XI
Plymouth

William Rogers le había cambiado la vida a Marcus, había demostrado ser el hombre más original que conocía, había construido un instituto que podía ser la vía hacia el futuro para todo el país. Pero esta vez se estaba equivocando, hacía mal en ceder a Eliot y los demás. Rogers se equivocaba. Las palabras se le aparecieron con claridad a Marcus mientras volvía en tren a Newburyport esa noche. No eran palabras fáciles de digerir, ni siquiera pensándolas en silencio, y se dio cuenta de que no se le habían ocurrido antes en ningún momento.

Ninguna institución existente tenía los recursos de Tech para investigar problemas científicos. Incluso estaban preparando el primer laboratorio de física del país. Quizá era verdad que, si ofrecían su ayuda, iban a provocar las críticas de quienes desconfiaban de las nuevas ciencias, pero ¿y qué? ¿No merecía la pena con tal de identificar los medios científicos que habían permitido unos actos tan impensables? ¿No tenían esa responsabilidad moral?

Ahora, Agassiz había convertido a la policía en sus marionetas, y seguro que él había ordenado su visita al Instituto. Durante toda la tarde, unos hombres de uniforme habían recorrido los pasillos, interrumpiendo las clases para preguntar a los profesores qué estaban enseñando, colocándose al fondo de los laboratorios mientras los estudiantes trataban de concentrarse en sus experimentos, parando a los alumnos de primero en las escaleras para preguntar de forma aleatoria si habían aprendido alguna cosa «peligrosa», «extraña» o «sospechosa» en los últimos días. Albert Hall se había sentido aterrorizado cuando un policía se había inclinado sobre su hombro para señalar en tono confuso sus probetas y sus vasos.

—¿Y esto qué es?

—Un soplete —contestó Albert con miedo.

—¿Un qué?

—Es un instrumento que introduce gas en una mezcla de forma segura —explicó Albert.

—¿Y qué hay aquí? —dijo otro policía mientras cogía con descuido un crisol en el puesto de trabajo de Hammie.

—Poca cosa —dijo Hammie, con media sonrisa—. Azufre y nitrato potásico. Acabo de mezclarlo.

—¡Bueno! —dijo el policía, poco convencido.

—Tome —dijo Hammie—. Puede añadir este toque de carbono si quiere.

—Quizás no sea buena idea —dijo Marcus, mientras cogía el recipiente que Hammie intentaba alcanzar en el estante y susurraba a su colega en un aparte—: ¿Estás loco, Hammie?

—¿Por qué? —replicó Hammie a la defensiva.

—¿Azufre, nitrato potásico y carbono? ¡Vas a hacerle fabricar pólvora!

Hammie no lo negó.

—Se merecen una pequeña explosión —refunfuñó.

Aparte de Hammie, los demás estudiantes y profesores, en general, intentaron seguir con lo suyo como si todo fuera normal. Nada parecía indicar que la policía fuera a volver al día siguiente, pero, para Marcus, la pasividad del claustro resultó imperdonable.

Cuando se tranquilizó lo suficiente para abrir el cuaderno y estudiar durante el trayecto de vuelta a Newburyport, cayó en su regazo una nota. Era un dibujo del río Charles lo bastante exquisito como para ser obra de un topógrafo profesional. Debajo, en letra de Bob, indicaba una cita para la mañana siguiente a las siete. Marcus suspiró, no sabía si le apetecía mucho remar después de la última vez y con todas las graves noticias conocidas desde entonces. Pero antes de que el tren llegara a Newburyport había decidido reunirse con Bob tal como le pedía. No le había contado nada de la reunión de profesores a Edwin mientras comían en las escaleras; Edwin parecía preocupado y Marcus seguía dando vueltas al debate que había presenciado. Pero hablaría de ello con Bob.

Aunque las circunstancias personales de Bob no podían ser más distintas de las de Marcus, le había hecho sentir que le comprendía desde la primera vez que hablaron. Habían sido alumnos de primer curso, pero mucho más, porque eran la primera promoción y, por tanto, los únicos estudiantes. Se consideraban príncipes involucrados en el mayor esfuerzo para derrocar un régimen viejo y gastado desde la destrucción del té en 1773: en este caso, la educación clásica que sus profesores y ellos estaban arrojando por la ventana.

