VIII
Sepultados

—Treinta días. Sí, treinta. Eso es lo que se tarda desde el comienzo de la construcción hasta la entrega de una locomotora a día de…, ¿qué fecha es hoy? Gracias, 10 de abril de 1868. Cuando construí la Nahant, mi primera, tardé casi tres meses en completarla. Cuando todos ustedes eran casi unos niños, había tan pocas locomotoras que se les podía poner nombres; ahora necesitan números. Este próximo edificio por el que vamos a pasar es nuestra nueva planta de cobre y lámina de hierro, terminada hace dos años. El alto horno se alimenta con el motor principal del taller de mecanizado. ¡Cuidado dónde ponen las manos mientras andan, caballeros! ¡El peligro abunda en una planta industrial!

Las palabras de Chauncy Hammond, padre, estaban llenas de orgullo. Guiaba la visita de varias clases del Instituto de Tecnología a la Fábrica de Locomotoras Hammond. Mientras se turnaban para examinar los cilindros refrigerantes, Marcus era uno de los dos miembros del grupo que estaban haciendo todo lo posible para disimular su incomodidad.

El otro era Chauncy Hammond, hijo, cuyo nombre, por sí solo, ya le hacía destacar.

—Qué aburrimiento, ¿verdad? —murmuró Hammie, una de sus frases preferidas, mientras se deslizaba a su lado.

Marcus dirigió una mirada cansada y poco acogedora a su compañero. Hammie tenía las manos enterradas en los bolsillos del pantalón. Marcus sacó las suyas de sus bolsillos.

Entonces, Albert Hall apartó a Marcus.

—Hammie, quiero decir que es un gran honor que tu paterfamilias, podríamos decir, nos invite aquí.

Hammie hizo un ruido gutural que Albert interpretó como una pregunta.

—Bueno, por supuesto que es un honor —contestó Albert, mirando a Marcus en busca de apoyo pero sin encontrar ninguno. Se tapó la barbilla con la palma de la mano, una costumbre frecuente que solía apagar su voz, ya soñolienta de por sí—. El señor Hammond ha hecho mucho como patrono de nuestro colegio universitario y para el desarrollo de la tecnología.

—¡Tecnología! ¿Eso es en lo que piensas cuando ves esta fábrica?

—Por supuesto. ¿Qué, si no?

—Esto es ciencia, pura ciencia, Hall —respondió Hammie.

—¿Pura? —preguntó Marcus, pese a su decisión de quedarse al margen de la conversación.

—La ciencia es un vagón de tren, Mansfield. Pero la tecnología es lo que tienes que hacer cuando estás en un vagón de tren a punto de chocarse con otro.

—Yo no veo que lo que hacemos sea verdaderamente eso, Hammie —dijo Marcus.

—¿Qué crees que hacemos?

Se pensó la respuesta.

—Estuve reflexionando un poco sobre ello después de escuchar a Rapler en la demostración.

—¡Ese sinvergüenza no merece que se le escuche! —protestó Hammie.

—La tecnología —continuó Marcus, ignorándole— es la dignidad que puede alcanzar el hombre cuando se mejora a sí mismo y la sociedad.

—Cuando un monje inventó el primer reloj, creyeron que se lo había dado Satán. Ese día comenzó la tecnología y también el odio hacia ella.

—¡Señor Hammond! —llamó Albert hacia el otro lado de la planta, dejando atrás a sus condiscípulos—. Señor Hammond, permítame expresar nuestra gratitud colectiva por esta oportunidad en nombre de la promoción de 1868… —sus palabras se vieron cortadas por los resoplidos de una máquina.

