Cuando estuvieron a unos cincuenta pasos de la torre, vieron salir un cortejo. En primer lugar una escuadrilla de nubios, pero ataviados más fastuosamente que los que estaban en el mercado: de la cintura para abajo iban envueltos en bandas blancas que les ceñían las piernas, cubiertas por una faldilla que les llegaba a medio muslo; iban con el pecho desnudo, pero llevaban una capa roja, y en el cuello ostentaban un collar de cuero en el que estaban fijadas piedras coloreadas, no gemas, sino piedrecillas de lecho de río, pero dispuestas como un vivaz mosaico. En la cabeza llevaban una caperuza blanca con muchos lacitos. En los brazos, muñecas y dedos lucían brazaletes y anillos de cuerda trenzada. Los de la primera fila tocaban flautas y tambores, los de la segunda llevaban su enorme maza apoyada al hombro, los de la tercera llevaban solo un arco en bandolera.
Seguía una hilera de los que sin duda eran los eunucos, envueltos en amplias y mullidas túnicas, maquillados como mujeres y con turbantes que parecían catedrales. El del centro llevaba una bandeja con unas hogazas. Por fin, escoltado a ambos lados por dos nubios que le agitaban sobre la cabeza flabelos de plumas de pavo real, avanzaba sin duda el máximo dignatario de aquel desfile: la cabeza cubierta por un turbante que medía dos catedrales, un entrelazado de cintas de seda de colores distintos; en las orejas, pendientes de piedra coloreada; en los brazos, brazaletes de plumas variopintas. Llevaba también él una túnica larga hasta los pies, pero ajustada a la cintura por una faja que medía un palmo de ancho, de seda azul, y en el pecho le colgaba una cruz de madera pintada. Era un hombre entrado en años, y el maquillaje de los labios y de los ojos contrastaba con su piel ya flácida y amarillenta, lo que hacía resaltar aún más una papada que le temblaba a cada paso. Tenía manos regordetas, uñas larguísimas y afiladas como navajas, pintadas de rosa.
El cortejo se detuvo ante los visitantes, los nubios se dispusieron en dos filas, mientras los eunucos de rango menor se arrodillaban y el que llevaba la bandeja se inclinaba ofreciendo la comida. Baudolino y los suyos, dudando al principio sobre qué hacer, bajaron del caballo y aceptaron pedazos de hogaza que masticaron cabalmente, haciendo una reverencia. A su saludo, se adelantó por fin el eunuco mayor, que se postró con la cara en el suelo, luego se levantó y se dirigió a ellos en griego.
—Desde el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo esperábamos vuestro regreso, si vosotros sois ciertamente los que nosotros pensamos, y me duele saber que el duodécimo de vosotros, aunque como vosotros primero entre todos los cristianos, ha sido desviado a lo largo de su camino por la naturaleza inclemente. Daré la orden a nuestros guardias de que escruten infatigablemente el horizonte en su espera, y mientras tanto os deseo una feliz estancia en Pndapetzim —dijo con voz blanca—. Os lo digo, en nombre del Diácono Juan, yo, Práxeas, jefe supremo de los eunucos de corte, protonotario de la provincia, legado único del Diácono en la corte del Preste, máximo custodio y logoteta del camino secreto.
Lo dijo como si también los Magos tuvieran que quedar impresionados por tanta dignidad.
—¡To! —murmuró Aleramo Scaccabarozzi alias el Chula—, ¡lo que hay que oír en este mundo!
Baudolino había pensado muchas veces cómo se presentaría ante el Preste, pero nunca cómo había de hacerlo ante un jefe eunuco al servicio del diácono de un preste. Decidió seguir la línea que se habían marcado:
—Señor —dijo—, te expreso nuestro gozo por haber llegado a esta noble, rica y maravillosa ciudad de Pndapetzim, que en nuestro viaje nunca las hemos visto más bellas y florecientes. Venimos de lejos, y le traemos al Preste Juan la máxima reliquia de la cristiandad, la copa en la que Jesús bebió en el curso de la Última Cena. Desgraciadamente el demonio, envidioso, ha desencadenado contra nosotros las fuerzas de la naturaleza y ha hecho que se perdiera por el camino uno de nuestros hermanos, y precisamente el que llevaba el regalo, y con él otros testimonios de nuestro respeto hacia el Preste Juan…
—Esto es —añadió el Poeta—, cien lingotes de oro macizo, doscientos grandes monos, una corona de mil libras de oro con esmeraldas, diez hilos de perlas inestimables, ochenta cajas de marfil, cinco elefantes, tres leopardos domesticados, treinta perros antropófagos y treinta toros de combate, trescientos colmillos de elefante, mil pieles de pantera y tres mil vergas de ébano.
