—Pobre, infeliz Baudolino —dijo Nicetas, conmovido hasta tal punto que se olvidaba de probar la cabeza de cerdo hervida con sal, cebollas y ajo, que Teofilacto había conservado durante todo el invierno en un pequeño tonel de agua marina—. Una vez más, cada vez que te apasionabas por una cosa verdadera, la suerte te castigaba.
—A partir de aquella tarde cabalgamos durante tres días y tres noches, sin pararnos, sin comer ni beber. Supe después que mis amigos hicieron prodigios de astucia para evitar a los hunos, que se podían encontrar por doquier en un radio de millas y millas. Yo me dejaba llevar. Los seguía, pensaba en Hipatia. Es justo, me decía, que las cosas hayan ido así. ¿De verdad habría podido llevarla conmigo? ¿Se habría acostumbrado a un mundo desconocido, sustraída a la inocencia del bosque, a la tibieza familiar de sus ritos y a la sociedad de sus hermanas? ¿Habría renunciado a ser una elegida, llamada a redimir a la divinidad? La habría transformado en una esclava, en una infeliz. Y además nunca le había preguntado cuántos años tenía, pero quizá podría haber sido dos veces mi hija. Cuando abandoné Pndapetzim tenía, creo, cincuenta y cinco años. Le había parecido joven y vigoroso, porque era el primer hombre que veía, pero la verdad es que me estaba encaminando hacia la vejez. Habría podido darle poquísimo, quitándoselo todo. Intentaba convencerme de que las cosas habían seguido el curso que debían seguir: hacerme infeliz para siempre. Si lo aceptaba, quizá habría encontrado mi paz.
—¿No tuviste la tentación de volver atrás?
—Cada instante después de aquellos primeros tres días desmemoriados. Pero habíamos perdido el camino. El camino que tomamos no era el mismo por el que habíamos ido, dimos mil vueltas, y cruzamos tres veces la misma montaña, o quizá eran tres montañas distintas, pero ya no éramos capaces de distinguirlas. No bastaba el sol para encontrar la orientación, y no teníamos con nosotros ni a Ardzrouni ni su mapa. Quizá habíamos dado la vuelta a ese gran monte que ocupa la mitad del tabernáculo, y estábamos en la otra parte de la tierra. Luego nos quedamos sin caballos. Los pobres animales llevaban con nosotros desde el principio del viaje, y habían envejecido con nosotros. No nos habíamos dado cuenta, porque en Pndapetzim no había otros caballos con los que compararlos. Aquellos tres últimos días de fuga precipitada los habían dejado exhaustos. Poco a poco fueron muriendo, y para nosotros casi fue una bendición, porque tuvieron el buen sentido de ir dejándonos, de uno en uno, en lugares donde no se encontraba comida, y comíamos sus carnes, lo poco que había quedado pegado a los huesos. Seguíamos a pie y con los pies llenos de llagas; el único que no se quejaba era Gavagai, que nunca había necesitado a los caballos, y en la planta del pie tenía un callo de dos dedos. Comíamos de verdad langostas, y sin miel, a diferencia de los santos padres. Luego perdimos a Colandrino.
—Precisamente el más joven…
—El más inexperto de nosotros. Buscaba comida entre las rocas, metió la mano en un recoveco traicionero, y le mordió una serpiente. Tuvo apenas el aliento para saludarme, y susurrarme que me mantuviera fiel al recuerdo de su amada hermana y mi amadísima esposa, de manera que por lo menos yo la hiciera vivir en mi memoria. Yo me había olvidado de Colandrina, y una vez más me sentí adúltero y traidor, de Colandrina y Colandrino.
—¿Y luego?
—Luego todo se vuelve oscuro. Señor Nicetas, salí de Pndapetzim, cuando, según mis cálculos, era el verano del año del Señor 1197. Llegué aquí, a Constantinopla, el pasado mes de enero. En medio ha habido, pues, seis años y medio de vacío, vacío de mi espíritu y quizá vacío del mundo.
—¿Seis años vagando por los desiertos?