En aquellas semanas después de la inauguración del Instituto, en unos locales provisionales alquilados a la Biblioteca Mercantil mientras se construía el nuevo edificio, Marcus solía encontrar un rincón vacío en la sala de lectura en el que sentarse a solas y trabajar mientras comía. Su padrastro no había estado muy desencaminado cuando predijo que, por mucho que Rogers prometiera lo contrario, nadie iba a querer verle en la universidad.

—¡El de la fábrica! ¡Eh, tú, el de la fábrica! —esa vez, las palabras burlonas no eran un susurro, sino un grito sonoro y sin concesiones. Pero Marcus no volvió la cabeza. Un dardo de papel voló hasta él y aterrizó con bastante elegancia entre sus botas. Lo recogió y lo estudió.

—Fíjate en las esquinas inferiores, que están dobladas hasta la mitad; proporcionan una velocidad de vuelo mucho mejor. Es diseño mío. Mi institutriz parecía un puercoespín al final de cada clase, con el cabello lleno de estas cosas, pero la verdad es que la buena señora parecía un puercoespín sin necesidad de ayuda —Marcus se encontró ante un joven alto y atractivo, con cierto descaro y cierta familiaridad en su amplia sonrisa, como si los dos se conocieran de toda la vida.

—¿De verdad te llaman eso? —siguió el extraño—. ¿El de la fábrica? ¿Pretende ser un insulto? ¡Dios mío! No veo qué tiene de insultante —Marcus preguntó al desconocido por qué—. Significa que estarás más familiarizado con las máquinas de lo que nunca podremos aprender nosotros en un aula —dijo el joven con naturalidad mientras le tendía la mano—. Mansfield, ¿verdad? Bob Hallowell Richards, por cierto. Tú eres el que agarró a Tilden del cuello. Es un imbécil. Llevo queriendo hacer lo mismo desde que teníamos cinco años. Te temen, amigo mío, solo porque aquí estás en tu elemento. En cambio, tipos como yo… Mi padre se revolvería bajo la tierra de Mount Auburn si supiera que he escogido el Instituto en vez de Harvard. Toma. ¿No fumas? Bueno, ven de todas formas, puedes acabarte mi cena mientras me echo un cigarrillo antes de dibujo mecánico.

—¿Por qué crees que voy a querer tu comida?

La verdad era que estaba viviendo con un dólar a la semana, más o menos. Tenía que gastar la mayor parte de su pequeña reserva de dinero en los libros y documentos que necesitaba para clase, y la comida siempre era lo primero que sacrificaba, ya que su padrastro consideraba que su alojamiento era suficiente beneficencia.

—Lo sé porque observo. Es lo que hago y lo que he hecho desde que era niño y espiaba los hábitos de las aves y los animales hasta que enseguida aprendía lo que quería decir el menor tic y movimiento del ojo de una rana. Tú das mordiscos pequeños a la misma galleta a lo largo del día.

—Yo no soy una rana —replicó Marcus, resentido.

—Comprendido. No vas a dejar que me vaya solo, ¿verdad?

* * *

Y ahora volvía a seguir los pasos de Bob Richards. Marcus llegó a Boston con tiempo suficiente antes de la hora marcada y siguió el mapa a lo largo de la orilla. Le pareció que estaba aproximadamente en el punto indicado, pero no veía a Bob ni a Edwin, ni tampoco la barca, y estaba a punto de darse por vencido. Entonces salió de los arbustos una mano que tiró de él.

—¡Silencio! No respires tan alto, Mansfield —sonó un susurro desde la espesura.

—¿Qué haces, Bob? —preguntó Marcus, pero se interrumpió al oír un ruido—. ¿Por qué está aquí él?

A unos metros de distancia estaba Hammie, también agazapado en la hierba. Su distintiva silueta era fácil de identificar incluso en la penumbra del amanecer.

—Eddy no quería venir y yo necesitaba a un tercero para mi operación —respondió Bob—. Hammie era la elección perfecta.

—¡Creía que íbamos a remar!

—Tranquilízate, Mansfield. No te enfades conmigo esta mañana. Es una causa importante y además justa.