—Habíamos oído hablar de estas riquezas y sustancias desconocidas para nosotros de las que abunda la tierra donde se pone el sol —dijo Práxeas con los ojos relucientes—, ¡y sea alabado el cielo si antes de dejar este valle de lágrimas yo puedo verlas!
—¿Pero no puedes tener callada esa boca de mierda? —siseaba el Boidi a espaldas del Poeta, dándole puñetazos en la espalda—, ¿y si luego llega Zósimo y ven que está más repelado que nosotros?
—Calla —gruñía el Poeta con la boca torcida—, ya hemos dicho que el demonio anda por en medio, y el demonio se habrá comido todo. Menos el Greal.
—Pero por lo menos un presente, ahora, haría falta un presente, para mostrar que no somos unos muertos de hambre —seguía murmurando el Boidi.
—Quizá la cabeza del Bautista —sugirió en voz baja Baudolino.
—Nos quedan solo cinco —dijo el Poeta, siempre sin mover los labios—, pero no importa, mientras estemos en el reino, las otras cuatro no podemos sacarlas, desde luego.
Baudolino era el único que sabía que, con la que él le había cogido a Abdul, seguía habiendo seis cabezas. Sacó una de la alforja y se la ofreció a Práxeas, diciéndole que mientras tanto —a la espera del ébano, de los leopardos y de todas las demás bellas cosas susodichas— querían que le entregara al Diácono el único recuerdo que quedaba en la tierra de quien había bautizado a Nuestro Señor.
Práxeas aceptó emocionado aquel regalo, inestimable a sus ojos por la teca refulgente, que consideró hecha, ciertamente, de esa preciosa sustancia amarilla de la que tanto había oído fantasear. Impaciente por venerar aquel sagrado resto, y con el aspecto de quien consideraba propio todo regalo hecho al Diácono, la abrió sin esfuerzo (era pues la cabeza de Abdul, con el sello ya violado, se dijo Baudolino), cogió entre las manos el cráneo parduzco y reseco, obra del ingenio de Ardzrouni, y exclamó con voz rota que nunca en su vida había contemplado una reliquia más preciosa.
Luego el eunuco preguntó con qué nombres debía dirigirse a sus venerables huéspedes, porque la tradición les había conferido muchísimos y nadie sabía ya cuáles eran los verdaderos. Con mucha prudencia, Baudolino contestó que, por lo menos hasta que estuvieran ante la presencia del Preste, deseaban ser llamados con los nombres con los que se los conocía en el Lejano Occidente, y dijo los nombres verdaderos de cada uno. Práxeas apreció el sonido evocador de nombres como Ardzrouni o Boidi, encontró altisonantes Baudolino, Colandrino y Scaccabarozzi, y soñó con países exóticos oyendo nombrar a Porcelli y Cùttica. Dijo que respetaba su reserva, y concluyó:
—Ahora entrad. La hora es tardía y el Diácono podrá recibiros solo mañana. Esta noche seréis mis huéspedes y os aseguro que nunca un banquete habrá sido más rico y suntuoso, y gustaréis tales manjares que pensaréis con desprecio en los que os ofrecieran en las tierras donde se pone el sol.
—Pero si van vestidos con unos trapillos que cualquiera de nuestras mujeres crucificaría a su marido para conseguir unos mejores —rezongaba el Poeta—. Nosotros nos pusimos en camino y hemos soportado lo que hemos soportado para ver cascadas de esmeraldas; cuando escribíamos la carta del Preste, tú, Baudolino, tenías náuseas de topacios, y hételos aquí: ¡con diez pedruscos y cuatro cuerdecillas, piensan que son los más ricos del mundo!
