37
Baudolino enriquece los tesoros
de Bizancio

—En cuanto intentamos cruzar el Cuerno de Oro y entrar en la ciudad, entendimos que nos hallábamos en la situación más extraña que hubiéramos visto nunca. No era una ciudad asediada, porque los enemigos, aunque sus naves estuvieran en la rada, estaban acuartelados en Pera, y muchos de ellos merodeaban por la ciudad. No era aún una ciudad conquistada, porque junto a los invasores con la cruz en el pecho deambulaban soldados del emperador. En fin, los crucíferos estaban en Constantinopla, pero Constantinopla no era suya. Y cuando llegamos junto a los amigos genoveses, que eran los mismos con los que has vivido tú, ni siquiera ellos sabían explicar bien qué había sucedido ni qué era lo que iba a ocurrir.

—Era difícil de entender también para nosotros —dijo Nicetas con un suspiro de resignación—. Y aun así, un día deberé escribir la historia de este período. Después del mal resultado de la conquista de Jerusalén, intentada por tu Federico y por los reyes de Francia y de Inglaterra, los latinos habían querido, al cabo de más de diez años, intentarlo de nuevo, bajo la guía de grandes príncipes como Balduino de Flandes y Bonifacio de Montferrato. Pero necesitaban una flota y se la encargaron a los venecianos. Te he oído hablar con sorna de la avidez de los genoveses, pero en comparación con los venecianos, los genoveses son la generosidad en persona. Los latinos habían recibido sus naves, pero no tenían el dinero para pagarlas y el dux veneciano Dandolo (el destino quería que fuera ciego también él, pero entre todos los ciegos de esta historia era el único que veía lejos) les pidió que, para saldar su deuda, antes de ir a Tierra Santa lo ayudaran a someter Zara. Los peregrinos aceptaron, y fue el primer crimen, porque no se toma la cruz para ir a conquistar una ciudad para los venecianos. Mientras tanto, Alejo, hermano de aquel Isaac el Ángel que había depuesto a Andrónico para arrebatarle el poder, lo había privado de la vista, exiliándolo a orillas del mar, y se había proclamado basileo.

—Eso me lo contaron enseguida los genoveses. Era una historia confusa, porque el hermano de Isaac se había convertido en Alejo III, pero había también un Alejo, hijo de Isaac, que consiguió huir, y fue a Zara, ya en manos de Venecia, y les pidió a los peregrinos latinos que lo ayudaran a reconquistar el trono de su padre, prometiendo a cambio ayudas para la campaña de Tierra Santa.

—Fácil es prometer lo que todavía no se tiene. Alejo III, por otra parte, habría debido entender que su imperio corría peligro. Pero, aunque todavía tenía ojos, estaba cegado por la desidia, y por la corrupción que lo rodeaba. Imagínate que, en cierto momento, quería hacer construir otras naves de guerra, pero los guardianes de las selvas imperiales no habían permitido que se cortaran los árboles. Por otra parte, Miguel Estrifino, general de la armada, había vendido velas y jarcias, timones y otras piezas de las naves existentes, para llenar sus arcas. Mientras tanto, en Zara, el joven Alejo era saludado como emperador por aquellas poblaciones, y en junio del año pasado los latinos llegaron aquí, ante la ciudad. Ciento diez galeas y setenta naves que transportaban mil hombres de armas y treinta mil soldados, con los escudos en los flancos, los estandartes al viento y los confalones en los alcázares, desfilaron por el Brazo de San Jorge, haciendo resonar las trompetas y redoblar los tambores, y los nuestros estaban en las murallas viendo el espectáculo. Solo algunos tiraban piedras, pero más para armar jaleo que para perjudicarles. Solo cuando los latinos atracaron justo delante de Pera, aquel enajenado de Alejo III hizo salir al ejército imperial. Pero era un desfile también ese, en Constantinopla se vivía como en duermevela. Quizá sepas que la entrada del Cuerno estaba defendida por una gran cadena que unía una orilla a la otra, pero los nuestros la defendieron con desgana: los latinos la rompieron, entraron en el puerto y desembarcaron el ejército justo delante del palacio imperial de las Blaquernas. Nuestro ejército salió fuera de las murallas, guiado por el emperador; las damas miraban el espectáculo desde los glacis y decían que los nuestros parecían ángeles, con sus bellas armaduras que refulgían al sol. Solo entendieron que algo no marchaba cuando el emperador, en lugar de atacar, volvió a entrar en la ciudad. Y lo entendieron mejor algunos días después, cuando los venecianos atacaron las murallas desde el mar, algunos latinos consiguieron escalarlas y prendieron fuego a las casas más cercanas. Mis conciudadanos empezaron a entender después de este primer incendio. ¿Qué hizo entonces Alejo III? Con nocturnidad, puso diez mil monedas de oro en una nave y abandonó la ciudad.

