El corredor de Bolsa Joseph Cheshire caminaba a toda prisa por el estrecho zigzag de calles. Llevaba el periódico bajo un brazo y el bastón en ángulo delante de él para apartar a la gente que le estorbaba. La lluvia de primera hora de la mañana se había convertido en nieve, que, aunque enseguida había empezado a derretirse, aun así era una incomodidad para los peatones. El señor Cheshire no era una persona dispuesta a ceder ante el tiempo ni ante la gente. En esta mañana de abril, como todas las mañanas, mostraba la misma fuerza y la misma determinación que le habían llevado allí desde Cape Cod cuando era un joven contable dispuesto a hacer fortuna. Ninguno de sus familiares y amigos creía que pudiera lograrlo. Pero le habían subestimado. Ahora que tenía su fortuna, la gente seguía menospreciando lo que era capaz de hacer. Para Cheshire era una especie de maldición; su dinero inspiraba tan poco respeto entre los hombres de negocios de Boston como sus sueños habían inspirado en Cape Cod.
Esa era una teoría que podía explicar el gesto de desprecio que se vislumbraba de forma permanente bajo el largo bigote cepillado del bolsista.
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Con sus mejillas sonrosadas bajo un cabello rizado de color caoba, Christine Lowe ya había ido al Continental Theatre; de ahí, en un tranvía de caballos abarrotado, a la modista para dejar un paquete para el gerente del teatro, y de ahí, a pie, a donde estaba ahora, el bullicioso barrio de los negocios y los bancos, hacia la oficina de telégrafos. El reloj del viejo Capitolio dio las nueve y media. La noche anterior había estado en el teatro hasta tarde y estaba cansada. Muy cansada. ¿Hasta dónde llegaban las ojeras bajo sus ojos verdes a estas alturas? ¿Cómo iba a aguantar todo el día, y otra noche en el teatro, sin quedarse dormida?
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¡Theophilus! ¡Theophilus! Le llamaban sin cesar, reclamándole para una tarea u otra. En los abarrotados cuartos de los recaderos del banco, casi todos ellos chicos de trece o catorce años como él, tenía fama de rápido, fiable, atento, el mejor. Siempre estaba moviéndose, la cabeza de un lado para otro, la mirada vigilando la sala, dispuesto a salir corriendo, alerta. ¡Theophilus! Hasta su nombre poco frecuente ayudaba a distinguirlo, a hacerle inconfundible entre todos los demás que recorrían el centro del banco en el centro del barrio financiero y de los negocios más ajetreado de la metrópolis comercial más próspera de Estados Unidos. Solo de vez en cuando se permitía soñar con lugares lejanos que nunca había visto, como San Francisco, con una mirada remota y una ligera sonrisa en los labios. Y entonces, ¡Theophilus!
Cuando era más joven, Theophilus daba vueltas por la ciudad con dos de sus mejores amigos, unos seres pálidos y delgados, manchados de polvo y barro, con abrigos llenos de jirones que flotaban con el viento, hambrientos y aburridos y felices como ellos solos. Les gustaba esta parte de la ciudad porque todos los que los rodeaban tenían prisa. Y, cuando los hombres tenían prisa, dejaban caer cosas sin darse cuenta, hasta monedas.
Incluso ahora que Theo era un respetable recadero de banco de catorce años, cuando iba por las calles, todavía estaba pendiente de las monedas o las baratijas que veía en el suelo. Y eso que ya no podía agacharse a recogerlas; había demasiado riesgo de que su jefe le viera, o un cliente del banco, y pusiera en duda su respetabilidad, que era una cosa que había adquirido solo hacía unos meses, desde que empezó a trabajar en el puesto.
En los viejos tiempos, a Theo y sus amigos les gustaba ver a los botones y mensajeros de los bancos y las compañías de seguros, algo mayores que ellos, cuando cruzaban la calle para algún recado, y burlarse de ellos y provocarles hasta que los pobres, después del esfuerzo para mantenerse serios y caballerosos, acababan hartándose y los perseguían. Pero la máxima afición de Theo, para ser sinceros, había sido observar con discreción las obras de reparación. En esas calles estrechas y bulliciosas siempre estaba rompiéndose algo: ruedas que se salían de carros que circulaban de forma irresponsable, caballos que necesitaban con urgencia que les colocaran las herraduras, personas que se caían por ir demasiado deprisa y necesitaban que les ayudasen a levantarse. No había mayor placer para un chico que observar el proceso de arreglar algo, ya fuera humano, animal u objeto, y confiar en que diera para un largo rato de entretenimiento. Ahora, Theo se había convertido en uno de los serios recaderos de banco, pero todavía, de vez en cuando, se dejaba llevar por su curiosidad y se fijaba en los trabajos de reparación en la ciudad.
