IX
La vista desde el número 18

Al día siguiente, al otro lado del río, en el número 18, Stoughton Hall, William Blaikie sorbió su té, frunció los labios y golpeó la mesa para llamar al camarero de la universidad.

—He cambiado de idea —dijo, entregándole la taza—. Ya no quiero té —mientras el camarero se la llevaba, Blaikie miró alrededor con aire cansado y dijo—: Diez. ¿Nada más?

—Muchos colegas están estudiando para los exámenes, Will —respondió uno de los otros universitarios presentes.

—¿Diez hombres? ¿Hay tantos empollones en esta escuela que no podemos conseguir más quórum en una reunión de la Hermandad Cristiana?

—Otros tienen miedo por lo que pasó ayer en la ciudad. Quizá deberíamos empezar la reunión con los que sí están —sugirió un discreto alumno de tercero.

Blaikie le ignoró.

—Diez hombres. No es extraño que un enclenque de Tech pensara que podía amedrentar a un hombre de Harvard.

—¿Qué quieres decir?

—Una universidad cristiana como Harvard debería poder inspirar más sentimiento de pertenencia, la verdad. Afirmo que estamos perdiendo fortaleza moral e intelectual. Algunos profesores nuestros enseñan literatura asquerosa y degradante y ponen a jóvenes decentes en contacto con lenguas extrañas. El honor de nuestra escuela está en peligro. Por eso un patito feo como el Instituto de Tecnología (el patito más feo que jamás se ha visto) puede tener la osadía de construir un edificio en Boston y atreverse a llamarlo colegio universitario, cuando no es más que un antro de alfeñiques que deberían estar debidamente sometidos.

—Blaikie, perdóname —dijo el de tercero—, pero ¿no crees que deberíamos comenzar la reunión con el orden del día previsto?

—¿Acaso soy de cristal? ¿Acaso mi piel es como agua? —preguntó Blaikie con aire dramático—. Ya sé que aspiras a ser presidente de la sociedad cuando me gradúe, pero, por el momento, ese título es mío. ¿Me ves aquí sentado? Estonces no te importará posponer tu campaña electoral hasta junio. Ya sabes lo que pasa cuando hay demasiados cocineros. Perdóname por estar convencido, con toda mi alma, de que las universidades de nuestra Commonwealth deberían producir hombres, y no máquinas.

—Perdona de nuevo, Blaikie —replicó el de tercero, con la misma voz suave—, es que no me parece muy cristiano hablar mal de otra institución, por extraña que sea, por una rencilla personal.

Blaikie se levantó como para golpearle en el rostro. Cuando el de tercero le devolvió la mirada, el presidente de la sociedad respiró hondo y dijo:

—Empecemos, pues, ¿de acuerdo, caballeros? Me gustaría añadir a nuestro orden del día una moción de que los estudios no son una excusa para no asistir a una reunión de la Hermandad Cristiana. Asimismo discutiremos una petición del profesor Agassiz, del departamento científico, para ayudar a refutar, empleando principios cristianos, el apoyo creciente a las teorías de Darwin entre algunos presuntos intelectuales de Boston. Por último, si tenemos tiempo esta mañana, estudiaremos otras dos propuestas…

Blaikie se interrumpió a mitad de frase, con la mirada fija más allá de su rebaño y de la ventana. Los Hermanos se levantaron para ver por sí mismos lo que había capturado la atención de su jefe. Abajo, en el patio de la universidad, brillaban al sol los botones relucientes y el uniforme azul de un policía de Boston. El representante de la ley caminaba por en medio del campus, seguido de un hombre fornido que tenía el aire pretencioso de un político típico y, de hecho, era un político, y de otro cuya corpulencia le obligaba a pararse cada pocos instantes para pasarse un pañuelo por la frente, pese al aire frío. Los más enterados de los que observaban la escena desde los cuatro pisos de Stoughton Hall y desde detrás del hermoso edificio de la biblioteca, con sus casi cien mil volúmenes, y desde el interior de las ajetreadas oficinas administrativas de la universidad, reconocieron en el hombre fornido a Cyrus Hale, representante en la Asamblea del estado de Massachusetts. Algunos estudiantes que habían tenido la desgracia de que les arrastraran a la comisaría después de una noche de borrachera en los barrios menos agradables de Boston reconocieron también, muy a su pesar, al sargento Carlton, el agente vestido de azul, y a su superior, el jefe de policía John Kurtz.

A docenas de observadores curiosos les habría gustado ser invisibles para poder unirse al pequeño grupo en su expedición y saber así qué emocionante asunto les llevaba a los terrenos universitarios.

