—Antes está la historia del ejército de los monstruos, señor Nicetas. El terror a los hunos blancos había aumentado, y era más apremiante que nunca, porque un esciápodo, que se había allegado hasta los confines extremos de la provincia (aquellos seres gustaban, a veces, de correr al infinito, como si su voluntad estuviera dominada por aquel pie suyo incansable), pues bien, un esciápodo había vuelto diciendo que los había visto: tenían la cara amarilla, bigotes larguísimos y pequeña estatura. Montados sobre caballos pequeños como ellos, pero rapidísimos, parecían formar un solo cuerpo. Viajaban por desiertos y por estepas llevando solo, además de las armas, una cantimplora de cuero para la leche y una pequeña cazuela de barro para cocer la comida que encontraban por el camino, pero podían cabalgar días y días sin comer ni beber. Habían atacado la caravana de un califa, con esclavos, odaliscas y camellos, que estaba acampada en tiendas suntuosas. Los guerreros del califa habían marchado contra los hunos, y se ofrecían bellos y terribles a la mirada, hombres gigantescos que irrumpían sobre sus camellos, armados con terribles espadas curvadas. Bajo aquel ímpetu, los hunos habían fingido la retirada, arrastrando tras de sí a los perseguidores, luego los habían encerrado en un círculo, habían girado a su alrededor y, lanzando alaridos feroces, los habían exterminado. Acto seguido, habían invadido el campamento y habían degollado a todos los supervivientes —mujeres, siervos, todos, incluidos los niños—, dejando vivo solo a un testigo de la matanza. Habían incendiado las tiendas y habían retomado su cabalgata sin ni siquiera abandonarse al saqueo, signo de que destruían solo para que se difundiera en el mundo la fama de que por donde ellos pasaban no volvía a crecer la hierba y en el próximo enfrentamiento sus víctimas estuvieran paralizadas ya por el terror. Quizá el esciápodo hablaba después de haberse reconfortado con burq, pero ¿quién podía controlar si refería cosas vistas o decía disparates? El miedo serpenteaba por Pndapetzim; era posible sentirlo en el aire, en las voces bajas con las que la gente hacía circular las noticias de boca en boca, como si los invasores pudieran oírles ya. Llegados a este punto, el Poeta decidió tomar en serio las ofertas, aun disfrazadas de desvaríos de borracho, de Práxeas. Le había dicho que los hunos blancos podían llegar de un momento a otro, y ¿qué les habrían opuesto? Los nubios, desde luego, luchadores dispuestos al sacrificio, ¿y luego? Excepto los pigmeos, que sabían manejar el arco contra las grullas: ¿habrían combatido los esciápodos a cuerpo limpio?, ¿habrían ido al asalto los poncios con el miembro en ristre?, ¿habrían sido enviados los sinlengua en misiones de reconocimiento para que refirieran después lo que habían visto? Y, sin embargo, de aquella congerie de monstruos, aprovechando las posibilidades de cada uno, se podía obtener un ejército temible. Y si había alguien que sabía hacerlo era él, el Poeta.
—Se puede aspirar a la corona imperial después de haber sido un jefe victorioso. Así, por lo menos, ha sucedido varias veces aquí, en Bizancio.
—Claramente ese era el propósito de mi amigo. Los eunucos aceptaron en el acto. Yo creo que, mientras hubieran estado en paz, el Poeta con su ejército no constituía un peligro, y si se hubiera producido la guerra, podía retrasar por lo menos la entrada de aquellos energúmenos en la ciudad dejándoles más tiempo a ellos para cruzar los montes. Y además, la constitución de un ejército mantenía a los súbditos en estado de vigilia obediente, y está claro que eso era algo que ellos siempre habían querido.
Baudolino, que no amaba la guerra, pidió quedar excluido. Los demás no. El Poeta consideraba que los cinco alejandrinos eran buenos capitanes, y con razón, puesto que habían vivido el asedio de su ciudad, y en el otro lado, es decir, el de los derrotados. Se fiaba también de Ardzrouni, que quizá habría podido enseñar a los monstruos a construir alguna máquina de guerra. No desdeñaba a Solomón: un ejército, decía, debe llevar consigo a un hombre experto en medicina, porque no se hace una tortilla sin romper los huevos. Al final, había decidido que también Boron y Kyot, que consideraba unos soñadores, habrían podido tener alguna función en su plan, porque como hombres de letras podían llevar los libros del ejército, cuidar de la intendencia, proveer al rancho de los guerreros.
