Baudolino había estado contando durante demasiado tiempo, y Nicetas tenía hambre. Teofilacto lo acomodó en la cena, ofreciéndole caviar de distintos peces, seguido por una sopa con cebollas y aceite de oliva, servida en un plato lleno de migas de pan; a continuación, una salsa de moluscos triturados, aliñada con vino, aceite, ajo, cinamomo, orégano y jenabe. No mucho, según sus gustos, pero Nicetas le hizo honor. Mientras las mujeres, que habían cenado aparte, se disponían a dormir, Nicetas reanudó sus preguntas a Baudolino, ansioso de saber si por fin había llegado al reino del Preste.
—Tú quisieras que corriera, señor Nicetas, pero nosotros nos quedamos en Pndapetzim dos largos años, y el tiempo, al principio, discurría siempre igual. De Zósimo, ninguna noticia, y Práxeas nos hacía observar que, si no llegaba el duodécimo de nuestro grupo, sin el anunciado regalo para el Preste, era inútil ponerse en camino. Además, cada semana, nos daba nuevas y desalentadoras noticias: la estación de las lluvias había durado más de lo previsto y la ciénaga se había vuelto aún más intransitable, no había noticias de los embajadores enviados al Preste, quizá no conseguían encontrar el único sendero practicable… Después llegaba la buena estación y se vociferaba que estaban llegando los hunos blancos, un nubio los había avistado hacia el norte, y no se podían sacrificar hombres para acompañarnos en un viaje tan difícil, y así en adelante. No sabiendo qué hacer, aprendíamos, poco a poco, a expresarnos en las distintas lenguas de aquel país. Ya sabíamos que si un pigmeo exclamaba Hekinah degul, quería decir que estaba contento, y que el saludo que había que intercambiar con él era Lumus kelmin pesso desmar lon emposo, es decir, que uno se comprometía a no mover guerra contra él y su pueblo; que si un gigante respondía Bodh-koom a una pregunta, significaba que no sabía; que los nubios llamaban nek al caballo quizá por imitación de nekbrafpfar, que era el camello, mientras los blemias indicaban al caballo como houyhmhnm, y era la única vez que les oímos pronunciar sonidos que no fueran vocales, signo de que inventaban un término jamás usado para un animal nunca visto; los esciápodos rezaban diciendo Hai coba, que para ellos significaba Pater Noster, y llamaban deba al fuego; deta, al arco iris; y zita, al perro. Los eunucos, durante su misa, alababan a Dios cantando: Khondinbas Ospamerostas, kamedumas karpanemphas, kapsimunas Kamerostas perisimbas prostamprostamas. Nos estábamos convirtiendo en habitantes de Pndapetzim, tanto que los blemias o los panocios ya no nos parecían tan distintos de nosotros. Nos habíamos transformado en un tropel de gandules; Boron y Ardzrouni se pasaban los días discutiendo sobre el vacío, y es más, Ardzrouni había convencido a Gavagai para que lo pusiera en contacto con un carpintero de los poncios, y estaba elucubrando con él si era posible construir únicamente con madera, sin metal alguno, una de sus bombas milagrosas. Cuando Ardzrouni se dedicaba a su loca empresa, Boron se retiraba con Kyot, cabalgaban por la llanura y fantaseaban sobre el Greal, mientras mantenían los ojos despiertos para ver si en el horizonte aparecía el fantasma de Zósimo. Quizá, sugería el Boidi, había tomado un camino distinto, se había encontrado con los hunos blancos, quién sabe qué les había contado a esos bárbaros que debían de ser unos idólatras, y los estaba convenciendo para que atacaran el reino… Al Porcelli, al Cùttica y a Aleramo Scaccabarozzi alias el Chula, que habían participado en la fundación de Alejandría adquiriendo algún que otro saber edilicio, se les había metido en la cabeza convencer a los habitantes de aquella provincia de que cuatro murallas bien construidas eran mejores que sus palomares, y habían encontrado unos gigantes, que por oficio perforaban aquellos nichos en la piedra, dispuestos a aprender cómo se trabaja la argamasa o se modelan ladrillos de arcilla dejándolos secar al sol. A los márgenes de la ciudad habían surgido cinco o seis chocillas, pero una buena mañana se las habían visto ocupar por los hombres sin lengua, vagabundos por vocación y comedores de pan a traición. Intentaron desalojarlos a pedradas: aquellos, firmes. El Boidi miraba todas las tardes hacia la garganta, para ver si había vuelto el buen tiempo. En fin, cada uno se había inventado el propio pasatiempo, nos habíamos acostumbrado a aquella comida disgustosa y, sobre todo, no conseguíamos prescindir ya del burq. Nos consolaba el hecho de que al fin y al cabo el reino estaba a dos pasos, es decir, a un año de marcha, si nos iba bien; pero ya no teníamos el deber de descubrir nada, ni de encontrar camino alguno, teníamos tan solo que esperar que los eunucos nos condujeran por el camino justo. Estábamos, cómo diríamos, dichosamente enervados y felizmente aburridos. Cada uno de nosotros, excepto Colandrino, tenía ya sus años; yo había superado los cincuenta, a esa edad la gente se muere, si no se ha muerto hace tiempo; dábamos gracias al Señor, y se ve que aquellos aires nos sentaban bien, porque parecíamos todos rejuvenecidos; decían que yo aparentaba diez años menos que cuando había llegado. Estábamos vigorosos de cuerpo y lánguidos de espíritu, si puedo decirlo así. Nos estábamos identificando hasta tal punto con la gente de Pndapetzim que incluso habíamos empezado a apasionarnos en sus debates teológicos.
