XII
Temple Place

Todavía con un aire de haber cometido alguna fechoría, los tres estudiantes entraron en silencio por las puertas dobles del laboratorio de química. Llegaban dos minutos tarde a clase según el reloj de Bob, tres y medio según el reloj de pie con la caja de roble pulido al final del pasillo. Habían dejado el río con tiempo de sobra y se habían deshecho de cualquier señal de haber pasado la mañana entre cardos y matojos, pero el tranvía de caballos se había visto interrumpido por una vaca detenida en las vías e impasible ante los gritos del conductor. Para cuando consiguieron arrastrar al animal y llevárselo, habían perdido casi diez minutos. En cualquier caso, según cualquier reloj razonable, tenían mucho menos de los cinco minutos de retraso que significaban una denuncia al comité de profesores.

Los demás alumnos estaban colocando sus instrumentos en las mesas. Marcus y sus amigos se alegraron de que el profesor Eliot estuviera escribiendo instrucciones en la pizarra y no hubiera comenzado todavía la lección. Al entrar, los ojos del profesor siguieron a Marcus desde detrás de sus pequeñas gafas metálicas.

—Señor Mansfield.

Marcus y Bob acababan de sentarse en una mesa vacía del fondo. Hammie estaba una mesa más adelante.

—Señor —respondió Marcus, levantándose.

Eliot soltó aire por la nariz.

—Señor Mansfield, espere en el pasillo para hablar conmigo en privado.

—¿Señor?

Bob y Hammie se intercambiaron miradas culpables. Habían llegado tarde los tres y solo iban a castigar a Marcus. Hammie jugueteó con la tapa de su cuaderno.

—Profesor Eliot —espetó Bob.

—Supongo que tiene algo que decir sobre la oxidación del fósforo rojo, ¿verdad, señor Richards? —respondió Eliot con impaciencia—. Entonces, siéntese.

—Pero, profesor…

—Bob —le advirtió Marcus.

—¡Pero, Mansfield, no es justo! —susurró.

—¡Señor Richards, le ruego que se siente! —Eliot golpeó la mesa con la mano para exigir silencio. De aspecto impresionante, alto y delgado, a los treinta y cinco años tenía un aire juvenil y parecía muy poco mayor que sus alumnos, una imagen que trataba de contrarrestar con unas largas patillas—. Tienen ustedes demasiadas cosas que completar para estar haciendo el tonto. Señor Mansfield, ¿está aquí todavía?

—Marchándome, señor —dijo Marcus, mientras se quitaba el delantal.

—Bien. Está claro que el señor Richards es un buen amigo; puede recoger luego sus cosas. Vaya directamente a Temple Place, a ver al rector Rogers. De inmediato, señor Mansfield.

Marcus vaciló de nuevo, algo aturdido a pesar de querer tomárselo con estoicismo. Miró lo que le rodeaba y, de pronto, todo pareció detenerse. Su mirada cayó sobre el cartel que decía que fumar estaba estrictamente prohibido en el laboratorio, con huellas en los sitios en los que los estudiantes, muchas veces, habían tachado fumar y, en su lugar, habían escrito cosas como dormir, reír, enamorarse. Más allá, un estante con quemadores y tubos de sobra, luego una fila de gafas protectoras, que rara vez se tocaban. Tilden dedicó una sonrisa a Marcus bajo el grueso vendaje de su nariz. Albert Hall meneó su gruesa cabeza en señal de superioridad y desaprobación. Antes de que Eliot volviera a mirar en su dirección, Marcus salió del laboratorio.

Se paró en las escaleras un momento para recobrarse y entonces oyó una voz profunda pero femenina.

—Está estorbándome y le agradecería que se apartara.

Marcus se volvió y vio a Ellen Swallow, de pie en el rellano sobre él, con una probeta en la mano. Llevaba su largo delantal encima de un sobrio vestido de algodón negro que parecía hecho en casa a partir de un sencillo patrón. Su ropa oscura y artesanal le hacía parecer la viuda de un campesino en lugar de una mujer bostoniana de veinticinco años.