—Sabes que con lo poco que queda para la graduación no me puedo permitir la menor infracción, ni mucho menos lo que sea que estás planeando con él. ¡Ayer ese lunático casi intentó hacer volar por los aires a un policía por diversión!

Bob le hizo señas de que bajara la voz y miró a Hammie, que estaba ocupado rebuscando en un maletín químico y parecía no haber oído nada.

—Te he dicho que vinieras solamente por tu propio bien —insistió Bob.

—¿Mi bien? —preguntó Marcus en tono escéptico.

—No quería privarte de ningún placer, amigo mío. ¿Te sorprende, después de cuatro años de estrecha amistad? No te preocupes; si nos cogen, les diré que Hammie y tú tratasteis de detenerme. ¡Seréis unos héroes!

—No quiero ser ningún héroe —gruñó Marcus.

—Entonces, disfruta de la situación —dijo Bob, mirando hacia el río y volviendo de nuevo a Marcus—. Además, si nos encuentran y arman una bronca, te voy a necesitar. Eddy es demasiado empollón, saldría corriendo. Sabes que su maldita filosofía es vive y deja vivir y espera a que Dios resuelva todo. Evita las polémicas. Tú no. Me he enterado de que por fin le diste a Tilden; por lo menos eso es lo que dicen los chismosos de primero. Ojalá lo hubiera visto. Pero ten cuidado de una cosa. Puede mentir y decir que le golpeaste en terrenos del Instituto.

—No creo que lo haga. Tendría que reconocer su derrota, y no está dispuesto a hacerlo, aunque supusiera mi expulsión.

—¡Qué suerte que Dios te dio unos puños de boxeador!

Marcus inclinó la cabeza.

—No me enorgullezco de haberle pegado. Bueno, quizá un poco. Estaba furioso, Bob.

—¿Por qué tienes un aire tan sombrío esta mañana? ¿La pequeña visita social de los hombres de azul ayer?

—Hubo una reunión del claustro antes de que llegara la policía. Albert Hall y yo estábamos encargados de ayudar.

—¿Y qué? Lo haces casi todas las semanas, ¿no?

—La policía no entiende los últimos acontecimientos. Y sin embargo, cuando se habló de ello, el claustro votó no hacer nada al respecto. Ni siquiera intentar ayudar.

—Repito: ¿y qué?

Chorrazo Watson protestó un poco, pero creo que porque le gusta discutir, más que por convicción. Bob, hasta Rogers votó no hacer nada. ¡Rogers! He perdido el respeto que le tenía.

Bob le miró con auténtico asombro.

—¿De verdad?

—Sí.

—Piénsalo, Mansfield. Igual que tú no te puedes permitir el lujo de crear una escena en Tech, Tech no se puede permitir el lujo de crear una escena en Boston. ¿Lo entiendes?

Marcus tragó saliva.

—Debe de haber algo que podamos hacer.

—¿Qué?

Levantó las manos.

—No lo sé. Pero incluso aunque no hagamos nada, mandan a la policía a molestarnos.

—¿Y qué importa?

—Importa por el principio, porque se pensará que los seguidores de las nuevas ciencias, los que experimentan de forma sincera y se atreven a buscar la verdad, albergan secretos y oscuras intenciones. La ciencia explica tantas cosas que se le atribuye todo lo no explicado.

—Ya habrá tiempo de demostrarles lo que somos. Recuerda lo poco que nos queda para graduarnos, tienen razón en querer proteger nuestro colegio hasta entonces. Son profesores, no policías.

—Supongo que esperaba que me convencieras.

—¿Y te he convencido?

Marcus se lo pensó y luego sonrió.

—No.

—¡Mente y mano! ¡Lo tienes con creces, vive Dios! Tú no eres capaz de ver ascender el sol sin intentar empujarlo. ¡Cuando salgamos del Instituto por última vez, pienso seguirte, Mansfield!

—No tengo ni idea de qué voy a hacer.

—Sea lo que sea, estaré a tu lado.

—Seguiré siendo un antiguo obrero de la fábrica, aunque tenga un diploma. Quizá tenga que irme muy lejos para que me den trabajo.

—¡Donde sea!

—Digamos que me voy a Japón.

