.
Marcus conoce a los presos que tienen los morrales más cerca del suyo. Uno de ellos es Frank Brewer, que también tiene dieciocho años y es de un pueblo de Massachusetts. Marcus compadece al chico, que llegó frágil y enfermo por las heridas recibidas en el campo de batalla.
Cuando meten a un nuevo destacamento en el sótano, para ocupar el sitio de los que han muerto, uno de los hombres mira a Frank de arriba abajo, su piel sucia y su ropa desgarrada. Frank es de natural huesudo y anguloso, y ahora lo es todavía más, como todos ellos, con las raciones tan escasas que les dan para comer.
—¿Eres extranjero? —le pregunta el desconocido, sin comprender todavía en qué se convierte un hombre tras meses de encierro.
—¡Soy de Massachusetts, y estoy muy orgulloso de ello! —dice Frank—. Cuando vuelva a casa, me envolveré en la bandera de Dios.
Marcus sonríe ante esta muestra de pasión en el delicado Frank. Marcus es callado por naturaleza, y casi mudo cuando le coaccionan, pero Frank, si le incitan, es desafiante y locuaz, y los ojos le arden de convicción.
—Sepa —continúa Frank— que Chauncy Hammond debe de estar ya investigando mi paradero. Tiene gran influencia y todos saldremos pronto.
Pero Frank va a morir. A veces habla de ello con mucha claridad, y pide a Marcus que diga a su madre, su hermana y su sobrina, en Springfield, que murió como un soldado. Otras veces parece vivir en un sueño y habla de vengarse de los rebeldes que le hirieron, o canta con voz débil las canciones de combate que todos entonaban con alegría mientras desfilaban, unos soldados novatos con una idea muy vaga de las vicisitudes que los aguardaban.
Ya venimos, Padre Abraham,
trescientos mil más…
Frank revela que su padre sucedió a su propio padre como tratante de madera en Chelsea, pero después de cada triunfo empezó a beber cada vez más y, como era inevitable, llevó su negocio a la bancarrota, hasta que ni el banco ni sus acreedores le dieron más oportunidades. La madre de Frank rezaba cada noche junto a la cama de su hijo, cuando él ya estaba dormido, para que no sucumbiera a los mismos demonios, y él a veces se quedaba despierto para oírlo, con la llama de un empeño indefinido en su joven corazón. Años más tarde, cuando se enteró de la gran necesidad que había de soldados, no se lo pensó y viajó de Springfield a Boston para responder a un anuncio en busca de un sustituto para un joven cuyo padre, un próspero empresario, no quería que el chico fuera a la guerra. Frank está orgulloso de ello. Significa que, cuando vuelvan, tendrá asegurado un puesto en la fábrica del empresario, mientras que muchos otros hombres de uniforme se preguntan con inquietud qué será de ellos, con los rápidos cambios en los oficios y la industria. Significa, en su opinión, que ya es un bostoniano, incluso antes de haber vivido jamás en Boston.
Marcus lo vigila día y noche, porque un enfermo es presa fácil para los ladrones. Le habla al soldado enfermo de su familia, sus secretos y su vergüenza, confiando en mantener su interés y su deseo de vivir.
Lo que Marcus le cuenta, aquello que ha intentado siempre ocultar de toda la gente que ha conocido, es la historia de su padre. Como muchos errabundos de la época, Ezra Mansfield era marinero, mecánico y vendedor según las fases de la luna, y no había vivido con ellos en Newburyport más que unos pocos años. Marcus dice que, aunque su madre le contó que su padre había muerto en el mar, él se enteró después de que se había ido y había creado una nueva familia en otro lugar. A los diecisiete años Marcus trabajaba en una pequeña imprenta, en las máquinas, pero la imprenta, como muchos otros negocios del pueblo, no pudo competir cuando el ferrocarril extendió por completo sus brazos de hierro para llevarse a los habitantes a trabajar en las inmensas fábricas de la ciudad. Marcus no acudió voluntario a la guerra para ser un héroe, ni para transformar el mundo, sino porque pensaba que era lo mejor que podía hacer un hombre. Y porque le alejaba de Newburyport y su padrastro siempre contrariado.