—Y volvió al trono Isaac.

—Sí, pero ya estaba viejo, y ciego por añadidura, y los latinos le recordaron que debía compartir el imperio con su hijo, que se había convertido en Alejo IV. Con ese chiquillo los latinos habían hecho pactos que nosotros todavía ignorábamos: el imperio de Bizancio volvía a la obediencia católica y romana, el basileo les daba a los peregrinos doscientos mil marcos de plata, víveres para un año, diez mil caballos para marchar sobre Jerusalén y una guarnición de quinientos caballeros en Tierra Santa. Isaac se dio cuenta de que no había bastante dinero en el tesoro imperial, y no podía ir a contarle al clero y al pueblo que de repente nos sometíamos al papa de Roma… Empezó así una farsa que duró meses. Por un lado, Isaac y su hijo expoliaban las iglesias para recoger dinero suficiente, cortaban las imágenes de Cristo con hachas y, después de haberlas despojado de sus ornamentos, las arrojaban al fuego, fundían todo lo que encontraban de oro y plata. Por el otro lado, los latinos encastillados en Pera se dedicaban a hacer correrías por esta parte del Cuerno, se sentaban a la mesa con Isaac, mangoneaban por doquier y hacían de todo para retrasar su salida. Decían que esperaban a cobrar hasta el último cuarto, y el que más apremiaba de todos era el dux Dandolo con sus venecianos, pero la verdad es que creo que aquí habían encontrado el Paraíso y vivían felizmente a cargo nuestro. No contentos con extorsionar a los cristianos, y quizá para justificar el hecho de que tardaban en medirse con los sarracenos de Jerusalén, algunos de ellos fueron a saquear las casas de los sarracenos de Constantinopla, que aquí vivían tranquilos, y en este choque provocaron el segundo incendio, en el cual yo perdí también la más bella de mis casas.

—¿Y los dos basileos no protestaban con sus aliados?

—Eran dos rehenes en manos de los latinos, que habían hecho de Alejo IV su hazmerreír: una vez, mientras estaba en su campo, divirtiéndose como un hombre de armas cualquiera, le quitaron el sombrero dorado de la cabeza y se lo pusieron ellos. ¡Jamás había sido humillado hasta tal punto un basileo de Bizancio! En cuanto a Isaac, se alelaba entre monjes glotones, desvariaba que se convertiría en emperador del mundo y recobraría la vista… Hasta que el pueblo se sublevó y eligió como basileo a Nicolás Canabos. Una buena persona, pero a esas alturas el hombre fuerte era Alejo Ducas Murzuflo, apoyado por los jefes del ejército. Así le fue fácil apoderarse del poder. Isaac murió de pena, Murzuflo hizo decapitar a Canabos y estrangular a Alejo IV, y se convirtió en Alejo V.

—Eso; nosotros llegamos aquellos días, cuando nadie sabía ya quién mandaba, si Isaac, Alejo, Canabos, Murzuflo, o los peregrinos, y no entendíamos si los que hablaban de Alejo se referían al tercero, al cuarto o al quinto. Encontramos a los genoveses, que seguían viviendo todavía donde los has encontrado tú también, mientras las casas de los venecianos y de los pisanos habían sido quemadas en el segundo incendio, por lo que se habían retirado a Pera. En esa desdichada ciudad, el Poeta decidió que debíamos reconstruir nuestra fortuna.

Cuando reina la anarquía, decía el Poeta, cualquiera puede convertirse en rey. De momento hacía falta conseguir dinero. Nuestros cinco sobrevivientes estaban harapientos, sucios, carecían de recursos. Los genoveses los acogieron de corazón, pero decían que el huésped es como el pescado y al cabo de tres días apesta. El Poeta se lavó con esmero, se cortó el pelo y la barba, pidió a nuestros anfitriones que le prestaran una ropa decente, y una buena mañana se fue a recoger noticias por la ciudad.