Marcus encontró una ocasión para separarse de Hammie cuando cruzaban la planta de lámina de hierro para pasar al taller de mecanizado, de tres pisos de altura, donde los obreros estaban ensamblando los motores de las locomotoras. Los polvorientos escalones de piedra por los que subieron vibraban al compás de la maquinaria. Marcus sintió que su mano, que llevaba doliéndole toda la mañana, se le había quedado tiesa, y supo que los dedos se le iban a empezar a hinchar enseguida. En el rostro de Bryant Tilden había visto también la sonrisa de Will Blaikie, cuando se burlaba de Tech y de todos los amigos de Marcus, y a todas las personas que se habían reído mientras le decían que no era lo bastante bueno para estar allí. Sospechaba que no debería haber hecho lo que había hecho en los terrenos de al lado del Instituto; eran ganas de meterse en líos. Pero el muy bruto lo había merecido.

Esta era la parte del día que había aguardado con temor desde que uno de los profesores, meses antes, le había dicho que estaba planeada una visita. Mientras que alumnos como Bob y Edwin pasaban sus vacaciones explorando minas y visitando fábricas en París y Londres, él había dedicado los tres veranos desde primer curso a trabajar en la fábrica de locomotoras para satisfacer su deuda con Hammond, que ayudaba a pagar sus gastos en la universidad. Pero había estado en las oficinas de ingeniería, en otro edificio, y pocas veces había tenido que volver al taller, donde los operarios aguantaban mala ventilación y jornadas más largas.

Los hombres con los trabajos más duros estaban desnudos de cintura para arriba, con sus brazos poderosos y sus pectorales al descubierto. Las continuas erupciones en los hornos, alimentados por unas calderas invisibles, proporcionaban a las gigantescas máquinas y a quienes se afanaban alrededor de ellas un resplandor diabólico. Bajo las lámparas de gas y en medio de la luz y las llamas que se reflejaban en el frío acero, la prensa mecánica, con miles de organismos móviles de hierro extendidos en ella, descendía sin piedad para aplanar el hierro fundido. Si uno observaba la prensa durante un tiempo, como él había hecho alguna vez, la veía adquirir un aspecto absurdo pero humano. Era inevitable imaginar de qué forma el menor movimiento desviado podía aplastar al que contralaba las máquinas en un instante.

Sin embargo, era difícil de resistir para los visitantes, que buscaban un ángulo para ver mejor el fascinante funcionamiento del mecanismo, y el capataz tuvo que gritar: «¡Retrocedan!» mientras las brasas salían disparadas a trece metros de alto y caían como gotas de lluvia que chisporroteaban a los pies de los estudiantes.

Algunos alumnos se mostraban nerviosos o preocupados al acercarse a cada máquina, pero no Ellen Swallow, cubierta por un velo y en un largo vestido negro. Se mantuvo firme y tiesa todo el tiempo. El vestido le tapaba los pies, así que parecía flotar sobre la suciedad y el polvo de los talleres. A Marcus le recordó la primera vez que la había visto, a principios de curso. El conserje, Darwin Fogg, acababa de enfermar por respirar una mezcla dentro del laboratorio de química, y el área, que estaba sin limpiar, no estaba lista para que la siguiente clase la utilizara con seguridad. Mientras los alumnos de último curso merodeaban sin saber qué hacer, Ellen irrumpió, barrió y organizó el laboratorio y, en el plazo de cinco minutos, lo tenía dispuesto para la clase. Marcus se había quedado asombrado al ver que sabía cómo tratar el derrame químico ya antes de llegar a él, probablemente por su olor peculiar.

Las láminas de hierro se forjaban con unos enormes martillos mecánicos, de treinta y cinco toneladas cada uno y cincuenta y cinco caballos de vapor, controlados por un motor que se alimentaba con una caldera vertical, bajo la supervisión de un maestro ingeniero. Los martillos caían como impulsados por un antiguo dios para allanar su rayo. El martillo mecánico podía forjar una lámina de hierro completa en cuatro minutos y con un solo hombre, en vez de en doce horas y con todo un equipo. El operador mostró a los estudiantes de qué manera finamente calibrada controlaba el grado de fuerza de la máquina colocando un puñado de nueces bajo un martillo y ajustando el motor para abrir al mismo tiempo doce cáscaras y lograr que las nueces permanecieran intactas. Ante la invitación que les hicieron, los estudiantes se comieron las nueces abiertas, mientras Albert subrayaba que cada uno debía coger solo una.

