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Baudolino ya se ha ido

Nicetas fue a visitar a Pafnucio. Le refirió todo de cabo a rabo, desde el momento en que había encontrado a Baudolino en Santa Sofía, y todo lo que Baudolino le había contado a él.

—¿Qué debo hacer? —le preguntó.

—¿Por él? Nada, va al encuentro de su destino.

—No por él, por mí. Soy un escritor de Estorias, antes o después tendré que decidirme a redactar la crónica de los últimos días de Bizancio. ¿Dónde colocaré la historia que me ha contado Baudolino?

—En ninguna parte. Es una historia completamente suya. Y además, ¿estás seguro de que es verdadera?

—No, todo lo que sé lo he sabido de él, como de él he sabido que era un mentiroso.

—Ves, pues —dijo el sabio Pafnucio—, que un escritor de Estorias no puede prestar fe a un testimonio tan incierto. Borra a Baudolino de tu relato.

—Pero al menos en los últimos días tuvimos una historia en común, en la casa de los genoveses.

—Borra también a los genoveses; si no, tendrías que hablar de la reliquias que fabricaban, y tus lectores perderían la fe en lo más sagrado. Te hará falta poco para alterar ligeramente los acontecimientos, dirás que te ayudaron unos venecianos. Sí, lo sé, no es la verdad, pero en una gran Estoria se pueden alterar pequeñas verdades para que resalte la verdad más grande. Tú debes contar la historia verdadera del imperio de los romanos, no unos pequeños trabajos que nacieron en una ciénaga lejana, en países bárbaros y entre gentes bárbaras. Y además, ¿querrías meterles en la cabeza a tus lectores futuros que existe un Greal allá entre las nieves y el hielo, y el reino del Preste Juan en las tierras tórridas? Quién sabe cuántos dementes se pondrían a vagar sin descanso por siglos y siglos.

—Era una buena historia. Es una pena que nadie llegue a saberla.

—No te creas el único autor de historias de este mundo. Antes o después alguien, más mentiroso que Baudolino, la contará.