—Un año, quizá dos, ¿quién llevaba ya la cuenta del tiempo? Después de la muerte de Colandrino, quizá unos meses más tarde, nos encontramos a los pies de unas montañas, que no sabíamos cómo escalar. De doce que habíamos salido, habíamos quedado seis; seis hombres y un esciápodo. La ropa hecha harapos, consumidos, quemados por el sol, nos quedaban solo nuestras armas y nuestras alforjas. Nos dijimos que quizá habíamos llegado al final de nuestro viaje y nos tocaba morir allá. De repente, vimos venir hacia nosotros una cuadrilla de hombres a caballo. Llevaban ropa suntuosa, tenían armas relucientes, cuerpo humano y cabezas de perro.
—Eran cinocéfalos. Así pues, existen.
—Como que Dios es verdadero. Nos interrogaron emitiendo ladridos, nosotros no entendíamos, el que parecía el jefe sonrió. Quizá era una sonrisa, o un gruñido, que le descubría los caninos afilados, dio una orden a los suyos, y nos ataron, en fila india. Nos hicieron cruzar la montaña por un sendero que conocían; luego, después de algunas horas de camino, bajamos a un valle que rodeaba por todos sus lados un monte altísimo, con un castillo poderoso sobre el que volteaban pájaros rapaces que de lejos parecían enormes. Me acordé de la antigua descripción de Abdul y reconocí el castillo de Aloadin.
Así era. Los cinocéfalos los hicieron subir por tortuosísimas escalinatas excavadas en la piedra hasta aquel inasequible refugio y los introdujeron en el castillo, tan grande casi como una ciudad, donde, entre atalayas y torres del homenaje, se podían ver jardines colgantes y pasajes cerrados por rejas poderosas. Los tomaron en custodia otros cinocéfalos armados con látigos. Pasando por un pasillo, Baudolino vio fugazmente, desde una ventana, una especie de patio entre paredes altísimas donde languidecían encadenados muchos jóvenes, y se acordó de cómo Aloadin educaba a sus sicarios para el delito, hechizándoles con la miel verde. Introducidos en una sala suntuosa, vieron sentado en cojines bordados a un viejo que parecía tener cien años, con la barba blanca, las cejas negras y la mirada hosca. Ya vivo y poderoso cuando había capturado a Abdul, casi medio siglo antes, Aloadin todavía estaba allá, gobernando a sus esclavos.
Los miró con desprecio, evidentemente se daba cuenta de que aquellos desventurados no eran buenos para enrolarlos entre sus jóvenes asesinos. Ni siquiera les habló. Hizo un gesto aburrido a uno de sus siervos, como para decir: haced lo que os plazca. Solo sintió curiosidad al ver detrás de ellos al esciápodo. Hizo que se moviera, le invitó con gestos a que extendiera el pie sobre la cabeza, se rió. Los seis hombres fueron sacados de allí, y Gavagai se quedó a su lado.
Así empezó la larguísima prisión de Baudolino, Boron, Kyot, el rabí Solomón, el Boidi y el Poeta, perennemente con una cadena en los pies, que terminaba en una bola de piedra, empleados en trabajos serviles, a veces para lavar las baldosas de los suelos y los azulejos, a veces para darles vueltas a las muelas de los molinos, a veces encargados de llevar cuartos de carnero a los pájaros roq.
—Eran —le explicaba Baudolino a Nicetas— animales voladores del tamaño de diez águilas juntas, con un pico adunco y cortante, con el que podían descarnar a un buey en pocos instantes. Sus patas tenían garras que parecían rostros de una nave de batalla. Merodeaban inquietos en una jaula amplia colocada en un torreón, dispuestos a asaltar a quien fuera, excepto a un eunuco que parecía hablar su lenguaje y los tenía a raya moviéndose entre ellos como si estuviera con los pollos de su gallinero. Era también el único que podía enviarlos como emisarios de Aloadin: a uno de ellos le ponía, en el dorso y en el cuello, unas correas recias que hacía pasar bajo las alas, y de ellas colgaba una cesta, u otro peso, luego abría una compuerta, daba una orden y el pájaro así enjaezado, y solo ese, volaba fuera de la torre y desaparecía en el cielo. También los vimos volver; el eunuco hacía que entraran, y les quitaba de su albarda un saco o un cilindro de metal, que evidentemente contenía un mensaje para el señor del lugar.
