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Resueltos

El lunes por la tarde, mientras los demás estudiantes saboreaban su comida o jugaban al fútbol en los campos de deporte, Marcus Mansfield estaba de pie en la puerta de la sala de profesores, con los brazos cubiertos de abrigos de los docentes y los miembros del comité que iban entrando en la amplia sala de reuniones, algunos de los cuales le hacían una señal o le saludaban al pasar y darle la ropa. Mientras tanto, Albert Hall terminaba de colocar con sumo cuidado lápices y hojas de papel en los últimos huecos libres de la larga mesa.

Por los pequeños fragmentos de conversación que oía, Marcus estaba convencido de que los temas predominantes entre los profesores eran los mismos que obsesionaban a los alumnos. Desde que sus condiscípulos se habían enterado de su visita al barrio financiero, le habían bombardeado con preguntas. Él se limitaba a menear la cabeza, sin saber si tenía palabras suficientes para describir lo que había visto. Bob, normalmente tan locuaz, palidecía ante el interrogatorio. Lo curioso era que Edwin, que no había querido ir, era el que se sentía casi obligado a repetir los detalles una y otra vez a cualquiera que se los pedía. Marcus tenía aún presentes, cuando cerraba los ojos, las imágenes de la muchedumbre aterrorizada, y trataba de impedir que se unieran a las que ya poblaban sus pesadillas, las de la multitud angustiada y apiñada en un sótano.

Los profesores charlaban y gesticulaban entre sí con nerviosa seriedad a medida que iban llenando la sala. De pronto se produjo un silencio, cuando entró William Rogers. Además de las demostraciones públicas mensuales, Rogers seguía dirigiendo la mayoría de las reuniones del claustro en el Instituto, a pesar de su mala salud. Los demás asuntos universitarios los manejaba desde su casa: alumnos que le remitían para que los reprendiera; papeles que le llevaban para firmar y que luego recogían; benefactores que le visitaban para escuchar sus solicitudes personales de donaciones urgentes para el Instituto. Varios representantes del claustro, sobre todo Runkle, el profesor de matemáticas, le visitaban cada pocos días para transmitirle las últimas informaciones.

Al entrar, Rogers se apoyó en el brazo del conserje, Darwin, que ayudó al frágil caballero a sentarse en la silla a la cabecera de la mesa. Solo después de que el rector estuviera sentado se reanudaron el ruido de papeles y las charlas.

—Llamemos al orden nuestra reunión, señores —dijo Rogers después de recuperar el aliento.

Marcus, que acababa de colgar el último de los abrigos en el armario, se retiró a un taburete bajo. El taburete de Albert estaba en la esquina opuesta. En las reuniones, cada pocos minutos, algún profesor levantaba un lápiz con la punta gastada, o un tintero vacío, o un vaso de agua o coñac que debía ser rellenado, y el que estuviera más cerca de los dos estudiantes becados daba un salto.

—Supongo que todos están al tanto de los sorprendentes acontecimientos que han causado un terror sin precedentes en la ciudad —comenzó el rector de la universidad—. Ni el sentido común ni la experiencia ordinaria han sido capaces de sugerir ninguna respuesta a la población. Como es natural, algunos de los presentes han preguntado si nuestro Instituto no debería ofrecer algún servicio en un intento de comprender esta misteriosa cadena de sucesos.

—¡Hay que investigarlo, sin duda! —exclamó Watson, profesor de ingeniería civil, mientras daba una palmada en la mesa.

—Por supuesto —dijo el profesor Eliot—, pero debe hacerlo la policía de Boston, profesor Watson.

—Somos una institución dedicada a la ciencia y la tecnología, la única de su categoría que está bien equipada en el país —replicó Watson—. Si estos desastres son consecuencia de algún tipo de manipulación o perversión científica, Eliot, como parecen ser, no podemos dejar de ofrecer nuestra ayuda para analizarlos.

—Sí, parecería vergonzoso permanecer al margen si hay algo que podamos hacer —dijo Rogers.

—Mi querido Rogers, usted sabe, mejor que cualquiera de nosotros, que el Instituto ha sido, desde el principio, objeto de desconfianza y sospechas entre la población —dijo Eliot—. Fíjese lo que puede ocurrir. Cada vez que hay un accidente con una máquina nueva en una fábrica, nos inundan las cartas que nos exigen que detengamos nuestras innovaciones y nuestras enseñanzas, aunque la máquina no tenga nada que ver con nosotros. Los sindicatos luditas nos acusan de intentar emplear la tecnología para eliminar a los trabajadores y matar de hambre a sus mujeres y sus hijos. En pocas palabras, nuestro colegio es el símbolo más conspicuo de las nuevas ciencias en Boston, y nos hemos convertido en el chivo expiatorio de cualquier pánico relacionado con la ciencia.