En Smith, casi tan agotadoras como la falta de raciones y las condiciones físicas son la ociosidad forzosa y la aplastante monotonía, que por sí solas pueden enloquecer a un hombre de tanto odiarse a sí mismo. Los hombres se mantienen ocupados buscando y quitando insectos del pelo y la ropa y hablando y contando sus historias, muchas veces de batallas. Una tercera salida es pensar en la posibilidad de escapar. Casi desde los primeros minutos se susurran planes e ideas.
Un hombre de Nueva York a quien Marcus ayudó a esconder una cartera para que no se la confiscaran los guardias tiene la idea de atarse los dedos de los pies y hacerse pasar por muerto. Lo arrastrarían hasta la casa de los muertos al otro lado del patio, desde donde cree que podría huir hasta Richmond y, desde allí, disfrazarse para llegar a las líneas de los de la Unión.
Le pregunta a Marcus si quiere intentar su gran escapada con él.
Marcus vacila.
—¿Por qué yo?
—Tú me ayudaste. Yo soy leal a mis amigos, una lección que un joven como tú debe aprender bien. Venga…, Mansfield, ¿verdad? ¿No quieres volver a casa con tu familia?
—Te matarán de un disparo.
—Quizá. Pero ¿prefieres morir aquí, respirando el hedor, o morir en el intento?
—Tal vez hagan un canje.
El hombre de Nueva York se rinde. Marcus no dice la verdadera razón por la que no quiere intentar escapar, porque piensa que el conspirador se reiría de él. Cuando pasan lista, si falta alguien, confiscan las raciones de todo el mundo durante uno o dos días. La ración diaria no es más que media barra de pan infestado de gusanos y empapado en alubias y agua, más, a veces, un hueso de vaca. Si se pierde una ración, alguno de los más enfermos podría morir, como Frank, y otros pueden morir también al ser interrogados por los guardias. El soldado de Nueva York, de eso está seguro Marcus, no es malo, solo indiferente. Cualquiera que no le sirva de nada puede irse al infierno. Esa noche lo sacan junto con dos cadáveres. Descubren su huida y confiscan las raciones, lo cual hace que dos de los hombres más enfermos expiren delante de sus ojos. Marcus no sabrá nunca la suerte del fugitivo.
Los demás presos escogen a Marcus para formar parte de la «policía» encargada de prevenir el robo de mantas y ropa, que son las cosas más buscadas, y ayudar a los hombres demasiado enfermos para buscarse la vida. No es un honor que quieran muchos, porque lo consideran, con razón, una carga y una vía hacia la impopularidad, pero la gente ha notado que Marcus suele gravitar hacia los débiles y enfermos de todas maneras. Después de que el antiguo jefe de policía utilizara su puesto para arrancar a un grupo de presos sus provisiones, y de que abusara de autoridad azotando a otros presos con un látigo de nueve colas, Marcus acepta, a regañadientes, que le asciendan al cargo.
Pronto se produce una serie de robos de relojes, que no pueden denunciarse a los guardias porque los relojes habían entrado de contrabando. Marcus interroga a varios de los que más tiempo llevan allí sobre los recovecos del almacén y sigue diversas pistas hasta encontrar un alijo de relojes ocultos en tablones rotos del techo, además de pruebas que delatan al culpable.
Cuando llevan al hombre ante Marcus, los otros le dicen que, como jefe de policía, debe aplicar un castigo. Le dan una navaja, una de las pocas armas que hay en el calabozo. Vacila. Si se niega a castigarlo, quizá nombren jefe de policía a otro que podría castigarle a él por no actuar o reanudar las acciones depredadoras de su antecesor.
—Sostenedlo —dice. El hombre se debate, escupe y maldice. Marcus le afeita la mitad de la cabeza, de la barba y del bigote—. Cualquiera que te vea se acordará de ti —le dice—. Sería una imprudencia volver a robar.
