II
Charles

Sumergido. Mientras las olas aliviaban su cuerpo desnudo, sus atléticas brazadas se acompasaban al ritmo de la corriente. La primera semana de abril no prometía aún nada de calor y el agua estaba todavía más bien helada. Pero él estaba dispuesto a soportar el frío que le atravesaba el cuerpo a cambio de lo bien que se sentía nadando. Era un sentimiento de estar a solas pero sin sentirse solo, una sensación de libertad sobre las restricciones y los controles. Flotar, patear, dar volteretas: por mucho que intentara hacer ruido, el agua podía más que él.

Durante toda su niñez en una ciudad portuaria, había oído hablar de mucha gente que se había «perdido en el mar». Ahora le pareció una expresión de lo más extraña. Podía mojarse, bañarse, desaparecer, y el agua le protegería en Boston tanto como lo había hecho en su pueblo. No es que sintiera nostalgia, como les sucedía a algunos de los demás estudiantes del Instituto que procedían de fuera de Boston. Él seguía recorriendo cada día, ida y vuelta, los sesenta y cuatro kilómetros en tren hasta Newburyport, para ahorrarse gastos de vivienda, pese a que tardaba más de una hora en cada sentido.

Para su madre y su padrastro, el Instituto era un capricho extraño que le distraía del buen puesto que tenía en el taller de mecanizado y una interrupción diaria de sus deberes en casa. Su padrastro, James, nunca había sido feliz, aquejado de una sordera parcial en el oído izquierdo que le hacía rehuir todas las relaciones sociales y las amistades. Trabajaba como vigilante de noche para un joyero porque prefería la soledad y la rutina del puesto. Suponía que la gente hablaba mal de él porque no podía oír lo que decían, y eso le llevaba a pensar que la vida en la ciudad, con todo su ruido, era una perversa cacofonía de engaños. En cuanto a su madre, era una fanática religiosa al viejo estilo puritano, que opinaba que la vida urbana estaba llena de peligros y no atribuía ningún valor a los estudios de su hijo en Boston.

Todavía ahora, cuando estaba terminando y no le quedaban más que dos meses y medio para graduarse, seguían sin aceptar que él —¡Marcus Mansfield, nada menos!— estuviera estudiando en un colegio universitario.

* * *

Marcus volvió a sumergir la cabeza en el agua fría, con un hormigueo en los oídos mientras observaba el río, un cauce tranquilo y amable que discurría entre Boston y Cambridge, bordeado por una suave pendiente de césped que protegería a los nadadores y los remeros durante los días calurosos que se avecinaban. Oculta tras la atmósfera espesa, por encima de la orilla y los campos y las marismas más allá, acechaba la ciudad abigarrada, llena de ladrillo, hierro y cúpulas doradas, que impulsaba a Marcus hacia adelante con el poderoso empuje de un motor gigante.

Al llegar a la curva poco profunda del río, Marcus volvió a coger aire y se sumergió, con los ojos cerrados, disfrutando de la sensación de caer. Abajo, se encontró con trozos de escombros y madera que se habían alojado en el barro del lecho. Mientras rozaba los extraños objetos, oyó una voz que le llamaba, distante, como si saliera del cielo:

¡Mansfield! ¡Mansfield! ¡Te necesitamos!

Marcus sacó la cabeza del agua y se agarró al costado de una barca.

—¡Mansfield! ¡Estás ahí! Se te ha hecho tarde.

—¿Cómo sabíais que estaba nadando?

—¿Que cómo lo sabíamos? ¡Ja! ¡Porque he visto un montón de ropa en la orilla, y quién más se iba a atrever a meterse en esta Estigia helada! —el alto y rubio remero blandía la ropa sobre la cabeza de Marcus—. En realidad, ha sido Eddy quien ha reconocido tu ropa.

—Buenos días, Marcus —dijo el segundo remero, más menudo, con su franca sonrisa habitual.