En ese instante, los inagotables taladros estaban volviendo a dar vueltas. En la siguiente pausa de la visita, Frank Brewer, con las mangas recogidas con cuidado sobre sus largos brazos manchados, hizo una seña a Marcus para que se acercara a su viejo banco de trabajo en una de las fresas.

Después de saludarse, Frank sostuvo la mano derecha de Marcus un instante y la examinó.

—¿Cómo la tienes? —preguntó con preocupación.

Marcus retiró la mano, pero, aun antes de meterla en el bolsillo, se avergonzó de su reacción. ¿Qué derecho tenía él, precisamente él, a rechazar el interés de Frank? Colocó la mano libre sobre el hombro de este.

—Estoy bien, gracias, amigo mío. Solo me pregunto si es mi imaginación o todo el mundo tiene la mirada puesta en mí.

—¿Por qué van a hacerlo?

—Porque mis compañeros de clase saben que yo trabajaba en esta planta. Y los maquinistas saben que ya no lo hago.

Frank volvió la cabeza para ver lo que pasaba y alzó una ceja mientras estudiaba los rostros de los universitarios. Se encogió de hombros y volvió a mirar a su viejo amigo.

—Más vale que ni lo pienses, Marcus. ¿No te das cuenta? ¡Has triunfado!

—¿Sí?

—Mira —dijo, extendiendo su largo cuello hacia Hammie—. El tonto de Hammie y tú habéis conseguido terminar cuatro años de universidad —no pudo evitar cierta muestra de antipatía en su voz y en sus relucientes ojos negros al observar al hijo de su jefe.

—Es un tipo inteligente, Frank —dijo Marcus—. Está entre los primeros de la clase.

—¿Y? Puede que tenga mucho, pero solo porque se lo han dado siempre con cuchara de plata. Más que un hombre, es una máquina, a la que le dicen qué hacer y cómo hacerlo de principio a fin. Al fin y al cabo, Hammond financió tu Instituto incluso antes de que se sentaran los cimientos, ¿verdad? Hammie nunca le perdonará eso a su padre. Y, mientras tanto, tú has cumplido tu deber gracias a tu maravilloso cerebro y puro esfuerzo, finem facere —este, como bien sabía Marcus, era uno de los términos legales que tanto impresionaban a Frank cuando se los oía pronunciar durante los desayunos a los pasantes de abogado que vivían en su misma pensión—. Sé las dificultades que has vivido, y aunque ninguno de tus otros amigos lo entienda jamás, tú y yo tenemos algo que nos une. Ojalá nos hubiéramos visto más a menudo desde el verano, Marcus.

—Me temo que no damos abasto, con la graduación tan próxima.

—Hola, ¿no son aquellos dos esos amigos tuyos? ¡Bob! ¡Edward! —Bob se volvió y saludó, pero permaneció con el resto del grupo de alumnos. Estaba pasando su pluma a través de una corriente de hierro fundido que salía de un horno. Edwin, al que nunca se le habría ocurrido responder al nombre de Edward, ni se dio cuenta.

—Recuerda —explicó Marcus, con una risa ligera, para quitar importancia al involuntario desprecio—, ver estas máquinas en acción es una experiencia fantástica para ellos, incluso para los ingenieros.

La expresión de Frank se volvió más seria.

—Ya sabes que yo pensé que era un error que te fueras de aquí; nunca lo oculté. Ahora me doy cuenta de que me faltaba el valor que demostraste tú al irte. En los últimos tiempos me ha hecho reflexionar mucho, pensar en que vas a acabar la universidad tan pronto, mientras yo sigo partiéndome la espalda en la misma máquina. Siempre pensé que se me daría muy mal ser cualquier cosa que no fuera lo que he sido. Pero no puedo resignarme a estar siempre en Hammond. Creo, sé que estoy listo, Marcus.

—¿Listo?