Volvió por la tarde y dijo:

—A partir de hoy Murzuflo es el basileo, se ha quitado de en medio a todos los demás. Parece ser que, para darse postín ante sus súbditos, quiere provocar a los latinos, y estos lo consideran un usurpador, porque ellos los pactos los habían hecho con el pobre Alejo IV, que descanse en paz, tan joven, pero ya se ve que tenía el destino en su contra. Los latinos esperan que Murzuflo dé un paso en falso; por ahora siguen emborrachándose en las tabernas, pero saben bien que antes o después le darán el patadón y saquearán la ciudad. Saben ya cuáles oros se encuentran en cuáles iglesias, saben también que la ciudad está llena de reliquias escondidas, pero saben perfectamente que con las reliquias no se bromea, y sus jefes querrán cogérselas ellos para llevárselas a sus ciudades. Ahora bien, como estos grecanos no son mejores que ellos, los peregrinos están cortejando a este o a aquel, para asegurarse ahora, y por poco dinero, las reliquias más importantes. Moraleja, el que quiere hacer fortuna en esta ciudad vende reliquias, quien quiere hacerla volviendo a casa, las compra.

—¡Entonces ha llegado el momento de sacar nuestras cabezas del Bautista! —dijo el Boidi esperanzado.

—Tú Boidi hablas solo porque tienes boca —dijo el Poeta—. Ante todo, en una sola ciudad, como mucho vendes una cabeza, porque después la voz se extiende. En segundo lugar, he oído decir que aquí en Constantinopla hay ya una cabeza del Bautista, y quizá incluso dos. Pon que las hayan vendido ya las dos, y nosotros llegamos con una tercera: nos cortan la garganta. Así pues, cabezas del Bautista, nada. Ahora bien, lo de buscar reliquias requiere tiempo. El problema no es encontrarlas, es fabricarlas, iguales a las que ya existen, pero que nadie ha encontrado todavía. Dando vueltas por ahí, he oído hablar de la capa púrpura de Cristo, de la caña y de la columna de la flagelación, de la esponja impregnada de hiel y vinagre que ofrecieron a Nuestro Señor moribundo, salvo que ahora está seca; de la corona de espinas, de una custodia donde se conservaba un trozo del pan consagrado en la Última Cena, de los pelos de la barba del Crucificado, de la túnica inconsútil de Jesús, que los soldados se jugaron a los dados, de la túnica de la Virgen…

—Habrá que ver cuáles son más fáciles de rehacer —dijo Baudolino, pensativo.

—Precisamente —dijo el Poeta—. Una caña la encuentras en cualquier sitio; una columna mejor no pensar en ella porque no puedes venderla de extranjis.

—¿Pero por qué arriesgarnos con duplicados, que, si luego alguien encuentra la reliquia verdadera, los que han comprado la falsa pretenden que les devolvamos el dinero? —dijo sensatamente Boron—. Pensad en cuántas reliquias podrían existir. Pensad, por ejemplo, en las doce cestas de la multiplicación de los panes y de los peces; cestas se encuentran por doquier, basta ensuciarlas un poco, eso hace antiguo. Pensad en el hacha con que Noé construyó el arca, habrá una que nuestros genoveses han tirado porque está roma.

—No es una mala idea —dijo el Boidi—, vas a los cementerios y encuentras la mandíbula de san Pablo; no la cabeza sino el brazo izquierdo de san Juan Bautista, y quién da más: los restos de santa Ágata, de san Lázaro, los de los profetas Daniel, Samuel, Isaías, el cráneo de santa Elena, un fragmento de la cabeza de san Felipe apóstol.

—Si es por eso —dijo Pèvere, arrastrado por la bella perspectiva—, basta con hurgar aquí abajo, y os encuentro como nada un fragmento del pesebre de Belén, pequeño, pequeño, que no se entiende de dónde viene.

—Haremos reliquias nunca vistas —dijo el Poeta—, pero haremos de nuevo las que existen ya, porque es de ellas de las que se habla por ahí, y su precio sube de día en día.