—¿Con quién estabais?
—Pues mira, todo había surgido porque al Poeta le hervía la sangre y no conseguía estar sin una mujer. Y decir que lo conseguía incluso el pobre Colandrino, pero él era un ángel en la tierra, como su pobre hermana. La prueba de que también nuestros ojos se habían acostumbrado a aquel lugar la tuve cuando el Poeta empezó a fantasear sobre una panocia. Se sentía atraído por sus orejas largas y sedosas, lo excitaba la blancura de su piel, la encontraba grácil y con labios bien dibujados. Había visto a dos panocios unirse en un campo y adivinaba que la experiencia debía de ser deliciosa: ambos se envolvían el uno en el otro con sus orejas y copulaban como si estuvieran dentro de una concha, o como si fueran aquella carne picada envuelta en hojas de vid que habíamos probado en Armenia. Debe de ser espléndido, decía. Luego, habiendo recibido reacciones esquivas de la panocia que había intentado seducir, se encaprichó de una mujer de los blemias. Encontraba que, aparte de la falta de cabeza, tenía una cintura de avispa y una vagina invitante, y además habría estado bien poder besar en la boca a una mujer como si se le besara el vientre. Y así había intentado frecuentar a aquella gente. Una noche nos llevaron a una reunión. Los blemias, como todos los monstruos de la provincia, no habrían admitido a ninguno de los demás seres en sus discusiones sobre los asuntos sagrados, pero nosotros éramos distintos, no se pensaba que pensábamos mal, es más, cada raza estaba convencida de que pensábamos como ellos. El único que habría querido demostrar su contrariedad por aquella familiaridad nuestra con los blemias era, evidentemente, Gavagai, pero el fiel esciápodo ya nos adoraba, y lo que hacíamos no podía sino estar bien hecho. Un poco por ingenuidad, un poco por amor, se había convencido de que íbamos a los ritos de los blemias para enseñarles que Jesús era hijo adoptivo de Dios.
La iglesia de los blemias se encontraba a ras del suelo; una sola fachada con dos columnas y un tímpano, y lo demás en la profundidad de la roca. Su sacerdote convocaba a los fieles golpeando con un martillete sobre una losa de piedra envuelta por cuerdas que daba un sonido de campana rota. Dentro, se veía solo el altar iluminado por lámparas que, por el olor, no quemaban aceite sino mantequilla, quizá de leche de cabra. No había crucifijos, ni otras imágenes, porque, como explicaba el blemia que les hacía de guía, al juzgar ellos (los únicos que pensaban bien) que el Verbo no se había hecho carne, no podían adorar la imagen de una imagen. Ni, por las mismas razones, podían tomar en serio la eucaristía, y, por lo tanto, la suya era una misa sin consagración de las hostias. Tampoco podían leer el Evangelio, porque era el relato de un engaño.
Baudolino preguntó entonces qué tipo de misa podían celebrar, y el guía dijo que ellos se reunían para orar, luego discutían juntos sobre el gran misterio de la falsa encarnación, sobre la cual todavía no habían conseguido arrojar plena luz. Y, en efecto, después de que los blemias se arrodillaron y dedicaron media hora a sus extrañas vocalizaciones, el sacerdote dio principio a la que llamaba la sagrada conversación.