—¿Qué sugiere usted que hagamos, profesor Eliot? —preguntó Runkle con sincera curiosidad.

—Muy sencillo. No hagamos nada, profesor Runkle, ni en esta circunstancia ni en otras, que pueda provocar una atención hostil ni las críticas a nuestra institución. Mientras tanto, confiamos en que la policía lo resolverá.

Edward Tobey, miembro del comité financiero del Instituto, intervino. Sus amables ojos grises estaban preocupados.

—Rector Rogers, debo mostrarme de acuerdo con el profesor Eliot en un aspecto: cada vez que ocurre algo desagradable o peligroso relacionado con la ciencia, y, peor aún, relacionado en cualquier medida con el Instituto, se vuelve más difícil encontrar hombres dispuestos a dar dinero para rellenar nuestras arcas. ¡De verdad, la idea de deshacernos de toda la vieja maquinaria vieja, gastada y oxidada es lo que me ha mantenido en pie a pesar de todo esto! He pedido a uno de nuestros donantes más generosos, el señor Hammond, de la fábrica de locomotoras, que viniera hoy para aconsejarnos ante nuestros retos. Aquí está.

—Caballeros —comenzó Hammond, entrando y saludando a todo el mundo con un gesto de la cabeza, con la actitud brusca de los hombres de negocios de Boston. Marcus se sentó más erguido, pero el recién llegado no vio a su antiguo maquinista en la esquina. Se sentó y empezó—. Mi hijo fue uno de los primeros alumnos aquí, pero otros que no tengan lazos tan fuertes quizá no sean tan inmunes a las críticas desagradables. Yo seguiré haciendo donaciones al Instituto mientras tenga un penique en mi cartera, rector Rogers, y usted lo sabe, pero no puedo financiar todo yo solo. No soy miembro de la junta de gobierno de la universidad, pero creo que deben encontrar alguna forma de reforzar sus finanzas para estar preparados durante este difícil periodo. Vendan algunos de estos inventos tan inteligentes que han creado. Yo mismo compraría uno de sus malditos motores en este mismo momento, no tienen más que decirlo.

—También podríamos pensar en dar a nuestro edificio el nombre de un benefactor que done, por ejemplo, una cantidad concreta de dinero —añadió el profesor Storer—. O podemos poner varios nombres a las distintas aulas. Harvard lo hace.

—La situación económica del Instituto es un asunto grave y preocupante —añadió Eliot—. Quizá sería conveniente para todo el mundo poner un límite estricto al número de jóvenes de instituciones benéficas y fábricas que acojamos el próximo año. Necesitamos el dinero de las matrículas de los estudiantes para comprar material, para vivir, y los que estudian con becas nos restan esa cantidad.

Marcus y Albert se intercambiaron una mirada rápida. Ninguno mostró emoción alguna. Al fin y al cabo, solo estaban allí para ayudar, no para oír lo que se decía ni, desde luego, para dar su opinión.

Los profesores y los miembros del comité estaban hablando unos por encima de otros.

—¡Pero recuerden que no les hacemos ningún favor! —respondía Eliot a alguien que se había mostrado en desacuerdo al otro lado de la mesa—. Otorgar títulos a operarios de fábrica no borra lo que son, y pronto se darán cuenta, cuando salgan al mundo a presentarse como caballeros.

—Ya que hablamos de esto, Charles —dijo alguien en un susurro a Eliot—, podríamos mencionar también el asunto de la joven señorita. ¿Qué sitio va a tener una mujer científica en la vida?