Otras veces los prisioneros pasaban días y días en el ocio, porque no había nada que hacer; a veces les encargaban que sirvieran al eunuco que llevaba la miel verde a los jóvenes encadenados, y se horrorizaban viendo sus rostros devastados por el sueño que los consumía. Si no un sueño, una sutil desgana devastaba a nuestros prisioneros, que engañaban el tiempo contándose sin cesar las peripecias pasadas. Recordaban París, Alejandría, el alegre mercado de Gallípoli, la estancia serena con los gimnosofistas. Hablaban de la carta del Preste, y el Poeta, cada día más sombrío, parecía repetir las palabras del Diácono como si las hubiera oído:
—La duda que me corroe es que el reino no exista. ¿Quién nos habló del reino, en Pndapetzim? Los eunucos. ¿A quién referían los emisarios que enviaban donde el Preste? A ellos, a los eunucos. Y aquellos mensajes, ¿de verdad habían salido?, ¿de verdad habían vuelto? El Diácono jamás había visto a su padre. Todo lo que llegamos a saber, lo supimos por los eunucos. Quizá era todo una confabulación de los eunucos, que se mofaban del Diácono, de nosotros y del último nubio o esciápodo. A veces me pregunto si existieron también los hunos blancos…
Baudolino le decía que se acordara de sus compañeros muertos en la batalla, pero el Poeta meneaba la cabeza. Mejor que repetirse a sí mismo que había sido derrotado, prefería creer que había sido víctima de un hechizo.
Luego volvían al día de la muerte de Federico, y cada vez se inventaban una nueva explicación para darse razón de aquella muerte inexplicable. Había sido Zósimo, estaba claro. No, Zósimo había robado el Greal, pero solo después; alguien, esperando apoderarse del Greal, había actuado antes. ¿Ardzrouni? ¿Y quién podía saberlo? ¿Uno de sus compañeros desaparecidos? Qué pensamiento atroz. ¿Uno de los que habían sobrevivido? Pero en tanta desgracia, decía Baudolino, ¿tenemos que sufrir también las congojas de la recíproca sospecha?
—Mientras viajábamos al descubrimiento del reino del Preste, no nos atenazaban estas dudas; cada uno ayudaba al otro con espíritu de amistad. Era la cautividad la que nos agriaba, no podíamos mirarnos a la cara el uno al otro, y durante años nos odiamos mutuamente. Yo vivía retirado en mí mismo. Pensaba en Hipatia, pero no conseguía recordar su cara, recordaba solo el gozo que me daba; ocurría que de noche movía las manos inquietas sobre el vello de mi pubis, y soñaba con tocar su vello que sabía a musgo. Podía excitarme porque, si el espíritu decaía desvariando, nuestro cuerpo se iba recuperando gradualmente de los efectos de nuestra peregrinación. Allá arriba, no nos alimentaban mal, teníamos comida en abundancia dos veces al día. Quizá era la manera en que Aloadin, que no nos admitía en los misterios de su miel verde, nos mantenía tranquilos. En efecto, habíamos recobrado vigor, pero, a pesar de los duros trabajos a los que teníamos que doblegarnos, engordábamos. Me miraba la panza prominente y me decía: eres bello, Baudolino, ¿son bellos como tú todos los hombres? Luego me reía como un alelado.
Los únicos momentos de consuelo se producían cuando les visitaba Gavagai. Su excelente amigo se había convertido en el bufón de Aloadin, lo divertía con sus movimientos inopinados, le hacía pequeños encargos volando por salas y pasillos para llevar sus órdenes, había aprendido la lengua sarracena, gozaba de mucha libertad. A sus amigos les llevaba manjares de las cocinas del señor, los mantenía informados sobre los asuntos del castillo, sobre las luchas sórdidas entre los eunucos para asegurarse el favor del amo, sobre las misiones homicidas a las que se mandaba a los jóvenes alucinados.
Un día le dio a Baudolino un poco de miel verde, pero muy poca, decía, si no, habría acabado como aquellas bestias asesinas. Baudolino se la tomó y vivió una noche de amor con Hipatia. Pero hacia el final del sueño, la joven había cambiado su naturaleza, tenía las piernas ágiles, blancas y amables como las mujeres de los hombres, y cabeza de cabra.
Gavagai les advertía de que sus armas y alforjas habían sido arrojadas en un cuchitril, y que él las sabría encontrar cuando intentaran la fuga.
—Pero, Gavagai, ¿de verdad piensas que un día podremos huir? —le preguntaba Baudolino.