Uno de los fieles se había levantado y había recordado que quizá el Jesús de la Pasión no era un fantasma de verdad, con lo que se habría burlado de los apóstoles, sino que era una potencia superior emanada por el Padre, un Eón, que había entrado en el cuerpo ya existente de un carpintero cualquiera de Galilea. Otro había hecho notar que quizá, como habían sugerido algunos, María había alumbrado de verdad a un ser humano, pero el Hijo, que no podía hacerse carne, había pasado a través de ella como agua a través de un tubo, o quizá le había entrado por una oreja. Se levantó entonces un coro de protestas, y muchos gritaban «¡Pauliciano, Bogomila!», para decir que el hablante había enunciado una doctrina herética. Y, cabalmente, se le expulsó del templo. Un tercero aventuraba que el que había sufrido en la cruz era el Cireneo, que había sustituido a Jesús en el último momento, pero los demás le habían hecho notar que, para sustituir a alguien, ese alguien debía existir. No, había replicado el fiel, el alguien sustituido era precisamente Jesús como fantasma, el cual como fantasma no habría podido padecer, y sin Pasión no habría habido redención. Otro coro de protestas, porque al decir eso se afirmaba que la humanidad había sido redimida por ese pobrecillo del Cireneo. Un cuarto hablante recordaba que el Verbo había descendido al cuerpo de Jesús en forma de paloma en el momento del bautismo en el Jordán, pero ciertamente así se confundía el Verbo con el Espíritu Santo, y aquel cuerpo invadido no era un fantasma; y entonces, ¿por qué los blemias habrían sido, y rectamente, unos fantasiastas?
Capturado por el debate, el Poeta había preguntado:
—Pero si el Hijo no encarnado era tan solo un fantasma, entonces, ¿por qué en el Huerto de los Olivos pronuncia palabras de desesperación y en la cruz se lamenta? ¿Qué le importa a un divino fantasma que le hinquen unos clavos en un cuerpo que es pura apariencia? ¿Representaba solo una escena, como un histrión?
Lo había dicho pensando en seducir a la mujer blemia en la que tenía puesto el ojo, dando muestras de agudeza y de ansia de conocimiento, pero surtió el efecto contrario. Toda la asamblea se puso a gritar:
—¡Anatema, anatema!
Y nuestros amigos entendieron que había llegado el momento de abandonar aquel sinedrio. Y así fue como el Poeta, por exceso de sutileza teológica, no consiguió satisfacer su densa pasión carnal.
Mientras Baudolino y los demás cristianos se dedicaban a estas experiencias, Solomón interrogaba uno a uno a todos los habitantes de Pndapetzim para saber algo sobre las tribus perdidas. La alusión de Gavagai a los rabinos, el primer día, le decía que seguía la pista buena. Pero, tanto si los monstruos no sabían nada de verdad como si el argumento era tabú, Solomón no conseguía sacar nada en limpio. Por fin, uno de los eunucos había dicho que sí, que la tradición quería que a través del reino del Preste Juan hubieran pasado unas comunidades de judíos, y de eso hacía muchos siglos, pero luego habían decidido reanudar su viaje, quizá por miedo de que la anunciada invasión de los hunos blancos les obligara a afrontar una nueva diáspora, y solo Dios sabía dónde habían ido. Solomón decidió que el eunuco mentía, y siguió esperando el momento en que irían al reino, donde claramente habría encontrado a sus correligionarios.
A veces Gavagai intentaba convertirles al pensamiento justo. El Padre es lo más perfecto y lejano de nosotros que puede existir en el universo, ¿no? Y, por lo tanto, ¿cómo podría haber generado un Hijo? Los hombres generan hijos para prolongarse a través de la prole y vivir en ella también ese tiempo que no verán porque habrán sido presa de la muerte. Pero un Dios que necesita generar un hijo no sería ya perfecto desde el principio de los siglos. Y si el Hijo hubiera existido desde siempre junto al Padre, siendo de su misma divina sustancia o naturaleza, como se la quiera llamar (aquí Gavagai se confundía citando términos griegos como ousía, hyposthasis, physis e hyposopon, que ni siquiera Baudolino conseguía descifrar), tendríamos el caso increíble de que un Dios, por definición no generado, está generado desde el principio de los siglos. Así pues, el Verbo, que el Padre genera para que se ocupe de la redención del género humano, no es de la sustancia del Padre: es generado después, ciertamente antes del mundo y es superior a cualquier otra criatura, pero asimismo ciertamente es inferior al Padre. El Cristo no es potencia de Dios, insistía Gavagai; desde luego no es una potencia cualquiera como la langosta, es más, es gran potencia, pero es primogénito y no ingénito.
