XIV
Mente y mano

—¡Tres hurras por la promoción de Tecnología de 1868! —gritó Bob—. Un poco de sentimiento de clase por una vez, amigos, ¡por favor! —pidió tras una respuesta renqueante.

Los jugadores estaban desnudándose para quedarse solo con unos finos polos de algodón y unos pantalones estrechos de color crema, sujetos por cinturones de cuero.

Era la pausa de la tarde, y Bob estaba organizando el partido de fútbol en los campos vacíos alrededor del eficicio del colegio. Algunos estudiantes de Tech preferían descansar, dormitar o seguir estudiando en el interior, pero, después de ocho horas de estar sentados en clases y laboratorios, seis días a la semana, había otros que agradecían cualquier oportunidad de practicar una actividad física al aire libre.

Cuando empezó el partido, Marcus se puso a seguir a Bob.

—Bob, llevo todo el día tratando de encontrar un minuto para hablar contigo a solas.

—¡Aquí! —Bob hizo señas a un compañero de equipo para que le enviara la pelota—. Mierda. ¿Estáis ciegos?

—¡Bob, por favor!

Bob corrió por delante de él.

—¡Estamos en mitad de un partido, Mansfield! ¿No puedes esperar?

—Es importante.

—Tú fuiste el que desapareció esta mañana. Y no pude encontrar en ninguna parte a la pequeña tigresa cuando me desperté en la mecedora. Espero que la señora Page no la haya visto marcharse. ¿Oyes eso?

—¿Qué? —dijo Marcus, manteniendo el paso mientras cruzaban el campo.

—¡Eso! He vuelto a oírlo, el ruido de unos corazones que se derriten —dijo—. ¿Quieres que armemos jaleo?

—¿Sirve de algo que diga que no?

—No —replicó Bob en tono reflexivo—, supongo que no.

Eran inconfundibles, los sonidos de la Academia de Notre Dame, a medida que se aproximaban. El balón fue hacia Marcus y él le dio una patada hacia delante, hasta estar lo bastante cerca como para lanzarlo por encima de la alta verja que delimitaba la academia católica para señoritas.

Durante la hora libre en la academia, las jóvenes, de edades comprendidas entre los seis y los diecisiete años, paseaban por los jardines y conversaban al sol. Un plan sensato habría sido enviar a uno o dos hombres al otro lado de la verja a recuperar el balón. Sin embargo, fue una columna de seis, luego siete, luego ocho estudiantes la que trepó.

Bob empezó a seguirlos, pero Marcus le agarró de la manga.

—¿Qué pretendes, Mansfield? —intentó sacudírselo.

—Bob, escucha lo que tengo que decirte. Esta mañana fui a ver a la criada de Rogers, la chica que se llama Agnes. Me contó que Rogers le había dicho a Eliot que me enviara a Temple Place la mañana que sufrió el ataque.

Bob se detuvo a pensar en ello.

—Eso explicaría la prisa que tenía Eliot por que te fueras, y su irritación por que hubiéramos llegado tarde a clase. Le preocupaba llevarse él la reprimenda. Pero ¿por qué enviaría Rogers a buscarte justo entonces?

—No sé. Teniendo en cuenta que Rogers le indicó directamente a Eliot que lo hiciera y que tenía todos esos documentos en su mesa, creo que Rogers sabía que estaba otra vez peor. ¡Bob, creo que iba a pedirme ayuda!

—¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué tú, Mansfield?

—Me miró durante la reunión del claustro. Sabía que yo pensaba que debíamos hacer algo. Pudo leerlo en mis ojos.

—Bueno, pues habla con él, entonces.

—No está en condiciones de hacerlo, y la señora Rogers se lo ha llevado a Filadelfia, y no permite que tenga que ver nada con el Instituto. Ojalá hubiera ido a ver a Rogers unos minutos antes. Ojalá no me hubiera retrasado la señorita Swallow, o que en vez de correr hubiera cogido el tranvía.

—¡Una lástima! Todo ello. Venga, no podemos perder más tiempo —empezó a correr hacia la verja, pero Marcus corrió más y le impidió el paso—. Mansfield, esas preciosidades me aguardan —protestó Bob, mientras intentaba apartarlo—. Ya sabes cómo aplauden cuando hago el pino.

—Anoche dijiste que este podía ser el estudio científico más importante de una vida.

Bob se rió.

—¡Ya sabes que había bebido mucho!

—Bueno, pues ahora estás sobrio —replicó Marcus, que sentía aumentar su frustración—. Si podemos descubrir quién y cómo provocó esos incidentes, demostraremos de una vez por todas al mundo que el tipo de ciencia que enseña el Instituto ayuda a la sociedad, como quería Rogers. Podemos proteger a Boston y asegurar el futuro del Instituto al mismo tiempo.

Bob meneó la cabeza y adquirió una seriedad poco frecuente en él.

