XIII
Man-field

Cuando Marcus llegó a las habitaciones de Bob esa noche, esperaba que le hicieran preguntas. Al fin y al cabo, había evitado hablar con Bob —y con todos sus amigos y condiscípulos— durante el resto del día, después de volver de Temple Place con la horrible noticia.

—¡Ahí está! ¡El señor M! ¡Nada menos que M! —gritó Bob un poco demasiado alto, con una ronquera borracha en su voz—. ¿Dónde has estado la mitad de la noche?

—Deambulando solo —dijo Marcus mientras guardaba el abrigo en el armario. Había subido los dos pisos hasta las habitaciones de Bob. La pensión de ladrillo rojo administrada por la señora Page estaba situada en el centro de la ciudad, y, con todas las luces y la actividad en las calles, le resultaba difícil hacerse una idea de la hora—. Es el rector Rogers. No dejo de pensar en lo mal que estaba cuando le dejé esta mañana —se volvió hacia Bob y se llevó una sorpresa—. Perdón.

—Bueno, qué taciturno te veo, Mansfield, caminando solo de noche.

—¡Taciturno! —se rió la chica de larga cabellera rubia y brillante vestido rojo que estaba sentada junto a él en el sofá—. ¡Muy taciturno! ¡El taciturno Man-field! —rompió a reír a carcajadas.

—Debería caminar un poco más —dijo Marcus, dirigiendo a su amigo una pequeña sonrisa, mientras volvía a coger el abrigo.

—¡Tómate una copa con nosotros!

—Gracias, Bob, pero no tengo ánimo.

—Precisamente, el mejor momento para beber —siguió a Marcus hasta la puerta de salida.

—Discúlpeme, señorita —dijo Marcus.

—Hasta la vista, Man-field —dijo ella, agitando el pañuelo como si Marcus fuera a zarpar en barco.

—No te imaginas cómo es esta tigresa —dijo Bob en tono confidencial—. Resulta que he empezado a hablar con ella en el teatro y a contarle sobre el Instituto, y ella no podía creer que existiera, ni los laboratorios, de los que nunca había oído hablar la pobre ignorante, y la chica, encima de todo, ¡nunca ha estado en Back Bay! He estado contándole anécdotas de nuestro primer año. ¿Te acuerdas de la vieja campana?

—Es muy guapa —dijo Marcus con indiferencia, mientras se ponía el abrigo y agarraba la cartera.

—¡Espera! —exclamó Bob, mirándole con suspicacia—. ¿Qué es eso que llevas todo el día abrazando contra tu chaleco?

El cuero estaba recalentado. Quizá era porque lo había tenido agarrado con fuerza desde el momento de regresar al colegio hasta ahora.

—¿Qué quieres decir?

—Esa cartera.

—No son más que unos papeles.

—Un cuero muy fino. Nunca te lo había visto hasta hoy.

—¿Y? —preguntó Marcus, con una risita forzada ante la inoportuna curiosidad de su amigo.

—¡Venga, Mansfield! La regla para compartir mis habitaciones es que no tenemos misterios entre nosotros.

—Odias las reglas, Bob.

Sin embargo, antes de que Marcus llegara a la puerta, Bob le quitó la cartera y la levantó como un trofeo, mientras su nueva conocida le aplaudía desde el sofá.

—W. B. R. —leyó con interés renovado las iniciales grabadas en el cierre de plata—. ¿Como en William Barton Rogers?

—¡Dámela, Bob! —la ira en la voz de Marcus era pronunciada y poco habitual. Se debatió con su amigo hasta que cayeron al suelo de forma que la cartera se abrió y el contenido voló por todas partes.

—¡Mira lo que has hecho!

—Perdona, Mansfield —dijo Bob en tono contrito, agachándose sobre el batiburrillo—. Solo trataba de animarte. Ya sé que hoy ha sido un día difícil.

—Siento haberme enfadado —dijo Marcus de inmediato, intentando sonar conciliador, mientras sus secretos se desparramaban por el suelo—. Ya lo recojo yo. Por favor, atiende a tu invitada.

