Casi en cualquier sitio donde miraba Marcus, de pie ante el espléndido edificio de Boylston Street, veía las tierras sin usar de la Back Bay, la «tierra nueva», como la llamaban. Solo unos años antes había sido marisma y seguía siéndolo unas pocas calles más al oeste, donde las filas de palas a vapor, con la ayuda de vehículos de carga llenos de grava y arena, estaban rellenando el terreno. Además del Instituto, había algunos lugares más —como el asilo para ancianos negros y la academia católica para señoritas— que preferían estar a cierta distancia de la ciudad. La zona era un escenario perfecto para un colegio universitario tan peculiar.
Los estudiosos debían estar rodeados de tranquilidad, pero el rector Rogers siempre había dicho que los estudiosos de la tecnología debían estar rodeados del progreso humano. La zona de Back Bay ofrecía un entorno grandioso y artificial, en el que los alumnos podían observar cómo la ingeniería civil era capaz de convertir un pantano maloliente —en otro tiempo, un auténtico caldero hirviendo de basura tóxica vertida desde la ciudad, aunque ellos eran demasiado jóvenes para haberlo conocido en su peor momento— en un paisaje de anchas calles que aliviarían el abigarramiento del viejo Boston, tan lleno de nuevos residentes procedentes de pueblos rurales y de otros países que era casi imposible moverse. Iba a ser el ejemplo más reciente de arquitectura moderna y progreso comercial e industrial; al menos, esa era la esperanza para Back Bay, un área todavía joven y, en su mayor parte, inhabitable.
—Venga —estaba diciendo Bob—, a este paso, nos habremos graduado antes de acabar los preparativos.
Si es que os graduáis.
Marcus estaba sacando material con Bob.
—Dos pasos detrás de ti, Bob.
En los cinco días transcurridos desde las burlas del remero de Harvard en el río Charles, la escena se había hecho hueco poco a poco en los pensamientos de Marcus Mansfield con una tenacidad de parásito. Por un lado, estaba creciendo en él una especie de superstición infantil, sin ninguna base lógica, de que no iba a graduarse. Incluso después de cambiar el taller por las aulas y los laboratorios del Instituto, en el fondo siempre había sentido el temor de que un hombre como él no tuviera derecho a ser universitario y el destino, mediante una intervención de última hora, le arrebatara el título.
Por otro lado, un motivo de preocupación más práctico para Marcus era que los miembros de la promoción del 68, él incluido, iban a ser los primeros graduados del Instituto de Tecnología y, hasta que no lo hicieran, no podía demostrarse que fuera posible. Así se lo habían enseñado desde la primera clase en Tech.
Seguro que Bob Richards se habría reído de sus preocupaciones, y por eso Marcus no las mencionó mientras terminaban de preparar el material para la demostración pública de esa noche. Bob parecía tener la capacidad innata de olvidar cualquier problema en la cama igual que otros hombres duermen la mona. Pero los pensamientos de Marcus daban vueltas sin cesar en torno a las burlas venenosas del remero de popa. En unos momentos en los que debería estar comenzando una etapa de intensa concentración en sus estudios, a medida que se acercaba la fecha de graduación (Si es que os graduáis), se sentía, por el contrario, a la deriva y un poco descontrolado, y culpaba de ello a los detestables hombres de Harvard, a quienes probablemente nunca volvería a ver.
Aparte de Marcus y Bob, solo acudieron a la demostración unos cuantos alumnos. A esas alturas, tan cerca del final de curso, casi todos los estudiantes volvían corriendo a casa a las cinco de la tarde para preparar exámenes y trabajos. Marcus vio a Chauncy Hammond, hijo, que observaba el cielo nublado. Hammie llevaba el cabello negro peinado con raya, sin que se inmutara por la brisa, pero la frente protuberante y la barbilla redonda, afeitada de forma inexperta, empequeñecían unos rasgos faciales poco dibujados, como si su creador los hubiera dejado inacabados. Rival del bondadoso Edwin Hoyt para el puesto de Alumno del Año, Hammie solía flotar medio aislado en su mundo de cifras y fórmulas. De pie junto a los escalones delanteros estaba el cotilla de Albert Hall, escribiendo en un cuaderno que sujetaba con el brazo, tal vez anotando los nombres de los alumnos presentes (o, con más probabilidad, los de los ausentes, y subrayándolos a lápiz con rencor), y junto a Albert estaba Bryant Tilden, fornido y con los brazos cruzados en gesto malhumorado.
Ellen Swallow estaba sola en la parte exterior del grupo. La señorita Swallow, que era la única mujer alumna del Instituto, recibía clases por separado, de modo que no era habitual verla. Sus ojos despiertos miraban a todas partes y coincidieron con los suyos. Él se llevó la mano al sombrero, pero ella se limitó a apartar la mirada mientras el rubor le cubría las mejillas.
El rector Rogers se aproximaba con lentitud al podio colocado delante del edificio. Le sostenían por un brazo Darwin Fogg, el conserje del Instituto, y por otro una doncella menuda, que agarraba a su patrón con cuidado pero con una actitud inconfundiblemente protectora. Marcus contempló con tristeza el estado de su rector, recordando tiempos en los que gozaba de mejor salud.