Los tres visitantes dejaron atrás las miradas curiosas y siguieron un camino menos frecuentado hasta la calle situada enfrente del edificio de Teología para entrar en el del Museo de Zoología Comparada, donde, al preguntar por su director, les indicaron el piso de abajo. En todos los estantes del sótano había enormes frascos de cristal con peces exóticos, moluscos y erizos de mar flotando en alcohol amarillo. El aire olía a una especie de mar antiguo.

—¿Profesor? —llamó el político, y la cuestión resonó en la sala—. ¿Profesor Agassiz? Soy Cyrus Hale.

Se oyó un estrépito. Entre los barriles y los frascos apareció la enorme figura del científico jefe de Harvard, fumando un cigarro. Iba meneando la cabeza, peinándose con la mano el largo cabello castaño y canoso hacia detrás. Su cuello y sus pies parecían demasiado pequeños para sostener su cabeza y su pecho, enormes. Estaba reprendiendo a un joven que recogía cristales del suelo.

—Se me ha resbalado de las manos, profesor —insistió el alumno.

—¡Señor Danner, es usted un iletrado! Algunos quizá le consideren un joven brillante, pero cuando tenga cincuenta años, si alguien habla de usted, será para decir: «Danner, ah, sí, le conozco. ¡Era un joven muy brillante!». —Agassiz se volvió e hizo una seña al presidente de la Asamblea sin que mediara un saludo formal y sin reconocer la presencia de los dos hombres de la policía de Boston.

—¡Silencio, sostenga esto! —dijo en su fuerte acento germánico, mientras daba a Hale un saltamontes muerto—. Danner ha tirado el frasco de este pobre bicho. En historia natural, no basta con que un alumno sepa cómo estudiar los especímenes. Debe saber cómo manejarlos. Y eso no lo puedo enseñar. Ese es mi dilema. Debo enseñar pero no dar información. Es decir, a todos los efectos, debo ser tan ignorante como ese chico de ahí que está recogiendo fragmentos de cristal. Hale, ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado? —preguntó, subiendo el tono por la excitación—. Hubo un incendio provocado en los establos del hipódromo la semana pasada. Una docena de caballos muertos, por lo menos, según dicen. Qué pena.

—Es terrible lo que se ha perdido —asintió Hale.

—¡Horrible! —exclamó Agassiz con emoción—. ¡Pobres, unos animales tan nobles! Ahora bien —continuó, animándose—, llevo años queriendo comparar los esqueletos de los caballos purasangre con los normales. He enviado allí a uno de mis ayudantes.

—Pues le llenarán de alquitrán y plumas por hacer una solicitud como esa días después de un incendio —dijo Hale.

Agassiz levantó sus grandes y expresivas manos.

—¡La ciencia no siempre es un trabajo seguro, Cyrus! Me atrevo a decir que mi alumno no volverá sin un esqueleto, aunque le persiga todo el camino una masa de jinetes indignados. ¿Estos caballeros han venido a hablar conmigo?

Hale asintió.

—Bien, bien. Vengan conmigo al piso de arriba e intentaré adivinar el tema al tiempo que subimos.

En las escaleras, mientras Agassiz cantaba la segunda mitad de una vieja canción francesa, pasaron por varias salas en las que había jóvenes que inclinados sobre lupas clasificaban especímenes de plantas. Al llegar a su aula, Agassiz les mostró con orgullo las vitrinas llenas de ejemplares de insectos y fósiles. El jefe de policía se estremeció mientras observaba un insecto muerto espantoso, con ojos de color rojo vivo.

—¿Sabían que hay más de diez mil especies de moscas vivas entre nosotros? —explicó Agassiz, al ver el interés del agente. Luego se sentó, después de que sus invitados escogieran sus respectivas sillas—. Imagino que quieren hablar de mi propuesta para financiar una ampliación del museo.

—Me temo que se trata de otra cosa distinta, mi querido Agassiz —dijo Hale—. Habrá oído las noticias sobre los terribles incidentes ocurridos en los últimos días en Boston.

Los ojos relucientes de Agassiz se apagaron y su interés se desvaneció.

—Por supuesto; supongo que nadie ha podido evitar oírlas.

—Los conocimientos científicos que se necesitan para comprender lo ocurrido son inmensos, y sobrepasan a la policía. Ayer por la tarde, después de los sucesos en el barrio financiero, en la Asamblea aprobamos una medida de urgencia consistente en contratar a un consultor que ayude al departamento de policía. Nadie, ni los expertos municipales, ha podido investigar como es debido los hechos. Nos gustaría que ese consultor fuera usted. ¿Está dispuesto, profesor?

—¿Yo? ¿No sabe usted lo ocupado que estoy en estos momentos con el museo, Hale?

El jefe Kurtz intervino.