Frank alzó la barbilla y se desenrolló las mangas manchadas de grasa, antes de continuar.

—Para una vida mejor.

Toda la inquietud de Marcus se desvaneció al instante, y no pudo dejar de sonreír mientras volvía a agarrar la mano de su amigo.

—¡Eso empequeñece todo lo demás, Frank! Si pudiera conseguir una sola cosa en el Instituto, sería demostrar que otros hombres como yo merecen estar allí. Sé que lo harías estupendamente en Tech. ¿No te lo he dicho siempre? No tengo la menor duda.

Frank pareció encogerse un poco ante la audaz predicción.

—¡Ojalá sea cierto!

—Ni se te ocurra decir que no eres capaz de hacerlo. Debes venir a la Jornada de Inspección esta vez, y hablaré con el propio rector Rogers cuando terminemos nuestros exámenes. No son tan malos en realidad, Frank.

—¿Quiénes?

—Los dandis y los imbéciles aristocráticos, los universitarios —sonrió Marcus.

De pronto, Frank volvió la espalda a Marcus y se alejó ligeramente, mientras le susurraba por encima del hombro:

—Sigue andando.

Hammond se aproximaba, y Marcus lo comprendió. Frank no quería que el propietario de la fábrica viera que se tomaba demasiado tiempo libre fuera de la máquina. El empresario era bajo pero no delgado, y su expresión parecía estar fijada en las profundas arrugas que rodeaban sus ojos y su boca. Pasó junto al resto del grupo, que estaba mirando con gran interés la fabricación de los pistones.

—Señor Mansfield.

Marcus trató de ocultar su sorpresa por el hecho de que Hammond se dirigiera a él en persona.

—¿Ha dado ya con un invento que le permita ganar su primera fortuna? —preguntó Hammond en tono alegre. Debía de pensar que sonreía, pero era una sonrisa de negocios típica de Boston, que a todos los demás les parecía un gesto de desprecio.

—Todavía no, señor.

—Bueno, cuando lo haga, tráiganoslo y lo fabricaremos —dijo Hammond con un gesto distraído hacia Frank—. Un joven leal y decidido, ese Brewer, un hombre nacido para formar parte de una gran fábrica como esta. Y qué honor es para mí que usted y mi propio hijo vuelvan aquí de esta forma, a punto de graduarse en el colegio universitario. Por lo que oigo en las reuniones del comité financiero del Instituto, su rector, Rogers, está muy satisfecho con la marcha de sus estudios.

—Me alegro de ello, y le agradezco a usted su ayuda.

—Tal vez su valor natural y su humildad puedan servir un poco de inspiración a mi hijo —el magnate no hacía ningún esfuerzo por hablar con discreción. Hammie, lo bastante cerca como para oírle, lanzó una mirada fulminante a su padre y le dio la espalda—. Tengo entendido que anoche consiguió usted que se fueran los canallas de los sindicatos del acto del Instituto. Ya sabe lo que pienso de esos payasos.

Cuando Marcus trabajaba en el taller, los reformadores se infiltraron en varios departamentos y convencieron a los capataces para que exigieran un salario más alto o detuvieran el trabajo. Hammond tenía muchísimos encargos y no podía permitirse un minuto de retraso en el trabajo. A pesar de las furiosas protestas del supervisor de la planta, llamó a los agitadores a su despacho, les pidió que pusieran por escrito sus demandas y concedió todo sin discusión. «Este es su momento —se oyó decir a Hammond después de que salieran—. Mañana llegará el nuestro». En cuanto se completaron los encargos firmados, Hammond despidió a todos los capataces.

—En realidad, fue Hammie quien se enfrentó a ellos durante la demostración —dijo Marcus a su antiguo jefe—. Yo solo le ayudé.