—Y, como Eddy y yo estábamos listos —continuó Bob—, hemos salido a buscarte.

—Entonces, vosotros os habéis adelantado —dijo Marcus, mientras vadeaba el agua hacia la orilla—, antes de que yo me hubiera retrasado.

—¡Ja! Bueno, lo acepto. Vístete, necesitamos a nuestro tercer remero.

Se sacudió para secarse en la orilla y se puso su pantalón gris y su camisa clara. Sus dos compañeros no podían dar una imagen más distinta uno de otro mientras le ayudaban a subirse a la barca: Bob, con la piel clara y la cabeza de atractivos rizos castaños características de Nueva Inglaterra, de pie, despreocupado, al borde de la embarcación; Edwin Hoyt, menudo y de aspecto frágil, poniendo su escaso peso al otro lado para prevenir un trágico naufragio.

A pesar de ser buen conocedor del agua y los barcos, Marcus no había tenido una infancia en la que se permitiera placeres tan poco prácticos como el remo de recreo, con sus normas arbitrarias y sus frases hechas. Varias semanas antes, una mañana, Bob había anunciado: «¡Ha llegado el día, amigos!» a Marcus y Edwin, compañeros suyos en el último curso del Instituto de Tecnología, mientras corría por delante de ellos hacia una clase.

—¿Qué día?

—Ha llegado la primavera, Mansfield, y, como es la última que vamos a pasar en la universidad, ha llegado el momento de que os enseñe a remar, como prometí. Yo mismo no supe distinguir un extremo del remo del otro hasta los nueve años. ¡Era un niño escuálido, el Richards más pequeño de la historia! —esta era una forma de subrayar lo imponente que era Bob a sus veintidós años. Marcus no podía recordar que Bob hubiera prometido enseñarles, pero lo dejó pasar, dado su entusiasmo.

Para su sorpresa, Marcus descubrió que el remo no era la pérdida de tiempo que había pensado, y que le permitía distraerse de su preocupación por el futuro que le aguardaba al salir del Instituto. Era a la vez tranquilizador y apasionante, una emoción sentir que la embarcación se deslizaba por la superficie del agua como si tuviera vida. Intentaron reclutar a más remeros entre sus compañeros de curso, pero los pocos candidatos dispuestos a hacerlo nunca encontraban tiempo.

Mientras su pequeña embarcación avanzaba a buen ritmo, Bob empezó a reírse solo.

—Estaba pensando en mis hermanos —explicó—. Siempre me advertían sobre la serpiente marina del Charles. De casi treinta metros de largo, decían, con jorobas como las de un camello y un grito como el rebuzno de un burro mezclado con el barrito de un elefante. Ya sabéis lo que me gusta siempre investigar cualquier cosa de la naturaleza. Pues bien, durante tres meses, investigué a la vieja Charley, hasta que decidí que el agua no podía sustentar la dieta de una serpiente marina.

—Pero ¿cómo sabías lo que comía una serpiente marina? —preguntó Edwin con seriedad.

—Bob, ¿te importaría que fuéramos hoy más hacia el este? —propuso Marcus.

—¡Una expedición! ¿Adónde?

—No he visto el puerto después de… —Marcus no terminó su frase.

—Mejor no, Marcus —se apresuró a decir Edwin—. Lo vi esta mañana después de que todo hubiera pasado. Todo el puerto estaba lleno de humo. Era como ver el rostro de un mal presagio.

—¿Estás deseoso de ver las huellas de la destrucción?

—La verdad, Bob, confiaba en aprender algo viendo cómo comienzan los trabajos de reparación —le corrigió Marcus—. Hay ya restos en el lecho del río que debe de haber arrastrado la corriente —se detuvo cuando vio que Bob fruncía el rostro mientras observaba el agua detrás de ellos—. ¿Qué pasa?

—Qué mala suerte —dijo Bob—. ¡Más rápido, amigos! ¡Vamos! ¡Venga, Mansfield, más deprisa! ¡Así se rema, Hoyt! ¡El campo está libre, vamos!