Pero Bob estaba ya a gatas, recogiendo las hojas del suelo. A medida que avanzaba, iba tardando más tiempo en colocar los papeles en el montón que estaba haciendo Marcus. Le miró, abrió la boca como para decir algo, la cerró sin hacer un solo ruido, se levantó y dirigió una gran sonrisa a la joven.

—Querida mía, ¿te importa esperar en la habitación de al lado un momento mientras mi amigo y yo discutimos una cosa?

En cuanto se quedaron solos, Bob le increpó en un susurro:

—Mansfield, estoy dispuesto a ser capellán antes que dejarte ir sin que me cuentes lo que de verdad está pasando.

Marcus se alisó el bigote, como solía hacer cuando reflexionaba sobre algo difícil.

—Este asunto debe quedar por completo entre nosotros —dijo por fin.

—¡No lo dudes! —Bob sintió crecer su entusiasmo.

Marcus terminó de amontonar los documentos sobre la mesa.

—Cuando vi a Rogers, llevaba toda la noche trabajando de forma febril, analizando los detalles científicos de los desastres. Creo que estaba intentando encontrar un método para resolverlos cuando sufrió el ataque. Había estado levantado toda la noche, según la doncella.

—¿Cogiste estos papeles de su mesa?

—No tuve tiempo de pensar y no sabía qué otra cosa hacer. Runkle y el señor Tobey habían llegado a la casa justo detrás de mí. Si los hubieran encontrado ellos los habrían confiscado, por la resolución aprobada. Es posible que incluso el comité del claustro hubiera censurado a Rogers.

—Tú me dijiste que en la reunión Rogers votó que el Instituto no se involucrara en nada de esto. Si tenía pensado investigar los desastres, ¿por qué no les dijo que lo iba a hacer?

—¿Qué habría dicho el claustro?

Bob lo pensó y se encogió de hombros.

—Ese grupo no podría ponerse de acuerdo en que la hierba es verde. Cada profesor se considera un emperador.

—Le he estado dando vueltas a la cabeza. Creo que pensó que esta era la única manera. Aunque se pudiera convencer de alguna forma a los profesores, aunque aceptaran dedicar recursos del Instituto a ayudar en la investigación, Tech estaría amenazado por las fuerzas que ya se han alineado contra nosotros. Rogers lo sabía, y Agassiz lo demostró de inmediato al enviar a la policía para asustarnos. Pero William Barton Rogers no podía quedarse sentado y no hacer nada mientras gente inocente pudiera estar todavía en peligro. No está en su forma de ser. No podía dejar de hacer algo, e, incluso aunque lo descubrieran, el Instituto estaría a salvo de las peores críticas porque consta en acta el voto de todo el claustro contra la intervención.

—Así que tenía que mantener esto en secreto para todo el mundo —dijo Bob mientras hojeaba los recortes de periódicos y las páginas de notas y dibujos—. Esto puede ser el estudio científico más importante de su vida, Mansfield —luego atravesó de puntillas la sala y se asomó a la puerta del dormitorio. Hizo un gesto para indicar que su visitante estaba dormida, y continuó en voz más baja—: ¿Qué piensas hacer?

—Voy a devolverle todo esto, espero que mañana. Rogers depositó su fe en mí el día que me dijo que viniera al Instituto, y se lo debo.

—¿Estás protegiendo a Rogers porque le debes tu lealtad? ¿O porque estás de acuerdo con lo que intenta hacer?

Marcus se puso tenso.

—Sé que esto es lo que hay que hacer, Bob.

Bob se sujetó las sienes con los dedos como si de pronto él, o la habitación, hubiera empezado a girar sobre su eje.

—Espera. Tengo que reflexionar un instante —se apoyó en el brazo de la mecedora y se sentó en ella. Frunció el ceño ante una nueva preocupación—. Mansfield, ¿y si…, qué vas a hacer si no se recupera?

Marcus apartó la mirada.

