Nicetas callaba. Y callaba Baudolino, que permanecía con las manos abiertas en el regazo, como diciendo: «Eso es todo».
—Hay algo en tu historia —dijo al cabo de un rato Nicetas— que no me convence. El Poeta había formulado acusaciones extravagantes a tus compañeros de viaje, como si cada uno de ellos hubiera matado a Federico, y luego no era verdad. Tú has creído reconstruir lo que sucedió aquella noche pero, si me lo has contado todo, el Poeta nunca dijo que las cosas hubieran sido así de verdad.
—¡Intentó matarme!
—Había enloquecido, eso está claro; quería el Greal a toda costa y para conseguirlo se había convencido de que quien lo tenía era culpable. De ti solo pudo pensar que, teniéndolo, se lo habías mantenido escondido, y eso le bastaba para pasar sobre tu cadáver, con tal de arrebatarte aquella copa. Pero nunca dijo que el asesino de Federico era él.
—¿Y quién fue entonces?
—Os habéis pasado quince años pensando que Federico murió por un mero accidente…
—Nos obstinábamos en pensarlo para no tener que sospechar los unos de los otros. Y luego estaba el fantasma de Zósimo, un culpable lo teníamos.
—Será, pero créeme, en los palacios imperiales he asistido a muchos delitos. Aunque nuestros emperadores se han deleitado siempre ostentando ante los visitantes extranjeros máquinas y autómatas milagrosos, nunca he visto a nadie usar esas máquinas para matar. Escucha, recordarás que, cuando aludiste por vez primera a Ardzrouni, te dije que lo había conocido en Constantinopla y que uno de mis amigos de Selimbria había estado una o más veces en su castillo. Es un hombre, el tal Pafnucio, que sabe mucho de los artilugios de Ardzrouni, porque él mismo ha construido muchos semejantes para los palacios imperiales. Y conoce muy bien sus límites, porque una vez, en tiempos de Andrónico, le había prometido al emperador un autómata que giraba sobre sí mismo y agitaba un estandarte cuando el basileo daba palmadas. Lo hizo, Andrónico se lo enseñó a unos embajadores extranjeros durante una comida de gala, dio sus palmadas, el autómata no se movió, y a Pafnucio le sacaron los ojos. Le diré si quiere venir a visitarnos. En el fondo, aquí exiliado en Selimbria, se aburre.
Pafnucio vino, acompañado por un muchacho. A pesar de la desventura, y la edad, era un hombre despierto y agudo. Se entretuvo con Nicetas, al que no veía desde hacía tiempo, y luego preguntó en qué podía serle útil a Baudolino.
Baudolino le contó la historia, a grandes líneas desde el principio, después más detalladamente, desde el mercado de Gallípoli hasta la muerte de Federico. No podía no referirse a Ardzrouni, pero ocultó la identidad de su padre adoptivo, diciendo que era un conde flamenco, que él amaba de verdad. No citó ni siquiera el Greal, sino que habló de una copa cuajada de piedras preciosas, que el asesinado tenía en gran aprecio y que podía suscitar la avidez de muchos. Mientras Baudolino contaba, Pafnucio lo interrumpía de vez en cuando.
—¿Eres un franco, verdad? —le preguntaba, y explicaba que esa manera de pronunciar ciertas palabras griegas era típica de los que vivían en Provenza. O también—: ¿Por qué te tocas siempre la cicatriz de la mejilla mientras hablas?
Y a Baudolino, que ya lo creía un falso ciego, le explicaba que a veces su voz perdía sonoridad, como si se pasara la mano por delante de la boca. Si se hubiera tocado, como les pasa a muchos, la barba, no habría tapado la boca. Por lo tanto, se tocaba la mejilla y, si uno se toca la mejilla es porque le duelen los dientes, o tiene una verruga o una cicatriz. Como Baudolino era un hombre de armas, le había parecido que la hipótesis de la cicatriz era la más razonable.
Baudolino acabó de contarle todo, y Pafnucio dijo:
—Ahora tú querrías saber qué es lo que verdaderamente le sucedió en aquel cuarto cerrado al emperador Federico.
—¿Cómo sabes que hablaba de Federico?