La casa de los genoveses se transformó durante una semana en un laborioso taller. El Boidi, tropezando entre el serrín, encontraba un clavo de la Santa Cruz; Boiamondo, después de una noche de dolores atroces, se había atado un incisivo cariado a una cuerda, se lo había sacado como si nada, y he ahí un diente de santa Ana; Grillo hacía secar el pan al sol y ponía miguitas en ciertas cajetillas de madera vieja que Taraburlo acababa de construir. Pèvere los había convencido para que renunciaran a los cestos de los panes y de los peces, porque, decía, después de un milagro semejante, la muchedumbre se los habría repartido, sin duda, y ni siquiera Constantino habría podido recomponerlos. Si se vendía solo uno, no quedaba muy bien, y, en cualquier caso, era difícil hacerlo pasar a hurtadillas de mano en mano, porque Jesús había dado de comer a muchísimas personas, y no podía tratarse de una cestita que escondes bajo la capa. Paciencia con las cestas, había dicho el Poeta, pero el hacha de Noé me la encuentras. Y cómo no, había contestado Pèvere, y aparecía una con un filo que parecía una sierra, y el mango todo quemado.

Después de lo cual, nuestros amigos se vistieron de mercaderes armenios (a esas alturas los genoveses estaban dispuestos a financiar la empresa) y empezaron a vagar solapadamente por tabernas y campamentos cristianos, dejando caer media palabra, aludiendo a las dificultades del asunto, subiendo el precio porque arriesgaban la vida, y cosas por el estilo.

El Boidi volvió una noche diciendo que había encontrado a un caballero monferrín que se habría quedado con el hacha de Noé. Pero quería asegurarse de que de verdad fuera ella.

—Pues sí —decía Baudolino—, vamos a ver a Noé y le pedimos una declaración jurada con su sello y todo.

—Y además, ¿Noé sabía escribir? —preguntaba Boron.

—Noé no sabía más que trincar vino del bueno —decía el Boidi—; debía de estar más borracho que una canica cuando cargó a los animales en el arca, anda que no exageró con los mosquitos y se olvidó de los unicornios, que ya no se los ve por el mundo.

—Se los ve, se los ve todavía… —murmuró Baudolino, que de pronto había perdido su buen humor.

Pèvere dijo que en sus viajes había aprendido un poco la escritura de los judíos y con el cuchillo podía grabar en el mango del hacha uno o dos de sus garabatos.

—Noé era judío, ¿no?

Judío, judío confirmaban los amigos: pobre Solomón, menos mal que ya no está; si no, imagínate qué sufrimiento. Pero de esa manera el Boidi consiguió colocar el hacha.

Ciertos días era difícil encontrar compradores, porque la ciudad estaba soliviantada, y los peregrinos eran llamados de repente al campo, en estado de alerta. Por ejemplo, corría la voz de que Murzuflo había atacado Filea, allá en la costa, los peregrinos habían intervenido con huestes compactas, había habido una batalla, o quizá una escaramuza, pero Murzuflo se había llevado un buen varapalo, y le habían conquistado el confalón con la Virgen que su ejército llevaba como insignia. Murzuflo había vuelto a Constantinopla, pero había dicho a los suyos que no confesaran a nadie esa vergüenza. Los latinos habían sabido de su reticencia, y he ahí que una mañana habían hecho desfilar justo por delante de las murallas una galea, con el confalón bien a la vista, haciéndoles gestos obscenos a los romeos, como el de mostrar las higas o golpear con la mano izquierda el brazo derecho. Murzuflo había quedado fatal, y los romeos le cantaban coplillas por las calles.

Brevemente, entre el tiempo que hacía falta para hacer una buena reliquia y el que servía para encontrar al besugo de turno, nuestros amigos habían tirado adelante desde enero hasta marzo pero, entre la barbilla de san Eobán hoy y la tibia de santa Cunegunda mañana, habían juntado una buena suma, reembolsando a los genoveses y redondeándose como es debido.

—Y eso te explica, señor Nicetas, por qué los días pasados aparecieron en tu ciudad tantas reliquias dobles, que ya solo Dios sabe cuál será la verdadera. Pero, por otra parte, ponte en nuestra posición, teníamos que sobrevivir, entre los latinos dispuestos a la rapiña y tus grecanos, es decir, perdona, tus romanos, dispuestos a engañarlos. En el fondo, hemos estafado a unos estafadores.

—Pues bien —dijo resignado Nicetas—, quizá muchas de esas reliquias inspiren santos pensamientos a esos bárbaros latinos que se las encontrarán en sus barbarísimas iglesias. Santo el pensamiento, santa la reliquia. Las vías del Señor son infinitas.