Había ocurrido durante un día de nieve, a mitad de su tercer curso: Rogers había descubierto a Marcus y otros chicos de Tech jugando a las cartas en el aula de matemáticas durante la hora de la cena. En vez de ordenarles que dejaran un pasatiempo que estaba prohibido, como habría hecho la mayoría de los profesores, Rogers se sentó con ellos y, sin prefacio alguno, empezó a contarles la historia de una de sus expediciones geológicas de su juventud. Su balsa había quedado atrapada entre dos bloques de hielo en una corriente muy rápida, no tenía más que un hacha y le quedaban treinta segundos para que la corriente lo arrastrara, sin olvidar que era responsable de las importantes muestras de suelo y rocas que llevaba consigo. Los chicos se olvidaron de su partida y prestaron atención, deseosos de oír el final de la aventura. Uno le preguntó si había tenido miedo de morir. Rogers miró a los jóvenes sentados en torno a la mesa y respondió que no había tenido ninguna duda de que iba a sobrevivir porque tenía un propósito.

Ahora, en su cabeza, Marcus no podía evitar ver a Rogers, no en la cama y rodeado de doctores, sino atrapado en un profundo valle lleno de rocas.

—Se recuperará, Bob —dijo por fin.

Necesitaba a alguien que estuviera de acuerdo con él. Pero Bob se había quedado dormido meciéndose.

* * *

En la entrada posterior del número 1 de Temple Place había una joven agachada, vaciando cubos de agua sucia en la rejilla cercana del alcantarillado, con los brazos estirados para que la porquería no le salpicara en el cuerpo.

—¡Señorita Agnes!

Sobresaltada, dejó caer el cubo y miró alrededor con los ojos muy abiertos.

—Señorita Agnes, necesito hablar con usted —susurró Marcus, al tiempo que salía de la sombra de la siguiente casa.

—¡Dios mío! ¿Está usted…? —empezó a decir ella.

—Soy Marcus Mansfield, del Instituto —le recordó.

—Iba a decir si está usted loco. Si alguna de las otras chicas me ve, ¿qué diría de nosotros? Acompáñeme hasta esa esquina, pero vaya unos pasos por detrás. Deprisa, hombre.

Señaló y Marcus la obedeció.

—¡Alto! —exclamó Agnes.

—¿Qué?

—He cambiado de opinión. No me gusta que vaya usted mirando mi falda por detrás. Camine delante de mí.

—Sí, señorita.

—¿Qué hace aquí?

Mientras cambiaban de posición y luego, al detenerse al final del callejón de Temple Place, Marcus se fijó más que en su reunión anterior en el reluciente cabello castaño que asomaba bajo el gorro de Agnes, sus ojos azules brillantes, que fruncía a menudo para ver mejor, y su nariz salpicada de pecas. No destacaba por una belleza clásica ni elegante —no tenía unos rasgos esculpidos y su piel clara parecía enrojecer y palidecer con facilidad—, pero su rostro poseía una expresión atractiva. Tenía el aire permanente de estar cantando algo en privado.

—Debo hablar con el rector Rogers en cuanto esté lo bastante bien, señorita Agnes. Y debo hacerlo en privado. Necesito que me ayude a organizarlo.

Ella le miró un momento y vio que hablaba en serio, y respondió:

—¡Qué valor, teniendo en cuenta que ha robado la cartera que le di!

Marcus levantó el objeto en cuestión.

—¿Puede encontrar una manera de volver a meterla sin que nadie se dé cuenta?

La criada deslizó la cartera en el gran bolsillo anterior de su delantal.

—No he nacido ayer, señor Mansfield.

—Señorita Agnes, ¿cómo sabía usted que el rector Rogers estaba trabajando en el análisis de los desastres antes de su ataque?

Ella se encogió de hombros, pero mostró una sonrisa orgullosa.

—No soy ciega ni sorda, señor. Me había pedido que le trajera casi todos los periódicos de la ciudad publicados en los días posteriores a cada catástrofe. Se dedicaba a preguntar a cada miembro del servicio lo que estábamos viendo por ahí. Nos enviaba a recados, aparentemente sin sentido, por las zonas del barrio financiero y el puerto, y luego nos pedía que le contáramos nuestras observaciones, sin decirnos nunca por qué. Me atrevo a decir que le parecía que no estábamos enterándonos con suficiente detalle.