—Así pues, para vosotros el Hijo —le preguntaba Baudolino—, ha sido solo adoptado por el Padre, y por consiguiente no es Dios.
—No, pero está igualmente santísimo, como santísimo está Diácono que está hijo adoptivo de Preste. Si funciona con Preste, ¿por qué no funciona con Dios? Yo sabe que Poeta ha preguntado a blemias por qué, si Jesús fantasma, él tiene miedo en Huerto de los Olivos y llora en la cruz. Blemias, que piensa mal, no sabe responder. Jesús no fantasma, sino Hijo adoptivo, e Hijo adoptivo no sabe todo como su Padre. ¿Entiende tú? Hijo no es homoousios, de misma sustancia que Padre, sino homoiusios, de parecida pero no igual sustancia. Nosotros no está herejes como anomeos: ellos considera Verbo ni siquiera semejante a Padre, todo distinto. Pero por suerte en Pndapetzim no está anomeos. Ellos piensa más mal que todos.
Como Baudolino, al citar esta historia, había dicho que ellos seguían preguntando qué diferencia había entre homoousios y homoiusios, y si Dios Padre podía ser reducido a dos palabritas, Nicetas había sonreído:
—Hay diferencia, la hay. Quizá para vosotros de Occidente estas diatribas hayan sido olvidadas, pero en el imperio de nosotros los romanos han perdurado durante mucho tiempo, y ha habido gente que ha sido excomulgada, exiliada o incluso muerta por matices como esos. Lo que me sorprende es que estas discusiones que aquí han sido reprimidas hace muchísimo tiempo, sobrevivan todavía en la tierra de la que me hablas.
Y luego pensaba: yo dudo siempre de que este Baudolino me cuente embustes, pero un semibárbaro como él, que ha vivido entre tudescos y milaneses, que a duras penas distinguen la Santísima Trinidad de san Carlomagno, no podría saber de esas sutilezas, si no las hubiera oído acullá. ¿O quizá las ha oído en otro sitio?
De vez en cuando, nuestros amigos eran invitados a las repelentes cenas de Práxeas. Alentados por el burq, debían de haber dicho, hacia el final de uno de esos banquetes, cosas harto inconvenientes para unos Magos, y, por otra parte, Práxeas ya había ido tomando confianza. Así una noche, borracho él y borrachos ellos, dijo:
—Señores y gratísimos huéspedes, he reflexionado durante largo tiempo sobre cada palabra que habéis pronunciado desde que llegasteis aquí, y me he dado cuenta de que nunca habéis afirmado ser los Magos que esperábamos. Yo sigo pensando que lo sois, pero si por casualidad, digo por casualidad, no lo fuerais, no sería culpa vuestra que todos lo crean. En cualquier caso, permitidme que os hable como un hermano. Habéis visto qué sentina de herejías es Pndapetzim, y lo difícil que es mantener tranquila a esa monstruosa chusma, por un lado con el terror de los hunos blancos, y, por el otro, haciéndonos intérpretes de la voluntad y de la palabra de ese Preste Juan que ellos nunca han visto. Os habéis dado cuenta también vosotros de para qué sirve nuestro joven Diácono. Si nosotros los eunucos podemos contar con el apoyo y la autoridad de los Magos, nuestro poder aumenta. Aumenta y se fortalece aquí, pero se podría extender también… a otro lugar.
—¿Al reino del Preste? —preguntó el Poeta.
—Si vosotros llegarais al reino, deberíais ser reconocidos como los legítimos señores. Vosotros para llegar allá nos necesitáis a nosotros, nosotros os necesitamos aquí. Nosotros somos una raza extraña, no como los monstruos de esta provincia que se reproducen según las miserables leyes de la carne. Uno se convierte en eunuco porque los demás eunucos le han elegido, y le han hecho tal. En la que muchos consideran una desventura, nosotros nos sentimos unidos en una sola familia; digo nosotros con todos los demás eunucos que gobiernan en otros lugares, y sabemos que los hay muy poderosos también en el Lejano Occidente, por no hablar de muchos otros reinos de India o de África. Bastaría con que nosotros, desde un centro poderosísimo, pudiéramos vincular en una secreta alianza a todos nuestros hermanos de todas las tierras, y habríamos construido el más vasto de todos los imperios. Un imperio que nadie podría conquistar o destruir, porque no sería fruto de ejércitos y territorios, sino de una telaraña de recíprocos entendimientos. Vosotros seríais el símbolo y la garantía de nuestro poder.