—Calla y veamos —le murmuraba Baudolino.
Práxeas los precedió dentro de la torre, y los hizo entrar en un salón sin ventanas, iluminado por trípodes encendidos, con una alfombra central llena de copas y bandejas de barro, y una serie de cojines a los lados, sobre los cuales los convidados se acurrucaron con las piernas cruzadas. Servían la mesa jovencitos, ciertamente eunucos también ellos, medio desnudos y ungidos con aceites olorosos. Tendían a los huéspedes cuencos con mezclas aromáticas, donde los eunucos se mojaban los dedos para tocarse luego los lóbulos de las orejas y las fosas de la nariz. Después de haberse aspergido, los eunucos acariciaban muellemente a los jovencitos y les invitaban a ofrecerles los perfumes a los huéspedes, que se adaptaron a las costumbres de aquella gente, mientras el Poeta gruñía que si uno de esos lo tocaba apenas, hacía que se le cayeran todos los dientes de un solo dedazo.
La cena fue así: grandes platos de pan, o de esas hogazas suyas; una enorme cantidad de verduras hervidas, entre las que abundaban los repollos, que no olían muy mal porque estaban rociados con varias especias; copas de una salsa negruzca calentísima, el sorq, donde se mojaban las hogazas, y como el Porcelli, que fue el primero en probar, empezó a toser como si le salieran llamas por la nariz, sus amigos se limitaron a probarla con moderación (y luego pasaron la noche requemados por una sed inextinguible); un pescado de río seco y macilento, que llamaban thinsireta (mira, mira, murmuraban nuestros amigos), empanado con sémola y literalmente ahogado en un aceite hirviendo que debía de ser el mismo desde hacía muchas comidas; una sopa de semillas de lino, que llamaban marac, y que según el Poeta sabía a mierda, en la que flotaban pedazos de volátil, pero tan mal cocidos que parecían cuero, y Práxeas dijo con orgullo que se trataba de methagallinario (mira, mira, se daban de nuevo codazos nuestros amigos); un salmorejo que llaman cenfelec, hecho con fruta escarchada, pero donde había más pimienta que fruta. A cada nuevo plato, los eunucos se servían golosamente, y al masticar hacían ruidos con los labios, para expresar su placer, y señas de entendimiento a los huéspedes, como si dijeran:
—¿Os gusta? ¿No es un don del cielo?
Comían cogiendo la comida con las manos, incluso la sopa, sorbiéndola de la palma doblada en forma de cuenco, mezclando en un solo puñado cosas distintas, y metiéndoselo todo en la boca de golpe. Pero solo con la mano derecha, porque la izquierda la tenían en el hombro del muchacho que atendía a proveerles sin cesar de comida nueva. La quitaban solo para beber: agarraban las jarras levantándolas por encima de la cabeza y se echaban el agua en la boca a chorro.
Solo al final de aquella comida de pachás, Práxeas hizo una señal, y llegaron unos nubios que sirvieron un líquido blanco en copas minusculísimas. El Poeta ingirió la suya de un trago e inmediatamente se puso colorado, emitió una especie de rugido y cayó como muerto, hasta que unos jovencitos le rociaron agua en la cara. Práxeas explicó que allí no crecía el árbol del vino, y la única bebida alcohólica que sabían producir venía de la fermentación del burq, una baya muy común en esos lugares. Salvo que la potencia de la bebida era tal que había que probarla a pequeños sorbos, mejor dicho, metiendo apenas la lengua en la copa. Una verdadera desventura no tener ese vino del que se leía en los Evangelios, porque los curas de Pndapetzim, cada vez que decían misa, se hundían en la borrachera más indecorosa y les costaba enormes esfuerzos llegar al saludo final.
—Por otra parte, ¿qué deberíamos esperarnos, si no, de estos monstruos? —dijo con un suspiro Práxeas, apartándose en un rincón con Baudolino, mientras los otros eunucos examinaban entre grititos de curiosidad las armas de hierro de los viajeros.