Justo ayer, lo que habían tenido que arreglar era una boca de incendios próxima al banco. El joven recadero se había acercado con sigilo al obrero para investigar el propósito de su tarea. Era frecuente que los dispositivos, situados junto a las alcantarillas, cada pocas esquinas, acabaran rotos a manos de los propios bomberos durante las pruebas que hacían, o cuando enchufaban en ellos sus mangueras. Además, durante el invierno, con las heladas se agrietaban las tomas, y tenían que llenarlas con una mezcla salina para evitarlo.
Theo conocía bien al jefe de reparaciones de las bocas de incendios que estaba encargado de estas calles, y gracias a esa familiaridad solían permitirle ver de cerca la actividad y, a veces, le daban la oportunidad de tocar él la parte interior de la boca, oculta para el resto del mundo. Sin embargo, el jueves por la mañana, cuando la persona arrodillada en el suelo se dio la vuelta, Theo se sorprendió, por dos motivos. Primero, porque no era su conocido. Segundo, porque el rostro con el que se encontró mostraba una expresión de estar muy descontento de verle. ¿Podía ser que un directivo del banco se disfrazara como mecánico de bocas de incendios con el fin de demostrar que los intereses de Theo eran demasiado infantiles para el puesto que ocupaba en el banco? Cualquier cosa era posible, así que se dio la vuelta y salió corriendo, con tanta prisa que no advirtió que estaban sustituyendo las cañerías habituales de la toma por una serie de boquillas y tubos extraños que hasta un chico de catorce años habría sabido que no eran normales en una boca de incendios.
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La verdad era que Christine no era una actriz nata. Ni siquiera creía ser guapa. Era alta, con el rostro alargado, la nariz pequeña, el cabello rizado y sin brillo, y los brazos y las piernas muy delgados. Pero no dejaba que eso la desanimara. Otras jóvenes cultivaban la belleza. Christine era feliz solo con estar sobre el escenario, actuando junto a apuestos actores. Era lo que pasaba con su papel actual. Era Miss Miggs en un montaje de la obra de Dickens Barnaby Rudge. El papel le iba mucho mejor que a cualquiera de las otras chicas más guapas de la compañía. La gente la felicitaba por su agudeza, y, si el propio Charles Dickens la hubiera visto, sin duda habría reconocido su creación literaria.
En parte, era porque conservaba su indumentaria incluso ahora, un vestido de color rosa brillante que pretendía llamar la atención y darle el aspecto de estar un poco por encima de una criada pero por debajo de una señora. Desde luego, atrajo las miradas de todos cuando subió las estrechas escaleras hasta la oficina de telégrafos en la primera planta.
—¡Usted! —casi podía aplicar una de sus frases de la obra—: ¡Veamos si no se va a alegrar de prestarme atención, señor!
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Aunque el barrio comercial contenía algunas de las grandes reliquias del pasado de Boston, aquí la gente no vivía más que en el presente. Uno de los conocidos literatos de Beacon Hill había dicho de Boston que era una «vieja ciudad nueva», y en esta parte era más cierto que en ninguna otra. El entresijo de calles, el torbellino de los negocios en el corazón de Boston, era un laberinto de ladrillo casi impenetrable. Se tragaba enteros a los forasteros, en lo físico y en lo espiritual; caían en la confusión de oficinas de telégrafos, bancos, notarías, oficinas de seguros, sastres y edificios constantemente nuevos y más altos, que subían hasta seis pisos hacia el cielo. Joseph Cheshire conocía cada calle de nombre y de vista, y las iba recitando mientras se acercaba: Washington… State… Court… Atrás quedaban los tiempos en los que un hombre mucho más joven se había perdido de forma patética en esta zona de la ciudad.
Después de abrirse espacio en la escalera abarrotada con el bastón, como solía hacer, Cheshire entró en un gran edificio de oficinas y subió a la tercera planta, sin dejar de sacudirse el barro sucio de las botas durante el camino.
Según sus cálculos, cuanto más alto fuera el piso en el que estuviera su banco, más a salvo estaría su dinero. Y no es que confiara en ningún banco. Tenía su fortuna repartida entre múltiples instituciones, como cuando Hansel había dejado un reguero de piedras al saber que se iban a comer las migas de pan. Sabía que su cautela y su metodología precisa deberían haberle granjeado un montón de amigos si no fuera porque hasta los hombres más importantes de Boston tenían menos coraje que él.