Podían calmarse ya y regresar hacia sus tierras. Kyot y Boron no tenían ideas, habían renunciado ya a encontrar el Greal, y a Zósimo con él; el Boidi decía que con ese dinero en Alejandría se compraría unas viñas y acabaría sus días como un señor; Baudolino tenía menos ideas que nadie: terminada la búsqueda del Preste Juan, perdida Hipatia, vivir o morir le importaba poco. Pero el Poeta no, el Poeta había sido arrebatado por fantasías de omnipotencia, estaba distribuyendo las cosas del Señor por el universo mundo, habría podido empezar a ofrecer algo, no a los peregrinos de ínfimo rango, sino a los poderosos que los guiaban, conquistando su favor.

Un día llegó a referirnos que en Constantinopla estaba el Mandylion, la Faz de Edesa, una reliquia inestimable.

—¿Pero qué es ese mandilón? —había preguntado Boiamondo.

—Es un paño para secarse la cara —había explicado el Poeta—, y lleva impreso el rostro del Señor. No está pintado, está impreso, por virtud natural: es una imagen acheiropoieton, que no está hecha por la mano del hombre. Abgar V, rey de Edesa, era leproso, y mandó a su archivista Hanan a que invitara a Jesús para que fuera a curarlo. Jesús no podía ir, entonces cogió ese trapo, se secó la cara y dejó impresas sus facciones. Naturalmente, al recibir el paño, el rey se curó y se convirtió a la verdadera fe. Hace siglos, mientras los persas asediaban Edesa, el Mandylion fue izado sobre las murallas de la ciudad y la salvó. Luego el emperador Constantino adquirió el paño y lo trajo aquí; estuvo primero en la iglesia de las Blaquernas, luego en Santa Sofía, luego en la capilla del Faro. Y ese es el verdadero Mandylion, aunque se dice que existen otros: en Camulia en Capadocia; en Menfis en Egipto y en Anablatha cerca de Jerusalén. Lo cual no es imposible, porque Jesús, durante su vida, habría podido secarse la cara más de una vez. Pero este es sin duda el más prodigioso de todos, porque el día de Pascua el rostro cambia según la hora del día, y al alba adopta los rasgos de Jesús recién nacido; en la hora tercera, los de Jesús niño, y así en adelante, hasta que en la hora novena aparece como Jesús adulto, en el momento de la Pasión.

—¿Dónde has aprendido todas estas cosas? —preguntó el Boidi.

—Me las ha contado un monje. Ahora, esta es una reliquia verdadera, y con un objeto de ese tipo se puede volver a nuestras tierras recibiendo honores y prebendas, basta con encontrar al obispo adecuado, como hizo Baudolino con Reinaldo para sus tres Reyes Magos. Hasta ahora hemos vendido reliquias, ahora es el momento de comprar una, pero una que hará nuestra fortuna.

—¿Y a quién le compras el Mandylion? —preguntó cansado Baudolino, asqueado de tanta simonía.

—Lo ha comprado ya un sirio con el que pasé una noche bebiendo, y que trabaja para el duque de Atenas. Pero me ha dicho que este duque daría el Mandylion y quién sabe qué más, con tal de tener la Sydoine.

—Pues ahora nos dices qué es la Sydoine —dijo el Boidi.

—Se dice que en Santa María de las Blaquernas habría estado el Santo Sudario, ese donde aparece la imagen del cuerpo entero de Jesús. Se habla de él en la ciudad, se dice que lo vio aquí Amalrico, el rey de Jerusalén, cuando visitó a Manuel Comneno. Otros, después, me han dicho que su custodia habría sido encomendada a la iglesia de la Beata Virgen del Bucoleón. Ahora bien, nadie lo ha visto nunca y, si existía, ha desaparecido desde quién sabe cuándo.

—No entiendo dónde quieres ir a parar —dijo Baudolino—. Alguien tiene el Mandylion, vale, y lo daría a cambio de la Sydoine, pero tú no tienes la Sydoine, y me daría grima preparar aquí y nosotros una imagen de Nuestro Señor. ¿Y entonces?

—Yo la Sydoine no la tengo —dijo el Poeta—, pero tú sí.

—¿Yo?

—¿Recuerdas cuando te pregunté qué había en aquel estuche que te entregaron los acólitos del Diácono antes de huir de Pndapetzim? Me dijiste que estaba la imagen de aquel desventurado, impresa en su sábana fúnebre, nada más morir. Enséñamela.

—¡Tú estás loco, es un legado sagrado, me la encomendó el Diácono para que se la entregara al Preste Juan!

—Baudolino, tienes sesenta y pico años, ¿y todavía crees en el Preste Juan? Hemos palpado que no existe. Déjame ver esa cosa.