—Vamos, todos saben que el emperador se ahogó en el Kalikadnos, a pocos pasos del castillo de Ardzrouni, tanto que Ardzrouni desde entonces desapareció, porque su príncipe León quería cortarle la cabeza, al considerarlo responsable de no haber hecho buena guardia de un huésped tan ilustre. Siempre me había sorprendido que ese emperador tuyo, tan acostumbrado a nadar en los ríos, como decía la fama pública, se hubiera dejado arrastrar por la corriente de un riachuelo como el Kalikadnos, y ahora tú me estás explicando muchas cosas. Así pues, intentemos ver claro.
Y lo decía sin ironía alguna, como si de verdad estuviera siguiendo una escena que se desarrollaba ante sus ojos apagados.
—Ante todo, eliminemos la sospecha de que Federico muriera a causa de la máquina que crea el vacío. Conozco esa máquina; en primer lugar, funcionaba con un cuartucho sin ventanas del piso de arriba, y desde luego no con el cuarto del emperador, donde había una campana de chimenea y quién sabe cuántos resquicios más por donde el aire podía entrar como quería. En segundo lugar, la máquina misma no podía funcionar. Yo la probé. El cilindro interior no llenaba completamente el exterior, y también ahí el aire pasaba por mil partes. Mecánicos más expertos que Ardzrouni intentaron experimentos semejantes, hace siglos y siglos, y sin resultados. Una cosa es construir una esfera que gira o esa puerta que se abría en virtud del calor; son juegos que conocemos desde los tiempos de Ctesibio y Herón. Pero el vacío, querido amigo, absolutamente no. Ardzrouni era vanidoso y amaba sorprender a sus huéspedes, eso es todo. Lleguemos ahora a los espejos. Que el gran Arquímedes incendiara verdaderamente las naves romanas lo quiere la leyenda, pero no sabemos si es verdad. Toqué los espejos de Ardzrouni: eran demasiado pequeños y estaban molados toscamente. Aun admitiendo que fueran perfectos, un espejo remite rayos solares de alguna potencia solo en pleno mediodía, no por la mañana, cuando los rayos del sol son débiles. Añade que los rayos habrían debido pasar por una ventana con los cristales de colores, y ves que tu amigo, aun habiendo apuntado uno de los espejos hacia la habitación del emperador, no habría conseguido nada. ¿Estás convencido?
—Lleguemos al resto.
—Los venenos y contravenenos… Vosotros los latinos sois ingenuos de verdad. ¿Pero cómo podéis imaginar que en el mercado de Gallípoli se vendieran sustancias tan poderosas que un basileo mismo consigue solo de alquimistas de confianza y a peso de oro? Todo lo que allí se vende es falso, sirve para los bárbaros que llegan de Iconio, o de la selva búlgara. En las dos ampollas que os enseñaron había agua fresca, y que Federico se bebiera el líquido que procedía de la ampolla de ese judío tuyo, o de tu amigo que llamas Poeta, habría sido lo mismo. Y lo mismo podemos pensar de ese cordial portentoso. Si un cordial de ese tipo existiera, se lo acapararían todos los estrategas, para reanimar y empujar de nuevo a la batalla a sus soldados heridos. Por otra parte, me has contado a qué precio os vendieron esas maravillas: era tan ridículo que pagaba apenas el esfuerzo de coger el agua de la fuente y verterla en las ampollas. Ahora déjame que te diga de la oreja de Dionisio. La de Ardzrouni nunca la he oído funcionar. Juegos de este tipo pueden resultar cuando la distancia entre la hendidura en la que se habla y aquella por donde sale la voz es muy breve, como cuando te llevas las manos a la boca como un embudo, para que te oigan un poco más lejos. Pero en el castillo el conducto que llevaba de un piso al otro era complejo y tortuoso, y pasaba a través de paredes gruesas… ¿Acaso Ardzrouni os hizo probar su dispositivo?
—No.
—¿Lo ves? Se lo enseñaba a sus huéspedes, se vanagloriaba, y basta. Aun cuando tu poeta hubiera intentado hablar con Federico, y Federico hubiera estado despierto, a lo sumo habría oído llegar un zumbido indistinguible de la boca de la Medusa. Quizá Ardzrouni haya usado ese artificio alguna vez para asustar a quien había hecho dormir allá arriba, para hacerle creer que había fantasmas en el cuarto, pero nada más. Tu amigo poeta no puede haber enviado mensaje alguno a Federico.