—Yo cree que sí. Yo cree que muchas buenas maneras para huir. Yo solo debe encontrar la mejor. Pero tú vuelve tú gordo como eunuco, y si tú gordo tú huye mal. Tú debe hacer movimientos de cuerpo, como yo, tú ponga tu pie sobre la cabeza y vuelve muy ágil.
El pie sobre la cabeza no, pero Baudolino había entendido que la esperanza de una fuga, aun vana, lo habría ayudado a soportar el cautiverio sin enloquecer y, por lo tanto, se preparaba para el acontecimiento, moviendo los brazos, haciendo flexiones con las piernas decenas y decenas de veces hasta que caía exhausto sobre su vientre redondo. Se lo había aconsejado a los amigos, y con el Poeta fingía movimientos de lucha; pasaban a veces toda una tarde intentando derribarse al suelo. Con la cadena en el pie no era fácil, y habían perdido la soltura de otro tiempo. No solo a causa del cautiverio. Era la edad. Pero les sentaba bien.
El único que había olvidado completamente su cuerpo era el rabí Solomón. Comía poquísimo, estaba demasiado débil para los distintos trabajos, y los amigos los hacían por él. No tenía ningún rollo que leer, ningún instrumento para escribir. Pasaba las horas repitiendo el nombre del Señor, y cada vez era un sonido distinto. Había perdido los dientes que le quedaban, ahora tenía solo encías, tanto a la derecha como a la izquierda. Comía mascujando y hablaba silbando. Se había convencido de que las diez tribus perdidas no podían haberse quedado en un reino donde la mitad de sus habitantes eran nestorianos, todavía soportables, porque también para los judíos aquella buena mujer de María no podía haber generado dios alguno, pero cuya otra mitad eran idólatras que aumentaban o disminuían a su gusto el número de las divinidades. No, decía desconsolado, quizá las diez tribus pasaran a través del reino, pero luego siguieron su vagabundeo; nosotros los judíos buscamos siempre una tierra prometida, con tal de que esté en otro lugar, y ahora quién sabe dónde estarán; a lo mejor a pocos pasos de este lugar donde estoy acabando mis días. Yo he abandonado toda esperanza de encontrarlas. Soportemos las pruebas que el Santo, que sea bendito por siempre, nos envía. Job soportó cosas mucho peores.
—Se había ido de la cabeza, se veía a simple vista. Y fuera de sí me parecían Boron y Kyot, que no dejaban de fantasear sobre ese Greal que habrían vuelto a encontrar; es más, pensaban que el Greal se habría hecho encontrar por ellos, y más hablaban, más sus virtudes milagrosas se volvían milagrosísimas, y más soñaban con poseerlo. El Poeta repetía: dejadme que le ponga las manos encima a Zósimo y me vuelvo dueño del mundo. Olvidad a Zósimo, decía yo: ni siquiera llegó a Pndapetzim, quizá se perdiera por el camino, su esqueleto se estará transformando en polvo en algún lugar polvoriento, su Greal lo cogieron unos nómadas infieles que lo usarán para mear en él. Calla, calla, me decía Boron palideciendo.
—¿Cómo conseguisteis libraros de aquel infierno? —preguntó Nicetas.
—Un día Gavagai vino a decirnos que había encontrado la vía de fuga. Pobre Gavagai, también él había envejecido mientras tanto, nunca he sabido cuánto vivía un esciápodo, pero ya no se precedía a sí mismo como un rayo. Llegaba como el trueno, un poco después, y al final de la carrera, jadeaba.
El plan era el siguiente: había que sorprender armados al eunuco de guardia de los pájaros roq, obligarle a enjaezarlos como siempre, pero de manera que las correas que aseguraban su equipaje estuvieran atadas a los cinturones de los fugitivos. Luego el eunuco debía dar la orden a los pájaros de que volaran hasta Constantinopla. Gavagai había hablado con el eunuco, y había sabido que enviaba a menudo los roq a aquella ciudad, a un agente de Aloadin que vivía en una colina cerca de Pera. Tanto Baudolino como Gavagai comprendían la lengua sarracena y podían controlar que el eunuco diera la orden correcta. Una vez llegados a la meta, los pájaros habrían descendido ellos solos.
—¿Cómo ha hecho yo no pensar antes esto? —se preguntaba Gavagai, dándose cómicamente puñetazos en la cabeza.