—Vamos, vamos —dijo Rogers, golpeando con el martillo para imponer silencio. Miró pidiendo disculpas a Marcus y Albert y luego se volvió hacia el resto del grupo—. Por favor. Señores. Les agradezco las sugerencias. En primer lugar, este es el edificio de los estudiantes, vienen a aprender, nosotros venimos a enseñar, y eso nunca será algo de lo que nos vayamos a beneficiar cambiándole el nombre ni vendiendo el trabajo que hacemos aquí. En cuanto a los estudiantes becados, la riqueza, la posición y el origen no deben seguir monopolizando la educación universitaria. Desde luego, no en mi Instituto. Este primer grupo de jóvenes quizá sea un poco improvisado. Cada uno es un Robinson Crusoe en su propia isla. Pero serán un motivo de prestigio para los títulos a los que aspiran, ya lo verán. En cuanto a la señorita Swallow, puede parecer demasiado frágil para recibir enseñanzas tan difíciles, pero no lo es, si la miran a los ojos. Tiene una mirada firme que revela a una mujer valiente. No fallará.

»Boston está en mitad de una crisis, sufriendo un ataque. Les ruego que nos concentremos en el asunto que nos preocupa. Debe de haber alguna forma de que el Instituto pueda ayudar.

—El señor Hammond ha anunciado que pagará los gastos médicos de los heridos en los desastres —dijo Tobey—. Dada su estrecha relación con el Instituto, es posible que la población nos vea también con buenos ojos, espero.

—También lo espero yo —dijo Hammond.

—Me parece perfecto —comentó Eliot, con una seña de agradecimiento a Hammond—. Nos mostramos preocupados, pero de forma indirecta y a cierta distancia del centro de los acontecimientos.

Watson soltó una risa despreciativa.

—¡Vaya menudencia! No se sienta ofendido, mi querido señor Hammond, aplaudo su generosidad. Pero por lo menos deberíamos ofrecer al departamento de policía el uso de nuestro material y nuestros recursos para llevar a cabo la investigación. Si lo que ha ocurrido en Boston representa algún tipo de despliegue experimental de tecnología, es evidente que el dominio de los rincones más oscuros de las artes científicas y mecánicas que demuestra puede ser superior incluso al conocimiento colectivo presente en esta sala.

—Exagera la cuestión, sin duda —insistió Eliot.

—¿Hay aquí algún hombre que pueda decir ante Dios que no tiene miedo hoy de lo que ha ocurrido ni de lo que puede ocurrir a continuación? —preguntó Storer.

Sus palabras empañaron el ambiente. Ni el propio Eliot pudo decir nada.

Rogers tenía un brillo extraño en sus ojos.

—Recuerdo, la primera vez que propuse la creación de una escuela de tecnología, que reclamaron mi presencia en una reunión de la Asamblea del estado —dijo—. The New York Times había publicado un artículo titulado «La ciencia americana: ¿existe?». Entonces supe que no podría cejar jamás hasta que fuera impensable publicar un artículo así. Incluso nuestro nombre fue una decisión atrevida y polémica. Entonces, la palabra tecnología figuraba todavía en menos diccionarios que hoy. El presidente de la Cámara, un tal señor Hale, insinuó que las vagas descripciones de este Instituto debían de ser una tapadera para una casa de mala fama o algún otro tipo de actividad sórdida que iba a convertir Boston en otro París. Si fuera un burdel, ¿no se graduarían más de quince jóvenes en nuestra primera promoción?

La sala se llenó de carcajadas que disiparon parte de la tensión acumulada. Todos excepto Eliot, que observaba a sus colegas con aire desaprobador.

Rogers continuó, con un público totalmente cautivo a pesar de la tos que le interrumpía de vez en cuando.

—Al final, los legisladores aprobaron nuestros estatutos, pero solo si aceptábamos un añadido injustificado que llamaron la cláusula de «paz y armonía pública», y que estipulaba que ningún individuo relacionado con el Instituto usaría jamás sus conocimientos de ciencia para hacer daño a otro ciudadano. Si contribuyéramos a descubrir las causas científicas de estos incidentes, podríamos demostrar por fin que el tipo de ciencia que impartimos aquí ayuda a la sociedad. Que nuestra institución, que los hombres nuevos que aquí formamos, alimentados por el fuego del pensamiento moderno (aunque parezcan diferentes de los de otras universidades), y las tecnologías que aquí fomentamos y enseñamos, van a proteger, y no a amenazar, el bien público. Creo de corazón que estaremos a salvo mientras sigamos esta política y correremos peligro en cuanto la abandonemos. ¿No es deber nuestro dar consuelo a las víctimas, al menos proporcionando una explicación? Ojalá pudiera vivir para ver una pequeña pero importante victoria: que nuestra institución sea comprendida, en lugar de inspirar miedo, para que nuestros alumnos puedan salir al mundo y hacer con orgullo una promesa: «Somos la tecnología».