Al día siguiente Práxeas vio a Baudolino y le confió que tenía la impresión de haber dicho, la noche antes, cosas malas y absurdas, que nunca había pensado. Pedía perdón, imploraba que olvidaran sus palabras. Lo había dejado repitiéndole:
—Os lo ruego, acordaos de olvidarlas.
—Con el Preste o sin él —había comentado ese mismo día el Poeta—, Práxeas nos está ofreciendo un reino.
—Tú estás loco —le había dicho Baudolino—; nosotros tenemos una misión, y se lo hemos jurado a Federico.
—Federico está muerto —contestó secamente el Poeta.
Con el permiso de los eunucos, Baudolino iba a visitar a menudo al Diácono. Se habían hecho amigos, Baudolino le contaba de la destrucción de Milán, de la fundación de Alejandría, de cómo se escalan las murallas y de lo que hay que hacer para incendiar los almajaneques y los maganeles de los asediadores. Ante estos relatos, Baudolino habría dicho que al joven Diácono le brillaban los ojos, aunque su rostro siguiera velado.
Después, Baudolino le preguntaba al Diácono por las controversias teológicas que inflamaban su provincia, y le parecía que el Diácono al contestarle le sonreía con melancolía.
—El reino del Preste es antiquísimo, y en él han encontrado refugio todas las sectas que en el transcurso de los siglos fueron excluidas del mundo de los cristianos de Occidente —y estaba claro que para él también Bizancio, de la que poco sabía, era Extremo Occidente—. El Preste no ha querido quitar a ninguno de estos exiliados la propia fe y la predicación de muchos de ellos ha seducido a las distintas razas que habitan este reino. Pero en fin, ¿qué importa saber cómo es de verdad la Santísima Trinidad? Basta con que esta gente siga los preceptos del Evangelio, y no irán al Infierno únicamente porque piensan que el Espíritu procede solo del Padre. Es gente buena, te habrás dado cuenta, y se me muere el corazón al saber que un día quizá deban morir todos, haciendo de baluarte contra los hunos blancos. Ves, mientras mi padre esté vivo, gobernaré un reino de seres destinados a la muerte. Pero quizá muera yo primero.
—¿Qué dices, señor? Por la voz, y por tu misma dignidad de preste heredero, sé que no eres viejo.
El Diácono meneaba la cabeza. Baudolino entonces, para animarlo, intentaba hacer que se riera contándole proezas de estudiantes en París, suyas y ajenas, pero se daba cuenta de que así agitaba en el corazón de aquel hombre deseos furiosos, y la rabia de no poderlos satisfacer jamás. Al hacerlo, Baudolino se mostraba por lo que era y había sido, olvidando ser uno de los Magos. Pero tampoco el Diácono reparaba en ello, y dejaba entender que en aquellos once Magos nunca había creído, y solo había recitado la lección que los eunucos le habían sugerido.
Un día, Baudolino, ante la evidente desazón del Diácono por sentirse excluido de las alegrías que la juventud a todos permite, intentó decirle que también se puede tener el corazón lleno de amor por una amada inalcanzable, y le habló de su pasión por una dama nobilísima y de las cartas que le escribía. El Diácono interrogaba con voz excitada, luego estallaba en un lamento de animal herido:
—Todo me está prohibido, Baudolino, incluso un amor solo soñado. Si tú supieras cómo querría cabalgar a la cabeza de un ejército, sintiendo el olor del viento y el de la sangre. Mil veces mejor morir en batalla susurrando el nombre de la amada que quedarme en este antro para esperar… ¿qué? Quizá nada…
—Pero tú, señor —le había dicho Baudolino—, tú estás destinado a convertirte en la cabeza de un gran imperio, tú (que Dios guarde a tu padre por mucho tiempo) saldrás un día de esta espelunca, y Pndapetzim será solo la última y la más lejana de tus provincias.