—¿Monstruos? —preguntó Baudolino con fingida ingenuidad—. Me había dado la impresión de que aquí nadie se daba cuenta de las admirables deformidades de los demás.
—Habrás oído hablar a uno de ellos —dijo Práxeas con una sonrisa de desprecio—. Viven aquí juntos desde hace siglos, se han acostumbrado los unos a los otros y, negándose a ver la monstruosidad de sus vecinos, ignoran la propia. Monstruos, sí; más semejantes a bestias que a hombres, y capaces de reproducirse más deprisa que los conejos. Este es el pueblo que tenemos que gobernar, y con mano despiadada, para evitar que se exterminen unos a otros, cada uno obnubilado por la propia herejía. Por eso, hace siglos, el Preste los puso a vivir aquí, en los límites del reino, para que no turbaran con su odiosa vista a sus súbditos, que son —te lo aseguro, señor Baudolino— hombres bellísimos. Pero es natural que la naturaleza genere también monstruos, y es bastante inexplicable por qué no se ha vuelto monstruoso todo el género humano, puesto que ha cometido el crimen más horrendo de todos, crucificando a Dios Padre.
Baudolino se estaba dando cuenta de que también los eunucos pensaban mal, y planteó algunas preguntas a su anfitrión.
—Algunos de estos monstruos —dijo Práxeas— creen que el Hijo ha sido solo adoptado por el Padre, otros se agotan discutiendo quién procede de quién, y cada uno es arrastrado, monstruo cual es, a su monstruoso error, multiplicando las hipóstasis de la divinidad, creyendo que el Bien Supremo es tres sustancias distintas, e incluso cuatro. Hay una substancia divina única que se manifiesta en el curso de las vicisitudes humanas de varias maneras o personas. La única sustancia divina en cuanto que genera es Padre, en cuanto que es generada es Hijo, en cuanto que santifica es Espíritu, pero se trata siempre de la misma sustancia divina: lo demás es como una máscara detrás de la cual Dios se esconde. Una sustancia y una sola triple persona y no, como algunos herejes afirman, tres personas en una sustancia. Pero si es así, y si Dios, todo entero, pon mientes en lo que te digo, y sin delegar en vástago adoptivo alguno, se ha hecho carne, entonces es el Padre mismo el que ha sufrido en la cruz. ¡Crucificar al Padre! ¿Pero tú comprendes? Solo una raza maldita podía llegar a semejante ultraje, y la tarea del fiel es vengar al Padre. Sin piedad alguna para la estirpe maldita de Adán.
Desde que había empezado el relato del viaje, Nicetas había escuchado en silencio sin interrumpir a Baudolino. Pero ahora lo hizo, porque se dio cuenta de que su interlocutor titubeaba sobre la interpretación que había que dar a lo que estaba diciendo.
—¿Piensas —preguntó— que los eunucos odiaban al género humano porque había hecho sufrir al Padre, o que habían abrazado esa herejía porque odiaban al género humano?
—Es lo que me pregunté, aquella noche y después, sin saber qué responder.
—Sé cómo piensan los eunucos. He conocido a muchos en el palacio imperial. Intentan acumular poder para desahogar su livor contra todos aquellos a los que les es dado generar. Pero a menudo, en mi larga experiencia, he intuido que también muchos que no son eunucos usan el poder para expresar lo que no sabrían hacer de otra manera. Y quizá es pasión más arrolladora mandar que hacer el amor.
—Había otras cosas que me dejaban perplejo. Escucha: los eunucos de Pndapetzim constituían una casta que se reproducía por elección, visto que su naturaleza no permitía otras vías. Decía Práxeas que desde generaciones y generaciones los ancianos elegían a jóvenes apuestos y los reducían a su condición, haciendo de ellos primero sus siervos y luego sus herederos. ¿Dónde cogían a esos jóvenes, guapos y bien formados, si la provincia de Pndapetzim entera estaba habitada solo por prodigios de la naturaleza?
—Ciertamente los eunucos venían de un país extranjero. Sucede en muchos ejércitos y administraciones públicas, que el que detenta el poder no debe pertenecer a la comunidad que gobierna, de suerte que no experimente sentimientos de ternura o complicidad hacia sus sometidos. Quizá eso había querido el Preste, para poder tener bajo control a esa gente deforme y pendenciera.