Baudolino sacó a regañadientes el estuche de su alforja, extrajo un rollo y, desenrollándolo, sacó a la luz una tela de grandes dimensiones; les hizo señas a los demás de que apartaran mesas y sillares, porque se necesitaba mucho espacio para estirarla completamente por el suelo.

Era una sábana verdadera, grandísima, que llevaba impresa una doble figura humana, como si el cuerpo envuelto en ella hubiera dejado su huella dos veces, por la parte del pecho y por la parte de la espalda. Se podía entrever muy bien un rostro, los cabellos que caían sobre los hombros, los bigotes y la barba, los ojos cerrados. Tocado por la gracia de la muerte, el infeliz Diácono había dejado en el paño una imagen de rasgos serenos y de un cuerpo poderoso, sobre el cual solo con esfuerzo podían reconocerse signos inciertos de heridas, morados o llagas, las huellas de la lepra que lo había destruido.

Baudolino se quedó parado, conmovido y reconoció que, en ese lino, el difunto había recobrado los estigmas de su doliente majestad. Luego murmuró:

—No podemos vender la imagen de un leproso, y nestoriano por añadidura, como la de Nuestro Señor.

—Primero, el duque de Atenas no lo sabe —respondió el Poeta—, y es a él a quien debemos largársela, no a ti. Segundo, no la vendemos sino que hacemos un cambio y, por lo tanto, no es simonía. Yo voy a ver al sirio.

—El sirio te preguntará por qué haces el cambio, visto que una Sydoine es incomparablemente más preciosa que un Mandylion —dijo Baudolino.

—Porque es más difícil de transportar a escondidas fuera de Constantinopla. Porque vale demasiado, y solo un rey podría permitirse adquirirla, mientras que para la Faz podemos encontrar compradores de menor importancia, pero que pagan a tocateja. Porque, si ofreciéramos la Sydoine a un príncipe cristiano, diría que la hemos robado y nos haría ahorcar, mientras que la Faz de Edesa podría ser la de Camulia, o la de Menfis, o la de Anablatha. El sirio entenderá mis argumentos, porque somos de la misma raza.

—Vale —dijo Baudolino—. Tú le pasas este lienzo al duque de Atenas, y no me importa nada si él se lleva a casa una imagen que no es la del Cristo. Pero tú sabes que esta imagen es para mí mucho más preciosa que la de Cristo, tú sabes qué me recuerda, y no puedes traficar con una cosa tan venerable.

—Baudolino —dijo el Poeta—, no sabemos qué encontraremos allá arriba, cuando volvamos a casa. Con la Faz de Edesa nos atraemos a un arzobispo a nuestra parte, y nuestra fortuna estará hecha de nuevo. Y además, Baudolino, si no te hubieras llevado este sudario de Pndapetzim, a estas horas los hunos lo estarían usando para limpiarse el culo. Tenías afecto por ese hombre, me contabas su historia mientras vagábamos por los desiertos y cuando estábamos prisioneros, y llorabas su muerte inútil y olvidada. Pues bien, su último retrato será venerado en algún lugar como el de Cristo. ¿Qué sepulcro más sublime podías desear para un difunto que has amado? Nosotros no humillamos el recuerdo de su cuerpo, sino más bien… ¿cómo podría decirlo, Boron?

—Lo transfiguramos.

—Eso.

—Será porque en el caos de aquellos días había perdido el sentido de lo que era justo y de lo que estaba equivocado; será porque estaba cansado, señor Nicetas. Accedí. El Poeta se alejó para cambiar la Sydoine, la nuestra, mejor dicho la mía o, mejor dicho aún, la del Diácono, por el Mandylion.

Baudolino se echó a reír, y Nicetas no entendía por qué.

—La burla, la supimos por la noche. El Poeta fue a la taberna que conocía, hizo su infame mercado; para emborrachar al sirio se emborrachó también él, salió, le siguió alguien que estaba al corriente de sus tejemanejes, quizá el sirio mismo (que, como el Poeta había dicho, era de su misma raza), le asaltaron en un callejón, lo molieron a golpetazos, y volvió a casa, más ebrio que Noé, sangrando, contusionado, sin Sydoine y sin Mandylion. Yo quería matarlo a patadas, pero era un hombre acabado. Por segunda vez perdía un reino. Los días siguientes hubo que alimentarlo a la fuerza. Yo me decía feliz por no haber tenido nunca demasiadas ambiciones, si la derrota de una ambición podía reducirle a uno a aquel estado. Luego reconocía que yo también era víctima de muchas ambiciones frustradas, había perdido a mi padre amadísimo, no le había encontrado el reino con el que él soñaba, había perdido para siempre a la mujer que amaba… Simplemente yo había aprendido que el Demiurgo había hecho las cosas a medias, mientras que el Poeta seguía creyendo que en este mundo era posible alguna victoria.

