—En aquellos días de espera, señor Nicetas, había experimentado sentimientos opuestos. Ardía por el deseo de verla, temía no volver a verla, la imaginaba presa de mil peligros, experimentaba, en definitiva, todas las sensaciones propias del amor, pero no sentía celos.
—¿No pensabas que la Madre habría podido mandarla a los fecundadores precisamente entonces?
—Es una duda que no se me presentó. Quizá, sabiendo hasta qué punto yo era suyo, pensaba que ella era mía a tal punto que se habría negado a dejarse tocar por otros. He reflexionado mucho, después, y me he convencido de que el amor perfecto no deja espacio para los celos. Los celos son sospecha, temor y calumnia entre amante y amada, y san Juan dijo que el amor perfecto ahuyenta todo temor. No sentía celos, pero intentaba evocar, a cada minuto, su rostro y no lo conseguía. Recordaba lo que sentía mirándola, pero no podía imaginarla. Y aun así, durante nuestros encuentros, no hacía sino mirarle la cara, no hacía sino…
—He leído que sucede a quien ama de intenso amor… —dijo Nicetas, con el apuro de quien quizá no ha experimentado nunca una pasión tan arrebatadora—. ¿No te había pasado con Beatriz y con Colandrina?
—No, no de una manera que me hiciera sufrir a tal punto. Creo que con Beatriz yo cultivaba la idea misma del amor, que no necesitaba una cara, y además me parecía un sacrilegio esforzarme por imaginar sus facciones carnales. En cuanto a Colandrina, me daba cuenta, después de haber conocido a Hipatia, de que con ella no había habido pasión, sino más bien alegría, ternura, afecto intensísimo, como habría podido sentir, Dios me perdone, hacia una hija o una hermana pequeña. Creo que les pasa a todos los que se enamoran, pero aquellos días estaba convencido de que Hipatia era la primera mujer a la que había amado de verdad, y ciertamente es la verdad, todavía ahora y para siempre. Luego he comprendido que el verdadero amor habita en el triclinio del corazón, y allí encuentra la calma, atento a los secretos más nobles, y raramente vuelve a las estancias de la imaginación. Por eso no consigue reproducir la forma corporal de la amante ausente. Es solo el amor de fornicación, que nunca entra en lo más sagrado del corazón, y se alimenta únicamente de fantasías voluptuosas, el que consigue reproducir tales imágenes.
Nicetas calló, dominando con esfuerzo su envidia.
Su reencuentro fue tímido y conmovido. Los ojos de ella relucían de felicidad, pero de inmediato bajaba pudorosamente la mirada. Se sentaron entre las hierbas. Acacio pastaba tranquilo a poca distancia. A su alrededor las flores perfumaban más de lo normal, y Baudolino se sentía como si acabara de tocar el burq con los labios. No osaba hablar, pero se resolvió a hacerlo, porque la intensidad de aquel silencio lo habría arrastrado a algún gesto poco conveniente.
Comprendía solo entonces por qué había oído contar que los verdaderos amantes, en su primer coloquio de amor, palidecen, tiemblan y enmudecen. Es porque, visto que domina los reinos de la naturaleza y del alma, el amor atrae a sí todas sus fuerzas, se mueva como se mueva. Por eso, cuando los verdaderos amantes llegan a conciliábulo, el amor perturba y casi petrifica todas las funciones del cuerpo, tanto físicas como espirituales: la lengua se niega a hablar, los ojos a ver, las orejas a oír, y cada miembro se sustrae a su deber. Es la razón por la que el cuerpo, cuando el amor se demora demasiado en lo más profundo del corazón, falto de fuerzas, se consume. Pero llega un momento en que el corazón, por la impaciencia del ardor que siente, casi arroja fuera de sí su pasión, permitiendo que el cuerpo recupere sus propias funciones. Y entonces el amante habla.
—Y así —dijo Baudolino, sin explicar lo que experimentaba y lo que estaba comprendiendo—, todas las cosas bellas y terribles que me has contado son lo que Hipatia os ha transmitido…
—Oh, no —dijo ella—, te he dicho que nuestras progenitoras huyeron habiendo olvidado todo lo que Hipatia les había enseñado, excepto el deber del conocimiento. Es a través de la meditación que hemos ido descubriendo la verdad. Durante todos estos miles y miles de años cada una de nosotras ha reflexionado sobre el mundo que nos rodea, y sobre lo que sentía en su ánimo, y nuestra conciencia se ha enriquecido día a día, y la obra todavía no está acabada. Quizá en lo que te he dicho haya cosas que mis compañeras todavía no han entendido, y que yo he entendido intentando explicártelas. Así cada una de nosotras se hace sabia, amaestrando a las compañeras sobre lo que siente, y haciéndose maestra aprehende. A lo mejor, si tú no hubieras estado aquí conmigo, yo no me habría aclarado algunas cosas a mí misma. Has sido mi demonio, mi arconte benigno, Baudolino.