—Para poderlos condenar a muerte sin remordimientos. Porque por las palabras de Práxeas comprendí otras dos cosas. Pndapetzim era el último destacamento antes de que se iniciara el reino del Preste. Después había solo una garganta entre las montañas que llevaba a otro territorio, y sobre las rocas que coronaban la garganta estaba permanentemente la guardia nubia, dispuesta a precipitar aludes de peñascos sobre quienquiera que se adentrara por aquella angostura. A la salida de la garganta empezaba una ciénaga sin límites, pero una ciénaga tan insidiosa que quien intentaba recorrerla era engullido por terrenos fangosos o arenosos en perpetuo movimiento, y en cuanto uno había empezado a hundirse a media pierna ya no podía salir de ahí, hasta que desaparecía del todo como si se ahogara en el mar. En la ciénaga había un único recorrido seguro, que permitía atravesarla, pero lo conocían solo los eunucos, que habían sido educados para reconocerlo por ciertos signos. Por lo tanto, Pndapetzim era la puerta, la defensa, el pestillo que se debía violar si se quería llegar al reino.
—Visto que vosotros erais los primeros visitantes desde hacía quién sabe cuántos siglos, aquella defensa no constituía una empresa onerosa.
—Al contrario. Práxeas fue muy vago en ese punto, como si el nombre de quienes los amenazaban estuviera cubierto por una interdicción, pero luego, con la boca pequeña, se decidió a decirme que toda la provincia vivía bajo la pesadilla de un pueblo guerrero, los hunos blancos, que de un momento a otro habría podido intentar una invasión. Si los hunos hubieran llegado a las puertas de Pndapetzim, los eunucos habrían enviado a esciápodos, blemias y todos los demás monstruos a dejarse masacrar para detener un poco la conquista, luego habrían debido conducir al Diácono a la garganta, hacer precipitar tantos peñascos en el valle como para obstruir completamente el paso, y retirarse en el reino. Si no lo hubieran conseguido y hubieran sido capturados, puesto que los hunos blancos habrían podido obligar a uno de ellos, bajo tortura, a revelar el único camino para la tierra del Preste, todos habían sido adoctrinados para que, antes de caer prisioneros, se mataran con un veneno que llevaban en una bolsita colgada del cuello, bajo la túnica. Lo horrible es que Práxeas estaba seguro de que se habrían salvado en cualquier caso, porque en el último momento habrían tenido como escudo a los nubios. Es la suerte, decía Práxeas, de tener como guardia de corps a unos circunceliones.
—Yo he oído hablar de ellos, pero sucedió hace muchos siglos en las costas de África. Había allá unos herejes denominados donatistas, que consideraban que la Iglesia debía ser la sociedad de los santos, pero que desgraciadamente todos sus ministros estaban corrompidos. Por lo tanto, según ellos, ningún sacerdote podía administrar los sacramentos, y estaban en guerra perenne con todos los demás cristianos. Los más decididos entre los donatistas eran, precisamente, los circunceliones, gente bárbara de raza mora, que iban por valles y campos buscando el martirio, se precipitaban desde las peñas sobre los caminantes gritando «Deo laudes» y los amenazaban con sus mazas, ordenándoles que los mataran para poder probar la gloria del sacrificio. Y como la gente, asustada, se negaba a hacerlo, los circunceliones primero los despojaban de todos sus haberes, luego les reventaban la cabeza. Pero creía que esos exaltados se habían extinguido.