A principios de abril, los nuestros se dieron cuenta de que Constantinopla tenía los días contados. Había habido un contraste muy dramático entre el dux Dandolo, erguido en la proa de una galea, y Murzuflo, que lo apostrofaba desde tierra firme, imponiendo a los latinos que dejaran sus tierras. Estaba claro que Murzuflo se había vuelto loco, y los latinos, si querían, se lo comían de un bocado. Se veían, más allá del Cuerno de Oro, los preparativos en el campo de los peregrinos, y en la toldilla de las naves ancladas había todo un movimiento de marineros y de hombres de armas que se preparaban para el ataque.

El Boidi y Baudolino dijeron que, ya que un poco de dinero lo tenían, era el momento de dejar Constantinopla, porque ellos, ciudades expugnadas, habían visto más que suficientes. Boron y Kyot estaban de acuerdo, pero el Poeta pidió algún día más. Se había recobrado del batacazo y evidentemente quería aprovechar las últimas horas para dar su golpe final, y ni siquiera él sabía cuál. Ya empezaba a tener la mirada de un loco, pero precisamente con los locos no se puede discutir. Lo contentaron, diciéndose que bastaba con vigilar las naves para entender cuándo habría llegado el momento de tomar el camino de tierra adentro.

El Poeta estuvo fuera dos días, y era demasiado. En efecto, la mañana del viernes de Ramos todavía no había vuelto y los peregrinos habían empezado a atacar desde el mar, entre las Blaquernas y el monasterio del Benefactor, más o menos en la zona llamada Petria, al norte de las murallas de Constantino.

Era demasiado tarde para salir de las murallas, vigiladas ya por todas partes. Maldiciendo a aquel vagabundo de su compañero, Baudolino y los demás decidieron que era mejor permanecer emboscados en casa de los genoveses, porque esa zona no parecía amenazada. Esperaron, y hora tras hora sabían las noticias que llegaban de Petria.

Las naves de los peregrinos estaban erizadas de construcciones obsidionales. Murzuflo estaba en una pequeña colina detrás de la muralla, con todos sus jerifaltes y cortesanos, estandartes y trompeteros. A pesar de aquel desfile, los imperiales se estaban batiendo bien; los latinos habían intentado varios asaltos, pero siempre habían sido rechazados, con los grecanos que exultaban sobre las murallas y mostraban los traseros desnudos a los derrotados, mientras Murzuflo se exaltaba como si todo lo hubiera hecho él y ordenaba dar voz a las trompetas de la victoria.

Pareció así que Dandolo y los demás jefes hubieran renunciado a expugnar la ciudad, y el sábado y el domingo pasaron tranquilos, aunque todos seguían tensos. Baudolino aprovechó para recorrer Constantinopla de arriba abajo, para encontrar al Poeta, pero en vano.

Era ya la noche del domingo cuando volvió su compañero. Tenía la mirada más alucinada que antes, no dijo nada y se puso a beber en silencio hasta la mañana siguiente.

Fue a las primeras luces del alba del lunes cuando los peregrinos retomaron el asalto, que duró toda la jornada: las escalas de las naves venecianas habían conseguido engancharse a algunas torres de las murallas, los crucíferos habían entrado; no, había sido uno solo, gigantesco y con un yelmo guarnecido con torres, que había atemorizado y hecho huir a los defensores. Otra posibilidad era que alguien había desembarcado, había encontrado una poterna tapiada, la había destruido a piconazos haciendo un agujero en la muralla, sí, pero habían sido repelidos, aunque algunas torres ya habían sido conquistadas…

El Poeta iba de un lado a otro de la habitación como un animal enjaulado; parecía ansioso de que la batalla se resolviera de una manera u otra, miraba a Baudolino como para decirle algo, luego renunciaba, y escrutaba con ojos sombríos los movimientos de sus otros tres compañeros. En determinado momento, llegó la noticia de que Murzuflo se había dado a la fuga abandonando a su ejército, los defensores habían perdido el poco valor que les quedaba, los peregrinos habían desfondado y superado las murallas; no osaban entrar en la ciudad porque estaba anocheciendo, habían incendiado las primeras casas para desencovar a los eventuales defensores escondidos.