Había considerado atentamente la naturaleza y las virtudes de las distintas razas. Sobre los nubios y los pigmeos nada que decir, se trataba solo de establecer en qué posición colocarlos en una posible batalla. Los esciápodos, con lo raudos que eran, podían usarse como escuadrones de asalto, con tal de que lograran acercarse al enemigo deslizándose rápidamente entre los helechos y los hierbajos, asomando de repente sin que aquellos hocicos amarillos con grandes bigotes hubieran tenido tiempo de darse cuenta. Bastaba con adiestrarlos en el uso de la cerbatana, es decir, de la fístula, como había sugerido Ardzrouni, fácil de construir, visto que la zona abundaba en cañaverales. Quizá Solomón, entre todas aquellas hierbas del mercado, habría podido encontrar un veneno con el cual empapar las flechas, y que no se hiciera el finústico porque la guerra es la guerra. Solomón respondía que su pueblo, en los tiempos de Masada, había dado sus quebraderos de cabeza a los romanos, porque los judíos no eran gente que aceptara las bofetadas sin decir nada, como creían los gentiles.
Los gigantes podían emplearse con provecho, no a distancia, debido a ese único ojo que tenían, sino para un choque cuerpo a cuerpo, quizá saliendo de entre las hierbas nada más producirse el ataque de los esciápodos. Con lo altos que eran, les habrían sacado muchos palmos a los caballitos de los hunos blancos y los habrían podido detener con un puñetazo en el hocico, cogerlos por las crines simplemente con las manos, sacudirlos lo suficiente para que el caballero cayera de la silla, y rematarlo de una patada, que en cuanto a tamaño, el pie de un gigante doblaba al de un esciápodo.
Un empleo más incierto quedaba reservado a los blemias, a los poncios y a los panocios. Ardzrouni había sugerido que estos últimos, con las orejas de que disponían, habrían podido emplearse para planear desde lo alto. Si los pájaros se sostienen en el aire agitando las alas, por qué no deberían hacerlo los panocios con las orejas, asentía Boron, y por suerte no las agitan en el vacío. Por lo tanto, los panocios habían de ser reservados para el momento desafortunado en que los hunos blancos, superadas las primeras defensas, hubieran entrado en la ciudad. Los panocios los habrían esperado en lo alto de sus refugios rupestres, les habrían caído sobre la cabeza y habrían podido degollarlos, con tal de estar bien adiestrados para usar un cuchillo, aunque fuera de obsidiana. Los blemias no podían ser empleados como vigías, porque para ver habrían tenido que asomar el busto, y eso, en términos bélicos, habría sido un suicidio. Ahora bien, oportunamente dispuestos, como mesnada de asalto no estaban mal, porque el huno blanco está acostumbrado (se presume) a apuntar a la cabeza, y, cuando te encuentras delante un enemigo sin cabeza, tienes por lo menos un instante de perplejidad. Ese instante era el que los blemias tenían que aprovechar, acercándose a los caballos con hachas de piedra.
Los poncios eran el punto débil del arte militar del Poeta, porque ¿cómo puedes mandar al frente a gente con el pene en el vientre, que al primer impacto les cae un buen toque en los cojones y se quedan tirados por los suelos llamando a sus madres? Se podían usar, con todo, como vigías, porque se había descubierto que ese pene era para ellos como la antena de ciertos insectos, que a la menor variación del viento o de la temperatura se ponía tieso y empezaba a vibrar. Así pues, podían desarrollar la función de informadores, enviados a la vanguardia, y, si luego los mataban los primeros, decía el Poeta, la guerra es la guerra y no deja espacio para la cristiana piedad.
Para los sinlengua habían pensado al principio en dejar que se cocieran en su propio caldo porque, con lo indisciplinados que eran, podían crear más problemas a un caudillo que el enemigo mismo. Luego se decidió que, debidamente azotados, podían trabajar en la retaguardia, ayudando a los más jóvenes entre los eunucos que, con Solomón, se habrían ocupado de los heridos, y habrían mantenido tranquilas a las mujeres y a los niños de todas las razas, vigilando que no sacaran la cabeza de sus agujeros.
Gavagai había nombrado también en su primer encuentro a los sátiros-que-no-se-ven-jamás, y el Poeta presumía que podían golpear con los cuernos, y saltar como cabras sobre sus cascos biforcudos, pero todas las preguntas sobre ese pueblo habían obtenido respuestas evasivas. Vivían en la montaña, más allá del lago (¿cuál?) y nadie los había visto nunca. Sometidos formalmente al Preste, vivían por su cuenta, sin mantener ningún tipo de comercio con los demás y, por lo tanto, era como si no existieran. Paciencia, decía el Poeta, además podrían tener los cuernos retorcidos, con la punta girada hacia dentro o hacia fuera, y para golpear habrían debido ponerse con la tripa al aire o a cuatro patas; seamos serios, no se hace la guerra con cabras.