Mientras se acercaba, Rogers cogió del chaleco las gafas, pero se le escaparon y rebotaron en el brazo; la doncella las atrapó con una mano antes de que cayeran al suelo y se las devolvió sin esperar ningún agradecimiento.
—¿Es morena o rubia, bajo ese gorro? —preguntó Bob, que se le había aproximado por detrás, en un susurro.
—¿De quién hablas?
—De esa pequeña ninfa tan guapa a la que estás mirando como si sus ojos fueran unos electroimanes completamente cargados… La criada irlandesa que sostiene a Rogers. Olvídate de ella. ¿Te he dicho que este verano habrá docenas de bailes organizados por la buena sociedad de Boston en los que serás un magnífico partido como graduado universitario? Esas damas están tan bien educadas que preferirían estar muertas antes que no aparecer en un acto público. No te alises el bigote así, no veo qué expresión tienes. ¿Te estás riendo o burlándote de mis planes?
—Rogers está a punto de comenzar la demostración. ¿Tienes listo el circuito?
—¡Te burlas! No, espera. ¡Te estás riendo!
—¿De ti? Jamás, Bob.
—Damas y caballeros, bienvenidos —comenzó el rector Rogers cuando el reloj dio las ocho. A pesar de su débil estado, su voz llegaba con facilidad a los reunidos, llena de calma y autoridad—. El pueblo de Massachusetts ha sido siempre un pueblo mecánico y nuestra era va a ver muchas maravillas. En el Instituto de Tecnología de Massachusetts tenemos la más sincera esperanza de que nuestro entusiasmo por la invención sea tan contagioso fuera como lo es dentro de nuestras paredes, donde nos esforzamos en fortalecer las facultades observadoras y lógicas de las jóvenes mentes preguntándonos cada día: ¿a qué límite del conocimiento llegará el hombre? —se detuvo, puso el papel en el podio y miró al cielo mientras se limpiaba las gafas—. Está oscureciendo, ¿verdad? Me avergüenzo de confesar que casi no puedo leer mis propias notas.
Les hizo una seña con la cabeza, aquel rostro arrugado de suave sonrisa. Bob tocó un muelle en una caja. Al cabo de quince o veinte segundos, las farolas que bordeaban Boylston Street parpadearon y se encendieron de forma simultánea, en una larga procesión de globos llenos de una suave luz. Al oír el ruido que hacían las lámparas, hubo una exclamación colectiva y se palpó la agitación.
Rogers esperó a que amainaran los aplausos y luego explicó que Boston tenía cinco mil farolas y gastaba alrededor de cuarenta y dos mil dólares al año en pagar a los hombres que las encendían, sin contar con el gas que se desperdiciaba cada noche en las primeras farolas, puesto que había que encenderlas antes para que a los hombres les diera tiempo a completar sus rondas antes del anochecer. El invento del Instituto, desarrollado gracias al esfuerzo colectivo de los alumnos y los profesores en cuatro años de estudios de ingeniería, utilizaba unos cables conectados a través de un circuito, un recorrido que permitía que la electricidad fluyera de un cuerpo a otro, dijo el profesor, desde una caja situada en cada farola de gas hasta un lugar central en el que se podían activar todas a la vez. Marcus abrió la caja central. En su interior había una rueda dentada, alimentada por electricidad y conectada a una serie de bobinas.
—Esto es lo que llamamos un «interruptor» —dijo Rogers—. Cuando se aprieta el muelle, como nos ha demostrado el señor Richards, uno de nuestros alumnos de último curso, da media vuelta sobre sí mismo y cierra la válvula de electricidad, con lo que apaga la rueda y, por tanto, las lámparas, porque «interrumpe» la corriente eléctrica. Cuando vuelve a apretarse, vuelve a girar, esta vez para abrir la válvula e iluminar nuestras calles por la noche. Mientras estamos aquí reunidos, están instalando este sistema en toda la ciudad.
La gente se movió para ver mejor, admirada ante la idea de que un mecanismo pudiera iluminar todas las calles al mismo tiempo. De pronto, la máquina hizo un ruido al recibir un golpe de algo duro. Era una piedra. Una segunda piedra rozó el hombro de Rogers y otra rompió el cristal de la lámpara que estaba sobre ellos y les sumergió en la oscuridad. Marcus notó cómo caían los trozos de vidrio sobre su sombrero y sus hombros.
Aparecieron tres hombres desde detrás de unos árboles. Empezaron a lanzar una andanada de tomates podridos.
—¡La tecnología provocará la ira de Dios! —gritó un hombre elegantemente vestido, con una guerrera azul oscura del ejército de la Unión, pantalones de color azul claro y guantes de piel de cabritillo—. El mes pasado, a una joven se le arrancó el cuero cabelludo cuando se le quedó atrapado el cabello en una máquina industrial que manejaba en Lowell. ¡Arrancado! ¿Y qué les sucedió a los barcos en los muelles la semana pasada? ¡Pídanles que lo expliquen en sus clases, si se atreven!