—Hay aventuras y aventuras, Mansfield. Hay experimentos y experimentos.

—Por favor, Bob. Mira lo que está ocurriendo delante de tus narices. La ciudad tiene demasiado miedo de lo que hacemos aquí para pedir ayuda al Instituto. El Instituto está demasiado preocupado por la percepción pública para ofrecerse de forma voluntaria. ¿Así que ahora esperamos a que el profesor Agassiz, un hombre que practica con brillantez todas las ciencias gastadas que pretendemos dejar obsoletas, avance a trompicones hasta dar con una solución? Alguien tiene que hacer algo. Voy a necesitar tu ayuda. Nadie conoce Boston tan bien como tú, por no hablar de los metales y la geología.

—¡Puedes poner todo tu futuro en peligro! ¿Estás dispuesto a hacer eso por Rogers? Quizá no quería pedirte esto. Quizá tenía pensado pedirte que pintaras su biblioteca.

—Aunque así fuera, no me importa. Este es nuestro instituto. No solo del rector Rogers y el profesor Runkle, sino mío, tuyo, de Edwin, incluso del burro de Tilden. Estamos aquí desde el principio, y estamos aquí ahora. Es algo que me dijo Frank cuando visitamos la fábrica. Aquí estoy aún, Bob. Cuatro años después, estoy a punto de graduarme. Nadie podía preverlo.

—¿Y qué quieres que hagamos?

—Si me he enterado bien, las notas de Rogers detallan de qué forma el mantenimiento de las brújulas hace correcciones que tienen en cuenta las alteraciones en el valor magnético por los metales empleados en la construcción de los buques. Creo que puedo conseguir varios metales en la fundición de la fábrica de locomotoras, y podemos utilizar las nuevas máquinas de la planta de arriba, en la sala de metalurgia, para separarlos con arreglo a sus grados de magnetismo. Tendremos que hacernos con varias brújulas para probarlas. Podemos lograrlo.

—O podemos fracasar. ¿Lo has pensado? Fallarle al Instituto y fallarle a Boston —dijo Bob, con la mente distante—. Esa actriz, esa mirada fija, la tengo presente en mi cabeza todo el tiempo, Mansfield, la veo cada vez que me doy la vuelta. Siento una culpa espantosa. Creía que la chica de anoche me iba a ayudar a olvidarla, pero empecé a verla cada vez más parecida a ella. No pienses en su nombre, me digo. ¿Ves? Tú lo has olvidado ya, porque no es asunto tuyo. Entonces pienso: Chrissy. A la mierda el resto del mundo, digo, pero, por una vez, ¿no puedes ni siquiera seguir tu propio consejo? Y ahora piensa, si lo hubiera intentado detener, y no hubiera podido, ¿me dolería aún más?

—Podría morir más gente.

—No estás en tus cabales en estos momentos.

—Eso es lo que me dijo Tilden.

—Mansfield, ¿has pensado en lo que puede suceder si te descubren? —insistió Bob, de pronto agitado—. Me haría falta volver a clase de matemáticas de Runkle para poder contar el número de infracciones. Organizar experimentos no autorizados, desobedecer una resolución del Instituto. Fíjate, estoy empezando a parecerme a Hall.

La voz de Bob era clara y resonante, pero no borraba el callado y sencillo ruego de desesperación que Marcus seguía oyendo: Ayúdeme, Mansfield.

—Es demasiado para ti, para cualquiera de nosotros —siguió intentando Bob—. Estás hablando de construir castillos en el aire, pero este no es ningún truco universitario.

Luego, restablecida su sonrisa encantadora, empezó a correr hacia atrás, hacia la escuela de chicas, haciendo señas a Marcus para que le siguiera.

—Mansfield, basta ya. ¡Estamos en último año, tenemos todas nuestras vidas para trabajar, pero no nos quedan más que unos minutos hasta que las monjas llamen refuerzos!

Marcus regresó al Instituto sin prisas. En el vestíbulo principal se detuvo para mirar el sello del Instituto. El emblema, una versión más refinada del esbozo de Rogers, representaba a un obrero en ropa de trabajo, con un martillo y un yunque, junto a un estudioso vestido con toga que examinaba un libro. Debajo de ambos figuraba el lema del Instituto. Mens et Manus: Mente y mano. Cuando estaba en segundo, solía pararse a mirar el sello recién pintado, orgulloso de estar en un edificio que tenía emblema propio. En los últimos tiempos vivía de forma tan apresurada que no recordaba cuándo había sido la última vez que lo había visto.

Mens et Manus.

Le pareció oír el eco de las palabras susurradas de sus compañeros que se dirigían a sus clases. Se volvió, pero no encontró ninguna señal de que sus condiscípulos estuvieran pensando en nada más que sus últimas aventuras con las chicas de Notre Dame. Entonces se unió a la estampida de alumnos hacia el laboratorio, como si todo siguiera siendo igual que antes.