Las palabras hinchieron el pecho de Marcus. Solo al ver el rostro descompuesto de Albert se dio cuenta de que se había desorientado mientras escuchaba a Rogers y se había puesto en pie de un salto. Unos cuantos profesores giraron la cabeza para mirarle en su embarazosa posición. Por suerte, el profesor Storer tenía su vaso levantado como para pedir que se lo rellenasen. Marcus cogió la jarra de agua y le sirvió.

—Ojalá pudiera vivir para verlo —repitió Rogers en voz más baja, cruzando su mirada con la de Marcus mientras este volvía a sentarse en su taburete. Por un instante, pareció como si ellos dos fueran los únicos en la sala y estuvieran poniéndose a prueba uno a otro.

—Rector Rogers, todos los aquí presentes, sin excepción, aprecian tan nobles sentimientos. Pero me pregunto si todo el mundo ha visto la última edición del Transcript —dijo Runkle a su pesar—. La tengo aquí. Por lo visto, la Asamblea ha dado a Louis Agassiz un puesto de detective asesor en este asunto.

El martillo volvió a golpear para acallar las exclamaciones.

—¡Agassiz!

—¡Qué horror!

—¡Qué disparate!

El ruido del martillo retumbó hasta el alto techo mientras continuaban las muestras de indignación.

—¡Ese fósil de Harvard, con sus moluscos en escabeche! —añadió Watson.

—Agassiz desprecia al Instituto —susurró Rogers en tono serio. Más alto, dijo—: El profesor Agassiz no oculta su deseo de que yo fracase, de que nuestro Instituto fracase.

—Desde luego —replicó Runkle, asintiendo—. Temo que Agassiz va a tergiversar cualquier participación que intentemos ahora, cualquier ayuda que ofrezcamos, por bienintencionada que sea. Si diéramos un paso adelante y cualquier cosa saliera mal, responsabilizarían con dureza al Instituto.

—Eso no es nada nuevo —dijo Eliot con tristeza, deseoso de demostrar sus argumentos de manera inequívoca—. Nada nuevo. Cuando estudiaba en Harvard, el mero hecho de que me interesara la química ya me marginó, y después Agassiz se negó a permitirme que diera clases allí. El Instituto está a punto de encabezar la marcha hacia una nueva era de aceptación de la ciencia entre el público, y no podemos arriesgarnos a retrasarla. De todas formas, Agassiz no escuchará nada de lo que digamos. ¡Debemos protegernos a nosotros mismos y al Instituto, por encima de todo!

—Gracias, profesor Eliot. Vamos a someter el asunto a votación —dijo Rogers, que había recobrado la serenidad—. Quienes estén a favor de que el Instituto se aísle de cualquier investigación científica relacionada con los recientes desastres, que lo indiquen.

Eliot levantó la mano en el aire antes de que Rogers terminara de hablar. El profesor Watson, con sus mejillas angulosas ruborizadas, cruzó las manos sobre el pecho e hizo un gesto de terca resistencia. Una a una, se levantaron manos en los dos lados de la mesa, algunas con decisión, otras con timidez, hasta que todos, menos unos pocos, dieron su voto afirmativo. Marcus vio, estupefacto, que Rogers también levantaba despacio su mano.

—Los síes ganan, pues —se jactó Eliot—. De forma categórica —miró alrededor como si esperase gestos de felicitación.

—El claustro, los alumnos y los empleados del Instituto de Tecnología de Massachusetts se abstendrán a partir de ahora de cualquier intervención en estos asuntos, y el comité censurará con enérgicas medidas a cualquiera que desobedezca este acuerdo —dijo Runkle dictando las actas de la reunión al secretario designado.

Marcus se sintió hundido por la decisión.

—¡Eh! ¿Qué estás haciendo? —estas palabras, salidas en un silbido de la boca de Albert Hall, rompieron su trance.

—¿Qué?

—Los sombreros y los abrigos. ¿Qué piensas hacer, esperar a que los recuperen ellos mismos? La reunión se ha terminado —Albert meneó la cabeza—. ¡No es extraño que Eliot hable de eliminar a los estudiantes becados, si te tiene a ti de ejemplo!