—Pero la copa vacía por los suelos, el fuego en la chimenea…
—Me has dicho que aquella noche Federico no se sentía bien. Había cabalgado todo el día, bajo el sol de aquellas tierras, que abrasa y les sienta mal a los que no están acostumbrados; llegaba de días y días de peregrinaciones incesantes y batallas… Sin duda estaba cansado, debilitado, quizá le subiera la fiebre. ¿Qué haces si tienes escalofríos de fiebre durante la noche? Intentas taparte pero, si tienes fiebre, sientes los escalofríos incluso bajo las mantas. Tu emperador encendió la chimenea. Luego se sintió peor que antes, y le asaltó el miedo de haber sido envenenado, y bebió su inútil contraveneno.
—Pero entonces, ¿por qué se sintió aún peor?
—Aquí ya no tengo certidumbres, pero si se razona bien se ve enseguida que la conclusión no puede ser sino una. Descríbeme de nuevo esa chimenea, de manera que pueda verla bien.
—Había leña encima de un lecho de broza seca, había ramas con bayas olorosas, y luego trozos de una sustancia oscura, creo que era carbón, pero recubiertos de algo oleoso…
—Era naphta, o bitumen, que se encuentra, por ejemplo, en grandes cantidades en Palestina, en el mar llamado Muerto, donde la que crees agua es tan densa y pesada que si entras en ese mar no te hundes, sino que flotas como una barca. Plinio escribe que esta sustancia tiene tal parentesco con el fuego, que en cuanto se le acerca lo inflama. En cuanto al carbón, sabemos todos lo que es; como nos dice una vez más nuestro buen Plinio, se extrae de las encinas quemando ramas frescas en un montón en forma de cono, recubierto por arcilla mojada, donde se han practicado pequeños agujeros para dejar salir toda la humedad durante la combustión. Pero a veces se extrae de otra madera, cuyas virtudes no siempre se conocen. Ahora bien, muchos médicos han observado lo que les sucede a los que aspiran los vapores de un mal carbón cuya unión con ciertos tipos de bitumen vuelve aún más peligroso. Exhalan efluvios benéficos, mucho más sutiles e invisibles que el humo que suele emanar de un fuego encendido, pues en ese caso intentas hacerlo salir abriendo la ventana. Estos efluvios no los ves, se difunden y, si el lugar está cerrado, se estancan. Podrías percibirlos porque, cuando estas exhalaciones entran en contacto con la llama de una linterna, la colorean de azul. Pero normalmente, cuando uno se da cuenta, es demasiado tarde, ese aliento maligno ha devorado ya el aire puro que lo rodeaba. El desgraciado que aspira ese aire mefítico siente una gran pesadez de cabeza, un campanilleo en las orejas, respira con dificultad y se le ofusca la vista… Buenas razones para creerse envenenado y beber un contraveneno, y eso hizo tu emperador. Pero si después de advertir esos trastornos no sales enseguida del lugar infecto, o alguien no te saca a rastras de allí, sucede una cosa mucho peor. Notas que te invade un sueño profundo, caes al suelo y, ante los ojos de quien te encuentre después, parecerás muerto, sin respiración, sin calor, sin latidos del corazón, con las extremidades rígidas y la cara con una palidez extrema… Incluso el médico más experto creerá que está viendo un cadáver. Se sabe de personas que fueron enterradas en ese estado, mientras habría sido suficiente curarlas con paños húmedos en la cabeza, baños en los pies y refriegas en todo el cuerpo con aceites que avivan los humores.
—Tú, tú —dijo entonces Baudolino, pálido como el rostro de Federico aquella mañana—, ¿acaso quieres decirme que creímos muerto al emperador, y estaba vivo?
—Casi seguramente sí, mi pobre amigo. Murió cuando se lo arrojó al río. El agua helada, de alguna manera, empezó a reanimarlo, y aquel habría sido incluso un buen tratamiento, pero, sin haber recuperado todavía los sentidos, empezó a respirar, tragó agua y se ahogó. Cuando lo sacasteis a la orilla habríais debido ver si presentaba el aspecto de un ahogado…
—Estaba hinchado. Yo sabía que no podía ser así, y creí que se trataba de una impresión, ante aquellos pobres restos arañados por las piedras del río…
—Un muerto no se infla estando bajo el agua. Sucede solo con un vivo que muere bajo el agua.
—Entonces, ¿Federico fue víctima de un trastorno extraordinario y desconocido, y no fue asesinado?
—Alguien le quitó la vida, desde luego, pero fue quien lo tiró al agua.
—¡Pero si fui yo!