De los árboles que ocultaban un estrecho canal había salido disparado, a la velocidad de un rayo, un bote de remo de quince metros. Seis remos relucientes golpeaban la superficie del río en paladas rítmicas que lanzaban ráfagas de color blanco hacia atrás. Los remeros estaban desnudos de cintura para arriba, con unos pañuelos rojos en sus cabezas y los músculos poderosos y brillantes bajo un sol cada vez más fuerte. Al verlos, Marcus pensó que parecían unos piratas muy educables y supo que intentar esquivar la embarcación, fuera lo que fuese, sería una causa perdida.

—¿Quiénes son? —preguntó, maravillado.

—Blaikie —explicó Bob, mientras los tres remaban con todas sus fuerzas—. Su tripulación en el remo a seis es la mejor que ha tenido jamás Harvard, según dicen. Will Blaikie es el remero de popa. Preferiría tener delante la boca de la serpiente.

Edwin resolló entre paladas:

—Blaikie… estaba… en Exeter… con Bob y conmigo.

La otra embarcación se acercó con un acelerón demasiado fuerte para quitársela de encima, hasta solo un cuerpo por detrás.

—¡Plymouth! —gritó el primer remero, de cara alargada. El bote pasó al lado del de ellos y luego dio la vuelta y se colocó a su costado.

—¡Sí que eres tú, Plymouth! —dijo a Bob el remero de popa, Blaikie, con una sonrisa deslumbrante. Incluso sentado en su bote, mostraba la peculiar arrogancia afectada de un alumno de último curso en Harvard—. Cuántos años. No estarás formando un equipo de aficionados, ¿verdad?

—Nos prestan un bote en el club náutico —dijo Bob, mientras hacía señas a sus amigos para que pararan de remar. Marcus no recordaba haberle visto nunca tan desinflado.

—No me digas que todavía estás perdiendo el tiempo en ese embrión de universidad, Plymouth —preguntó Blaikie.

—Ya estamos en último curso, igual que vosotros.

Tant pis pour vous —interrumpió uno de los jóvenes de Harvard, con las correspondientes risitas de los demás.

—Me temo que para civilizar a tus colegas y convertirlos en caballeros respetables no bastará con enseñarles a agarrar un remo —Blaikie continuó en tono alegre—. La ciencia no puede sustituir a la cultura, marinero. Yo solía angustiarme, Plymouth, sobre qué prefería ser, si remero de Harvard, presidente de la Hermandad Cristiana o Alumno del Año. Ahora sé lo que es ser las tres cosas —uno de sus remeros le recordó que no olvidara presidente de una de las mejores asociaciones universitarias—. ¡Claro, Smithy! Pero es mejor no hablar de las asociaciones con la gente de fuera.

—Nosotros hacemos cosas mucho más importantes, cosas que no puedes ni comprender, Blaikie.

—¿Cuántos sois en Tecnología?

Sacando pecho, Bob contestó:

—Quince hombres en la promoción del 68. Alrededor de treinta y cinco en los otros tres cursos, y esperamos más que nunca en el próximo grupo de primero.

—Cincuenta. ¡Cincuenta hombres y lo llaman colegio universitario! ¡Yo lo llamo cara dura!

—Búrlate si quieres. Cuando nos graduemos, ese glorioso día, el 15 de junio, podrás seguirnos en las columnas de los periódicos porque seremos unos pioneros.

A Marcus le conmovió que Bob se situara con sus compañeros de clase y no con los tipos con los que había crecido en los cómodos salones de Beacon Hill.

—Si es que os graduáis —dijo Blaikie.

—¿Qué quieres decir con eso de si, Blaikie? —preguntó Edwin.

—Tú calla, canoso. Tú ya tuviste oportunidad de venir con nosotros.

Edwin se dejó caer en el bote y llevó la mano con gesto reflexivo al trozo más claro que se veía en su cabello.

