VI
Una buena mañana

El día en el que Marcus tuvo el primer atisbo de que podía aspirar alguna vez a la universidad se había producido hacía poco más de cuatro años y medio. Estaba trabajando en la Fábrica de Locomotoras Hammond cuando vio a un extraño que pasaba. De un metro ochenta, erguido, con un rostro noble y curtido, enmarcado por una larga cabellera plateada, era un filósofo en un lugar sin filosofía. Todos los maquinistas y aprendices se inclinaron a continuar su trabajo con diligencia mientras él inspeccionaba el taller.

—¿Quién es ese? —preguntó Marcus a Frank Brewer, el maquinista que compartía con él la fresadora.

—Alguien —respondió Frank, capturando a la perfección la tensión de los demás en el taller. Todo su cuerpo vibraba mientras completaba las revoluciones del taladro. Tenía las cejas y el cabello negros y espesos y un rostro que, más que atractivo, era viril. Aunque fuerte de brazos y piernas, su silueta alta y delgada era tan angulosa que parecía ser puro hueso bajo la ropa. Mientras que Marcus daba la impresión de controlar su máquina, Frank, con su aspecto esquelético, parecía casi fundirse con el complejo equipamiento que operaba, como si fuera una extensión de carne y hueso.

Después de sus agotadoras jornadas de doce horas en la fábrica, Frank encontraba tiempo para tallar esculturas diminutas en el dormitorio de su pensión, igual que había hecho antes, en circunstancias infinitamente peores, en los momentos en que conoció a Marcus. Esa paciencia y esa atención tan meticulosa en los momentos en que nadie le observaba eran, para Marcus, lo que definía a Frank Brewer. Su obra preferida de Frank era una estatuilla de bronce del Jinete sin Cabeza de La leyenda de Sleepy Hollow. Una vez le había sugerido que esculpiera a Ichabod Crane para hacer juego. Tiempo después, Marcus descubrió, para su desolación, que a Frank le tomaban el pelo por tener el mismo aire desgarbado, «encajado a duras penas», que el famoso personaje literario.

Mientras el elegante caballero cruzaba la planta del taller, Marcus siguió trabajando. Tal vez su intensa concentración fue lo que captó la atención de William Barton Rogers, que se detuvo en su puesto. La gente de fuera solía pasarlo visiblemente mal con el ruido ensordecedor del taller en sus oídos, los agudos golpes metálicos y el zumbido de las máquinas gigantes. Pero no aquel hombre. Y, más inesperado aún, después de presentarse, empezó a hablar de un colegio universitario que estaba organizando.

—¿Sería terriblemente cara esta escuela suya? —preguntó Frank—. ¿Dice que se llama Instituto de…?

—Tecnología, hijo mío.

Frank repitió la palabra para dentro con una sonrisa curiosa que mostraba unos dientes pequeños y redondos.

—Estamos haciendo planes para que los estudiantes puedan trabajar para el colegio, si es necesario —continuó el científico.

—¡Bueno! Yo no tuve la maldición de una fortuna —dijo Frank, chasqueando la lengua—. Cuatro años sin ingresos, rodeado de imbéciles y dandis aristocráticos y universitarios no me sería muy útil, ¿verdad, señor? ¡Ja!

Marcus se rió con Frank.

El tranquilo visitante se volvió hacia él.

—¿Y qué me dice usted, joven? ¿Ha pensado en la universidad?

Chauncy Hammond, padre, presidente de la fábrica de locomotoras, llegó en ese momento.

—Descanse sus manos por un instante, hombre —dijo Hammond a Marcus—. El señor Mansfield es uno de nuestros mejores operarios en el taller, profesor Rogers. No parece haber ningún problema que sus manos no puedan resolver. A Boston se le está quedando pequeña su piel, caballeros; se habla de que la ciudad va a absorber los pueblos de Brookline y Cambridge en nuestros límites después de que devoremos Roxbury. Habrá una gran necesidad de construir máquinas y ferrocarriles nuevos y de ingenieros que lo hagan. ¿Sabe, Mansfield? Mi propio hijo va a asistir a la institución del profesor como miembro de la primera promoción.

Frank lanzó una sonrisa a Marcus. Por supuesto que Chauncy Hammond, hijo —Hammie—, tendría una plaza. La mereciera o no.