—Es una verdadera pena. Te noto excitado. Cálmate. Tú lo hiciste creyendo hacer bien, y desde luego no para obtener su muerte.
—¡Pero hice que muriera!
—A eso yo no lo llamo matar.
—Pero yo sí —gritó Baudolino—. ¡Yo hice que mi padre amadísimo se ahogara mientras todavía estaba vivo! Yo…
Se puso aún más pálido, murmuró algunas palabras inconexas y se desmayó.
Se despertó mientras Nicetas le aplicaba unos paños fríos en la cabeza. Pafnucio se había ido, quizá sintiéndose culpable de haberle revelado a Baudolino, para demostrar lo bien que veía las cosas, una terrible verdad.
—Ahora intenta estar tranquilo —le decía Nicetas—, entiendo que estés trastornado, pero fue una fatalidad; ya has oído a Pafnucio, todos habrían juzgado muerto a aquel hombre. También yo he oído contar de casos de muerte aparente que han engañado a todos los médicos.
—Yo maté a mi padre —seguía repitiendo Baudolino, agitado ahora por un temblor febril—, yo sin saberlo lo odiaba, porque había deseado a su esposa, a mi madre adoptiva. Yo he sido primero adúltero, después parricida, y llevando encima esta lepra he mancillado con mi semilla incestuosa a la más pura de las vírgenes, haciéndole creer que era el éxtasis que le habían prometido. Yo soy un asesino, porque he matado al Poeta que era inocente…
—No era inocente, estaba invadido por un anhelo imparable; él intentaba matarte, tú te defendiste.
—Le acusé injustamente del homicidio que yo había cometido, le maté para no reconocer que tenía que castigarme a mí mismo, he vivido toda mi vida en la mentira, quiero morir, hundirme en el Infierno y sufrir toda la eternidad…
Era inútil intentar calmarlo, y no se podía hacer nada para curarlo. Nicetas hizo que Teofilacto preparase una infusión de hierbas somníferas y se la hizo beber. Pocos minutos después, Baudolino dormía el más intranquilo de sus sueños.
Cuando se despertó al día siguiente, rechazó una taza de caldo que le ofrecían, salió al aire libre, se sentó bajo un árbol y allá permaneció en silencio, con la cabeza entre las manos, durante todo el día, y por la mañana aún seguía ahí. Nicetas decidió que en esos casos el mejor remedio es el vino, y lo convenció para que bebiera en abundancia, como si fuera una medicina. Baudolino permaneció en estado de sopor continuo bajo el árbol durante tres días y tres noches.
Al alba de la cuarta mañana, Nicetas fue a buscarlo, y ya no estaba. Rebuscó a fondo en el jardín y en casa, pero Baudolino había desaparecido. Temiendo que hubiera decidido llevar a cabo un gesto desesperado, Nicetas envió a Teofilacto y a sus hijos a que lo buscaran por toda Selimbria, y por los campos de los alrededores. Volvieron al cabo de dos horas gritándole a Nicetas que fuera a ver. Lo llevaron a aquel prado, justo fuera de la ciudad, donde al entrar habían visto la columna de los antiguos ermitaños.
Un grupo de curiosos se había aglomerado a los pies de la columna e indicaba hacia arriba. La columna era de piedra blanca, y medía casi como una casa de dos pisos. En lo alto se ensanchaba en una pequeña terraza cuadrada, rodeada por un parapeto formado por escasas columnas y una barandilla, también ellas de piedra. En medio se erguía un pequeño pabellón. Lo que sobresalía de la columna era muy poco: si uno estaba sentado en la terracilla, tenía que dejar colgar las piernas; el pabellón contenía a duras penas a un hombre acurrucado y encogido sobre sí mismo. Con las piernas fuera, estaba sentado allá arriba Baudolino, y se veía que estaba desnudo como un gusano.
Nicetas lo llamó, le gritó que bajara, intentó abrir la portezuela que a los pies de la columna, como en todas las construcciones parecidas, daba a una escalera de caracol que subía hasta la terraza. Pero la puerta, aunque poco firme, había sido atrancada desde dentro.
—Baja, Baudolino, ¿qué quieres hacer allá arriba?
Baudolino contestó algo, pero Nicetas no oía bien. Pidió que fueran a buscarle una escalera bastante alta. La obtuvo, subió con esfuerzo y se encontró con la cabeza contra los pies de Baudolino.
—¿Qué quieres hacer? —le volvió a preguntar.