—Estaba intentando explorar la ciudad pese a casi no poder salir de casa —musitó Marcus—. ¿Ha tenido alguna mejoría desde ayer?

Ella meneó la cabeza apesadumbrada.

—Puede hablar otra vez, pero con mucho esfuerzo. Creo que no es muy consciente de lo que ha ocurrido.

—¿Cree que puede conseguir que le vea?

—No va a tener suerte. Incluso aunque estuviera despierto el tiempo suficiente para hablar con usted, la señora Rogers nunca lo permitiría.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque ha prohibido a todas las personas del Instituto que se acerquen a él. Cree que las preocupaciones del Instituto y su trabajo intelectual son lo que le ha puesto en peligro, y que solo se curará si permanece apartado de todo eso. Se lo va a llevar esta mañana a casa de su hermano en Filadelfia, para que se recupere allí.

—¡El Instituto le necesita aquí!

—Y él necesita recobrar su salud sin que haya alguien del Instituto cada pocos minutos a su puerta con una nueva calamidad —respondió ella.

—¿Se va usted con ellos?

Ella alzó las cejas ante la pregunta y meneó la cabeza.

—Las chicas de abajo nos quedamos para mantener la casa en orden, aunque acabaremos nuestras obligaciones a las dos o tres de la tarde cada día. Tendré que buscar algún otro sitio donde trabajar por horas de manera provisional para poder cubrir mis gastos.

—¡Pero Filadelfia! Es urgente que encuentre la manera de verlo antes, señorita Agnes.

—¡Madre bendita! ¿Sabe que podrían despedirme por haberle ayudado?

—¿Entonces por qué lo hizo?

Ella suspiró ante su persistencia.

—¿Fue su padre el que le enseñó ciencia?

Marcus apartó la mirada.

—¿Por qué pregunta eso?

—No pretendo decir nada —replicó ella con cautela al ver su reacción—. Solo pensaba en la pregunta que me ha hecho usted. Mire, señor Mansfield, cuando era niña, mi padre trabajaba en el ferrocarril. Entonces, Back Bay no era todavía más que una depresión y para mi mirada inocente tan solo un pantano. Pero me parecía el lugar más maravilloso que había visto, porque una podía imaginar que construían allí cualquier cosa que quisiera, ¡incluso un castillo! Cuando llegaron las grandes máquinas y las palas mecánicas a llenar la tierra de grava, mi padre me llevaba a verlas. Había unas fauces gigantes de hierro que agarraban un bocado de grava de los carros y lo soltaban con la elegancia más grande y más terrible que se podía pensar. Cuando las fauces se detuvieron y se las estaban llevando, intenté correr detrás de ellas, y mi padre tuvo que agarrarme. Lloré por aquella máquina grande y fea, y solo me pudo consolar prometiéndome que volveríamos a la semana siguiente, cosa que hicimos, y casi todas las semanas a partir de entonces.

Marcus se rió con ella.

—Recuerdo haber huido de casa cuando no tenía más que cinco años y haberme ido con los otros chicos del pueblo a ver un gran incendio en una casa, y que estuve allí viendo cómo funcionaba el coche de bomberos a vapor en vez de observar el fuego como todos los demás. De niño vi a mi padre pocas veces. Pasaba solo gran parte del tiempo y no habría tenido nada que hacer si no hubiera sido por mis manos; mis manos siempre querían construir cosas, ya entonces, así que ganaba algún dinero extra ayudando a arreglar máquinas de coser. Hubo un momento, más adelante, en el que pensé que el uso de mis manos podía salvarme la vida. Y esa es la sensación que tengo todos los días en Tech.

—¿Ve la diferencia, señor Mansfield? Pocos años después de mi historia, cuando no tenía más que nueve o diez, ya no podía contemplar la palas mecánicas ni acercarme a ellas. Ahora las máquinas eran peligrosas, sucias y poco femeninas. Hoy, cuando oigo las palas, no puedo evitar hacer un puchero como una niña pequeña y soñar.

—Su padre solo quería protegerla.

—Supongo que le ayudé, señor Mansfield, porque me habría gustado poder ayudar al profesor con lo que hacía. La cartera pesa poco. ¿Se ha quedado con los papeles?