—Se hace la guerra también con cabras —había dicho Ardzrouni.
Contó de un gran caudillo que había atado antorchas a los cuernos de las cabras y luego las había enviado de noche, miles y miles, por la llanura por donde llegaban los enemigos, haciéndoles creer que los defensores disponían de un ejército inmenso. Puesto que en Pndapetzim tenían a mano cabras con seis cuernos, el efecto habría sido imponente.
—Eso si los enemigos llegan de noche —había comentado escéptico el Poeta.
De todas maneras, que Ardzrouni preparara muchas cabras y muchas antorchas, nunca se sabe.
Según estos principios, desconocidos por Vegecio y por Frontino, habían iniciado los adiestramientos. La llanura estaba poblada de esciápodos que se ejercitaban en soplar en sus novísimas fístulas, con el Porcelli que emitía blasfemias cada vez que se equivocaban de blanco, y menos mal que se limitaba a invocar a Cristo, y para aquellos herejes nombrar en vano el nombre de uno que era solo hijo adoptivo no era pecado. Colandrino se ocupaba de acostumbrar a los poncios a volar, cosa que nunca habían hecho, pero parecía que Dios Padre los hubiera creado solo para eso. Era difícil circular por las calles de Pndapetzim porque, cuando menos te lo esperabas, te caía un panocio en la cabeza, pero todos habían aceptado la idea de que se estaba preparando una guerra y nadie se quejaba. Los más felices de todos eran los panocios, talmente asombrados de descubrir sus inauditas virtudes, que también las mujeres y los niños querían participar en la empresa, y el Poeta había accedido de buena gana.
El Scaccabarozzi ejercitaba a los gigantes en la captura del caballo, pero los únicos caballos del lugar eran los de los Magos, y después de dos o tres maniobras corrían el riesgo de encomendar el alma a Dios, por lo cual habían recurrido a los burros. Resultaban incluso mejores, porque los burros daban coces rebuznando, eran más difíciles de coger por el pescuezo que un caballo al galope, y los gigantes se habían vuelto ya maestros en ese arte. Ahora, también tenían que aprender a correr con la espalda doblada entre los helechos, para no dejarse ver inmediatamente por sus enemigos, y muchos de ellos se quejaban porque después de los ejercicios les dolían los riñones.
El Boidi hacía que se ejercitaran los pigmeos, porque un huno blanco no es una grulla y había que apuntar en medio de los ojos. El Poeta adoctrinaba directamente a los nubios que no esperaban sino morir en la batalla; Solomón buscaba pociones venenosas y las probaba embebiendo la punta de un acúleo, pero una vez consiguió que se durmiera un conejo durante pocos minutos, y otra indujo una gallina a volar. No importa, decía el Poeta, un huno blanco que se duerme lo que dura un Benedícite, o que se pone a aletear con los brazos, ya es huno muerto, sigamos.
El Cùttica se consumía con los blemias, enseñándoles a arrastrarse bajo un caballo y a abrirle el vientre de un hachazo, pero ensayarlo con los burros era toda una hazaña. En cuanto a los poncios, visto que formaban parte de los servicios y de la intendencia, se ocupaban de ellos Boron y Kyot.
Baudolino había informado al Diácono de lo que estaba sucediendo, y el joven parecía renacido. Se había hecho conducir, con el permiso de los eunucos, sobre las gradas exteriores y desde arriba había observado los escuadrones que se adiestraban. Había dicho que quería aprender a montar a caballo, para guiar a sus súbditos, pero acto seguido le había dado un desmayo, quizá por la excesiva emoción, y los eunucos lo habían llevado al trono a que se entristeciera de nuevo.
Fue en aquellos días cuando, un poco por curiosidad y un poco por aburrimiento, Baudolino se preguntó dónde podían vivir los sátiros-que-no-se-ven-jamás. Se lo preguntaba a todos, e interrogó incluso a uno de los poncios, cuya lengua no habían conseguido descifrar. El poncio respondió:
—Prug frest frinss sorgdmand strochdt drhds pag brlelang gravot chavygny rusth pkalhdrcg.
Y no era mucho. Incluso Gavagai se mantuvo vago. Allá, dijo, e indicó una serie de colinas azuladas hacia occidente, detrás de las cuales se recortaban lejanas las montañas; pero allá nunca ha ido nadie, porque los sátiros no aman a los intrusos.
—¿Qué piensan los sátiros? —había preguntado Baudolino.
Y Gavagai había contestado que pensaban peor que nadie, porque consideraban que nunca había habido pecado original. Los hombres no se habían vuelto mortales como consecuencia de ese pecado: lo serían aunque Adán nunca hubiera comido la manzana. Por lo tanto, no hay necesidad de redención, y cada uno puede salvarse con su propia buena voluntad. Todo el asunto de Jesús había valido para proponernos un buen ejemplo de vida virtuosa, y nada más.