—¿De verdad? —a Hammond pareció gustarle la imagen de un Hammie valiente, pero solo por un instante—. Da la impresión de que a mi hijo el mundo le resulta muy superficial, y me temo que no quiere hacer nada más que tamborilear con los dedos sobre él. Tiene que aceptar que ya no es posible transmitir el éxito a la siguiente generación con unas cuantas firmas en un documento. Una propiedad que antes podía permanecer en la misma familia durante generaciones ahora es tan cambiante como una ola marina, con lo fácil que es que la fortuna de un magnate y la de un pobre se intercambien de la noche a la mañana. ¿Sabe qué va a hacer después de junio?

—Todavía no.

—¿Mi consejo?… ¡Recuerden, no se fuma cerca de la máquina, caballeros! —gritó Hammond—. Traten las máquinas como si fueran sus hijos, y les obedecerán. Volviendo a mi consejo, señor Mansfield, que prefiero creer que sirve para algo, es que no se preocupe por lo que hagan los demás. Cuando construí el primer motor Hammond modificando el diseño habitual, me calificaron de temerario. Tardé dos meses en encontrar un ferrocarril que lo comprara, pero, después de que lo instalaran, no di abasto con la cantidad de encargos que empezaron a llegar. ¡El año pasado fabricamos quinientas locomotoras! Estas máquinas que hay en el taller, cada año que pasa, son más grandes y más potentes. Una raza de gigantes, cada una con la capacidad de cien hombres, mil, pero que no piden ni comida ni alojamiento. Y podemos beneficiarnos todos de ellas, hasta el aprendiz más humilde, si los todopoderosos sindicatos no lo impiden. Fíjese en esos pobres tipos que resultaron heridos en el puerto de Boston la semana pasada. He podido donar algo para sus gastos gracias a los beneficios que me ofrecen estas máquinas modernas.

—Qué generoso, señor.

—El dinero está bien, pero un hombre no es solo eso. Tendrá muchos éxitos y muchos fracasos, hijo mío, pero recuerde que su reacción ante cada uno es lo que cuenta en su carácter.

—¡Mansfield! —llegó Bob corriendo a su lado—. Aquí estás. Perdón por interrumpirle, señor Hammond. ¡Mansfield, debes venir fuera de inmediato! ¡Ha ocurrido algo!

* * *

Mientras guiaba a Marcus del brazo escaleras abajo en la planta de locomotoras, Bob empezó a contar, con su estilo habitual, una larga historia que comenzaba en algún momento de su niñez, la primera vez que le llevaron a visitar el barrio financiero de la ciudad.

Mientras Bob divagaba y desarrollaba su relato, Marcus oyó a Albert Hall, que estaba dando a dos estudiantes de segundo de arquitectura una descripción más directa.

—La gente pisoteada. Terrible, algo sin precedentes.

—¿De qué hablas, Hall? ¿De lo que sucedió en el puerto? —preguntó Marcus.

—¡Eso ya se ha quedado viejo! Ha ocurrido algo en el barrio financiero, esta misma mañana. Conny se ha enterado de todo.

—Es lo que estoy tratando de contarte —insistió Bob a Marcus.

—¿Quién te lo ha contado, Conny? —preguntó Marcus, acercándose a Whitney Conant y dándole en el brazo.

—Ha pasado el viejo organillero mientras estaba aquí fuera fumándome un cigarrillo y me lo ha soltado —respondió Conant.

—¿Qué ha ocurrido exactamente, Conny? —preguntó Marcus al alumno sureño. ¿Han sufrido otro incendio?

—No, no, esto no ha sido un incendio, nada tan vulgar. Maurice dice que él no lo ha visto, pero que le han contado que las ventanas de los edificios, de pronto, cobraron vida. Que el pedazo de cristal más corriente de la zona se convirtió en un arma mortal. Bueno —añadió Conant con una risita sarcástica, dándose cuenta de cómo debía de sonar su historia cuando varios colegas suyos soltaron carcajadas de desprecio—, ya sabéis que estos organilleros papistas no tienen el mejor dominio de la lengua inglesa y se recrean en sus supersticiones.

—¿Podemos pasarnos por State Street de vuelta, antes del laboratorio de física? —preguntó Bob a Marcus—. Es casi ya la una y media.