—El sargento Carlton le ha dejado notas, profesor, toda la semana pasada, y dice que usted no las ha contestado. ¡Hablamos de unos asuntos de vida o muerte que están produciéndose, como quien dice, debajo de su ventana!

—¿No cree que lo que hacemos aquí es importante, es cuestión de vida o muerte, aunque no salga en los periódicos? —preguntó Agassiz, con su cara redonda colorada—. Qué triste es envejecer para un naturalista. Veo tanto que queda por hacer y que nunca podré terminar. Miren, miren, miren en esa vitrina detrás de ustedes. Vean qué les parece. Son cefalópodos del Jurásico. Pronto superaremos incluso a los mejores museos de Europa.

—Profesor, le estoy hablando de vidas aquí, en Boston, ayer, hoy y mañana —dijo Hale en tono firme—. ¿Ha visto esto? ¡Que Dios guarde a la Commonwealth!

Deslizó un montón de recortes de periódicos sobre la mesa.

HISTORIAS DE TERROR EN EL PUERTO Y LAS CALLES

RECUPERADOS MÁS HERIDOS

Las mujeres y algunos hombres se desmayan de pánico al ver cómo innumerables ventanas se disuelven de forma espontánea.

Temores a un plan de Nueva York para arruinar el comercio de Boston.

Perjuicios a la carga marítima, la correduría, etcétera.

Más detalles sobre la catástrofe de State Street.

¿La tecnología amenaza nuestra paz?

EVIDENTES EXPERIMENTOS CIENTÍFICOS CAUSAN LA DESTRUCCIÓN EN TODO BOSTON

Entre los temores a que sucedan más cosas, hordas de gente intentan escapar de los límites de la ciudad al mismo tiempo; un puente se hunde por el peso excesivo y hiere a tres personas.

UNA ÉPOCA DE TERRIBLES DESASTRES. LA CURIOSIDAD CIENTÍFICA PUEDE SER UNA MALDICIÓN PARA BOSTON.

¿DÓNDE TERMINARÁ TODO?

—¿La curiosidad científica, una maldición? —se burló Agassiz del titular del periódico.

Hale continuó.

—El jefe Kurtz ha designado al sargento Carlton para que le ayude a usted en sus investigaciones.

—A su servicio —dijo Carlton.

Agassiz, sin intentar ocultar su ira, saltó de su silla y dio vueltas por el aula.

—Profesor —dijo Hale con una sonrisa conciliadora—, comprendo que está usted ya suficientemente ocupado siguiendo sus huellas de fósiles y esas cosas. Todos estábamos ocupados en otros asuntos. Yo mismo tengo que lidiar con otro intento de los malditos sindicatos de que se apruebe una ley sobre las diez horas. Pero estamos en medio de una auténtica crisis, de dimensiones como no recuerdo haber visto jamás.

—¡Yo! ¿Por qué acudir a mí?

—¿Existe otro hombre en Boston que tenga el mismo dominio de todas las ramas y todos los departamentos de la ciencia? —preguntó Hale.

Agassiz hizo una breve pausa antes de seguir caminando, sin mostrar ningún desacuerdo con esa opinión. El pulso continuó.

—El alcohol que utiliza para preservar sus especímenes. Aprobamos aquella medida para que su museo no tuviera que pagar los impuestos habituales sobre el alcohol. ¿Recuerda? —ahora el tono de Hale era menos amistoso—. Le dimos un cheque de diez mil dólares pese a que nuestro presupuesto era de lo más limitado durante la guerra. Sus últimas propuestas de expansión son caras: setenta y cinco mil dólares, por lo menos.

—Es verdad. Me temo que debo depender de la generosidad del estado y mis benefactores, Hale. ¡No he tenido tiempo en mi vida para dedicarme a ganar dinero! Este museo será el orgullo de Boston y el país cuando esté terminado. Las revelaciones que el estudio de la naturaleza aporta a la humanidad no podrán sino hacer que se aproximen más a su Creador Sus hijos inteligentes. ¡Alguien tiene que contrarrestar lugares como el Instituto de Tecnología, con su búsqueda desenfrenada de formas de aumentar los beneficios de la industria a través de la ciencia!

—Habla usted de dinero, profesor Agassiz —dijo el jefe Kurtz, con repentina pasión—. Boston ya no es el poblachón que era antes. Es una verdadera ciudad. Los inversores y los intereses extranjeros se están yendo ya de State Street porque los bancos y los corredores de Bolsa no les pueden explicar lo que sucedió ayer. Entre eso y los comerciantes que ya habían abandonado el puerto, la ciudad entera puede caer endeudada, y eso nos afectaría a todos.

—Su ciudad y su país necesitan su ayuda —añadió Cyrus Hale—. Con urgencia. Ayúdeme, profesor, y nosotros seguiremos ayudándole en sus actividades.