Hammie había pasado el verano anterior como delineante en la fábrica de locomotoras y, durante ese periodo, había evitado a los agobiados maquinistas. Su actitud distante y sus gestos desagradables —era poco sociable incluso cuando sonreía o reía— hacían que pareciera una reliquia de un Boston anticuado. Como si se hubiera dedicado a pasearse con un sombrero de tres picos y polainas.

—No se preocupe por la reticencia de mi amigo —dijo Frank, pronunciando la palabra reticencia con el énfasis de alguien que se leía una página del Webster’s cada noche—. En ocasiones, su lengua se toma un descanso. No creo que esté más avergonzado de su falta de formación que todos los demás. Podría ser capataz de uno de los departamentos aquí; seguro que los dos lo somos algún día.

—Supongo que nunca había pensado en la universidad —respondió por fin el propio Marcus, sacudiéndose la mano derecha, que se le había quedado dormida.

—¿Iría usted? —preguntó el visitante, mientras sus ojos avispados repasaban la mano de Marcus antes de volver a levantar la mirada.

—Señor, no tengo más que una educación escolar vulgar, y mi familia no tiene dinero. Además, no sé latín —miró por encima del banco para ver si había dado la respuesta acertada. Frank se encogió de hombros; los hechos eran los que eran.

Pero Rogers dejó ver su extraordinaria y magnética sonrisa.

—¿Latín? No dé importancia a esas cosas, hijo mío. El viejo sistema de educación está acabándose. Estamos haciendo algo muy distinto. Algo nuevo. Desde luego, entre mis colegas hay quienes lo temen. Necesitamos a jóvenes capaces de demostrarles lo mucho que se equivocan.

* * *

Con las primeras luces del viernes, Marcus reanudó la recogida de cristales rotos y otros escombros en el terreno situado delante del edificio del Instituto. Bajo una ligera llovizna y un cielo gris, se tardaba mucho en encontrar los pequeños fragmentos afilados como cuchillas sin cortarse.

La noche anterior, después de que se dispersaran los agitadores sindicales, un periodista que había ido a presenciar la demostración sobre las luces abordó a Rogers cuando le ayudaban a subir los escalones de su carruaje.

—Rector Rogers, ¿es cierto lo que hemos oído sobre el incidente en el puerto? ¿Que un fenómeno tan extraño no pudo ser mera casualidad y, si no es obra de un mago, tiene que ser resultado de algún tipo de manipulación científica?

—¿Es lo que van a publicar los periódicos? —preguntó Rogers con aire cansado.

—Ya lo han hecho hoy, señor.

El rostro de Rogers se ensombreció.

—Sé tan poco de lo que ocurrió como usted —dijo, sacudiéndose restos de tomates del traje—. Si usted me perdona…

El conductor cerró la puerta detrás de Rogers y el reportero, frustrado, se quedó abajo.

Una vez que la conmoción se hubo apaciguado, Bob, nervioso y frustrado, también se fue para volverse a su residencia. Solo Albert Hall permaneció con Marcus. Hall, con sus rollizas mejillas aún rojas de excitación, se colocó con aire expectante a su lado. Enganchó los pulgares en las sisas de su chaleco verdinegro, que imitaba una moda que había sido lo más año y medio antes.

—Hall, ¿qué quieres?

—¿No vas a limpiar todo esto? —respondió con impaciencia—. Es tu deber, ya sabes, como alumno becado.

—Tú también eres un alumno becado.

Albert parpadeó, se apartó el remolino de la frente y emitió un suspiro de compasión. Un suspiro superfluo. Cada sílaba que pronunciaba parecía suspirada.

—Mira, Mansfield, por razones que creía que comprenderías a estas alturas, dentro de tu acuerdo económico te han asignado una serie de tareas tendentes a, cómo lo diría, el cansancio físico. En cambio, mi obligación es vigilar que los alumnos del Instituto cumplan las normas y sus responsabilidades individuales, paguen las facturas que deben y los desperfectos y mantengan un orden pulcro dentro y alrededor del edificio. Te aseguro que no te gustaría que dependieran tantas cosas de ti. Tú y yo podemos parecer iguales, Mansfield, por nuestra humilde condición, pero la diferencia entre nosotros es que yo acepto las restricciones que se me imponen libremente y sin vergüenza. Ahora, las reglas, en este caso, dictan que limpies todo esto sin mi ayuda.