—Evidentemente, los nubios de Pndapetzim eran sus descendientes. Habrían resultado preciosos en la guerra, me decía Práxeas, con su habitual desprecio hacia sus súbditos, porque se habrían dejado matar de buen grado por el enemigo, y, durante el tiempo que se necesitaba para abatirlos a todos, los eunucos habrían podido obstruir la garganta. Pero los circunceliones llevaban esperando desde hacía demasiados siglos esa ventura, nadie llegaba a invadir la provincia, mordían el freno no sabiendo vivir en paz; no podían saltear y despojar a los monstruos que tenían órdenes de proteger, y se desahogaban cazando y enfrentándose a cuerpo limpio con animales salvajes; a veces se aventuraban más allá del Sambatyón, en las pedreras donde prosperaban quimeras y mantícoras, y alguno había tenido la alegría de acabar como Abdul. Pero no les bastaba. A veces, los más convencidos enloquecían. Práxeas había sabido ya que uno de ellos por la tarde nos había implorado que lo decapitáramos; otros, mientras estaban de guardia en la garganta, se arrojaban desde los picos, y, en resumidas cuentas, era difícil refrenarlos. No les quedaba a los eunucos sino mantenerles en estado de vigilia, prefigurando cada día el peligro inminente, haciéndoles creer que los hunos blancos estaban de verdad a las puertas, y así, a menudo, los nubios vagaban por la llanura aguzando la vista, estremeciéndose de alegría por cada nubecilla de polvo que se divisaba en la lejanía, aguardando la llegada de los invasores, en una esperanza que los consumía desde siglos, generación tras generación. Y, mientras tanto, como no todos estaban preparados de verdad para el sacrificio, pero anunciaban en voz muy alta su deseo de martirio para estar bien alimentados y bien vestidos, había que mantenerlos a raya dándoles glotonerías, y mucho burq. Entendí que la acritud de los eunucos crecía de día en día, obligados a gobernar a unos monstruos que odiaban, y teniendo que encomendar su vida a unos crápulas exaltados y perennemente borrachos.
Era tarde, y Práxeas hizo que la guardia nubia los acompañara a sus alojamientos, enfrente de la torre, en una colmena de piedra de dimensiones reducidas, en cuyo interior había espacio para todos ellos. Subieron por aquellas escalerillas aéreas y, agotados por la singular jornada, durmieron hasta la mañana.
Les despertó Gavagai, listo para servirles. Había sido informado por los nubios de que el Diácono estaba dispuesto a recibir a sus huéspedes.
Volvieron a la torre y Práxeas en persona los hizo subir a lo largo de las gradas exteriores, hasta el último piso. Allí traspusieron una puerta y se encontraron en un pasillo circular al que daban muchas otras puertas, una junto a la otra como una fila de dientes.
—Entendí solo después cómo había sido concebida aquella planta, señor Nicetas. Me cuesta trabajo describírtela, pero lo intentaré. Imagínate que ese pasillo circular es la periferia de un círculo, en cuyo centro hay un salón central igualmente circular. Todas las puertas que se abren al pasillo dan a un corredor, y cada corredor debería de ser uno de los radios del círculo, que lleva al espacio central. Pero si los corredores fueran rectos, desde el pasillo circular periférico todos podrían ver qué sucede en el salón central y quienquiera que se encontrara en el salón central podría ver si alguien llega por un corredor. En cambio, cada corredor empezaba en línea recta, pero al final se doblaba haciendo una curva, y después se entraba en el salón central. Así desde el pasillo periférico nadie podía divisar el salón, lo que aseguraba la reserva de quien vivía en él…
—Pero tampoco el habitante del salón podía ver quién llegaba, hasta el último momento.
—Efectivamente, y este detalle me llamó enseguida la atención. Sabes, el Diácono, el señor de la provincia, estaba al resguardo de miradas indiscretas, pero al mismo tiempo podía ser sorprendido sin previo aviso por una visita de sus eunucos. Era un prisionero que no podía ser espiado por sus custodios, pero que no podía ni siquiera espiarles.
—Esos eunucos tuyos eran más astutos que los nuestros. Pero ahora háblame del Diácono.
Entraron. El gran salón circular estaba vacío, excepto por unos escritorios alrededor del trono. El trono estaba en el centro, era de madera oscura, cubierto por un baldaquín. En el trono había una figura humana, envuelta en una túnica oscura, con la cabeza cubierta por un turbante, y un velo que le caía sobre el rostro. Los pies estaban calzados con babuchas oscuras, y oscuros eran los guantes que le cubrían las manos, de manera que nada se podía ver de las facciones del que allí se sentaba.