—¿Quién sabe qué es todo esto? —preguntó Agassiz, cogiendo los recortes de periódico y volviéndolos a arrojar sobre la mesa—. ¿Por qué suponen que son una especie de trucos letales?

—Algunos creen que podría ser algún país extranjero hostil que trata de debilitarnos para una invasión. Otros hablan de sabotaje de núcleos comerciales rivales, o de organizaciones partidarias de la abstinencia que quieren poner nerviosa a la industria para que no relaje las restricciones a la venta de alcohol, y los espiritualistas aseguran que debe de ser obra de los muertos que se comunican con ellos. La verdad es que no es posible descubrir ningún motivo racional, profesor. Como puede ver en los periódicos, muchos creen que la propia ciencia ha enloquecido y se ha desatado en el aire que respiramos. La única manera que tenemos de obtener las pistas que necesitamos es un estudio de las artes científicas que sirven de base a estos sucesos, y estamos mal equipados para hacerlo —dijo Kurtz, que continuó en un tono como de paso—: El sargento Carlton mencionó en un momento dado la posibilidad de consultar al Instituto de Tecnología.

Agassiz se detuvo. Volvió a su silla y miró con gran seriedad a los dos policías.

—Como es natural —prosiguió Kurtz, todavía en el mismo tono ligero—, le expliqué que el Instituto está considerado como una institución… cuestionable.

—Cuestionable, por no decir más, jefe. Yo no acepto que estudie conmigo ningún alumno que no dé pruebas de una buena moral y un carácter cristiano. Allí enseñan a maquinistas ateos y a hijos de campesinos, todos por igual. El conocimiento de la ciencia en individuos así debe desembocar por fuerza en crear curanderos y fomentar tendencias sociales peligrosas. ¿Sabe por qué ese Instituto es especialmente peligroso, jefe… Kurtz, verdad?

Kurtz dijo que no.

—Porque William Rogers y sus adláteres están poniendo en manos de las clases inferiores de la sociedad el arma más poderosa, con la que podrían incendiar la Tierra si quisieran. La ciencia. Les dan las llaves de la rebelión. Si quiere ver cómo puede empezar a desbocarse la ciencia, vaya allí. Aquí, en mis dominios, nunca separaremos la ciencia de la responsabilidad ni de su Creador supremo. Me temo —confesó Agassiz— que yo soy la causa de que William Rogers fundara el Instituto de Tecnología. Acepto toda la responsabilidad y todas sus consecuencias.

Un silencio sorprendido cayó sobre la sala.

—¿Por qué es culpa suya, profesor? —preguntó Carlton.

—Rogers se presentó candidato a ocupar un puesto en Harvard cuando llegó a Boston, pero, como no estaba dispuesto a abandonar su creencia personal en ese azote de la ciencia (me refiero a las monstruosas ideas de Darwin), me negué a aceptarlo. Todos corremos peligro ante alguien tan aferrado a sus propias ilusiones que está dispuesto a tergiversar el conocimiento para adaptarlo a su teoría favorita. Creo que Rogers contrató incluso a un conserje moreno llamado Darwin; estoy seguro de que lo hizo solo porque le gustó la correlación. También tengo entendido que ahora tienen a una joven en el Instituto, algo que es inevitable que introduzca sentimientos e intereses ajenos a una educación como es debido.

—El mundo está en deuda con usted por su combate contra la despreciable teoría de que descendemos de los monos —proclamó Hale.

—Por ahora, lo único que deseamos es comprender los males científicos que han estado sucediendo a nuestro alrededor —dijo el jefe Kurtz con impaciencia.

—Se equivoca, jefe Kurtz —contestó Hale—. Necesitamos comprenderlos por medios correctos y morales. La ciencia no ha estado en una situación tan peligrosa desde que se descubrió que el profesor Webster, de la Facultad de Medicina, era un asesino.[3]

—Entonces supongo que no me dejan más opción que remediarlo —dijo Agassiz con gesto decidido—. Sargento… Señor Kurtz, supongo que podía haberme asignado un capitán, pero bueno… Carlton, ¿verdad?, sargento Carlton, quiero ver todos los informes policiales de inmediato, y en el orden exacto en el que se redactaron. Los métodos, caballeros, en cualquier examen científico, como es este, pueden muy bien ser decisivos para el resultado. En la vida, primero hay que aprender a andar; nunca me acostumbraré a la moda americana de elaborar ciencia a la carrera. Esa tendencia será la que acelere la llegada del día del juicio para el pequeño reino de William Rogers. Jefe, ¿cuántos hombres tengo a mi disposición?

—Todos los que necesite.

Agassiz cruzó los brazos y mostró una gran sonrisa.