Marcus alejó al rector Rogers de los cristales que seguían cayendo.
—Mandaré a buscar a un policía de inmediato, rector Rogers —dijo Albert, agitado. Se había refugiado detrás de un grupo de profesores al estallar la conmoción.
—No, señor Hall —dijo Rogers—. No les molesten. Son de los sindicatos.
—¡Hall tiene razón, rector Rogers! ¡Es una bajeza! —protestó Bob—. Nada me indigna tanto como la obsesión contra las máquinas. Esto hará más fácil y más seguro su propio trabajo.
—Señor Richards —dijo Rogers con calma—, algunos faroleros perderán su trabajo cuando se instale nuestro invento en todas partes. Tenga en cuenta eso antes de dejarse llevar por su indignación.
—Entre en el coche. ¡Por favor, profesor! ¡Deprisa! —le instó la doncella, mientras le llevaba con rapidez hacia la calle.
—Señor Mansfield —dijo Rogers, haciendo una seña a Marcus—. No queremos más problemas.
Marcus siguió la mirada de Rogers y vio que Hammie se dirigía a grandes pasos hacia los reformistas.
Hammie había desatado ya su ira cuando Marcus llegó a su altura.
—¡Llevaos vuestras piedras y vuestras protestas a otro sitio, rufianes! Toda la basura de los gremios que vengan con sus bravatas no atemorizará a un hombre de Tech —se volvió hacia Marcus, que se colocó entre el hijo del magnate y los agitadores—. Apártate, por favor, Mansfield. ¡Tengo controlada la situación!
—Hammie, tengamos en cuenta lo que somos.
—¡No me hables de lo que somos! Disparan contra ventanas, o ponen explosivos en la mesa del capataz de vez en cuando, en la fábrica de locomotoras. Pero son pura fanfarronería, Mansfield. Sobre todo este, Rapler; puede que finja ser obrero, pero su verdadero trabajo es recaudar cuotas de almas cándidas que no tienen ni idea.
Uno de los otros agitadores se lanzó contra Hammie, que se tambaleó y estuvo a punto de caer. Marcus le sostuvo, pero Hammie se apartó de él, mareado y humillado.
—Quita las manos, Mansfield, voy a… ¡Agente! ¡Agente! ¡Agresión! —gritó Hammie a un policía que se acercaba desde Berkeley Street. El policía se detuvo, pero no hizo nada.
—Le conviene saber que el hermano de ese agente está en el sindicato de albañiles —explicó Rapler, el hombre uniformado que, ahora que había dejado de gritar, hablaba con gran corrección. Le faltaban los dos dientes delanteros—. Le hemos pedido que garantizara nuestra seguridad ante jóvenes excitables como usted.
—Ya han dicho todos ustedes lo que tenían que decir —indicó Marcus con tono educado—. Miren alrededor. ¿Ven? La gente se está marchando. Por favor, sigan su ejemplo.
Rapler le observó con interés.
—¿Qué quieren ustedes? Que todos los puestos de trabajo de Boston vayan a parar a máquinas, quizá.
—En nuestro Instituto no queremos nada más que encontrar la verdad —respondió Marcus—. Habrían podido oírselo decir al rector Rogers si no se hubieran dedicado a arrojar piedras.
—¿Y cuánto poder conseguirá usted de esa forma, joven? ¿No ha superado ya el hombre a su creador, si no sabe dónde termina su poder?
—Termina cuando la humanidad deja de necesitar la protección que ofrece la tecnología.
Rapler hizo una seña a los hombres que le rodeaban.
—Los hombres y mujeres que se unen a nuestra causa no están en contra de la ciencia. Solo que hoy vemos una ciencia que se lleva al hombre por delante. Las máquinas que ustedes, caballeros (y una dama descarriada, según tengo entendido), crean en el Instituto se harán tan complicadas que nos controlarán, en lugar de controlarlas nosotros a ellas. Imaginen un futuro en el que, con un solo fallo de sus máquinas, el hombre viva en la oscuridad sin recordar en absoluto cómo encender una vela. Se quedará atrapado, incapaz de trasladarse de un sitio a otro a pie, en lugar de hacerlo sobre unas vías de acero. La máquina es inanimada y no tiene corazón. Nuestros sindicatos respetan la inteligencia del hombre que le permite actuar, tomar decisiones que solo el hombre puede tomar. En caso contrario, nos convertimos en meras herramientas de nuestras herramientas. ¿Cómo nos protegerán de eso? —el orador pareció quedar satisfecho cuando Marcus decidió no prolongar el enfrentamiento—. ¡Formen filas!
Rapler enlazó los brazos con los otros sindicalistas. Se fueron desfilando y cantando.
Decisión por vuesto suelo nativo,
decisión por las tumbas de vuestros padres,
viviréis de vuestro honrado trabajo,
¡pero nunca consintáis ser esclavos!
—Por lo menos se han ido —dijo Bob unos momentos después—. ¡Y no han conseguido impedir que hiciéramos la demostración del circuito! —alardeó.
—Pero la gente que ha venido solo se acordará de que rompieron nuestra lámpara —dijo Marcus—, no de que se encendieron las luces.