—Pero ¿todas tus compañeras son tan claras y elocuentes como tú, mi dulce Hipatia?
—Oh, yo soy la última de ellas. A veces me toman el pelo porque no sé expresar lo que siento. Todavía tengo que crecer, ¿sabes? Ahora bien, estos días me sentía orgullosa, como si poseyera un secreto que ellas no conocen, y, no sé por qué, he preferido que secreto siguiera siendo. No entiendo muy bien lo que me sucede, es como si… como si prefiriera decirte las cosas a ti en lugar de a ellas. ¿Piensas que está mal, que soy desleal con ellas?
—Eres leal conmigo.
—Contigo es fácil. Pienso que a ti te diría todo lo que me pasa por el corazón. Aunque todavía no estuviera segura de que sea correcto. ¿Sabes lo que me pasaba, Baudolino, estos días? Soñaba contigo. Cuando me despertaba por la mañana, pensaba que era un hermoso día porque tú estabas en algún sitio. Luego pensaba que el día era feo, porque no te veía. Es extraño, nos reímos cuando estamos contentas, lloramos cuando sufrimos, y a mí ahora me pasa que río y lloro al mismo tiempo. ¿Acaso estoy enferma? Y aun así, es una enfermedad bellísima. ¿Es justo amar la propia enfermedad?
—Eres tú la maestra, mi dulce amiga —sonreía Baudolino—, no debes preguntármelo a mí, porque creo que tengo tu misma enfermedad.
Hipatia había extendido una mano, y una vez más le acariciaba apenas la cicatriz:
—Tú tienes que ser una cosa buena, Baudolino, porque me gusta tocarte, como me sucede con Acacio. Tócame tú también, quizá puedas despertar alguna llama que todavía hay en mí y que yo no sé.
—No, mi dulce amor, tengo miedo de hacerte daño.
—Tócame aquí detrás de la oreja. Sí, así, más… Quizá a través de ti se pueda evocar a un dios. Deberías de tener por alguna parte el signo que te ata a algo…
Le había metido las manos bajo la túnica, dejaba correr los dedos entre el vello del pecho. Se acercó para olerlo.
—Estás lleno de hierba, de hierba rica —dijo. Luego seguía diciendo—: Qué bello eres aquí debajo, eres suave como un animal joven. ¿Eres joven tú? Yo no entiendo la edad de un hombre. ¿Eres joven tú?
—Soy joven, amor mío, empiezo a nacer ahora.
Él le acariciaba casi con violencia los cabellos, ella le había puesto las manos detrás de la nuca, luego había empezado a darle toquecitos en la cara con la lengua, lo estaba lamiendo como si fuera un cabritillo, luego se reía mirándole de cerca a los ojos y decía que sabía a sal. Baudolino nunca había sido un santo, la apretó contra sí y buscó con los labios sus labios. Ella emitió un gemido de susto y sorpresa, intentó retirarse, luego cedió. Su boca sabía a melocotón, a albaricoque, y con su lengua le daba pequeños golpecitos a la de él, que probaba por vez primera.
Baudolino la empujó hacia atrás, no por virtud, sino para liberarse de lo que lo cubría, ella le vio el miembro, lo tocó con los dedos, sintió que estaba vivo y dijo que lo quería: estaba claro que no sabía cómo y por qué lo quería, pero alguna potencia de los bosques o de las fuentes le estaba sugiriendo qué tenía que hacer. Baudolino volvió a cubrirla de besos, descendió de los labios al cuello, luego a los hombros, mientras le iba quitando lentamente la ropa; descubrió sus senos, hundió en ellos la cara, y con las manos seguía haciendo que el vestido se deslizara hacia las caderas, sentía el pequeño vientre terso, tocaba su ombligo, notó antes de lo que esperaba lo que debía de ser el vello que le ocultaba su bien supremo. Ella susurraba, llamándolo: mi Eón, mi Tirano, mi Abismo, mi Ogdóada, mi Pléroma…
Baudolino metió las manos bajo el vestido que todavía la velaba, y sintió que aquel vello que parecía anunciar el pubis se tupía, le cubría el principio de las piernas, la parte interior del muslo, se extendía hasta las nalgas…
—Señor Nicetas, le arranqué la túnica y vi. Desde el vientre para abajo, Hipatia tenía formas caprinas, y sus piernas acababan en dos cascos color marfil. De golpe entendí por qué, cubierta por la túnica hasta el suelo, no parecía caminar como quien apoya los pies, sino que transcurría ligera, casi como si no tocara el suelo. Y entendí quiénes eran los fecundadores, eran los sátirosque-no-se-ven-jamás, con la cabeza humana cornuda y el cuerpo de macho cabrío, los sátiros que desde hacía siglos vivían al servicio de las hipatias, dándoles sus hembras y criando a los propios machos, estos con su mismo rostro horrendo, aquellas todavía testimonio de la venustez egipcia de la bella Hipatia, la antigua, y la de sus primeras pupilas.