—Perdone, señorita Swallow.

—Y tampoco necesito disculpas —dijo, para luego mirarle de la cabeza a los pies, con una larga ceja arqueada, y abrir y cerrar dos veces los ojos—. Ha tenido un percance en su clase de manipulaciones químicas.

Marcus la contempló un momento y respondió:

—¿Se ha enterado?

Ella inclinó la cabeza hacia un lado, como un pájaro.

—¿Se cree que soy alguien a quien le cuentan chismes? No he oído decir nada a nadie. Pero es la hora de la clase de manipulación química de los de cuarto y sin embargo usted está aquí, en medio del paso, con un aire abatido. Observar, registrar, ordenar, deducir: eso es lo que nos enseñan a hacer con los datos —se aclaró con un sonoro carraspeo la garganta. Estaba estudiando un líquido transparente en la probeta, golpeando el cristal, lo cual hacía que unos glóbulos púrpura subieran y bajaran—. Cada vez que pasa algo malo entre los de primero, siempre me echan la culpa y me censuran a mí.

Él detectó un matiz de comprensión en su voz y quiso corresponder.

—El primer curso puede ser muy difícil —respondió—. Si alguna vez necesita ayuda, por favor, no dude en buscarme.

—Señor, tampoco necesito su ayuda. Si insiste en hablar conmigo en el futuro, pediré que los profesores le den una amonestación. Se supone que no debo juntarme con los hombres más de lo necesario. Ni con los jóvenes. Buenos días —antes de que Marcus pudiera contestar, ella había bajado ya las escaleras.

Había un largo trecho a través de los Jardines Públicos hasta el otro lado de la explanada de Boston Common y la casa del rector, pero decidió ir a pie en lugar de esperar a los abarrotados tranvías. No podía soportar la idea de ver a otros seres humanos en ese momento. Solo ansiaba la soledad.

No podía echar la culpa a Bob. Al fin y al cabo, Marcus había disfrutado con el estúpido truco contra los ricachones de Harvard. Y tampoco podía sentirse muy resentido contra Eliot, que quizá había creído de verdad que Marcus había entrado después que sus compañeros. Y lo que Eliot había dicho en la reunión del claustro el día anterior sobre el oscuro destino de un estudiante becado le atormentaba, no por indignación, sino porque él había pensado lo mismo muchas veces.

* * *

Le abrió la puerta en casa de Rogers la misma guapa doncella a la que había visto ayudando al rector en la demostración pública, pero ella no pareció reconocerlo. Mientras le llevaba por el vestíbulo, él le dio su sombrero y su abrigo de tweed gris que no era de su tamaño, con un cuello de piel cada vez más viejo, como si entregarlos formara parte de su castigo.

—Me mandan a ver al rector Rogers —le dijo Marcus en tono avergonzado—. Soy estudiante en Tech, en el Instituto.

—Espere aquí —contestó ella, sin mirarle.

Desapareció por las escaleras y le dejó de pie, incómodo, en el largo vestíbulo, aplastándose la raya en el centro del cabello. En cuestión de disciplina, un alumno que iba a casa de Rogers para que le amonestara en privado sabía que no iba a recibir una reprimenda, sino más bien iba a tener una conversación de hombre a hombre. De esa forma, al final del encuentro, el alumno se prometía con fervor a sí mismo no volver a decepcionar a su rector jamás.

Al cabo de lo que le pareció una eternidad, la diminuta joven regresó y, todavía con la mirada baja, le informó de que Rogers estaba listo para verlo.

—Sígame, por favor —no podía tener mucho más de diecisiete años, y parecía aún más joven, pero Marcus se sintió obligado a obedecerla.

Mientras subía el primer tramo de escaleras, oyó el timbre en la puerta de abajo. Miró por encima del hombro y vio a un segundo criado que dejaba entrar al profesor Runkle y a Edward Tobey en el vestíbulo. Runkle llevaba varios documentos y un puñado de libros contables, que Marcus reconoció de las reuniones del claustro como los cuadernos con asuntos del Instituto.

Marcus aminoró el paso.

—¿Señorita?