* * *

La escalera delantera del Instituto imponía al que venía de fuera. Pero, para los alumnos de Tech, era un sitio fundamental, un centro de reunión, un punto de encuentro, un comedor al aire libre, un foro de debate público. Cerca del peldaño central de granito oscuro, Edwin Hoyt había colocado su cuaderno encima de su Biblia y estaba tomando notas entre bocado y bocado de su almuerzo. Había concebido una nueva hipótesis: el calor no surgía, como se pensaba, de la vibración de las moléculas. Si conseguía resolverlo, el tema podría formar parte esencial de la tesis de fin de carrera que estaba acabando. Además, el intenso ejercicio mental le ayudaba a olvidarse de las ruinas de State Street. Probablemente había hablado con demasiada ligereza de ello a sus compañeros, pero quizá cuanta más gente supiera lo que había visto el viernes —las masas aterrorizadas, el traslado de los heridos a las ambulancias, los gritos de los familiares preocupados— menos le pesaría la responsabilidad.

La tarde era agradable, aunque fría, pero el alumno de cuarto prefería comer en los escalones incluso cuando un cielo oscuro o un ruido de truenos lo desaconsejaban. Además, le daba una excusa válida para dejarse puesto el sombrero por encima de las canas que poblaban la parte posterior de su enmarañado cabello. La verdad es que el gris le habría dado un aire digno si no hubiera sido porque tenía un rostro y un cuerpo demasiado juveniles. En el Instituto, nadie lo tenía ya en cuenta, pero las pullas de Will Blaikie en el río le habían traído recuerdos de torturas de cuando entró en Tech. No de Marcus Mansfield —jamás Marcus, que a Edwin le había parecido desde el primer momento más hombre que chico, y no solo porque fuera unos años mayor—, ni tampoco había padecido bromas de Bob, que estaba demasiado encantado con sus propios rizos majestuosos para notar los defectos en la cabeza de otro.

Después de las novatadas iniciales, Edwin se había considerado amigo de casi todo el mundo en el Instituto y, en general, en todas partes. Nunca había imaginado tener enemigos, pero era consciente de que, en cierto modo, eso reflejaba su principal fallo de carácter: no tenía el valor suficiente para proclamar sus opiniones o refutar las de los demás.

Si tenía algún enemigo —más bien un rival—, debía de ser Chauncy Hammond, hijo. No en lo personal, sino en lo estrictamente académico. Los dos se disputaban siempre el primer puesto en la promoción del 68. La rivalidad era más pronunciada vista desde fuera que en el fondo de sus corazones, aunque el hecho de que todo el Instituto se preguntara quién iba a ser el primer Alumno del Año de Tech no tenía más remedio que influir en ellos, sobre todo a medida que se acercaba la graduación. La reticencia natural de Edwin hacía que se sintiese muy incómodo al saber que era objeto de chismorreos. Era el mismo joven que, de manera inconsciente, se dejaba un poco de todo lo que comía para no parecer glotón.

El empeño personal de Edwin se había visto estimulado durante su primer año en el Instituto, que era el segundo curso de la promoción del 68, cuando el rector Rogers propuso que los alumnos elaboraran demostraciones científicas a partir de proverbios o dichos. Edwin había trabajado con un equipo que presentó una versión muy aplaudida de «demasiados hierros en el fuego». Pero Hammie, que había preferido trabajar solo, llenó una tetera de porcelana con un tercio de agua, una cucharada de clorato de potasa, tres briznas diminutas de fósforo y una buena cantidad de ácido sulfúrico vertido por un tubo de arcilla sobre el fondo. La tormenta resultante, de ruidos, silbidos y explosiones, había dado la victoria indiscutible a Hammie y su «tempestad en un vaso de agua». Mientras Edwin observaba los aplausos, sintió crecer sus propias aspiraciones, no solo a alcanzar la corrección científica, sino la imaginación científica.

La tempestad en la tetera fue el apogeo de Hammie y le aportó popularidad y buenos deseos. Unos meses después, en otra reunión de exhibiciones de todo el Instituto, Hammie proclamó en tono grandioso que iba a comenzar una nueva era y anunció sus planes de construir un «hombre de vapor». Sería una máquina de vapor compuesta de varios metales en forma de hombre, con una complicada serie de mecanismos que permitirían que el ser metálico pudiera tirar de un carruaje o hacer otras tareas con la fuerza de doce caballos. Hasta los mayores expertos tecnológicos del Instituto, tanto alumnos como profesores, se sintieron confusos ante el elaborado plan de Hammie de inventar un trabajador artificial y su insistencia en que esos «hombres» (el término que utilizaba, pese a las ruidosas objeciones y el mudo estremecimiento en la propia alma de Edwin) podrían no solo ahorrar a sus amos humanos una inmensa cantidad de sufrimiento y esfuerzo, sino prevenir futuras plagas de esclavitud como la que había llevado al país a la guerra.