—Un día haré, un día seré… —murmuró el Diácono—. ¿Quién me lo asegura? Ves, Baudolino, mi pena profunda, que Dios me perdone esta duda que me reconcome, es que el reino no existe. ¿Quién me ha hablado de él? Los eunucos, desde que yo era un niño. ¿Ante quién vuelven los emisarios que ellos, digo ellos, envían a mi padre? Ante ellos, los eunucos. Estos emisarios, ¿de verdad han partido?, ¿de verdad han vuelto?, ¿han existido nunca? Yo lo sé todo solo gracias a los eunucos. ¿Y si todo, esta provincia, quizá el universo entero, fuera el fruto de una conjuración de los eunucos, que se burlan de mí como del último nubio o esciápodo? ¿Y si tampoco existieran siquiera los hunos blancos? A todos los hombres se les pide una fe profunda para creer en el Creador del cielo y de la tierra y en los misterios más insondables de nuestra santa religión, incluso cuando repugnan a nuestro intelecto. Pero la petición de creer en este Dios incomprensible es infinitamente menos exigente que la que se me pide a mí, que se me pide que crea solo en los eunucos.
—No, señor; no, amigo mío —lo consolaba Baudolino—; el reino de tu padre existe, porque yo he oído hablar de él no ya a los eunucos sino a personas que creían en él. La fe hace que las cosas se vuelvan verdaderas; mis conciudadanos creyeron en una ciudad nueva, que infundiera temor a un gran emperador, y la ciudad surgió porque ellos querían creer en ella. El reino del Preste es verdadero porque mis compañeros y yo hemos consagrado dos tercios de nuestra vida a buscarlo.
—Quién sabe —decía el Diácono—, pero incluso si existe, yo no lo veré.
—Bueno, basta —le había dicho un día Baudolino—. Temes que el reino no exista; a la espera de verlo, te descorazonas en un tedio sin fin, que te matará. En el fondo, no les debes nada ni a los eunucos ni al Preste. Ellos te han elegido, tú eras un niño de pecho y no podías elegirles a ellos. ¿Quieres una vida de aventura y de gloria? Márchate, monta en uno de nuestros caballos, llega a las tierras de Palestina, donde cristianos valientes se baten contra los moros. Conviértete en el héroe que quisieras ser, los castillos de Tierra Santa están llenos de princesas que darían la vida por una sonrisa tuya.
—¿Has visto alguna vez mi sonrisa? —preguntó entonces el Diácono.
Con un solo gesto se arrancó el velo del rostro, y a Baudolino se le apareció un máscara espectral, con los labios roídos que descubrían encías podridas y dientes cariados. La piel de la cara se había encogido y en algunos puntos se había retirado por completo, mostrando la carne, de un rosa repugnante. Los ojos traslucían bajo párpados legañosos y recomidos. La frente era toda una llaga. Tenía el pelo largo y una barba rala partida en dos que cubría lo que le había quedado de barbilla. El Diácono se quitó los guantes y aparecieron unas manos flacas manchadas de nódulos oscuros.
—Es la lepra, Baudolino, la lepra, que no perdona ni a los reyes ni a los demás poderosos de la tierra. Desde los veinte años llevo conmigo este secreto, que mi pueblo ignora. He pedido a los eunucos que manden mensajes a mi padre, que sepa que no llegaré a sucederle, y que, por lo tanto, se apresure a educar a otro heredero. Que digan que he muerto; me iría a esconder en alguna colonia con mis semejantes y nadie sabría ya nada de mí. Pero los eunucos dicen que mi padre quiere que me quede. Y yo no lo creo. A los eunucos les resulta útil un Diácono débil; quizá yo muera y ellos seguirán manteniendo mi cuerpo embalsamado en esta caverna, gobernando en nombre de mi cadáver. Quizá, a la muerte del Preste, uno de ellos ocupe mi lugar, y nadie podrá decir que no soy yo, porque aquí nadie me ha visto nunca la cara, y en el reino me vieron solo cuando todavía tomaba la leche del pecho de mi madre. He aquí, Baudolino, por qué acepto la muerte por consunción, yo que estoy embebido de muerte hasta los huesos. Nunca seré caballero, nunca seré amante. También tú ahora, y ni siquiera te has dado cuenta, has dado tres pasos hacia atrás. Y, si te has fijado, Práxeas cuando me habla está por lo menos cinco pasos atrás. Ves, los únicos que osan estar a mi lado son estos dos eunucos velados, jóvenes como yo, heridos por mi mismo mal, y que pueden tocar los cubiertos que yo he tocado sin tener nada que perder. Deja que me cubra otra vez, quizá de nuevo no me considerarás indigno de tu compasión, cuando no de tu amistad.