Se quitó la chistera húmeda al entrar en el banco, pero desdeñó los ganchos de la pared, y en lugar de eso buscó a…
—¡Eh, tú!
—Sí, señor —dijo el chico, que se acercó corriendo.
—Theo, ¿verdad? —preguntó Cheshire.
—Theophilus, pero los que me conocen me llaman Theo —confirmó Theophilus con una sonrisa de orgullo.
—Bueno, eso. No esperarás que lo recuerde. ¿Tengo que recordar el nombre de todos los recaderos y botones de la ciudad? Sostenme el sombrero y el bastón, por favor, mientras hablo con ese feo empleado de ojos saltones sobre mis asuntos.
—¡Sí, señor! Va a hacer un día horrible hoy, señor. ¿Ha leído las noticias hoy, señor?
—¿Sobre las brújulas?
Theophilus se mordió el labio. Había preguntado solo por dar conversación, porque él no había leído nada, pero respondió:
—¡Las brújulas! ¡Las brújulas, señor!
—Hay algo misterioso y malintencionado detrás de lo que sucedió en el puerto, dicen ahora los reporteros. Te diré una cosa: la actividad de carga en el puerto está completamente interrumpida desde entonces.
Cheshire se sentó en una silla frente al viejo empleado y puso sobre la mesa un fajo de papeles sobre unos cambios en su cuenta bancaria. El empleado se inclinó hacia adelante, se secó la frente húmeda con el pañuelo y se subió las pequeñas gafas, que se le habían deslizado nariz abajo.
—Tengo un asunto y espero que se encargue de mi asunto de inmediato, señor Goodnow. Puede ajustarse las gafas en otro momento.
Un día horrible fuera y un día horrible dentro del Front Merchants’ Bank.
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Había una larga cola de gente en la oficina de telégrafos. ¿Cuántos querían solicitar que les enviasen dinero, como Christine?
Doce dólares a la semana en el teatro y dos dólares por algún trabajo de costura que otro no bastaban para pagar su alojamiento y todos los demás gastos, ni siquiera con una compañera de piso. A sus padres, que vivían en Vermont, no les sobraba el dinero, pero le habían dicho que les mandara un telegrama si alguna vez necesitaba ayuda. En lugar de eso, Christine apartaba cada dólar que podía dejar para ellos, y les enviaba instrucciones para que lo sacaran en su propio banco. Aunque con ello aumentaba sus dificultades económicas, se negaba a salir con caballeros fuera del teatro, como hacían algunas otras actrices.
La espera parecía interminable. Si no hubiera ido vestida de forma tan tonta, habría podido ir a una oficina de telégrafos mejor, en uno de los hoteles elegantes como el Parker House, donde había cenado el propio Charles Dickens.
Los pies le dolían de todo lo que había andado esa mañana, por no hablar de las horas ensayando sobre el escenario la noche anterior, y apoyó su cuerpo cansado en el estrecho alféizar de la ventana. Al otro lado de la calle podía ver el interior del Front Merchants’ Bank. Miró hacia abajo, a la calle. Bullía de actividad y, sin embargo, desde esa altura, no oía nada. Parecía un retablo, como si los bostonianos que veía estuvieran haciendo un ensayo general hasta que se alzara el telón y comenzase su drama.
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Theophilus tenía el bastón y el sombrero listos incluso antes de que el agente de Bolsa acabase con el viejo empleado.
—Aquí tienes, chico —dijo el señor Cheshire mientras recogía sus pertenencias, cumpliendo su predicción de que iba a olvidar el nombre de Theophilus. Arrojó una moneda al suelo y luego, después de pensárselo, otra.
—Gracias, señor Cheshire —dijo el aprendiz. Sabía que este hombre podía enfadarse si las cosas no se hacían como era debido.
El empleado del mostrador dio un gran suspiro mientras empezaba a organizar el montón de documentos que había generado Joseph Cheshire a su paso. Pareció que a este último le agradaba oír su consternación y que el colmo de sus deseos fuera dejar parte de las cargas que pesaban sobre su vida en manos de otros.
—¡Buenos días, Goodnow! —exclamó, alegre—. ¡Buenos días, chico!
Theophilus se inclinó al salir el bolsista.
Cada vez que se inclinaba ante un cliente, volvía a tener conciencia del largo camino que había recorrido desde los tiempos en los que hacía novillos.
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Christine se había quedado profundamente dormida en el alféizar, con la cabeza apoyada sobre el frío cristal y el gorro torcido. El telegrafista, que cualquier otro día la habría reprendido por merodear, estaba demasiado ocupado.