Marcus se lo pensó y respondió que podían.

—Esperad, amigos, yo no lo haría —intervino Conant—. Ya sabéis lo que dice siempre el rector Rogers de que nos relacionen con cualquier cosa perniciosa para el bienestar de Boston.

Conny tenía razón. Cada vez que ocurría algún incidente en el Instituto, cuando alguien de fuera oía la explosión de alguna sustancia química o algún otro gran ruido, los periódicos se apresuraban a publicar un artículo que hablaba de un «accidente peligroso». Luego se había producido una breve indignación pública por la idea del Hombre de Vapor de Hammie, de infausta memoria. Desde entonces, las autoridades del Instituto no dejaban de recordar a los alumnos que, en las investigaciones científicas, era mejor ser inteligentes y callados que listos y ruidosos.

—Es verdad que quizá no es la idea más prudente —tartamudeó Edwin, pero cambió de táctica al ver que Bob permanecía impasible—. Bob, tú ni siquiera has comido.

—Eddy, ¿no has oído a Conny? ¡Las ventanas cobraron vida! —dijo Bob con una risita—. No vamos a quedarnos sin ver semejante cosa en persona, con comida o sin comida. Estoy seguro de que el rector Rogers se mostraría de acuerdo. ¡Basta de tonterías de viejas, vámonos! —cuando Bob Richards te ponía la mano en el hombro, no había forma de resistirse.

A Bob, Marcus y Edwin no les costó nada encontrar el sitio del incidente. Una masa de gente llenaba la bulliciosa intersección de las calles Court, Washington y State. La policía y dos o tres retenes de bomberos formaban una barricada para impedir pasar a la gente. Desde detrás de la muchedumbre, apenas podían ver algo, y Edwin lo subrayó, satisfecho. Sin que eso le detuviera, Bob siguió abriéndose paso entre el denso mar de espectadores, dejando el camino libre para Marcus y Edwin.

Marcus intentó preguntar a varios espectadores si había habido algún herido, pero todos parecían demasiado ocupados tratando de ver por encima y alrededor de cabezas, sombreros de copa, flores y gorros para contestarle.

—¡He oído que había una especie de vapores espesos en el aire y cientos de heridos en un abrir y cerrar de ojos! —le dijo por fin una mujer.

—¡Primero el puerto, ahora las calles por las que pisamos! —gritó alguien en la multitud.

A cada paso, les impedían acercarse más. Cualquier hueco que se quedaba libre se llenaba de inmediato, como si estuvieran viendo un desfile. Había hombres, mujeres y niños llorando, preguntando si sus familiares o amigos que trabajaban allí cerca estaban a salvo.

—Más vale que regresemos —dijo Edwin—. Esto no sirve de nada, Bob, y no he visto nunca una escena más deprimente en Boston. ¡Ni siquiera podemos acercarnos lo suficiente para ver algo!

—Dame un poco de impulso, por favor, Mansfield —dijo Bob, mientras saltaba para llegar a la verja de un balcón que sobresalía de uno de los tres edificios de ladrillo más antiguos. Marcus se agachó y puso sus fuertes hombros para que Bob se apoyara en ellos con los talones. Después, Bob ayudó a Marcus a subir con él. Edwin les hizo señas de que no quería. Un olor intenso y acre, como a naranjas y huevos podridos, flotaba en el aire.

Su posición les permitió ver de inmediato un misterio. Faltaban casi todas las ventanas de los edificios a ambos lados de las calles.

—¿Qué demonios ha podido hacer añicos todas esas ventanas? —preguntó Bob—. ¿Algún tipo de terremoto?

Marcus se quitó el sombrero para que no le estorbara la vista.

—¿Tienes tus gemelos? —Bob los sacó del bolsillo de su abrigo y se los dio—. Mira más de cerca, Bob. No se han hecho añicos. Las ventanas de los edificios y de los carruajes y todos los cristales de la calle se han… licuado, disuelto, borrado. El cristal no se ha despedazado, ha desaparecido.