A ambos lados del trono, acurrucadas a los lados del Diácono, otras dos figuras veladas. Una de ellas ofrecía al Diácono, de vez en cuando, una copa en la que ardían perfumes, para que aspirara sus vapores. El Diácono intentaba negarse, pero Práxeas le hacía una señal con la cual, implorando, le ordenaba que aceptara y, por lo tanto, debía de tratarse de una medicina.
—Deteneos a cinco pasos del trono, haced una reverencia y antes de presentar vuestro saludo esperad a que Él os invite —susurró Práxeas.
—¿Por qué está velado? —preguntó Baudolino.
—No se pregunta, así es porque así lo quiere.
Hicieron como se les había dicho. El Diácono levantó una mano y dijo, en griego:
—Desde niño me han preparado para el día de vuestra llegada. Mi logoteta ya me lo ha dicho todo, y seré feliz de asistiros y ayudaros a la espera de vuestro augusto compañero. He recibido también vuestro incomparable regalo. Es inmerecido, tanto más porque un objeto tan santo procede de donadores tan dignos de veneración como el objeto mismo.
Su voz era vacilante, de una persona que sufría, pero el timbre era juvenil. Baudolino se explayó en saludos tan reverenciales que nadie habría podido acusarles más tarde de haber fingido la dignidad que se les atribuía. Pero el Diácono observó que tanta humildad era signo evidente de su santidad, y no había nada que hacer.
Luego los invitó a que se acomodaran en una corona de once cojines que había hecho disponer a cinco pasos del trono, hizo que les ofrecieran burq con ciertas rosquillas dulces con un sabor algo rancio y dijo que estaba ansioso de saber por su boca, ellos que habían visitado el fabuloso Occidente, si de verdad existían acullá todas las maravillas de las que había leído en tantos y tantos libros que había tenido entre manos. Preguntó si realmente existía una tierra llamada Enotria, donde crece el árbol de donde mana la bebida que Jesús transformó en su propia sangre. Si de verdad acullá el pan no estaba aplastado y no tenía un grosor de medio dedo, sino que se inflaba milagrosamente cada mañana al canto del gallo, en forma de fruto blando y muelle bajo una corteza dorada. Si era verdad que acullá se veían iglesias construidas fuera de la roca; si el palacio del gran Preste de Roma tenía techos y vigas de madera perfumada de la legendaria ínsula de Chipre. Si ese palacio tenía puertas de piedra azul mezcladas con cuernos de la serpiente ceraste que impiden a quien pasa que introduzca veneno, y ventanas de una piedra tal que la luz pasaba a través de ella. Si en aquella misma ciudad había una gran construcción circular donde ahora los cristianos se comían a los leones y en cuya bóveda aparecían dos imitaciones perfectas del sol y la luna, del tamaño que efectivamente tienen, que recorrían su arco celeste, entre pájaros hechos por manos humanas que cantaban melodías dulcísimas. Si bajo el suelo, también él de piedra transparente, nadaban peces de piedra de las amazonas que se movían solos. Si era verdad que se llegaba a la construcción por una escalera donde, en la base de un determinado escalón había un agujero desde el que se veía pasar todo lo que sucede en el universo, todos los monstruos de las profundidades marinas, el alba y la tarde, las muchedumbres que viven en la Última Thule, una telaraña de hilos del color de la luna en el centro de una negra pirámide, los copos de una sustancia blanca y fría que caen del cielo sobre el África Tórrida en el mes de agosto, todos los desiertos de este universo, cada letra de cada hoja de cada libro, ponientes sobre el Sambatyón que parecían reflejar el color de una rosa, el tabernáculo del mundo entre dos placas relucientes que lo multiplican sin fin, extensiones de agua como lagos sin orillas, toros, tempestades, todas las hormigas que hay en la tierra, una esfera que reproduce el movimiento de las estrellas, el secreto latir del propio corazón y de las propias vísceras, y el rostro de cada uno de nosotros cuando nos transfigure la muerte…
—¿Pero quién les cuenta estas patrañas a esta gente? —se preguntaba escandalizado el Poeta, mientras Baudolino intentaba contestar con prudencia, diciendo que las maravillas del lejano Occidente eran sin duda muchas, aunque a veces la fama, que trasvuela agigantando valles y montañas, ama amplificarlas.