Tal vez soñó. O tal vez estaba inmersa en esa especie de ensoñación diurna que bloquea las visiones mentales e introduce en su lugar un vacío absoluto.
Es difícil adivinar si fue consciente de lo caliente y rugoso que se volvió el cristal de la ventana en contacto con su piel. Si oyó los gritos asustados en toda la oficina de telégrafos.
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—¡Theophilus! ¡Chico!
En el Front Merchants’ Bank, alguien llamaba con urgencia al aprendiz, pero esta vez él no respondió.
Estaba fascinado por un objeto de lo más vulgar, la ventana de cristal laminado. Nunca había visto algo semejante.
El cristal estaba cambiando de color, primero amarillo, luego apagándose hacia un tono marrón, luego un rosa sorprendente y exuberante. Después, como si continuara su juego, el cristal volvió a cambiar otra vez. Se movía y bailaba, como si las partículas en su interior tratasen de salir.
Estaba fundiéndose. No hacía ningún calor especial, no había ningún fuego ni llama dentro ni fuera del banco que pudiera explicar lo que sucedía. Sencillamente, el cristal había tomado la decisión de fundirse, y parecía ser una decisión unánime, porque todos los cristales de la calle, en ventanas, gafas y esferas de relojes, empezaron asimismo a derretirse.
Detrás de él se desmayó alguien. Theophilus, boquiabierto de asombro, estiró la mano.
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Al principio, Joseph Cheshire, con el bastón tendido hacia adelante, ignoró los gritos que se oían detrás. Las masas ignorantes, pensó. Deberían gritar solo de verse a sí mismos, su forma de vestir y de moverse, la plebe inculta y descamisada. Pero se oían más gritos, y la gente que tenía delante señalaba hacia arriba. Algunos cerdos huyeron corriendo entre las piernas de la gente y derribaron a dos señoras.
El agente de Bolsa siguió la dirección de los gestos histéricos y las miradas espantadas y estuvo a punto de gritar también. Por toda la calle, las ventanas se humedecían, adquirían colores extraños y se fundían. El aire se llenó de vapores misteriosos y transparentes.
En la esquina, la superficie de cristal del reloj se tragó los números.
—¡Que Dios me ayude! —suplicó el señor Cheshire, dejando caer el bastón y corriendo hacia el centro del alboroto, hacia el banco—. ¡Mis bienes! ¡Apártense de mi camino!
Todos corrían, se chocaban unos con otros, pedían ayuda a gritos, se tropezaban con sus propios chanclos y abrigos.
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La cabeza de Christine se hundió con suavidad en la ventana de cristal a medida que se ablandaba y se transformaba en… ¿qué? Parte del cristal parecía estar evaporándose en forma de gas. El resto estaba licuándose, convirtiéndose casi en agua, envolviéndose alrededor de la cabeza rizada. Christine abrió los ojos y la boca, pero su voz ya no se oía.
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Tenía que hacerlo. No tenía más remedio. Tenía siempre cuidado de comportarse como un hombre, tal como estaba siempre diciéndole el viejo Goodnow. Pero Theophilus era un chico aventurero por naturaleza, y no tenía más remedio. Metió la mano derecha a través de la ventana que se licuaba y silbaba.
Cuando le atrapó la muñeca y se incrustó en la carne, Theo gritó de dolor.
Detrás de él, en el banco, había estallado el caos, los clientes gritaban como locos mientras trataban de huir. Goodnow, que estaba viendo hacia dónde correr, sintió que le picaban los ojos y soltó un aullido. Las lentes de cristal de sus gafas se le hundieron en los ojos y le enloquecieron. El vaso que había sobre su mesa también se fundió, perdió su forma y se derritió en un charco de cristal líquido que derramó whiskey hirviendo por el costado hasta el suelo.
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Joseph Cheshire, experto en control, amo y señor de todo lo que se encontraba, cayó al suelo, derribado, antes de llegar al banco. Más o menos en ese mismo momento, lo que había sido un fragmento de una ventana cayó desde arriba en gotas, tal vez desde el mismo banco que guardaba parte de su fortuna.
Dentro del banco, el brazo de un joven recadero seguía sobresaliendo de un amasijo de cristal envuelto alrededor de él.
Al otro lado de la calle, un gran proyectil cayó con fuerza desde el cielo y atravesó los tablones de madera de una carreta. Era una joven, en un llamativo traje rosa de teatro, completamente sepultada —de la cabeza a los pies— en cristal.