—Casi como herejes de Mahumeth, que dice que Jesús es solo profeta.
A la pregunta de por qué nadie iba nunca donde estaban los sátiros, Gavagai había contestado que a los pies de la colina de los sátiros había un bosque con un lago, y que a todos les estaba prohibido frecuentarlo, porque vivía una raza de malas mujeres, todas paganas. Los eunucos decían que un buen cristiano no va allá, porque podría incurrir en algún maleficio, y nadie iba. Pero Gavagai, socarrón, describía tan bien el camino para ir que dejaba pensar que él, o algún otro esciápodo, en sus carreras por doquier, habían metido las narices también en aquellos parajes.
Era lo que bastaba para excitar la curiosidad de Baudolino. Esperó a que nadie se fijara en él, montó a caballo, en menos de dos horas atravesó una vasta maleza y llegó a los límites del bosque. Ató el caballo a un árbol y penetró en aquella espesura, fresca y perfumada. Tropezando en las raíces que afloraban a cada paso, rozando setas enormes y de todos los colores, llegó por fin a la orilla de un lago, más allá del cual se elevaban las laderas de las colinas de los sátiros. Era la hora del ocaso, las aguas del lago, limpidísimas, se estaban ofuscando y reflejaban la sombra larga de los muchos cipreses que lo bordeaban. Reinaba por doquier un altísimo silencio, ni siquiera roto por el canto de los pájaros.
Mientras Baudolino meditaba a orillas de aquel espejo de agua, vio salir del bosque a un animal que nunca había encontrado en su vida, pero al que reconocía perfectamente. Parecía un caballo de tierna edad, era blanco todo él y sus movimientos delicados y gráciles. Sobre el morro bien formado, justo encima de la frente, tenía un cuerno, blanco también él, modelado en forma de espiral, que terminaba en una punta afilada. Era, como decía Baudolino de pequeño, el lioncornio, es decir, el unicornio, el monoceronte de sus fantasías infantiles. Lo admiraba conteniendo la respiración, cuando detrás de él salió de los árboles una figura femenina.
Erguida, envuelta en una larga túnica que dibujaba con gracia unos pequeños senos firmes, la criatura caminaba con paso de camelopardo indolente, y su túnica acariciaba la hierba que hermoseaba las orillas del lago como si revoloteara sobre el suelo. Tenía largos y suaves cabellos rubios, que le llegaban hasta las caderas, y un perfil purísimo, como si hubiera sido modelado sobre un dije de marfil. La tez era apenas sonrosada, y aquel rostro angélico estaba dirigido hacia el lago en actitud de muda plegaria. El unicornio pataleaba suavemente a su alrededor, levantando a veces el morro con las pequeñas aletas vibrantes para recibir una caricia.
Baudolino miraba extasiado.
—Tú pensarás, señor Nicetas, que llevaba desde el principio del viaje sin ver a una mujer digna de ese nombre. No me interpretes mal: no era deseo lo que me había arrebatado, sino más bien una sensación de serena adoración, no solo ante ella, sino ante el animal, el lago tranquilo, los montes, la luz de aquel día que acababa. Me sentía como en un templo.
Baudolino intentaba describir, con las palabras, su visión; algo que ciertamente no se puede hacer.
—Ves, hay momentos en los que la perfección misma aparece en una mano o en un rostro, en algún matiz de la ladera de una colina o del mar, momentos en los que se te paraliza el corazón ante el milagro de la belleza… Aquella criatura me parecía en aquel momento un soberbio pájaro acuático, ahora una garza, ahora un cisne. He dicho que sus cabellos eran rubios, pero no, en cuanto movía ligeramente la cabeza adoptaban a veces reflejos azulados, a veces parecían recorridos por un fuego ligero. Le divisaba el seno de perfil, suave y delicado como el pecho de una paloma. Me había vuelto pura mirada. Veía algo antiguo, porque sabía que no estaba viendo algo bello sino la belleza misma, como sagrado pensamiento de Dios. Descubría que la perfección, si se la divisa una vez, y una sola vez, era algo ligero y donoso. Miraba aquella figura de lejos, pero sentía que no hacía presa en esa imagen, como sucede cuando estás entrado en años y te parece divisar signos claros sobre un pergamino, pero sabes que en cuanto te acerques se confundirán, y jamás podrás leer el secreto que esa página te prometía. O como en los sueños, que se te aparece algo que quisieras, alargas la mano, mueves los dedos en el vacío y no agarras nada.
—Te envidio ese embrujo.
—Para no romperlo, me había transformado en estatua.