—Tienes razón. No somos iguales —dijo Marcus con sarcasmo, pese a que se había tambaleado un poco su confianza ante las palabras de Albert.

—Excelente —Albert sonrió, le dio la mano y recogió sus pertenencias—. Imaginaba que acabaríamos entendiéndonos, tarde o temprano. ¡Buenas noches, Mansfield!

Pero, incluso con la luz de gas, había oscurecido ya demasiado para que Marcus terminara de limpiar, de modo que decidió tomar el tren de vuelta a Newburyport. Regresó a Boston en el primer tren de la mañana.

Mientras se inclinaba y gateaba con la bolsa llena de vidrio, oyó crujir la grava, alzó la vista y vio que no estaba solo. Bryant Tilden. Incluso Albert era preferible a Tilden. Marcus fingió no haberlo visto.

—¿Haciendo otra vez la pelota a los profesores, lameculos? —dijo Tilden, mientras chasqueaba los dedos. Era un individuo bajo pero musculoso, de mandíbula cuadrada.

—No tengo el ánimo para peleas, Tilden.

Cuando se matriculó en el Instituto, Marcus pensaba que sus condiscípulos iban a ser caballeros elegantes que solo dirían palabrotas en latín. Ejemplares de los modales de Boston y la sobriedad de Nueva Inglaterra, o, como habría dicho su amigo Frank Brewer, imbéciles aristocráticos. Eso fue lo que le parecieron el primer día del primer curso. Sin embargo, al cabo de una semana, dio la impresión de que se transformaban ante sus ojos en unos chicos frívolos y bobos, que preferían el deporte y las bromas a las pretensiones. En retrospectiva, se alegraba de haber abandonado el mito universitario de su imaginación.

Aun así, Marcus no podía evitar asombrarse de que Tilden hubiera durado hasta cuarto. Cuando eran novatos, le había pillado escribiendo fórmulas de trigonometría plana en los puños de la camisa. Aunque Marcus nunca había dicho una palabra ni a Tilden ni a nadie más, este último nunca le había perdonado estar en una situación tan vulnerable ante él. Durante el primer curso le pinchaba tanto que, un día, Marcus le agarró por el cuello de la camisa. Estaban en mitad de una clase, y los amigos de Tilden los rodearon, de forma que los veinticinco alumnos —todos los matriculados en el Instituto, de los que diez abandonarían más tarde— acabaron enredados en una melé. Rogers no intentó separar a los jóvenes, porque habría sido inútil. Lo que hizo fue sacar un giroscopio que acababa de comprar para el Instituto y ponerlo en marcha. Los chicos, uno por uno, fueron dejando la pelea. Mientras se arreglaban las corbatas y se remetían los faldones de las camisas, se aproximaron a aquel objeto que daba extrañas vueltas; era la primera vez que veían un aparato igual y, sospechaban, la primera vez que lo veía cualquier alumno de primer curso del país. No se castigó a nadie por la riña; no había pasado nada, y habría sido complicado aclarar las cosas. Marcus tuvo suerte; el Instituto no podía cargarse a una gallina de los huevos de oro como Tilden, cuyo padre era un magnate del acero, pero, como alumno becado, Marcus estaba allí por gentileza del claustro. Fue la primera y la última vez que se dejó llevar por la ira en Tech.

Faltaban casi dos horas para que empezaran las clases de la mañana. ¿Qué demonios hacía Tilden? Quizá había ido a sacar un rato de estudio, en un intento desesperado de aprobar todas sus asignaturas.

—Esa demostración de las luces se descontroló un poco anoche —reflexionó.

Marcus empezó a caminar hacia el edificio del Instituto como si la cosa no fuera asunto suyo.

—¿Quieres limpiar, Tilden?

—Supongo que te estás preguntando qué hago aquí.

—La verdad es que no.

—Me dio la impresión de que Rogers perdió el control de lo que estaba pasando —siguió Tilden, pisándole los talones—. ¡Y luego huyó como un cobarde! Ese viejo diablo tiene que dimitir antes de que nos veamos con un lisiado como rector, y he venido a escribir una carta en ese sentido para distribuirla por el Instituto. Se va a morir, y entonces todo esto morirá con él.