—¡Allí estaré!

—¿India?

—¡Saltando por los campos de amapolas!

—No creo que vaya a esos lugares.

—¡Ya verás, Mansfield! Está también Cuba. ¡Tú y yo iremos al fin del mundo!

—Bueno, ahora mismo tengo que ir al Instituto a estudiar. El tren de Newburyport llegó tarde anoche y además casi no he dormido, no dejaba de pensar en cosas.

—¿De pensar o de soñar? —preguntó Bob.

Marcus se volvió con una mirada inquisitiva.

—Te he visto dar patadas y dar vueltas en la cama —dijo Bob—, las veces que hemos compartido una habitación, o cuando te quedas dormido en el tren. ¿Son escenas de la guerra lo que ves?

—Tu imaginación es demasiado vívida, Bob.

—¡Espera! —Bob agarró del brazo a Marcus cuando este empezaba a levantarse—. ¿Por qué no te alojas conmigo en mis habitaciones de la pensión de la señora Page hasta que terminemos los exámenes?

—No tengo dinero para pagar mi parte.

—¡Pagar! Tonterías. Sabes que de todas formas yo paso la mitad de las noches en casa de mi madre.

—Si estás seguro… Sería una ayuda inmensa para estas semanas tan ajetreadas.

—Está decidido, pues. Sé bueno y quédate para ver el espectáculo, ¿vale?

Marcus volvió a agacharse a regañadientes en pago por la generosidad de Bob.

—¿Qué tiene ahí? —señaló los instrumentos que estaba colocando Hammie.

—Un elemento —intervino Hammie, como si hubiera estado participando en la conversación todo el tiempo— al que el hecho de estar aislado en el agua no le impide explotar sino que se lo favorece.

—Sodio —contestó Marcus a la adivinanza.

—Bravo, Mansfield.

—Lo más puro posible —añadió Bob con una sonrisa—. He preguntado por ahí, discretamente, por supuesto, cuándo tenía previsto entrenarse Will Blaikie con sus seis de Harvard. El despreciable sinvergüenza protege mucho a su tripulación, supongo que por miedo a que Oxford tenga aquí agentes secretos… —levantó la mano en señal de silencio e inclinó la cabeza hacia el agua—. ¡Ya vienen! ¿Lo oís? ¡Hammie, amigo mío, prepárate! No, no son ellos —dijo, desilusionado—. Espera, Hammie.

—Bob, no pensarás en serio… —comenzó Marcus.

—¡Si es que nos graduamos! —dijo Bob.

—¿Qué? —preguntó Marcus.

—¿Oíste al miserable botarate de Blaikie decir eso en el río? Si es que nos graduamos. Como si el futuro de Tech fuera una especie de cuento de hadas. ¿No te gustaría ajustarle las cuentas?

Marcus trató de pensar una buena respuesta, pero comprendió que su silencio le delataba.

—¡Entonces, lo vas a hacer! ¿Recuerdas lo que ese tosco canalla me llamó en el río?

—No —dijo Marcus.

—Mientes, y te lo agradezco. Pero me llamó «Plymouth». Cuando estaba en Phillips Exeter, siempre era el último de la clase. Para mí, estudiar latín y griego era como darme cabezazos contra un muro de piedra. Cuando preguntaba por qué tenía que estudiarlos, me decían que era lo que estudiaba la gente como yo. Pero no me sentía a gusto, y no tenía ninguna facilidad para aprender lenguas muertas. Por muchos profesores que me pusieran, lo que me gustaba era trepar por los árboles y estudiar rocas, no libros. Un día me pidieron que dijera a toda la clase dónde habían desembarcado los peregrinos, que era el tema sobre el que nos habían mandado leer. Me quedé paralizado. «En la orilla, señor», contesté por fin. La clase se deshizo en carcajadas, como te puedes imaginar, y todavía puedo ver el rostro sonriente de Blaikie justo delante de mí. A partir de entonces siempre me llamó «Plymouth» para recordar el momento. Entonces no conocía bien a Eddy, porque él era un auténtico empollón, y todo el mundo sabía que yo era un bicho raro, y en Exeter los empollones y los bichos raros no se juntan. Pero él nunca me lo llamó. Le tomé afecto secreto a aquel pequeñajo por ello.