Ella no se había dado cuenta de que se había quedado atrás o, si lo había hecho, no le importaba, y Marcus tuvo que correr para atraparla.

—Quizá el rector Rogers quiera ver primero al profesor Runkle.

—Como quiera. Mis instrucciones eran acompañarle a usted arriba, señor.

—¿Cómo se llama, señorita?

—¿Cómo dice?

—Perdóneme —dijo, avergonzado, preocupado de haberla insultado con su pregunta.

—Aggie. Quiero decir, Agnes —dijo, después de otro medio tramo de escaleras—. Ningún visitante me lo ha preguntado nunca.

—¿Por qué no? Usted conoce los nombres de las visitas.

—Sí —respondió ella, pensando el razonamiento con cierto asombro. Se volvió a mirarle de frente—. Siempre.

—Señorita Agnes, ¿me puede decir cómo está últimamente el rector?

Ella meneó la cabeza con tristeza.

—No muy bien, señor. Algunos días son mejores, pero… —sus palabras se fueron apagando—. Estaba entusiasmado durante el desayuno, hablando a toda velocidad con la señora Rogers, y después llegaron las consecuencias, el mareo y el aturdimiento. Trabaja demasiado para un hombre con tan mala salud. La doncella de los dormitorios me ha contado que estuvo levantado la mitad de la noche, en su mesa con sus papeles. La señora Rogers dice que los médicos nunca podrán diagnosticar lo que le sucede porque ella es la única que sabe cómo se llama.

—¿Ah, sí?

—Dice que padece «Instituto en el cerebro».

Marcus respondió con una risa cómplice.

—¿Es tan absorbente lo que hacen allí? —preguntó ella, al parecer envalentonada por la actitud afable de Marcus.

—En cierto modo, supongo que sí. Hubo una época en la que la distancia entre un descubrimiento y la aplicación práctica del invento podía ser de siglos, pero el rector Rogers dice que, ahora, el tiempo de sembrar y el de recoger pueden darse en una sola estación. Creo que los próximos diez años cambiarán todas nuestras vidas tanto como los cien años anteriores. Y él es consciente de que, para estar preparados, se necesita un nuevo tipo de educación. Para mí, siempre tendrá una salud excelente.

—Solo llevo trabajando para él tres meses. Cuando empezó a empeorar, la señora Rogers contrató a más gente para que ayudáramos en la casa. Hasta ese momento no le conocía.

—Lleno de autoridad y dignidad. Ese era el rector Rogers antes de que tuviera que dejar de dar clases, demostrarnos una teoría física o describir la formación de una montaña. Imagíneselo entrando por el pasillo del anfiteatro así, señorita —caminó por delante de ella deteniéndose cada dos pasos para explicárselo—. Un paso firme que solo un hombre que había cruzado los Apalaches podía poseer.

—¡Imagínese! —dijo ella, como soñando y dejándose llevar todavía más—. Me moriría por ver una de esas aulas en su edificio.

—Al oír su voz, dejábamos de ser chicos inquietos para ser veinte o treinta futuros Rogers. Al terminar cada clase, dibujaba un círculo en la pizarra sin ayudarse de ningún instrumento, así —movió el dedo en el aire para mostrárselo—. El círculo era perfecto, todas las veces. Y entonces todos estallábamos en aplausos.

—Señor, he oído hablar de una joven que ha entrado en el Instituto este año. ¿Es verdad?

—Se llama Ellen Swallow. Está en primero. Es química.

—¡Entonces es verdad! No ha venido a ver al profesor. Estoy deseando saber cómo va peinada. ¿De qué color tiene el cabello?

—Negro como la noche. Recogido arriba, creo. Con un gorro también negro, en general. Va vestida, bueno, como una monja. Pero la verdad es que no debería hablar de ella.

—¿Por qué no?

—No sé. Es una norma no escrita. Tech no quiere crear un escándalo porque haya una mujer estudiando una ciencia tan avanzada. Debemos protegernos mucho de las críticas. Su nombre ni siquiera figura con los de los demás en el folleto de nuestro Instituto.