Y desde luego, él podía dar testimonio de no haber visto nunca, allá donde se pone el sol, a cristianos que comen leones.
El Poeta se mofaba en voz baja:
—Por lo menos, no en los días de ayuno…
Se dieron cuenta de que su sola presencia había inflamado la fantasía de aquel joven príncipe perennemente recluido en su prisión circular y que, si vives allá donde se alza el sol, no puedes sino soñar las maravillas del ocaso. Sobre todo, seguía murmurando el Poeta, afortunadamente en teutónico, si vives en un lugar de mierda como Pndapetzim.
Luego el Diácono entendió que también sus huéspedes querían saber algo, y observó que, quizá, después de tantos años de ausencia, no se acordaban de cómo volver al reino de donde, según la tradición, procedían, entre otras cosas porque en los siglos una serie de terremotos y otras transformaciones de aquella tierra suya habían modificado profundamente montañas y llanuras. Explicó lo difícil que era cruzar la garganta y superar la ciénaga, advirtió que estaba empezando la estación de las lluvias y que no era oportuno emprender el viaje enseguida.
—Además, mis eunucos —dijo— tendrán que mandar emisarios a mi padre, para que le refieran vuestra visita, y ellos deberán regresar con el permiso para vuestro viaje. El camino es largo, y todo eso llevará un año o quizá más. Mientras tanto, vosotros tenéis que esperar la llegada de vuestro hermano. Sabed que aquí se os dará hospitalidad según vuestro rango.
Lo decía con voz casi mecánica, como si recitara una lección recién aprendida.
Los huéspedes le preguntaron cuál era la función y el destino de un Diácono Juan, y él explicó: quizá en sus tiempos las cosas todavía no iban así, pero las leyes del reino habían sido modificadas precisamente después de la marcha de los Magos. No había que pensar que el Preste era una sola persona que había seguido reinando durante milenios, era, más bien, una dignidad. A la muerte de cada Preste ascendía a su trono el propio Diácono. Entonces, inmediatamente, los dignatarios del reino iban a visitar a todas las familias y localizaban, por ciertos signos milagrosos, a un niño que no tuviera más de tres meses, que se convertía en el futuro heredero e hijo putativo del Preste. El niño era cedido con gozo por la familia y se lo enviaba acto seguido a Pndapetzim, donde pasaba la infancia y la juventud preparándose para suceder a su padre adoptivo, para temerlo, honrarlo y amarlo. El joven hablaba con voz triste porque, decía, es destino de un Diácono no conocer jamás a su propio padre, ni al carnal, ni al putativo, que no veía ni siquiera en su catafalco, porque, desde el momento de su muerte hasta el momento en que el heredero alcanzaba la capital del reino pasaba, como había dicho, por lo menos un año.
—Solo veré —decía—, e imploro que suceda lo más tarde posible, la efigie impresa en su sábana fúnebre, en la que habrá sido envuelto antes del funeral, con el cuerpo cubierto de óleos y otras sustancias milagrosas que estampan sus formas en el lino.
Luego dijo:
—Tendréis que estar aquí mucho tiempo, y os pido que me vengáis a visitar de vez en cuando. Adoro oír narrar las maravillas de Occidente, y también oír relatos de las mil batallas y asedios que acullá, se dice, hacen la vida digna de ser vivida. Veo en vuestros costados armas, mucho más bellas y poderosas que las que se usan aquí, e imagino que vosotros mismos habréis guiado ejércitos en batallas, como les corresponde a unos reyes, mientras aquí nosotros nos preparamos desde tiempos inmemoriales para la guerra, pero nunca he tenido el placer de mandar un ejército en campo abierto.
No invitaba, suplicaba casi, y con el tono de un jovencito que se había encendido la mente con libros de aventuras portentosas.
—Con tal de que no os fatiguéis demasiado, señor —dijo con gran reverencia Práxeas—. Ahora es tarde y estáis cansado; será mejor despedir a vuestros visitantes.
El Diácono asintió pero, por el gesto de resignación con el que acompañó su saludo, Baudolino y los suyos comprendieron quién mandaba verdaderamente en aquel lugar.