—Quedarme aquí. Ahora empieza mi expiación. Rezaré, meditaré, me anularé en el silencio. Intentaré alcanzar la soledad remota ante toda opinión e imaginación; intentaré no experimentar ya ni ira ni deseo, y ni siquiera razonamiento y pensamiento; intentaré desvincularme de todo vínculo, volver a lo absolutamente sencillo para no ver ya nada, como no sea la gloria de la oscuridad. Me vaciaré de alma y de intelecto, llegaré más allá del reino de la mente, en la oscuridad llevaré a cabo mi trayecto por vías de fuego…
Nicetas se dio cuenta de que estaba repitiendo cosas que le había oído a Hipatia. Este infeliz quiere escapar de toda pasión a tal punto, pensó, que está aquí arriba aislado para intentar volverse igual a aquella que todavía ama. Pero no se lo dijo. Le preguntó solo cómo pensaba sobrevivir.
—Me contaste que los ermitaños bajaban una cesta con una cuerdecilla —dijo Baudolino—, y que los fieles dejaban como limosna la comida que les sobraba, mejor aún si eran las sobras de sus animales. Y un poco de agua, aunque se puede sufrir la sed y esperar que de vez en cuando caiga la lluvia.
Nicetas suspiró, bajó, hizo que le buscaran una cesta con una cuerda, que la llenaran con pan, verduras cocidas, aceitunas y algunos pedazos de carne; uno de los hijos de Teofilacto tiró la cuerda hacia arriba, Baudolino la agarró y subió la cesta.
—Ahora déjame, te lo ruego —gritó a Nicetas—. Lo que quería entender contándote mi historia lo he entendido. No tenemos ya nada que decirnos. Gracias por haberme ayudado a llegar adonde ahora estoy.
Nicetas iba a verlo todos los días, Baudolino lo saludaba con un gesto y callaba. Con el pasar del tiempo, Nicetas se dio cuenta de que ya no era necesario llevarle comida, porque en Selimbria había corrido la voz de que, después de siglos, otro santo varón se había aislado en la cima de una columna, y todos iban a santiguarse debajo, poniendo en la cesta algo para comer y beber. Baudolino tiraba de la cuerda, se quedaba con lo poco que le habría bastado ese día, y desmenuzaba lo demás para los muchos pájaros que habían dado en posarse en la barandilla. Se interesaba solo por ellos.
Baudolino se quedó allá arriba todo el verano sin proferir una palabra, quemado por el sol y atormentado por el calor, aunque se retiraba a menudo dentro del pabellón. Defecaba y orinaba evidentemente de noche, más allá de la barandilla, y se veían sus heces a los pies de la columna, pequeñas como las de una cabra. Le estaban creciendo la barba y el pelo y estaba tan sucio que se veía, y ya se empezaba a notar, incluso desde abajo.
Nicetas tuvo que ausentarse dos veces de Selimbria. En Constantinopla, Balduino de Flandes había sido nombrado basileo, y los latinos poco a poco iban invadiendo todo el imperio, pero Nicetas tenía que ocuparse de sus propiedades. Mientras tanto, en Nicea, se estaba constituyendo el último baluarte del imperio bizantino, y Nicetas pensaba que habría debido mudarse allá, donde habrían necesitado un consejero con su experiencia. Por lo cual era preciso hacer contactos y preparar aquel nuevo y peligrosísimo viaje.
Cada vez que volvía, veía una muchedumbre más densa a los pies de la columna. Alguien había pensado que un estilita, tan purificado por su sacrificio continuo, no podía no poseer una profunda sabiduría, y subía con la escalera a pedirle consejo y consuelo. Le contaba sus desgracias, y Baudolino contestaba, por ejemplo:
—Si estás orgulloso, eres el diablo. Si estás triste, eres su hijo. Y si te preocupas por mil cosas, eres su servidor sin descanso.
Otro le pedía su opinión para dirimir un conflicto con su vecino de casa. Y Baudolino:
—Sé como un camello: lleva la carga de tus pecados y sigue los pasos de quien conoce los caminos del Señor.
Otro más le decía que la nuera no podía tener un hijo. Y Baudolino:
—Todo lo que puede pensar un hombre sobre lo que está bajo el cielo y lo que está sobre el cielo es inútil. Solo el que persevera en el recuerdo de Cristo está en la verdad.
—Qué sabio que es —decían aquellos, y le dejaban alguna moneda, marchándose llenos de consuelo.