—Qué valiente debe de ser, dentro de ese edificio lleno de hombres jóvenes. ¿La conoce usted bien?

—Apenas nada. Pero dicen que es un genio. Por lo visto, dominó el programa de todo un curso de geometría descriptiva de Chorrazo Watson, perdón, el profesor Watson, en solo tres semanas.

—Bueno, yo creo que deben de ser genios todos ustedes, todos los que están en el Instituto.

—No me gustaría desengañarla con un intento de demostrarlo.

—Dado que sería malvado que alguien pensara eso de sí mismo, no debe hacerlo. ¿Qué ha llamado al profesor Watson? ¿Chorrazo?

—Discúlpeme, señorita. Los chicos empezaron a llamarle así por la energía con la que dispara chorros de líquido químico de la botella para limpiar la pizarra.

Ella le miró sin entender.

—Es una de esas bromas típicas de universidad que son divertidas aunque la gente no entienda verdaderamente por qué.

—¡Ya comprendo! —exclamó ella, agradecida de la explicación.

—Es al que más se le toma el pelo entre los profesores, por su obsesión por ir siempre bien vestido. Le llenan la chistera de agua, o pagan al viejo organillero italiano que recorre las calles con su mono para que toque debajo de la ventana durante clase. Chorrazo odia los organillos y aborrece a los monos.

Ella se rió, divertida con los cotilleos del Instituto.

Marcus pensó que le habría gustado que hubiera otro tramo de escaleras, aunque no sabía si lo decía por su deseo de no decepcionar a Rogers o por el de seguir hablando con esta doncella. De pronto, se sintió también arrepentido de haber criticado a Rogers por su decisión en la reunión del claustro. Le resultaba imposible imaginar las luchas que debía de mantener para mantener abierto el Instituto frente a la inmensidad de los gastos y todas las críticas hostiles.

Agnes abrió la doble puerta de la biblioteca, una sala larga y espaciosa con una combinación de luz tenue y pesadas cortinas que dejaba en las sombras su rica colección de reliquias científicas y libros. Se acercó más al nervioso visitante y le susurró:

—Le va a ir bien.

Marcus se preparó.

—Gracias.

Agnes cerró las puertas detrás de él. Rogers estaba sentado en su mesa junto a la ventana, inclinado sobre una montaña de papeles.

Era un largo recorrido a través de la sala. Con la cabeza gacha, Marcus recorrió con la mirada los dibujos intrincados de la mullida alfombra que se hundía bajo cada paso de sus botas.

—Rector Rogers, siento que me hayan mandado aquí. Sé lo ocupado que está usted y que no le conviene ninguna interrupción. He llegado tarde a la clase de manipulaciones químicas esta mañana y el profesor Eliot me ha dicho que viniera a verle.

Rogers dijo algo ininteligible en voz baja. Marcus pensó en disculparse otra vez y luego darse la vuelta para dejar al rector en paz, hasta que se dio cuenta, al dar otro paso hacia la luz, de que Rogers no tenía buen aspecto. Estaba rígido, inclinado hacia un lado de la silla, que su mano tenía agarrada con fuerza, y solo se movían sus ojos, turbios y distantes. Ahora Marcus pudo discernir las palabras que repetía esforzándose en hablar por un lado de la boca:

—Ayúdeme, Mansfield.

* * *

—¡Vayan a buscar a un médico! ¡Rápido! —Marcus entró corriendo de nuevo de la escalera a la biblioteca. Rogers estaba más caído todavía hacia un lado y estaba deslizándose de la silla. Le agarró por los hombros y le depositó en el suelo. La cabeza del profesor daba sacudidas hacia atrás y hacia adelante, y la saliva se le acumulaba en una comisura de la boca.

—Ya viene la ayuda —le tranquilizó Marcus.

Agnes entró corriendo, agarrándose las faldas del vestido para no tropezar.

—¿Ha ido a buscar a un médico?

—¡El profesor Runkle ha ido a buscar al doctor Putnam! La señora Rogers no volverá por lo menos hasta dentro de una hora.

—Debemos levantarle para ponerle en el sofá.