—El hombre no es nada sin el vapor, no más que un animal. El vapor nos ha dado el poder de las máquinas; ahora debemos dar a las máquinas el poder de la libertad de fuerza y movimiento. A los hombres de hierro se unirán bueyes de hierro y caballos de hierro para arar todas las tierras cultivables y que ningún niño vuelva a morir de hambre ni ningún hombre vuelva a vivir en la pobreza. Carlyle dice que, si tenemos que dar un nombre a nuestra época, ¡no es la Edad Heroica, sino la Edad Mecánica! —proclamó Hammie en tono solemne para terminar su presentación, de pie ante sus diagramas en la gran sala. A partir de entonces, a Hammie se le consideró un bicho raro, en el mejor de los casos, y nunca volvió a gozar de tanta popularidad, ni siquiera a tener un estatus cómodo, entre sus colegas. Cuando, no se sabe cómo, su idea se hizo pública, se escribió acerca del Instituto en periódicos incluso de Londres, para advertir sobre sus planes secretos de debilitar a la humanidad mediante el uso de seres artificiales, y empezando nada menos que con la inquietud de que se colocara a los feos hombres de vapor en hoteles para sustituir a las atractivas camareras. En sermones religiosos pusieron al hombre de vapor de ejemplo para predicar contra los peligros de la ciencia, y en los relatos de las revistas se utilizó para entretener a los lectores juveniles.

Edwin pensaba que, si conseguía desarrollar esta nueva teoría sobre el calor y la vibración de las moléculas, podría tomar la delantera a Hammie, aunque no dejaba de recordar que, en realidad, no importaba en absoluto quién acabara en primer puesto. No estaba en el Instituto para ganar nada ni para demostrar nada a los demás, sino para ser un científico. Había comenzado su carrera universitaria en Harvard, en el programa de ciencias que supervisaba el prestigioso profesor Agassiz. Cuando el tímido recién llegado levantó una discreta protesta por tener que aprender la química a base de memorizar teorías en libros, en vez de en un laboratorio, Agassiz se enfadó y subrayó que Harvard no era un lugar de «educación práctica» y que no estaba dispuesto a tolerar la afición a la «ciencia industrial».

—¡No tiene ninguna preparación, señor Haight! ¿Y se atreve a poner en duda mis métodos? —cuando Edwin, más tarde, expresó sus simpatías por las teorías de Charles Darwin, y la idea de que la ciencia, como las especies, tenía que cambiar y avanzar para sobrevivir, Agassiz le preguntó en tono mordaz si creía en Dios.

—Profesor, llevo una Biblia de bolsillo desde que tenía doce años. Pero ¿acaso no hizo Dios del mundo un taller para que descubriéramos toda Su maquinaria terrenal? —preguntó Edwin con voz seria.

Las exclamaciones y los arrebatos de Agassiz no eran nada personal; con frecuencia olvidaba el nombre de un alumno o lo cambiaba por el de otro, cosa que hacía con «Haight» y «Hoyt». Sin embargo, como una especie de castigo, Edwin acabó encerrado en una habitación llena de caparazones de tortugas, sin ningún profesor, con la tarea de clasificar las señales en cada caparazón y, de esa forma, reconocer alguna verdad superior. Durante ese primer curso, Edwin adquirió la certeza de que lo que él buscaba solo existía en el nuevo Instituto de Tecnología sobre el que había leído. Por supuesto, Agassiz se pondría furioso con la deserción. Rogers y él habían mantenido seis debates públicos sobre la teoría de la evolución de Darwin en la Sociedad de Historia Natural unos años antes. Incluso quienes compartían la postura de Agassiz reconocían que Rogers había sido el vencedor. Había permanecido tranquilo y compuesto, presentando de forma metódica una serie de datos científicos, mientras Agassiz se había dejado llevar por el genio y los insultos, absolutamente furioso cuando hablaba y veía que Rogers meneaba la cabeza en callado desacuerdo. Paciente e imperturbable, Rogers pareció casi tender varias trampas que hicieron que Agassiz reconociera unos errores fundamentales de su argumentación. Utilizó sus propias armas contra él.