—Buscaba palabras de consuelo, señor Nicetas, pero no conseguía encontrarlas. Callaba. Luego le dije que quizá, entre todos los caballeros que iban al asalto de una ciudad, él era el verdadero héroe, que consumía su suerte en silencio y dignidad. Me dio las gracias, y por aquel día me pidió que me fuera. Pero yo ya le había tomado afecto a aquel desventurado, había empezado a frecuentarlo todos los días, le contaba mis lecturas de un tiempo, las discusiones oídas en la corte, le describía los lugares que había visto, desde Ratisbona a París, de Venecia a Bizancio, y luego, Iconio y Armenia, y los pueblos que habíamos encontrado en nuestro viaje. Estaba destinado a morir sin haber visto nada excepto los nichos de Pndapetzim, y yo intentaba hacerle vivir a través de mis relatos. Y quizá también inventé, le hablé de ciudades que nunca había visitado, de batallas que nunca había combatido, de princesas que nunca había poseído. Le contaba las maravillas de las tierras donde muere el sol. Le hice disfrutar de ponientes en la Propóntide, de reflejos de esmeralda en la laguna veneciana, de un valle de Hibernia, donde siete iglesias blancas se extienden a orillas de un lago silencioso, entre rebaños de ovejas igual de blancas; le conté cómo los Alpes Pirineos están cubiertos siempre por una mullida sustancia cándida, que en verano se deshace en cataratas majestuosas y se desperdiga en ríos y arroyos a lo largo de pendientes lozanas de castaños; le dije de los desiertos de sal que se extienden en las costas de Apulia; le hice temblar evocando mares que nunca había navegado, donde saltan peces del tamaño de una ternera, tan mansos que los hombres pueden cabalgarlos; le referí de los viajes de san Brandán a las ínsulas Afortunadas y cómo un día, creyendo arribar a una tierra en medio del mar, descendió al lomo de una ballena, que es un pez grande como una montaña, capaz de tragarse una nave entera; pero tuve que explicarle qué eran las naves, peces de madera que surcan las aguas moviendo alas blancas; le enumeré los animales prodigiosos de mis países, el ciervo, que tiene dos grandes cuernos en forma de cruz; la cigüeña, que vuela de tierra en tierra, y se hace cargo de sus propios padres senescentes llevándolos en su dorso por los cielos; la mariquita, que se parece a una pequeña seta, roja y punteada de manchas color leche; la lagartija, que es como un cocodrilo, pero tan pequeña que pasa por debajo de las puertas; el cuclillo, que pone sus huevos en los nidos de otros pájaros; la lechuza, con sus ojos redondos que en la noche parecen dos lámparas, y que vive comiendo el aceite de los candiles de las iglesias; el puerco espín, animal con el lomo erizado de acúleos que chupa la leche de las vacas; la ostra, cofre vivo, que produce a veces una belleza muerta pero de inestimable valor; el ruiseñor, que vela la noche cantando y vive en adoración de la rosa; la langosta, monstruo lorigado de un rojo flamante, que huye hacia atrás para sustraerse a la caza de los que desean sus carnes; la anguila, espantosa serpiente acuática de sabor graso y exquisito; la gaviota, que sobrevuela las aguas como si fuera un ángel del señor pero emite gritos estridentes como los de un demonio; el mirlo, pájaro negro con el pico amarillo que habla como nosotros, sicofante que dice lo que le ha confiado el amo; el cisne, que surca majestuoso las aguas de un lago y canta en el momento de su muerte una melodía dulcísima; la comadreja, sinuosa como una doncella; el halcón, que vuela en picado sobre su presa y se la lleva al caballero que lo ha educado. Me imaginé el esplendor de gemas que el Diácono nunca había visto —ni yo con él—, las manchas purpúreas y lechosas de la murrina, las venas cárdenas y blancas de algunas gemas egipcias, el candor del oricalco, la transparencia del cristal, el brillo del diamante, y luego le celebré el esplendor del oro, metal tierno que se puede plasmar en hojas finas, el chirrido de las cuchillas al rojo vivo cuando se sumergen en el agua para templarlas; le describí cuáles inimaginables relicarios se ven en los tesoros de las grandes abadías, lo altas y puntiagudas que son las torres de nuestras iglesias, así como altas y derechas son