—El tercer incendio en poquísimos meses —se quejaban los genoveses—, ¡pero si esto ya no es una ciudad, se ha convertido en un montón de estiércol que se quema cuando sobra!

—¡Que se te lleven los muertos! —le gritaba el Boidi al Poeta—. ¡Si no hubiera sido por ti, ya estaríamos fuera de este estercolero! ¿Y ahora?

—Ahora calla, que bien sé yo por qué —le siseaba el Poeta.

Durante la noche se veían los primeros resplandores del incendio. Al alba, Baudolino, que parecía dormido pero tenía ya los ojos abiertos, vio al Poeta acercarse primero al Boidi, luego a Boron y por último a Kyot para susurrarles algo en el oído. Luego desapareció. Poco después Baudolino vio que Kyot y Boron se consultaban, cogían algo de sus alforjas y dejaban la casa intentando no despertarle.

Poco después se acercó a él el Boidi, que lo zarandeó de un brazo. Estaba trastornado:

—Baudolino —dijo—, yo no sé qué está pasando aquí pero se están volviendo todos locos. Se me ha acercado el Poeta y me ha dicho estas precisas palabras: he encontrado a Zósimo y ahora sé dónde está el Greal, no intentes hacerte el listo, coge tu cabeza del Bautista y llégate a Katabates, al lugar donde Zósimo recibió al basileo aquella vez, antes de la tarde; ya sabes el camino. Pero ¿qué es eso de Katabates? ¿De qué basileo hablaba? ¿A ti no te ha dicho nada?

—No —dijo Baudolino—, es más, parece como si quisiera mantenerme a oscuras de todo. Y estaba tan confundido que no se ha acordado de que Boron y Kyot estaban con nosotros hace años, cuando fuimos a capturar a Zósimo a Katabates, pero tú no. Ha llegado la hora de poner en claro este asunto.

Buscó a Boiamondo.

—Escucha —le dijo—, ¿te acuerdas de aquella noche, hace muchos años, cuando nos condujiste a aquella cripta que está debajo del antiguo monasterio de Katabates? Ahora debo regresar.

—Bueno estás tú. Tienes que alcanzar aquel pabellón cerca de la iglesia de los Santísimos Apóstoles. Y quizá lo consigas sin toparte con los peregrinos, que no deben de haber llegado todavía hasta allá. Si luego vuelves, quiere decir que tenía razón.

—Sí, pero debería llegar sin llegar. O sea, no puedo explicártelo, pero debo seguir o preceder a alguien que recorrerá ese mismo camino, y no quiero que me vean. Recuerdo que allá abajo se abrían muchas galerías. ¿Se puede llegar también por otro sitio?

Boiamondo se echó a reír:

—Si no tienes miedo de los muertos… Se puede entrar desde otro pabellón cerca del Hipódromo, y también hasta allí creo que todavía se llega. Luego sigues bajo tierra un buen trecho, y estás en el cementerio de los monjes de Katabates, que nadie sabe ya que existe, pero sigue existiendo. Las galerías del cementerio llegan hasta la cripta, pero si quieres, puedes pararte antes.

—¿Y tú me llevas?

—Baudolino, la amistad es sagrada, pero el pellejo aún lo es más. Yo te explico todo y bien, tú eres un chico inteligente, y te encuentras el camino tú solito. ¿Vale?

Boiamondo describió el camino que había que tomar, le dio también dos pedazos de madera bien resinados. Baudolino volvió junto al Boidi y le preguntó si tenía miedo de los muertos. Figúrate, dijo él, yo solo tengo miedo de los vivos.

—Hagamos lo siguiente —le dijo Baudolino—, tú coges tu cabeza del Bautista, y yo te acompaño hasta allá. Tú irás a tu cita y yo me esconderé un poco antes para descubrir qué le pasa por la cabeza a ese loco.

—Hagamos que vamos —dijo el Boidi.

Cuando iban a salir, Baudolino se lo pensó un instante, y cogió también él su cabeza del Bautista, que envolvió en un harapo y se puso bajo el brazo. Luego se lo pensó un poco más, y se colocó en el cinto los dos puñales árabes que había comprado en Gallípoli.