—Sí —decía Baudolino—, ¿pero cómo podemos volar con una cadena en el pie?
—Yo encuentra lima —decía Gavagai.
De noche, Gavagai había encontrado sus armas y sus alforjas y las había llevado a su dormitorio. Espadas y puñales estaban oxidados, pero se pasaron las noches limpiándolos y molándolos, usando las piedras de las paredes para frotarlos. Les llegó la lima. No valía casi nada y perdieron semanas para fresar el anillo que les apretaba los tobillos. Lo consiguieron, por debajo de la anilla vulnerada pasaron una cuerda, atada a la cadena, y parecían deambular por el castillo impedidos como siempre. Bien mirado, se descubría el engaño, pero estaban allí desde hacía tantos años que nadie les prestaba atención, y los cinocéfalos los consideraban ya animales domésticos.
Una noche supieron que el día siguiente habrían debido retirar de las cocinas ciertos sacos de carne pasada para llevárselos a los pájaros. Gavagai les advirtió de que era la ocasión que esperaban.
Por la mañana fueron a coger los sacos, con el aire de quien hace las cosas de mala gana, pasaron por su dormitorio, metieron las armas entre las carnes. Llegaron a las jaulas cuando ya Gavagai había llegado, y estaba divirtiendo al eunuco guardián dando volteretas. Lo demás fue fácil, abrieron los sacos, sacaron sus puñales, y seis puñales pusieron en la garganta del guardián (Solomón los miraba como si no le importara nada de lo que estaba sucediendo). Baudolino le explicó al eunuco lo que tenía que hacer. Parecía que no había jaeces suficientes, pero el Poeta aludió al corte de las orejas y el eunuco, que ya había recibido bastantes cortes, se declaró dispuesto a colaborar. Preparó siete pájaros para sostener el peso de siete hombres, o de seis hombres y un esciápodo.
—Yo quiero el más robusto —dijo el Poeta—, porque tú —y se dirigía al eunuco— desgraciadamente no puedes quedarte aquí, porque darías la alarma, o gritarías a tus bichos que volvieran atrás. A mi cintura se asegurará otra lazada y de ella colgarás tú. Así pues, mi pájaro debe soportar el peso de dos personas.
Baudolino tradujo, el eunuco se dijo feliz de acompañar a sus capturadores hasta el fin del mundo, pero preguntó qué sería de él. Lo tranquilizaron: una vez en Constantinopla, podría seguir su camino.
—Y démonos prisa —conminó el Poeta—, porque la fetidez de esta jaula es insoportable.
Fue necesaria, en cambio, casi una hora para disponerlo todo según las reglas del arte. Cada uno se colgó como es debido de su propio rapaz, y el Poeta aseguró a su cintura la correa que sostendría al eunuco. Gavagai era el único que aún estaba desatado, pues espiaba desde la esquina de un pasillo si llegaba alguien a echarlo todo a rodar.
Alguien vino. Unos guardias se habían maravillado de que los prisioneros, enviados a alimentar a los animales, no hubieran vuelto al cabo de tanto tiempo. Llegaron al fondo del pasillo unos cuantos cinocéfalos, ladrando preocupados.
—¡Llega cabezas de perro! —gritó Gavagai—. ¡Vosotros marcha enseguida!
—Nosotros marcha enseguida un cuerno —gritó Baudolino—. ¡Ven, que nos da tiempo de ponerte tu jaez!
No era verdad, y Gavagai lo entendió. Si él huía, los cinocéfalos habrían llegado a la jaula antes de que el eunuco hubiera podido abrir la compuerta y hacer que los pájaros se alzaran en vuelo. Gritó a los demás que abrieran la jaula y se fueran. Había metido en los sacos de las carnes también su fístula. La cogió, con los tres dardos que le habían quedado.
—Esciápodo muere, pero sigue fiel a los santísimos Magos —dijo.
Se tumbó, levantó el pie sobre la cabeza, y con la cabeza en el suelo se llevó la fístula a la boca, sopló: el primer cinocéfalo cayó muerto. Mientras aquellos se retiraban, a Gavagai le dio tiempo de tumbar a otros dos, luego se quedó sin flechas. Para entretener a sus asaltantes, mantuvo la fístula como si fuera a seguir soplando en ella, pero el engaño fue breve. Aquellos monstruos le saltaron encima y lo traspasaron con sus espadas.