Los guardias no suelen entrar; ellos también odian el sitio. La primera vez que ve los ojos furiosos y el rostro enrojecido del oficial rebelde, un hombre perezoso y de una estatura cómica, opina que su rostro refleja cierta generosidad y cierta tristeza. No puede imaginar el odio que llegará a sentir hacia ese hombre. Lleva una espesa barba negra y sus ojos parecen en constante movimiento, como si solo se parasen lo justo para hacer contacto con los de otro ser vivo. Aquellos en quienes se deposita su mirada lo lamentan después. Cuando habla, sus gestos son bruscos, entrecortados. Crueles. Marcus se entera de que es el capitán Denzler, director de la prisión. Después de que se haya pasado lista, cada vez que falta alguien, llega y se lleva a uno o varios jóvenes para interrogarlos.
—Pronto dejarás de reír —dice siempre Denzler, aunque nadie se ríe jamás. Cuando los presos vuelven, están destrozados y silenciosos.
Marcus oye decir a otros que Denzler era ingeniero en el campo de batalla antes de sufrir una herida en la pierna.
También le gusta visitarlos para darles noticias de la guerra. Trae los periódicos de Richmond y lee en voz alta, en su peculiar acento, sobre las victorias rebeldes. También lee las informaciones sobre los canjes de prisioneros previstos. Cada vez que lo hace, se borran de las mentes de los presos cientos de audaces planes de fuga.
—¿Te has enterado de la última enfermedad en nuestra planta? —pregunta Frank Brewer a Marcus.
—¿Otra vez la viruela?
—La obsesión por los canjes, Marcus.
Quienes llevan allí más tiempo han aprendido a tomarse con escepticismo todas las promesas de liberación. Cuando llega el día anunciado, siempre hay una excusa o una razón para aplazarla. Cuando empiezan a capturar a soldados negros, el gobierno rebelde se niega a intercambiar a ninguno por sus soldados blancos. Pronto, la perspectiva del canje vuelve a disiparse y aparecen nuevas ideas de fuga, hasta que el capitán Denzler lee otro anuncio —siempre más seguro que los anteriores— que promete la puesta en libertad.
Cuando llevan a los primeros presos de los regimientos negros a Smith, Denzler ordena a los demás prisioneros:
—Haced que los malditos negros os sirvan. Si no lo hacen, podéis pegarles, o denunciarlos, y yo les pegaré.
Marcus sabe, como jefe de policía, que tendrá que proteger a los nuevos aunque eso sea peligroso para él. Pero, aunque entre los presos hay muchos que opinan que los negros no deben estar en el ejército federal, nadie sigue las órdenes de Denzler, quizá por el desprecio que sienten por él, o por el respeto que sienten por cualquier soldado capturado de uniforme, sea negro o no.
Marcus y Frank tienen ya fama de habilidosos, porque estaban en compañías que aprendían a reconstruir puentes y ferrocarriles mientras avanzaban. Utilizan los huesos de vaca de las raciones para hacer una especie de cucharas, botones y navajas de bolsillo para los hombres. El hecho de emplear sus manos así por primera vez desde que se puso el uniforme de soldado le da a Marcus el maravilloso y esquivo sentimiento de triunfo. Cuando trabaja, está vivo, y no siente dudas ni culpa por sus circunstancias. Frank, cuya salud ha mejorado mucho, hace pipas para sus camaradas, pero Marcus no puede soportar la idea de nada que tenga que ver con el tabaco. Lo que llama la atención no son las pipas en sí, sino las elaboradas tallas que crea Frank en ellas, con paisajes de casa, escenas de batallas y varios perros predilectos que los chicos le describen. Hasta los guardias las ven, y empiezan a intercambiar raíz de laurel y raciones extra por las pipas para poder enseñar «accesorios yanquis» a sus familias cuando vuelvan.
Es Marcus quien tiene la idea de empezar a coger piezas de las prensas de tabaco. Ha llegado el invierno y los enfermos lo pasan mal con el frío. No les dan nada para calentarse. Marcus siente que es su responsabilidad remediar la situación. Frank le ayuda a utilizar los tornillos y las planchas de hierro de las prensas para construir una chimenea que no queme el suelo. Pueden desmantelar el aparato rápido, cuando se acerca un guardia. No se les ocurre pensar que han iniciado una secuencia de acontecimientos que acabará haciendo que el capitán Denzler vierta toda su ira sobre ellos.