III
La policía de Boston

En los restos de una de las dársenas dañadas el sábado, el sargento Lemuel Carlton, de la policía de Boston, caminaba por los muelles agrietados y los embarcaderos hechos trizas. La niebla ya se había levantado, pero todavía había nubes y hacía más frío del normal en esa época del año. Lo mejor que podía decirse era que suponía un respiro tras la lluvia que había caído sin cesar en la última y desgraciada semana de marzo.

—¡Tú! —dijo a un policía de a pie que le pilló por sorpresa—. Ya era hora de que volvieras, hombre. ¿Qué dijo el capitán del Gladiator?

—Hablé con él, señor.

—He usado «dijo», en pasado, porque cuento con ello —señaló Carlton con hastío.

—Testificó que…, ¡bueno, exactamente lo mismo que los otros, señor! ¡Exactamente lo mismo!

—¿Ah, sí? ¿No había estado de borrachera, no estaba bebido? No tiene por qué avergonzarse de confesar ser un borracho a la policía —añadió Carlton mientras se rascaba la barbilla con gesto reflexivo.

—Le interrogué con todo cuidado y me juró que no había bebido ni una gota, y no encontré nada de alcohol en su persona ni en sus aposentos. Ni tampoco en los demás testigos.

Carlton inclinó la cabeza y se sentó en un barril al borde del muelle, mirando los tablones sueltos que pasaban por delante, flotando. Le dolía la cabeza por culpa de todas las conversaciones superfluas que había mantenido desde la mañana con sus guardias, marineros nerviosos, navieros indignados, pasajeros llorosos. Despachó a su subordinado para que fuera a ayudar a los demás hombres con los restos del naufragio. La policía del puerto había rodeado la zona de los muelles con sus lanchas y estaba desviando a los barcos que llegaban, entre ellos un pequeño bote de pesca que se paseaba de un lado a otro con una pesada red, apoderándose del botín caído.

Oyó los pasos enérgicos de unas botas en las planchas que tenía detrás y se levantó para ponerse firme incluso antes de darse la vuelta.

—Jefe Kurtz —dijo, inclinándose—. Creo que verá que tenemos la situación bajo control.

—¡No me diga! —respondió Kurtz, sorprendido, tirándose del bigote e inclinando la cabeza hacia las muestras de destrucción—. Cuénteme, sargento Carlton, ¿cuál es la situación? Lo que veo son dos de los muelles comerciales más importantes de nuestra ciudad destrozados.

—Tres barcos hundidos, otros cuatro dañados o destruidos de otra forma, pérdidas superiores a los veinticuatro mil dólares. Quince individuos heridos de diversa consideración, sobre todo brazos y piernas rotos, y quemaduras, y la pérdida de vidas solo se evitó gracias a los enormes esfuerzos de varios marinos experimentados.

—Pero ¿cómo? —preguntó Kurtz al terminar Carlton su informe—. ¿Cómo ha sucedido?

—Eso es lo que nos preguntamos —replicó Carlton, alzando una ceja y aclarándose la garganta con gran diligencia.

—¡Ejem! Esto…, ¡continúe!

—Jefe. He hablado con varios capitanes y navegantes que estaban en las naves involucradas y he dado instrucciones a los guardias para que entrevisten a todos los demás que podamos localizar. Todos ellos, todos y cada uno, aseguran que sus intrumentos fallaron, que dieron lecturas trastornadas, todo en el mismo espacio de unos cuantos minutos.

—¿Cómo es posible?

—¡Claramente no es posible, señor! No tiene por qué creerme a mí solo. El capitán de la policía portuaria dice que es absoluta y categóricamente imposible que tantas brújulas y tantos lo que sea fallen a la vez.

Kurtz contempló el puerto con aire alarmado.

—¿Sabotaje?

—Jefe —comenzó el sargento, pero vaciló antes de seguir—. Jefe, todos los instrumentos estaban en barcos procedentes de distintos lugares y con distintos horarios, algunos llegaban, otros salían. ¿Cómo podría tratarse de sabotaje? Estoy dándole vueltas a esta cuestión y he tenido tanto éxito como tuvo José con el ángel.

—¿Entonces qué, sargento Carlton? ¿Nigromancia? ¿El diablo? Eso es lo que gritan algunos de los marineros, y eso significa que los barcos evitarán nuestros puertos y se perderán decenas de miles de dólares. Si el alcalde y la Asamblea hincan los dientes en este asunto, se despertará un volcán bajo mis pies. ¿Qué propone hacer al respecto?

—Retiraremos los restos lo mejor y más rápido posible, para que los ingenieros municipales puedan empezar a reconstruir.

Con la mandíbula apretada, Kurtz se quitó el sombrero y lo lanzó al agua.

—¡He ahí un resto más que tiene que pescar, sargento!

—Muy bien, jefe —replicó el oficial, obediente—. Le diré a mi mejor hombre que lo haga de inmediato.

Kurtz puso los ojos en blanco.

—Puede devolverme el sombrero en mi despacho cuando sepa la causa de que esos barcos perdieran la dirección. Hasta entonces, prefiero no ver su cara pasmada en la comisaría.

—Pero, jefe, quizá debería dirigir la investigación la policía del puerto.

—Ya devoran demasiada parte de nuestros fondos, y les encantaría tener cualquier excusa para chupar aún más. No. Por encima de mi cadáver, Carlton.

—Entonces tal vez debería consultar con algunos profesores en esa nueva universidad de Back Bay. Son expertos en todas las nuevas ciencias y, si las causas normales de accidentes no encajan, quizá ellos podrían aconsejarnos dónde mirar.

Kurtz le apartó de los guardias arremolinados en torno a ellos.

—¿Se ha vuelto loco, Carlton?

—¿Señor?

—¡No me provoque! ¿El Instituto de Tecnología? Ya conoce la reputación de ese sitio. Dicen que sus ciencias son prácticamente paganas. El mero hecho de hablar con ellos nos convertirá en blanco de todos. ¡Pruebe con el práctico del puerto si necesita más ayuda! ¡Pruebe con el ingeniero municipal!

—¡Ya lo he intentado! ¡Todos están confundidos! ¡Necesitamos encontrar a alguien capaz de entender cómo pudo suceder esto, o no progresaremos ni un centímetro!

—El lugar con los mejores intelectos de la nación está justo al otro lado del río. ¿Qué le parece?

—Harvard.

—¡Sí! Vaya allí y encuentre a alguien más listo que usted, ¡y no pierda tiempo! Estamos aquí para proteger esta ciudad. ¡No estoy dispuesto a sufrir otro bochorno como este!

—Enseguida, jefe Kurtz. ¡Jefe, espere! Todavía… —pero el jefe se alejó sin mirar atrás, pisando fuerte hasta el carruaje que le aguardaba: el jefe de policía de la ciudad tan amada por Carlton, sin sombrero, a la vista de todo Boston.