—¡Qué horror! —dijo Nicetas.
—¿Horror? No, no fue eso lo que sentí en aquel momento. Sorpresa, sí, pero solo por un instante. Luego decidí, mi cuerpo decidió por mi alma, o mi alma por mi cuerpo, que lo que veía y tocaba era bellísimo, porque aquella era Hipatia, y también su naturaleza animal formaba parte de sus gracias, aquel pelo rizado y sedoso era lo más deseable que nunca hubiera anhelado, tenía un perfume de musgo, aquellas extremidades suyas antes escondidas estaban dibujadas por manos de artista, y yo amaba, quería a aquella criatura olorosa como el bosque, y habría amado a Hipatia aunque hubiera tenido facciones de quimera, de icneumón, de ceraste.
Fue así como Hipatia y Baudolino se unieron hasta el ocaso y, cuando estaban ya desfallecidos, se contuvieron, tumbados la una junto al otro, acariciándose y llamándose con apelativos tiernísimos, olvidados de todo lo que les rodeaba.
Hipatia decía:
—Mi alma se ha ido como un hálito de fuego… Me parece que formo parte de la bóveda estrellada…
No dejaba de explorar el cuerpo del amado:
—Qué bello eres, Baudolino. Pero también vosotros los hombres sois monstruos —bromeaba—. ¡Tienes las piernas largas y blancas sin pellejo y pies tan grandes como los de dos esciápodos! Pero eres bello igualmente, mejor dicho, más…
Él le besaba los ojos en silencio.
—¿Tienen las piernas como las tuyas también las mujeres de los hombres? —preguntaba ella mohína—. ¿Has… experimentado el éxtasis junto a criaturas con las piernas como las tuyas?
—Porque no sabía que existías tú, amor mío.
—No quiero que vuelvas a mirar nunca más las piernas de las mujeres de los hombres.
Él le besaba en silencio los cascos.
Estaba oscureciendo, y tuvieron que dejarse.
—Creo —susurró Hipatia rozándole aún los labios— que no les contaré nada a mis compañeras. Quizá no lo entenderían, ellas no saben que existe también esta manera para ascender más arriba. Hasta mañana, amor mío. ¿Oyes? Te llamo como me has llamado tú. Te espero.
Así transcurrieron algunos meses, los más dulces y los más puros de mi vida. Iba hacia ella todos los días y, cuando no podía, el devoto Gavagai nos hacía de trotaconventos. Yo esperaba que los hunos no llegaran jamás y que aquella espera en Pndapetzim durara hasta mi muerte, y más. Me sentía como si hubiera derrotado a la muerte.
Hasta que un día, pasados muchos meses, después de haberse entregado con el ardor de siempre, en cuanto se calmaron, Hipatia le dijo a Baudolino:
—Me sucede una cosa. Sé lo que es, porque he oído las confidencias de mis compañeras cuando volvían tras la noche con los fecundadores. Creo que llevo una criatura en el vientre.
De buenas a primeras, Baudolino fue invadido solo por una alegría indecible, y le besaba aquel vientre bendito, por Dios o por los Arcontes, no le importaba mucho. Luego se preocupó: Hipatia no podría ocultar su estado a la comunidad, ¿qué iba a hacer?
—Confesaré la verdad a la Madre —dijo—. Ella entenderá. Alguien, algo ha querido que lo que las demás hacen con los fecundadores yo lo hiciera contigo. Ha sido justo, según la parte buena de la naturaleza. No podrá regañarme.
—¡Pero durante nueve meses estarás bajo la custodia de la comunidad, y después nunca podré ver a la criatura que nazca!
—Vendré aquí todavía por mucho tiempo. Hace falta mucho antes de que la tripa esté muy hinchada y todos se den cuenta. Solo no nos veremos en los últimos meses, cuando se lo diga todo a la Madre. Y en cuanto a la criatura, si es varón, te será dado; si es mujer, no te concierne. Así lo quiere la naturaleza.
—¡Así lo quieren ese gilipollas de tu Demiurgo y esas medias cabras con las que vives! —gritó Baudolino fuera de sí—. ¡La criatura también es mía, sea mujer o varón!