—Yo que tú me callaría de vez en cuando, amigo —dijo Marcus.

—¿Qué me ha dicho? —preguntó Blaikie a su tripulación y luego a Marcus, como si acabara de darse cuenta de que estaba. Cuando sus miradas se encontraron, Blaikie enderezó los hombros y retrocedió sin que se notara. Marcus solía causar ese efecto. Tenía un cuerpo musculoso, grande y sólido. Su espeso cabello castaño y su anticuado bigote en forma de media luna resaltaban sus intensos ojos verdes. Pero, sobre todo, tenía porte de ingeniero, que le daba la apariencia de controlar cualquier situación—. ¿Quién es este? —preguntó Blaikie.

—Mi nombre es Marcus Mansfield.

—Marcus… Mansfield… —repitió Blaikie con tono reflexivo, mientras se encogía de hombros. Volvió a mirar a sus hombres, que hicieron el mismo gesto—. Siento decepcionarle. Es la primera vez que oigo el nombre. Bueno, mis hombres tienen mucho que remar, Plymouth. Algunas de las otras tripulaciones tienen demasiado miedo de sacar sus botes por todo lo que ha ocurrido durante la noche en el puerto. Dicen que hubo un estallido de fuego y que diez o quince barcos empezaron a chocar, a incendiarse y hundirse. ¿Te puedes imaginar qué demonios pensarán esos idiotas supersticiosos de ello? Magia negra, quizá.

—La ciudad está en pleno pánico con todo eso, las empresas están haciendo todo lo posible para evitar pérdidas. Nunca había sabido de tantos barcos que se hundieran a la vez, se ve que el número de llegadas fue excesivo en medio de la niebla —especuló Edwin.

—¡Excesivo! —dijo Bob—. Nuestro puerto tiene más de doscientos muelles y embarcaderos, que sumarían más de ocho kilómetros si se pusieran en línea recta, Eddy. Incluso con niebla mucho peor, nuestra capacidad comercial…

—¡Oh, a quién le importa! —interrumpió el capitán de Harvard—. No es asunto mío. Pero, fuera lo que fuera, no voy a dejar que nos impida entrenarnos, si queremos derrotar a Oxford como derrotamos a Yale. Dame la mano, Plymouth. Buena suerte, amigos de Tecnología.

—Buena suerte, Harvard —tendió Bob la mano.

A una señal de Blaikie, su equipo embistió el costado del bote de Tecnología con el suyo. Mientras Marcus se agarraba a los bordes de su embarcación para estabilizarla, Bob cayó de cabeza en el agua helada con un gran ruido. Edwin, que extendió los brazos para detener la caída de Bob, se fue detrás de él.

—¡Un día muy frío para bañarse, Plymouth! —gritó Blaikie, y estalló en carcajadas junto con sus piratas rojos.

Marcus agarró su remo como si fuera un bate, dispuesto a defender su barca de más humillaciones. Blaikie le lanzó una mirada con la que le retaba a golpear.

Al cabo de un momento, Marcus relajó la mano y calmó sus instintos.

—Chico sabio —dijo Blaikie con un gesto de aprobación—. Ser un caballero no es divertido como dicen, ¿verdad, marinero? —y continuó, a sus hombres—: ¡Tres hurras y un tigre por la Promoción de 1868 de Harvard! ¡Los del Sesenta y Ocho para siempre! —se oyó un trío de hurras seguido de un rugido gutural y luego los remos volvieron a golpear el agua. Marcus observó la perfecta sincronía del otro equipo mientras el bote doblaba la curva del río un poco más adelante.

—Bob tiene razón; se van a enterar esos idiotas, ¡nosotros seremos los verdaderos pioneros! —gritó Edwin, mientras se sacaba agua del oído.

—¡Al diablo con lo que digo, Eddy! —exclamó Bob. Se sacudió el pelo mientras flotaba hacia su barca—. ¡Venga, Mansfield, deja de mirarnos con esos ojos y sácanos del agua!