Llegó el invierno, y Baudolino casi siempre estaba encogido en el pabellón. Para no tener que escuchar las largas historias de los que venían a él, empezó a anticiparlas.
—Tú amas a una persona con todo tu corazón, pero a veces te asalta la duda de que esa persona no te ame con igual calor —decía.
Y el otro:
—¡Es la pura verdad! ¡Has leído en mi alma como en un libro abierto! ¿Qué debo hacer?
Y Baudolino:
—Calla, y no te midas a ti mismo.
A un hombre gordo, que llegaba después subiendo con mucho esfuerzo, le dijo:
—Te despiertas todas las mañanas con el cuello dolorido, y te cuesta tu buen trabajo ponerte los zapatos.
—Es así —respondía aquel, admirado.
Y Baudolino:
—No comas durante tres días. Pero no te enorgullezcas por tu ayuno. Mejor que engreírte, come carne. Es mejor comer carne, que jactarte. Y acepta tus dolores como tributo por tus pecados.
Vino un padre y le dijo que su hijo estaba cubierto de llagas dolorosas. Le contestó:
—Lávalo tres veces al día con agua y sal, y cada vez pronuncia las palabras: Virgen Hipatia cuida de tu hijo.
Aquél se fue y al cabo de una semana volvió diciendo que las llagas estaban cerrándose. Le dio unas monedas, un pichón y una garrafa de vino. Todos gritaron milagro, y los que estaban enfermos iban a la iglesia rezando: «Virgen Hipatia, cuida de tu hijo».
Subió la escalera un hombre pobremente vestido y con la cara sombría. Baudolino le dijo:
—Yo s é lo que tienes. Llevas en tu corazón rencor hacia alguien.
—Tú lo sabes todo —dijo aquel.
Baudolino le dijo:
—Si alguien quiere devolver mal por mal, puede herir a un hermano incluso con un solo gesto. Mantén siempre las manos detrás de la espalda.
Vino otro con los ojos tristes y le dijo:
—No sé qué mal tengo.
—Yo lo sé —dijo Baudolino—. Eres un perezoso.
—¿Cómo puedo curarme?
—La pereza se manifiesta por primera vez cuando se nota la extrema lentitud del movimiento del sol.
—¿Y entonces?
—No mires nunca al sol.
—No se le puede ocultar nada —decía la gente de Selimbria.
—¿Cómo puedes ser tan sabio? —le preguntó uno.
Y Baudolino:
—Porque me escondo.
—¿Cómo consigues esconderte?
Baudolino extendió una mano y le enseñó la palma.
—¿Qué ves delante de ti? —preguntó.
—Una mano —respondió aquel.
—Ves que sé esconderme bien —dijo Baudolino.
Volvió la primavera. Baudolino estaba cada vez más sucio y peludo. Estaba recubierto de pájaros, que acudían en bandadas y picoteaban los gusanos que habían empezado a habitar su cuerpo. Como tenía que alimentar a todas aquellas criaturas, la gente llenaba más y más veces al día su cesta.
Una mañana llegó un hombre a caballo, jadeante y cubierto de polvo. Le dijo que, durante una partida de caza, un noble señor había disparado malamente su flecha y había herido al hijo de su hermana. La flecha había entrado por un ojo y había salido por la nuca. El muchacho respiraba todavía y aquel señor le pedía a Baudolino que hiciera todo lo que podía hacer un hombre de Dios.
Baudolino dijo:
—Tarea del estilita es ver llegar desde lejos sus propios pensamientos. Sabía que ibas a venir, pero has empleado demasiado tiempo, e igual lo emplearás para volver. Las cosas en este mundo van como deben ir. Has de saber que el muchacho está muriendo en este momento, es más, acaba de morir; que Dios tenga misericordia de él.
El caballero volvió, y el muchacho había muerto. Cuando se supo la noticia, muchos en Selimbria gritaban que Baudolino tenía el don de la clarividencia y había visto lo que sucedía a millas de distancia.
Sin embargo, no muy lejos de la columna, estaba la iglesia de San Mardonio, cuyo cura odiaba a Baudolino, que le estaba sustrayendo desde hacía meses las ofertas de sus antiguos fieles. El tal cura dio en decir que el de Baudolino había sido un gran milagro de veras, y que milagros así eran capaces de hacerlos todos. Fue al pie de la columna y le gritó a Baudolino que si un estilita no era capaz ni siquiera de sacar una flecha de un ojo, era como si el muchacho lo hubiera matado él.