Después de que el rector Rogers le examinara, Edwin recibió autorización para saltarse el primer curso y dejó Harvard para sumarse a la promoción de 1868 del Instituto de Tecnología.

La única parte del sublime horario de Tech que temía Edwin en segundo era el Día de Prácticas Militares, que el Instituto tenía obligación de realizar para los estudiantes de primero y segundo a cambio de recibir una subvención federal para sus terrenos. Después de la primera sesión, Edwin casi llegó a la conclusión de que se había equivocado al dejar las comodidades de Harvard en Cambridge. La marcha polvorienta, empeorada por los páramos arenosos que rodeaban el colegio, irritó gravemente su garganta, y además no era capaz de mantener el ritmo de sus condiscípulos. Marcus Mansfield, al que Edwin había conocido unos instantes en el laboratorio, estaba exento —porque ya había sido voluntario en el ejército durante la guerra—, pero salía a ayudar a Edwin con las formaciones, y de esa manera se granjeó el eterno agradecimiento del joven.

—Usted sabe griego y latín —le dijo un día Marcus de paso mientras le entrenaba.

—¿Cómo te has enterado?

—Oh, Bob Richards. Me contó que estaban juntos en la misma academia preparatoria, antes de la universidad.

—Sí, pero nunca pensé que supiera quién era yo. No es que fuera un esnob, pero yo no era el chico más popular de la academia.

Aunque era difícil leer su expresión, Edwin sospechó que Marcus no se atrevía a decir lo que de verdad quería decir.

Tecnología. Pienso en ella, la palabra —murmuró por fin Marcus.

Edwin no necesitó que Marcus dijera más.

Techne significa «arte», y logos puede interpretarse como «ciencias». La ciencia de las artes prácticas, podríamos decir.

—Gracias, señor Hoyt.

—Edwin. Por favor, llámame Edwin. ¿Te puedo preguntar algo? Dicen que tú trabajabas en las máquinas.

—¿Quién lo dice?

—Creo que su nombre es Tilden. Supongo que es amigo tuyo.

Marcus se rió.

—Solo lo fue unos instantes en primero.

—¿Me puedes decir qué se siente cuando tienes la máquina en tu poder?

—Monotonía. Las máquinas mejoran cada año, y cada vez hay que pensar menos para manejarlas. Al principio, es parte de ti, pero luego tú te vuelves parte de ella.

Ahora, mientras Edwin daba vueltas a sus ideas sobre el calor, en Tech flotaba algo nuevo en el aire. En los largos pasillos, se hablaba del futuro a la menor sugerencia. Muchas cosas iban a terminar. Ya no habría más reuniones al principio de un nuevo curso, no más bromas entre amigos sobre los nuevos estilos de corbatas y bigotes. No más veranos trabajando como voluntarios en compañías mineras o en astilleros, en prospecciones de cuevas y montañas, examinando la construcción de altos hornos o fábricas de papel. Ya no se sentarían más en esas escaleras. Pronto —no quedaban más que dos meses— dejarían el Instituto y comenzarían la vida después de la universidad, el objetivo para el que habían trabajado esos cuatro años. Nunca antes había pasado tan deprisa un trimestre. Los miembros de las promociones del 69, el 70 y el 71 los observaban con especial interés, envidiosos de ellos pero también agradecidos de que Edwin y los otros catorce chicos —quizá hombres, tal vez incluso caballeros— del 68 fueran a ser los pioneros. El experimento más osado producido por el Instituto hasta entonces: graduados.

Marcus salió con su lata de comida. Se sentó y dirigió una seña a Edwin, que le hizo sitio a su lado. Parecía casi tan distraído como Edwin, los dos con la mirada fija en el campo. El mero hecho de estar juntos les hacía sentirse cómodos, sin necesidad de decir una palabra, ni sobre la rivalidad a su pesar con Hammie, que ocupaba la mente de Edwin, ni sobre lo que fuera que daba a Marcus el aspecto de haber visto un fantasma.

—Supongo que deberíamos ir a asegurarnos el sitio en clase de Watson —dijo Edwin al cabo de un rato, mirando la hora.

—Ya ha empezado —susurró Marcus.

Edwin iba a replicarle y volvió a mirar el reloj, pero oyó los pasos que se acercaban, levantó la vista y casi dejó caer la reliquia familiar que tenía en la mano. Entre doce y quince policías vestidos de azul se dirigían hacia su edificio a paso ligero.