»Mi examen de ingreso en Harvard fue todavía más memorable. Me pidieron que tradujera los tres primeros libros de La Iliada sobre la marcha. ¡Cuánto tiempo estuve con la vista fija en la Antología de Felton hasta que el viejo poeta ciego se convirtió en mi enemigo mortal! Rechazado por Harvard, a pesar de llamarme Richards.

—Rechazado —repitió Marcus, y se interrumpió.

—Ya sé, ya sé. Puede que de vez en cuando diga que yo les rechacé, pero es una mentira cobarde. Por muy valiente que el querido Eddie me considere, él fue el que entró en Harvard y decidió que Tech era el sitio apropiado para él. Renunciar a una garantía semejante de adquirir posición y respeto para seguir una pasión que el mundo juzga despreciable, ¡eso es valor! Yo siempre he sido el tonto de mi familia, Mansfield, el más burro del colegio, y, desde que murió mi padre, se dio por descontado que mis hermanos serían los encargados de continuar los éxitos familiares. Mis paseos por los bosques y por el río, observando los hábitos de las aves y los animales y estudiando las formaciones terrestres, eran mis placeres ocultos.

»Como mi madre es prima de la esposa del rector Rogers, él le había sugerido su nuevo colegio universitario para mí. Y al llegar a Tech descubrí, por fin, que las matemáticas, las lenguas y la historia no eran más que un medio para obtener un fin. Siempre había intentado estudiar porque sabía que tenía que querer estudiar, solo por amor a mi madre. Ahora estudio porque no puedo evitarlo. Los primeros días en Tech me capturaron en cuerpo y alma. Así que ya ves por qué tengo que hacer que Blaikie pague por despreciar el Instituto.

—¿Cuál es el plan?

—Hammie ha hecho unos cálculos sobre la corriente, Mansfield. No te preocupes, sabemos cuándo lanzarlos —volvió a levantar la mano al tiempo que Blaikie y sus remeros, con las cabezas cubiertas con pañuelos, aparecían en el río. Miró su reloj dorado de bolsillo, que estaba junto a un cuaderno abierto con una lista garabateada de cálculos en la enorme letra de Hammie.

»¡Ahora! —susurró, y Hammie agarró un tirachinas modificado para lanzar un objeto sólido en mitad del río, y luego otro junto a la barca de Harvard. Los tres estudiantes en la orilla contuvieron el aliento y Bob cogió sus gemelos. Solía llevarlos encima para espiar a las chicas de la academia católica situada a pocas manzanas del Instituto, y había sustituido los que habían sufrido los extraños desperfectos en State Street por otros.

Al principio, el bote de Harvard pasó remando con su grandiosidad habitual. De pronto salió disparada del agua, como un cohete, una bola cegadora. Tres jóvenes dejaron caer sus remos; uno dio un alarido, otro gritó algo sobre una guerra. Blaikie chilló para imponer el orden, pero entonces hubo otras dos detonaciones sordas seguidas de explosiones simultáneas al otro lado del barco, y, en el primer lado, una nueva tanda de erupciones. Parecía que todo el río estaba ardiendo. La barca volcó mientras la mitad de los chicos trataban de alejarla del fuego y la otra mitad intentaban alejar sus cuerpos. El equipo cayó de cabeza en las heladoras aguas.

—¡Mente y mano! —aulló Bob—. ¡Mente y mano! —las palabras reverberaron río arriba y río abajo.

Blaikie consiguió izarse y apoyar el torso en la barca volcada mientras su confusa tripulación manoteaba y tosía agua. El remero de popa escudriñó el río en todas direcciones, pero no vio a nadie y no oyó más que unas risas espasmódicas y distantes.

—Tech —escupió la palabra. Golpeó el fondo de la barca con el puño—. ¡Os prometo que me vengaré, Tecnología! ¡Me vengaré!, ¿me oís? —estaba tan lleno de furia que arrastraba las palabras, lo cual provocó un paroxismo de júbilo en Bob Richards y Marcus Mansfield que casi les impidió tomarse en serio su siguiente proclamación—: ¡Habéis cavado vuestra tumba, Tech!