Marcus sintió que se le encogía el estómago. Trató como pudo de controlar su enfado.

—Venga, Mansfield —continuó Tilden—. Tú sabes la verdad más que ningún otro. Nosotros seremos los primeros graduados, los hombres del 68, y los que representaremos al Instituto ante el resto del país. Rogers está impidiendo que el Instituto avance hacia donde debe, y tú también. Tu sitio nunca ha estado aquí. Fuiste uno de los errores del viejo chivo. No tenías derecho a estar aquí con los demás. Fuiste un experimento, un desastre, un motivo de desconcierto, como esa maldita bruja que han colocado en primer curso.

Marcus se detuvo. Puso la bolsa de cristales en el suelo y se abrochó el abrigo.

—Una mañana lluviosa. Deberías entrar.

—¡No cambies de tema! —Tilden golpeó con el dedo el botón de debajo de la vieja corbata de Marcus—. Oh, Mansfield —dijo, al ver sus ojos llenos de ira—, cuánto te gustaría pegarme, ¿verdad? Impresionaría a la señorita Swallow, ¿a que sí? Aunque tengo entendido que es muy religiosa, de modo que es inútil intentar nada con ella. Lo he pensado, créeme, cuando está allí abajo en el laboratorio del sótano, sola.

—Habla con educación, Tilden.

Tilden chasqueó el índice y el pulgar a cinco centímetros del rostro de Marcus. Tenía la costumbre de chasquear los dedos, de forma indiscriminada, para expresar todo tipo de emoción o para subrayar algo. A veces lo hacía con las dos manos a la vez, a veces con una, a veces con la otra.

—¿Me estás amenazando? —le preguntó.

—Te estoy haciendo una advertencia.

—Los dos sabemos que no puedes hacerme nada, Mansfield. Si me golpeas mientras estamos en el recinto del colegio universitario, las normas obligan a que te lleven de inmediato a comparecer ante el claustro para que te expulsen. No hay excusas ni excepciones. Un alumno becado está tan en la cuerda floja que casi me das lástima. Un hombre sin un padre.

Quizá había dicho «sin un penique[1]». En cualquier caso, Marcus apretó el puño.

—¿Has tomado buenos apuntes este trimestre en las clases del profesor Henck sobre prospección, localización y construcción, Tilden?

—Mira, esa es una clase que está tirada —se rió Tilden—. La utilizo para dormir la siesta. ¿Por qué?

—Porque —replicó Marcus, con un gesto de la barbilla— el recinto del colegio termina en el pozo.

Tilden se volvió a mirar y de pronto palideció. Giró de nuevo justo a tiempo de recibir el puñetazo de Marcus en la cara. Cayó de espaldas en un montón de barro.

Los nudillos de Marcus estaban manchados de sangre y su cuerpo latía con la descarga.

Tilden se tapó la nariz ensangrentada y le miró como si fuera un animal salvaje escapado de la jaula.

—¡Canalla! ¡Estúpido canalla! ¡Te demandaré, Mansfield, insecto miserable! ¡Ya veo lo que eres!

—¿Ah, sí? ¿Qué?

—No eres de los nuestros.

—Un chico de la fábrica. Ya lo sé. Llevo cuatro largos años oyéndotelo decir.

—¡No solo, Mansfield! No estás bien de la cabeza. Tienes sombras en los ojos… —Tilden se giró sobre su estómago, agarró una gran piedra y la arrojó con toda su fuerza.

Marcus esquivó el proyectil con facilidad y luego, cuando Tilden se levantó e intentó correr, volvió a hacerle caer y esta vez le pisó la muñeca con el tacón y le incrustó la rodilla en la espalda.

—Deja en paz a la señorita Swallow. ¿Me oyes, Tilden? ¿Me oyes?

—¡Sí! ¡Déjame! ¡Lo prometo!

—Bien. Una cosa más: no te atrevas a molestar a Rogers.

—¿Qué te importa el viejo?

—Es la única persona que nunca ha tratado de decirme que no tenía derecho a ser algo mejor. Y si te atreves a hacer algo contra él, te arrancaré las entrañas —no levantó la bota hasta que Tilden dio un grito diciendo que estaba de acuerdo. Un segundo más y el hueso se habría roto contra la piedra que tenía debajo.

—Gracias, Tilden. Que tengas una buena mañana.