V
Prohibida la entrada

Al entrar, los sentidos sufrían una agresión. En el aire pendía una amalgama de olores, gases nuevos mezclados con viejos que nunca se habían disipado. Una película de polvo enturbiaba la vista, no por falta de limpieza (aunque el local mostraba un desorden maravilloso), sino por lo cerrado que estaba y por las partículas microscópicas, algunas cristalinas y otras incandescentes, que flotaban en el aire.

Tocar una superficie era arriesgado; había muchas probabilidades de que estuviera ardiendo o increíblemente fría. Había cuatro hornos hechos de arcilla, ladrillo y piedra, situados en cuatro puntos distintos, y los residuos de las respectivas bandejas de cenizas demostraban que cada uno tenía un propósito diferente; junto a todos ellos colgaban sendas pinzas listas para sacar o mover el material que estuviera quemándose.

Había una sustancia coagulada que se había derretido sobre una parte del suelo y ahora relucía como el oro. En la pared que había detrás de ella, los ladrillos estaban ennegrecidos de una explosión accidental en un pasado no lejano. En el centro de la sala había una mesa dentro de una cabina de cristal; sobre ella, una caja de cobre llena de arena. Una tubería unía la cabina con un quemador, y al lado había crisoles de cristal, sopletes, recipientes y otros dispositivos empleados para manipular gases.

Gasómetros, válvulas, compresores y contenedores de agua y de líquido galvánico llenaban el resto de la habitación, con objetivos que superaban la capacidad de comprensión de cualquier visitante. Parecía como si fuera posible hacer, o rehacer, o deshacer todo el mundo en aquella sala, con todas aquellas herramientas extrañas y formidables, en un solo día.

En una mesa alta, un grueso cuaderno estaba abierto por una página hacia la mitad en la que figuraba una lista de pesos y medidas; parecía ser el único volumen visible para el visitante en medio de todo el material que ocupaba las mesas, los estantes y los armarios. Los trabajos que allí se realizaban no se habían publicado en ningún libro, ni nunca se publicarían.

Por supuesto, no iba a haber visitantes. Nada de lo que se encontraba en aquel lugar estaba al alcance del público. La mano que escribía en ese momento en el cuaderno se detuvo con una tentación repentina. ¿Qué tentación? La ventana próxima y, en concreto, la deliciosa vista al otro lado de sus gruesas contraventanas. El cristal enmarcaba en la distancia el puerto, donde los barcos, las grúas y las máquinas continuaban las labores de reparación en los muelles, al despuntar del alba: Boston sacudida por una insinuación de verdadero desastre.

Pero, incluso después de casi una semana, esta indolente ciudad de gigantes intelectuales no había comprendido aún el significado de esa insinuación. La sublime satisfacción ante la vista de los muelles destrozados no era más que un primer paso. Esta mañana traería auténticos progresos. La punta húmeda de la pluma iba añadiendo de forma metódica una nueva anotación en el cuaderno para señalar la ocasión.

Ba . . . 68-6 . . . 78–58

F . . . 18-7 . . . 21–42

BaF . . . 87 3 . . . 100 0

compuesto 17a

Barita 87-47

Hipotét. ácido fluorhídr. anhídr. 12 53

100 0

experimento . . . definitivo

cálculos . . . definitivo

demostración – inminente