—No hay señales de ningún fuego ni llama que pueda haberlo fundido.

—¿Hueles? Hay en el aire algún tipo de ácido o sustancia química —Marcus hizo una pausa y observó a los que se habían visto aplastados en el pánico y la confusión, a los que los servicios de rescate estaban levantando del suelo o ayudando a ponerse de pie apoyándose en sus hombros.

Bob palideció. Retrocedió unos pasos y dejó a Marcus delante de él en el balcón, observando un objeto aparentemente rígido que dos policías estaban izando de los tablones de una carreta destrozada. Marcus se inclinó hacia adelante lo más posible y sintió un estremecimiento al darse cuenta de que era una mujer, envuelta, como si fuera otra capa de piel, en una trama de cristal agrietado. Los estudiantes se intercambiaron miradas pero no pudieron decir nada.

Los ojos de la joven muerta estaban abiertos de par en par dentro de su tumba transparente. Mientras veían cómo la levantaban, parecía como si su mirada les implorase algo.

—Un momento. Un momento, Mansfield, devuélveme los gemelos —Bob musitó algo mientras miraba a través de las lentes.

—¿Qué pasa?

—Esa chica. Creo… Sí, la he visto alguna vez. ¡Dios mío! Chrissy, me parece que se llama.

—¿Cómo?

—Sabes que a veces, cuando estoy en el teatro, subo hasta el tercer anfiteatro, donde se reúnen las actrices más amigables, digamos, y otros jóvenes cisnes para conocer gente con rapidez y ganarse unos cuantos peniques de más, a veces vendiendo manzanas o lápices, a veces librando a un visitante de una velada solitaria.

—¿Era una de ellas?

—Solo la conocía como para saludarla por el nombre, pero parecía una compañía muy alegre. No guapa, en realidad, sino algo mucho mejor. ¡Que Dios la bendiga! ¡Qué destino para una joven de mejillas luminosas! ¿Qué está pasando ahí?

—¿Qué ocurre?

Bob bajó los gemelos y respiró.

—Nada, Mansfield. Creí… Tengo los nervios deshechos. No sé, fue como si todo se difuminara por un instante.

—Déjame ver otra vez —Bob dio a Marcus los pequeños binoculares—. ¡Ahí! —la parte superior de una de las lentes se había descolorido—. Sea lo que sea lo que ha causado esto, todavía hay un residuo en el aire.

Cuando Bob y Marcus bajaron a la calle, encontraron que la actitud de los espectadores había cambiado. La curiosidad y el fastidio generales se habían convertido en una ira a punto de desbordarse, que estaba transformando rápidamente a la muchedumbre en una turba.

—Quédate aquí —dijo Marcus, sujetando a Edwin por el brazo para que no le pisotearan—. Edwin, ¿qué opinas de esto? —le pasó los gemelos.

Edwin estudió la lente, se la aproximó al rostro y luego miró a través de ella desde el otro lado.

—Nada, Marcus, no entiendo nada. Nuestra época tiene un motor pero le falta un ingeniero[2] —dijo en un susurro.

—¿Qué?

—Emerson —explicó Edwin, con los ojos muy apretados—. En una conferencia a la que asistí, dijo que nuestra era tiene un motor pero le falta un ingeniero. ¿Y si tiene razón, Marcus? ¿Y si todo a nuestro alrededor está deshaciéndose? La multitud nos destrozará.

—No nos quieren a nosotros, Edwin —respondió Marcus—. Mira.

La turba se acercó a los policías que bloqueaban el paso hacia la zona devastada. La gente empezó a arrojar ladrillos y piedras y a encender hogueras en medio de la calle.

—Les habla el sargento Lemuel Carlton —gritó agitado un hombre a caballo que se colocó delante, con un megáfono—. Aléjense de inmediato, o mis hombres se verán obligados a detenerlos. No deben tener miedo. ¡Boston sigue siendo una ciudad tan segura como cualquier otra en el mundo!