—Qué bello eres, Baudolino, cuando te enfadas, aunque nunca se debería —dijo ella, besándole la nariz.
—¿Pero te das cuenta de que, después de que hayas dado a luz, no te dejarán estar conmigo nunca más, así como tus compañeras nunca han vuelto a ver a su fecundador? ¿No es eso, según vosotras, lo que quiere la naturaleza?
Hipatia había caído en la cuenta en ese preciso momento, y se echó a llorar, con pequeños gemidos como cuando hacía el amor, con la cabeza inclinada sobre el pecho de su hombre, mientras lo rodeaba con los brazos y él sentía contra sí el pecho que se estremecía. Baudolino la acarició, le dijo palabras tiernísimas en el oído y luego hizo la única proposición que le parecía sensata: Hipatia huiría con él. Ante su mirada asustada, le dijo que de hacerlo no traicionaría a su comunidad. Simplemente a ella le había sido otorgado un privilegio distinto, y distinto se volvía su deber. Él la llevaría a un reino lejano, y allí ella crearía una nueva colonia de hipatias, habría hecho más fecunda la semilla de su madre remota, habría llevado a otro lugar su mensaje, salvo que él viviría a su lado, y habría encontrado una nueva colonia de fecundadores, en forma de hombre como habría sido probablemente el fruto de sus entrañas. Huyendo no haces el mal, le decía, es más, difundes el bien…
—Entonces le pediré permiso a la Madre.
—Espera, todavía no sé de qué pasta es esa Madre. Déjame pensar, iremos juntos a verla, sabré convencerla, dame unos días para que invente la manera adecuada.
—Amor mío, no quiero no verte más —sollozaba ahora Hipatia—. Haré lo que quieras, pasaré por una mujer de los hombres, iré contigo a esa ciudad nueva de la que me has hablado, me portaré como los cristianos, diré que Dios ha tenido un hijo muerto en la cruz, ¡si tú no estás, ya no quiero ser una hipatia!
—Calma, calma, amor. Verás que encontraré una solución. ¡He convertido en santo a Carlomagno, he encontrado a los Magos, sabré conservar a mi esposa!
—¿Esposa? ¿Qué es?
—Luego te lo enseño. Ahora ve, que es tarde. Nos vemos mañana.
—No hubo un mañana, señor Nicetas. Cuando volví a Pndapetzim, todos salían a mi encuentro, y llevaban horas buscándome. No había dudas: los hunos blancos estaban llegando, se podía divisar en el extremo horizonte la nube de polvo que levantaban sus caballos. Habrían llegado a los límites de la llanura de los helechos a las primeras luces del alba. Quedaban, pues, pocas horas para preparar la defensa. Fui inmediatamente a ver al Diácono, para anunciarle que asumía el mando de sus súbditos. Demasiado tarde. Aquellos meses de espera espasmódica de la batalla, el esfuerzo que había hecho para poder estar en pie y participar en la empresa, quizá también la nueva linfa que había infiltrado en sus venas con mis relatos, habían acelerado su fin. No tuve miedo de estar a su lado mientras exhalaba el último aliento, es más, le apreté la mano mientras me saludaba y me deseaba la victoria. Me dijo que, si hubiera vencido, quizá habría podido llegar al reino de su padre y, por lo tanto, me imploraba que le hiciera un último servicio. En cuanto hubiera expirado, sus dos acólitos velados prepararían su cadáver como si fuera el de un Preste, ungiendo su cuerpo con aquellos óleos que imprimirían su imagen en el lino en que habría sido envuelto. Que le llevase al Preste aquel retrato suyo, y por muy pálido que resultara en él, se habría mostrado a su padre adoptivo menos deshecho de lo que estaba. Expiró poco después, y los dos acólitos hicieron lo que debía hacerse. Decían que la sábana tardaría algunas horas para impregnarse de sus facciones, y que la enrollarían y meterían en un estuche. Me sugerían tímidamente que informara a los eunucos de la muerte del Diácono. Resolví no hacerlo. El Diácono me había investido con el mando y solo a ese precio los eunucos no habrían osado desobedecerme. Necesitaba que también ellos colaboraran de alguna manera en la guerra, preparando en la ciudad la acogida para los heridos. Si hubieran sabido en el acto de la desaparición del Diácono, como poco habrían turbado el espíritu de los combatientes difundiendo la aciaga noticia y distrayéndoles con ritos fúnebres. Como mucho, con lo traidores que eran, a lo mejor habrían tomado enseguida el poder supremo y habrían perturbado igualmente todos los planes de defensa del Poeta. Vayamos a la guerra, me dije. Aun habiendo sido siempre un hombre de paz, ahora se trataba de defender a la criatura que estaba naciendo.