—No creo que debamos moverle —dijo Agnes—. Traeré una almohada y una manta.

Mientras lo hacía, él buscó algo de agua en la habitación. Había un vaso donde había estado sentado Rogers y, por un instante, fijó la vista en la mesa.

Con una mirada le bastó. Diagramas de brújulas. Recortes de múltiples periódicos de Boston sobre los desastres, llenos de anotaciones diminutas en casi cada hueco, en la letra cada vez más temblorosa de Rogers. Planos, hechos a mano, con medidas y distancias, del puerto y el distrito financiero. Páginas de cuaderno cubiertas de fórmulas, listas de preguntas, bosquejos.

Retumbaron pasos arriba y abajo de las escaleras y ruidos de jaleo en toda la casa. Agnes regresó con dos almohadas y una manta de lana estrecha.

—La última vez, el médico se ocupó de que tuviera más aire lo primero de todo —dijo. Se agachó, nerviosa, y aflojó con suaves movimientos la corbata de seda de su jefe. Este tenía la respiración pesada y los ojos cerrados, y había caído en un estado de inconsciencia.

—Necesito algo —dijo Marcus, buscando alrededor de la mesa.

—¿Qué?

—Una bolsa, o una cartera, algo para meter todo esto a escondidas…

—¡Pero qué hace, por Dios! —exclamó, horrorizada, mientras él empezaba a agrupar todo lo que había en la mesa—. ¡El profesor ha sufrido un ataque y usted se dedica a robar sus cosas!

Marcus sacó la cabeza por la ventana.

Había una vista muy amplia, la explanada de Boston Common hasta el estanque de las ranas, Beacon Street, con sus carruajes y sus caballos, la cúpula reluciente del Capitolio. Runkle y Tobey volvían corriendo a casa de Rogers por la acera de ladrillo rojo, con un hombre que llevaba un maletín de cuero y gamuza.

Marcus pasó la mano sobre la mesa.

—Agnes, el profesor Runkle y el señor Tobey no deben ver nada de esto.

—¡No le entiendo!

Marcus levantó un puñado de papeles.

—Esto es en lo que el rector Rogers ha estado trabajando toda la noche. Es importante para él, mucho más importante que cualquiera de nosotros, más importante que el Instituto —ella siguió con la mirada fija, impasible. Él le cogió la mano—. Por favor, Aggie, debe creerme. No pueden encontrarlos aquí.

—¿Y qué va a hacer? —preguntó ella. Al sentir su mano dio un salto y apartó la suya.

—Guardarlo todo a salvo para que pueda reanudar su trabajo en cuanto se recupere.

Ambos miraron al hombre en el suelo con preocupación y dudas ante la perspectiva.

—¿Tiene que ver con los desastres?

—¿Cómo lo sabe? —preguntó él.

De nuevo, pasos en la escalera. Marcus miró por la ventana. Ya no se veía a Runkle, a Tobey ni al médico.

—¡Están ya dentro de la casa! —dijo, y se dio la vuelta, pero Agnes había desaparecido.

Un momento después, reapareció con una cartera de cuero rojo. Él la abrió y metió a toda prisa el montón entero de papeles en ella. Al instante entró el doctor con el maletín, seguido de Runkle, Tobey y más criados. Tras un breve examen y unos cuantos susurros intercambiados con Runkle, el médico ordenó a los criados que le ayudaran a llevar a Rogers a la cama.

—Señor Mansfield.

Marcus había retrocedido hacia la puerta cuando le llamó Runkle.

—¿Señor? —giró ligeramente su cuerpo para que la cartera no estuviera tan a la vista.

—Gracias a Dios que está usted aquí. Vuelva enseguida al Instituto y dígales que el rector Rogers ha sufrido otro ataque de apoplejía. ¿Qué vamos a hacer sin él?… ¡Que la Providencia proteja nuestro futuro!

Marcus susurró a la doncella al salir de la habitación:

—Gracias, señorita Agnes.

Ella lanzó al joven una mirada suplicante que él no supo interpretar, y luego se reunió con los demás criados al lado de su señor caído.