Baudolino contestó:
—La preocupación por complacer a los hombres hace que se pierda toda floridez espiritual.
El cura le tiró una piedra, y a renglón seguido algunos exaltados se unieron a él llenando la terraza de piedras y terrones de tierra. Lanzaron piedras durante todo el día, con Baudolino agazapado en el pabellón con las manos sobre la cara. Se fueron solo cuando se hizo de noche.
A la mañana siguiente, Nicetas fue a ver qué le había pasado a su amigo y no lo vio. La columna estaba deshabitada. Volvió a casa inquieto, y descubrió a Baudolino en el establo de Teofilacto. Había llenado de agua una cuba y con un cuchillo se estaba rascando de encima toda la suciedad que había acumulado. Se había cortado como había podido la barba y el pelo. Estaba tostado por el sol y por el viento, no parecía haberse enjugado demasiado, solo le costaba trabajo estar erguido y movía los brazos y los hombros para distender los músculos de la espalda.
—Has visto, la única vez en mi vida que he dicho la verdad y solo la verdad me han lapidado.
—Les sucedió también a los apóstoles. ¿Te habías convertido en un santo varón y te desanimas por tan poco?
—Quizá esperaba una señal del cielo. Durante estos meses he acumulado no pocas monedas. He mandado a un hijo de Teofilacto a que me compre ropa, un caballo y un mulo. Por algún lugar de esta casa deben de estar todavía mis armas.
—Así pues, ¿te vas? —preguntó Nicetas.
—Sí —dijo—, estando en esa columna he entendido muchas cosas. He entendido que he pecado, pero nunca para obtener poder y riquezas. He entendido que, si quiero ser perdonado, tengo que saldar tres deudas. Primera deuda: me había prometido que haría erigir una lápida a Abdul, y para eso había conservado su cabeza del Bautista. El dinero ha llegado por otra parte, y es mejor, porque no procede de simonía sino de donativos de buenos cristianos. Encontraré el lugar donde enterramos a Abdul y haré que le construyan una capilla.
—¡Pero ni siquiera recuerdas donde murió!
—Dios me guiará, y recuerdo de memoria el mapa de Cosme. Segunda deuda: le había hecho una sagrada promesa a mi buen padre Federico, por no hablar del obispo Otón, y hasta ahora no la he mantenido. Tengo que llegar al reino del Preste Juan. Si no, habré malgastado mi vida en vano.
—¡Pero si comprobasteis que no existe!
—Comprobamos que no llegamos. Es distinto.
—Pero os habíais dado cuenta de que los eunucos mentían.
—Que quizá mentían. Pero no podía mentir el obispo Otón, y la voz de la tradición, que quiere que el Preste esté en algún lugar.
—¡Pero ya no eres joven como cuando lo intentaste por vez primera!
—Soy más sabio. Tercera deuda: tengo un hijo, o una hija, allá. Y allá está Hipatia. Quiero encontrarlos, y protegerlos como es mi deber.
—¡Pero han pasado más de siete años!
—La criatura tendrá más de seis. ¿Acaso un hijo de seis años ya no es tu hijo?
—¡Pero podría ser un varón, y, por lo tanto, un sátiro-que-no-se-ve-jamás!
—Y podría ser también una pequeña hipatia. Amaré a esa criatura en cualquier caso.
—¡Pero no sabes dónde están las montañas en las que se refugiaron!
—Las buscaré.
—Pero Hipatia podría haberse olvidado de ti; ¡quizá no quiera volver a ver a aquel con quien perdió su apatía!
—No conoces a Hipatia. Me espera.
—¡Pero ya eras viejo cuando te amó, ahora le parecerás un anciano!
—Nunca vio a hombres más jóvenes.
—¡Pero te harán falta años y años para volver a aquellos lugares y seguir adelante!
—Nosotros los de la Frascheta tenemos la cabeza más dura que la pija.
—¿Y quién te dice que vivirás hasta el término de tu viaje?
—Viajar rejuvenece.
No hubo manera. Al día siguiente Baudolino abrazó a Nicetas, a toda su familia, a sus anfitriones. Montó con cierto trabajo a caballo, arrastrando tras de sí al mulo con muchas provisiones, la espada colgada de la silla.
Nicetas lo vio desparecer en la lejanía, agitando todavía la mano, pero sin darse la vuelta, recto recto hacia el reino del Preste Juan.