Marcus asintió.

—Los he quitado hasta saber que puedo traérselos a Rogers. Pero están a salvo.

—¿Aggie, cariño? —llamó una voz desde la casa de Rogers.

—¡Lilly! —susurró Agnes, mirando por encima del hombro. Y a Marcus—: Váyase, rápido.

—Aggie, ¿qué estás haciendo aquí fuera? ¿Y quién es este? —era una criada pechugona de las de la cocina, con un gorro blanco que no lograba contener su cabello rojo llameante. Llevaba un uniforme similar, de delantal blanco sobre vestido negro, aunque con más volantes que el de Agnes y un gran lazo llamativo en la espalda. Los alcanzó antes de que Marcus pudiera irse y la obligó a presentárselo.

—Marcus Mansfield, le presento a mi prima Lilly Maguire.

—Usted… —gorjeó Lilly, con la mirada fija en él, para luego continuar—, usted es uno de los chicos de Tecnología, ¿verdad? Le he visto venir otras veces a ver al profesor. ¡Siempre me pregunto qué les enseñan a ustedes los jóvenes sobre las ciencias! Cuando Aggie y yo éramos niñas, las monjas nos enseñaron un poco de geología y mineralogía. Ella era una alumna magnífica. ¿Estudian esas cosas?

—Estudiamos todas las facetas de la ciencia y la industria. Cada alumno escoge una especialidad entre química aplicada, ingeniería civil y topográfica, construcción y arquitectura, ingeniería mecánica y física experimental. Mi campo es la ingeniería mecánica —estaba tan acostumbrado a que le preguntaran cuál era el propósito del Instituto, que empezaba a sentirse como el folleto universitario.

—¡Qué sitio tan original!

—Creo que un día habrá otros como él, cuando Tech tenga la oportunidad de demostrar sus éxitos. Dicen que en Ithaca, Nueva York, están tratando de organizar una universidad de ciencias industriales.

—Cuéntenos cómo es una clase típica, Marcus Mansfield, todo lo que se le ocurra, ¿me oye?, ¡cuéntenos!

La pinche le asaeteó a preguntas y él describió los laboratorios, los primeros del país que habían puesto los instrumentos en manos de los alumnos. Ella devoraba con atención sus palabras, aunque lo que a él le resultaba emocionante era la mirada ocasional de Agnes, mucho más discreta. Por fin, llamaron a Lilly desde la puerta de la cocina.

—Están murmurando sobre nosotros en este momento —gruñó Agnes con los brazos cruzados y aire ofendido—. Quiero enseñarle algo —añadió, mientras volvía a mirar alrededor por si alguien les estaba oyendo. Sacó un papel doblado del delantal. Parecía que lo habían arrugado y luego vuelto a alisar—. Tenía este papel agarrado cuando le dio el ataque. Cayó al suelo cuando relajó la mano y lo metí en mi delantal, sin saber si podía ser importante para usted.

Él se apresuró a desdoblarlo. Era un bosquejo del sello del Instituto.

—¿Tenía esto en la mano cuando estaba trabajando en su mesa?

—Quizá era lo que tenía más cerca y lo agarró en el momento de sufrir el ataque.

—Lleva fecha de 1861 —dijo, tras examinarlo—. Debe de ser uno de los primeros dibujos que hizo cuando estaba diseñando el sello del colegio, antes de que el estallido de la guerra retrasara la inauguración.

—¿Por qué cree que lo había sacado ahora?

—Creo que estaba recordando, señorita Agnes. Recordando —volvió a decir, más para sí mismo— cuando el Instituto era todavía una idea en su cabeza, lo que era esa idea.

Ella pareció conmoverse ante su reacción a aquel papelito.

—¡Oh! ¡Aquí vuelve Lilly! Puedo oírla silbar a una milla de distancia. Vuelva dentro de media hora. ¿Le parece?

—Sí. Gracias.

—¡Váyase!