Mientras tanto el Poeta había hecho que su puñal penetrara ligeramente bajo la barbilla del eunuco que, al perder la primera sangre, había entendido qué se le pedía y, aun impedido por sus ataduras, había conseguido abrir la compuerta. Cuando vio que Gavagai sucumbía, el Poeta gritó:
—¡Todo ha acabado, vamos, vamos!
El eunuco dio una orden a los roq, que salieron y se alzaron en vuelo. Los cinocéfalos estaban entrando en la jaula justo en ese momento, pero su ímpetu fue frenado por los pájaros que habían quedado; enfurecidos por aquel trajín, la emprendieron a picotazos con ellos.
Se hallaron los seis en pleno cielo.
—¿Ha dado la orden correcta para Constantinopla? —preguntó gritando el Poeta a Baudolino, y Baudolino hizo señal de que sí.
—Entonces ya no nos sirve —dijo el Poeta.
Con una sola puñalada cortó la correa que lo ataba al eunuco, y este se precipitó en el vacío.
—Volaremos mejor —dijo el Poeta—, Gavagai está vengado.
—Volamos, señor Nicetas, altos sobre llanuras desoladas, marcadas solo por las heridas de ríos resecos desde quién sabe cuándo, campos cultivados, lagos, bosques, manteniéndonos agarrados a las patas de los pájaros, porque temíamos que la albarda no soportara nuestro peso. Volamos durante un tiempo que no sé calcular, y teníamos las palmas de las manos ulceradas. Veíamos pasar por debajo de nosotros extensiones de arena, tierras fecundísimas, prados y despeñaderos montañosos. Volábamos bajo el sol, pero a la sombra de aquellas largas alas que agitaban el aire sobre nuestras cabezas. No sé cuánto volamos, también de noche, y a una altura que desde luego les es negada a los ángeles. Un día, vimos debajo de nosotros, en una llanura desierta, diez columnas, así nos pareció, de personas (¿o eran hormigas?) que avanzaban casi paralelas hacia quién sabe dónde. El rabí Solomón se puso a gritar que eran las diez tribus perdidas y quería alcanzarlas. Intentaba que su pájaro descendiera tirándole de las patas, intentaba dirigir su vuelo como se hace con los cabos de una vela o la barra de un timón, pero el pájaro se enfurecía, se había librado de su presa e intentaba clavarle sus garras en la cabeza. Solomón, no me seas cojonazos, le gritaba el Boidi, que esos no son los tuyos, ¡son unos nómadas cualesquiera que van por ahí sin norte! Aliento malgastado. Presa de una mística locura, Solomón se agitaba a tal punto que se soltó de su albarda, y se precipitó; mejor dicho, no, volaba con los brazos extendidos cruzando los cielos como un ángel del Altísimo, que por siempre sea el Santo bendito, pero era un ángel atraído por una tierra prometida. Lo vimos empequeñecerse, hasta que su imagen se confundió con la de las hormigas allá abajo.
Transcurrido un tiempo, los pájaros roq, absolutamente fieles a la orden recibida, llegaron a la vista de Constantinopla y de sus cúpulas que relucían al sol. Bajaron donde tenían que bajar, y los nuestros se libraron de sus ataduras. Una persona, quizá el sicofante de Aloadin, les salió al encuentro, asombrado de aquel descenso de demasiados emisarios. El Poeta le sonrió, cogió la espada y le dio un cimbronazo en la cabeza.
—Benedico te in nomine Aloadini —dijo seráfico, mientras aquel se desplomaba como un saco.
—¡Sus, sus! —les hizo después a los pájaros.
Estos parecieron entender el tono de la voz, se alzaron en vuelo y desaparecieron en el horizonte.
—Estamos en casa —dijo feliz el Boidi, aunque estaba a mil millas de su casa.
—Esperemos que por alguna parte estén todavía nuestros amigos genoveses —dijo Baudolino—. Busquémoslos.
—Veréis que nos resultarán útiles nuestras cabezas del Bautista —dijo el Poeta, rejuvenecido de golpe—. Hemos vuelto entre los cristianos. Hemos perdido Pndapetzim, pero podríamos conquistar Constantinopla.
—No sabía —comentó Nicetas con una sonrisa triste— que otros cristianos ya la estaban haciendo.