las columnas del Hipódromo de Constantinopla, qué libros leen los judíos, sembrados de signos que parecen insectos, y qué sonidos pronuncian cuando los leen, cómo un gran rey cristiano había recibido de un califa un gallo de hierro que cantaba solo cuando salía el sol, qué es la esfera que gira eructando vapor, cómo queman los espejos de Arquímedes, lo espantoso que es ver por la noche un molino de viento; y luego le conté del Greal, de los caballeros que lo estaban buscando en Bretaña, de nosotros que se lo habríamos entregado a su padre en cuanto hubiéramos encontrado al infame Zósimo. Viendo que estos esplendores lo fascinaban, pero su inaccesibilidad lo entristecía, pensé que sería bueno, para convencerle de que su pena no era la peor, relatarle el suplicio de Andrónico con tales detalles que superaran en mucho lo que se le había hecho, las carnicerías de Crema, de los prisioneros con la mano, la oreja, la nariz cortada; hice relampaguear ante sus ojos enfermedades inenarrables con respecto a las cuales la lepra era un mal menor; le describí como horrendamente horribles la escrófula, la erisipela, el baile de San Vito, el fuego de san Antonio, el mordisco de la tarántula, la sarna que te lleva a rascarte la piel escama a escama, la acción pestífera del áspid, el suplicio de santa Ágata a quien le arrancaron los senos, el de santa Lucía a quien le sacaron los ojos, el de san Sebastián traspasado de flechas, el de san Esteban con el cráneo partido por las piedras, el de san Lorenzo asado en la parrilla a fuego lento, e inventé otros santos y otras atrocidades: cómo san Ursicino fue empalado del ano hasta la boca, san Sarapión desollado, san Mopsuestio atado por sus cuatro extremidades a cuatro caballos encabritados y luego descuartizado, san Draconcio obligado a tragar pez hirviendo… Me parecía que estos horrores lo aliviaban, luego temía haber exagerado y pasaba a describirle las otras bellezas del mundo, cuyo pensamiento a menudo era el consuelo del prisionero, la gracia de las adolescentes parisinas, la perezosa venustez de las prostitutas venecianas, el incomparable arrebol de una emperatriz, la risa infantil de Colandrina, los ojos de una princesa lejana. El Diácono se excitaba, pedía que le siguiera contando, preguntaba cómo eran los cabellos de Melisenda, condesa de Trípoli, los labios de aquellas fúlgidas bellezas que habían encantado a los caballeros de Brocelianda más que el Santo Greal; se excitaba. Dios me perdone, pero creo que una o dos veces tuvo una erección y sintió el placer de derramar el propio semen. Y aún intentaba hacerle entender lo rico que era el universo de especias con perfumes enervantes, y, como no las llevaba conmigo, intentaba recordar el nombre de las que había conocido así como el de las que conocía solo a través de su nombre, pensando que aquellos nombres lo embriagarían como olores, y le mencionaba el lauroceraso, el benjuí, el incienso, el nardo, el espicanardo, el olíbano, el cinamomo, el sándalo, el azafrán, el jengibre, el cardamomo, la cañafístula, la cedoaria, el laurel, la mejorana, el cilantro, el eneldo, el estragón, la malagueta, el ajonjolí, la amapola, la nuez moscada, la hierba de limón, la cúrcuma y el comino. El Diácono escuchaba en los umbrales del delirio, se tocaba el rostro como si su pobre nariz no pudiera soportar todas esas fragancias, preguntaba llorando qué le habían dado de comer hasta entonces los malditos eunucos, con el pretexto de que estaba enfermo, leche de cabra y pan mojado en burq, que decían que era bueno para la lepra, y él pasaba los días aturdido, casi siempre durmiendo y con el mismo sabor en la boca, día tras día.
—Acelerabas su muerte, llevándolo al extremo del frenesí y de la consunción de todos sus sentidos. Y satisfacías tu gusto por la fábula, estabas orgulloso de tus invenciones.
—Quizá, pero durante la poca vida que le quedaba todavía, lo hice feliz. Y además, te cuento estos coloquios nuestros como si hubieran sucedido en un solo día, pero mientras tanto también en mí se había encendido una nueva llama, y vivía en un estado de exaltación continua, que intentaba transmitirle, regalándole, enmascarado, parte de mi bien. Había encontrado a Hipatia.