A la hora fijada, Agnes consiguió con habilidad introducirlo en la casa y llevarlo al piso de arriba sin que los vieran. Dio la señal de que la costa estaba despejada pellizcándose el costado del delantal en lo alto de las escaleras de atrás. Él pasó a su lado, entró en la habitación que le indicó y cerró la puerta después de entrar. En los pisos de abajo podía oír diversos ruidos procedentes de los miembros de la familia, el servicio y los médicos en plenos preparativos para llevarse al paciente. Pero en aquel dormitorio con aire de mausoleo, con las pesadas cortinas cerradas, el único ruido y el único movimiento eran los de la chimenea. Un par de zapatillas aguardaba a los pies de la cama. La propia Tierra parecía haber cesado de moverse bajo esta pieza.

Ordenó a sus pies que avanzaran sobre la alfombra hacia la cama, tragando saliva y buscando la fuerza necesaria para explicar sus osados actos. Una mosquitera rodeaba la cama y al inválido, que tenía la cabeza elevada sobre un montón de almohadas.

—Rector Rogers. Soy Marcus Mansfield. Le pido mil perdones por entrar de esta manera, pero tenía que hablar con usted antes de que se fuera. ¿Puede oírme?

Los ojos del anciano se abrieron despacio y se fijaron en él, lo cual le animó a continuar.

—Rector Rogers, he escondido los papeles que tenía usted en su mesa para que no los vean. Quiero que sepa que no hice más que lo que me pareció que querría usted. Usted me pidió ayuda, y espero habérsela dado.

Se aproximaban unos pasos, pero luego se desviaron en otra dirección.

—No puedo quedarme —prosiguió Marcus, con la voz quebrada. Nunca había visto a un hombre al que respetaba tanto, que había hecho gala en otros tiempos de tanta vitalidad, hundido en tan malas condiciones—. ¿Quiere que le deje los papeles, rector Rogers? Si puede asentir, o hacer el menor movimiento para indicar sus deseos…

Hubo un ligero movimiento respiratorio en el pecho de Rogers, y luego volvió a cerrar los ojos. No vio ninguna respuesta, ninguna señal de que hubiera oído de verdad nada de lo que había dicho.

—¡Deprisa! —advirtió la voz de Agnes desde fuera, en el pasillo.

Antes de que le diera tiempo a salir, entró el médico con paso decidido hasta la cama.

—Usted —se dirigió a Marcus—. ¿Qué hace aquí?

Su expresión sorprendida no parecía indicar que le reconociera del día anterior, por lo que Marcus se sintió agradecido. Pero, aun así, tenía que responder algo. Abrió la boca pero le interrumpieron antes de que pudiera decir nada.

—Ahí estás —intervino otra voz. Era Agnes, con el ceño fruncido, en la puerta—. Tú, chico, ¿has cogido ya las esponjas limpias para llevar en el coche durante un recorrido tan largo? Ve por ellas, venga.

—Sí, señorita.

—Y date prisa, por una vez —añadió, con una chispa traviesa en la mirada.

Marcus inclinó ligeramente la cabeza hacia el médico y salió a toda prisa de la habitación. Al cabo de unos minutos, Agnes se reunió con él junto a la puerta de servicio en la parte posterior de la mansión.

—¿Qué pasó?

Él meneó la cabeza con pesar.

—Ha sido lo que decía usted. No creo que me haya entendido en absoluto.

—Lo siento, señor Mansfield. ¿Qué va a hacer ahora?

—No lo sé. Veo que fue una suerte que el profesor Eliot me enviase a verlo cuando lo hizo, o estoy seguro de que Runkle y Tobey habrían hecho desaparecer sus papeles.

—¡Una suerte! —se volvió hacia él con una expresión inquisitiva.

—¿Qué pasa?

—Creo que está confundido, señor Mansfield.

—No, no lo creo.

—¡Por supuesto que sí! Fue el profesor Rogers quien envió una nota al profesor Eliot pidiendo que lo mandara a usted aquí antes de clase. Creo que ya se encontraba muy mal en ese momento. La mano le temblaba muchísimo mientras escribía.

Marcus se quedó asombrado.

—¿Él pidió que viniera? ¿Está segura?

—¡Muy segura! Incluso puso «urgente». Le di yo misma la nota al mensajero para que la llevara al Instituto. Rogers estaba esperándole.