Atravesar el Sambatyón no quería decir haber llegado al reino del Preste Juan. Significaba simplemente que habían abandonado las tierras conocidas hasta donde habían llegado los viajeros más osados. Y, en efecto, nuestros amigos tuvieron que caminar aún durante muchos días y por tierras casi tan accidentadas como las riberas de aquel río de piedra. Luego habían llegado a una llanura que no se acababa nunca. Lejos en el horizonte se divisaba un relieve montañoso bastante bajo, pero abrupto de picos, finos como dedos, que le recordaron a Baudolino la forma de los Alpes —mucho más altos e imponentes— cuando de adolescente los había atravesado por su vertiente oriental para subir de Italia a Alemania.
El relieve estaba en el extremo horizonte, y en aquella llanura los caballos avanzaban con esfuerzo porque crecía por doquier una vegetación lozana, como un interminable campo de trigo maduro, salvo que se trataba de una suerte de helechos verdes y amarillos, más altos que un hombre, y aquella especie de fecundísima estepa se extendía hasta perderse en el horizonte, como un mar agitado por una brisa continua.
Atravesando un claro, casi una isla en ese mar, vieron que a lo lejos, en un solo punto, la superficie no se movía como una oleada uniforme, sino que se agitaba irregularmente, como si un animal, una liebre enorme, surcara las hierbas, pero se movía en curvas muy sinuosas y no en línea recta, a una velocidad superior a la de cualquier liebre, si es que lo era. Como nuestros aventureros se habían encontrado ya con bastantes animales, y de los que no inspiraban confianza, tiraron de las riendas, y se prepararon para una nueva batalla.
El bucle se les acercaba, y se oía un roce de helechos al mecerse. En los márgenes del claro las hierbas se apartaron por fin y apareció una criatura que las abría con las manos, como si fueran un cortinaje.
Eran manos y brazos, desde luego, los del ser que iba a su encuentro. Por lo demás, tenía una pierna, pero era la única. No es que fuera cojo, porque esa pierna se pegaba naturalmente al cuerpo como si no hubiera habido nunca lugar para la otra, y con el único pie de esa única pierna el ser corría con mucha desenvoltura, como si estuviera acostumbrado a moverse así desde su nacimiento. Es más, mientras se dirigía velocísimo hacia ellos, no consiguieron entender si avanzaba a saltos, o si conseguía dar, configurado de tal suerte, pasos, y su única pierna marchara adelante y atrás como nosotros hacemos con dos, y cada paso lo hiciera progresar. La rapidez con la que se movía era tal que no se conseguía discernir un movimiento del otro, como sucede con los caballos, que nunca nadie ha podido decir si hay un momento en el que los cuatro cascos se levantan del suelo o si apoyan al menos dos.
Cuando el ser se paró delante de ellos, vieron que su único pie tenía un tamaño por lo menos doble al de un pie humano, pero bien formado, con uñas cuadradas y cinco dedos que parecían todos dedos gordos, toscos y robustos.
En lo demás, el ser tenía la altura de un niño de diez o doce años, es decir, llegaba a la cintura de uno de ellos, tenía una cabeza bien hecha, con cortos cabellos amarillentos hirsutos en la cabeza, dos ojos redondos de buey afectuoso, una nariz pequeña y redondita, una boca ancha que le llegaba casi a las orejas, y que descubría, en lo que indudablemente era una sonrisa, una bella y robusta dentadura. Baudolino y sus amigos lo reconocieron enseguida, por haber leído y oído hablar tantas veces de él: era un esciápodo. Y, por otra parte, habían incluido esciápodos también en la carta del Preste.
El esciápodo siguió sonriendo, levantó ambas manos uniéndolas encima de la cabeza en señal de saludo y, erguido como una estatua sobre su único pie, dijo más o menos: Aleichem sabì, Iani kalà bensor.
—Esta es una lengua que nunca he oído —dijo Baudolino. Luego, dirigiéndose a él en griego—: ¿Qué lengua estás hablando?
El esciápodo contestó en un griego muy suyo:
—Yo no sabe qué lengua hablaba. Yo creía vosotros extranjeros y hablaba lengua inventada como la lengua de extranjeros. Vosotros, en cambio, habla la lengua de Presbyter Johannes y de su Diácono. Yo saluda vosotros, yo es Gavagai, a vuestro servicio.
Viendo que Gavagai era inocuo, mejor dicho, benévolo, Baudolino y los suyos bajaron del caballo y se sentaron en el suelo, invitándole a que hiciera como ellos y ofreciéndole la poca comida que todavía tenían.
—No —dijo él—, yo dé gracias, pero yo ha comido muchísimo esta mañana.
Después hizo lo que, según toda buena tradición, debía esperarse de un esciápodo: primero se tumbó cuan largo era por el suelo, y luego levantó la pierna para hacerse sombra con el pie, puso las manos bajo la cabeza y de nuevo sonrió feliz, como si estuviera tumbado bajo una sombrilla.
—Poco de fresco va bien hoy, después tanta carrera. ¿Pero vosotros quién es? Pena, si vosotros era doce, vosotros era los santísimos Magos que vuelve, con un negro incluso. Pena que solo es once.
—Una pena sí —dijo Baudolino—. Pero somos once. A ti once Magos no te interesan, ¿verdad?
—Once Magos no interesa nadie. Todas las mañanas en iglesia nosotros reza por regreso de doce. Si vuelve once, nosotros ha rezado mal.
—Aquí esperan de verdad a los Magos —murmuró el Poeta a Baudolino—. Habrá que encontrar una manera para dejar pensar que el duodécimo está por algún sitio.
—Pero sin nombrar nunca a los Magos —recomendó Baudolino—. Nosotros somos once, y el resto lo pensarán ellos por su cuenta. Si no, luego sucede que el Preste Juan descubre quiénes somos y hace que se nos coman sus leones blancos o cosas por el estilo.
Luego se dirigió de nuevo a Gavagai:
—Has dicho que eres un siervo del Presbyter. ¿Hemos llegado, pues, al reino del Preste Juan?
—Tú espera. Tú no puede decir: heme aquí en el reino del Presbyter Johannes, después que ha hecho algún poco camino. Si no, todos viene. Vosotros está en gran provincia del Diácono Johannes, hijo de Presbyter, y gobierna toda esta tierra que vosotros si quiere ir al reino de Presbyter puede pasar solo por aquí. Todos los visitantes que viene tiene que esperar antes en Pndapetzim, gran capital del Diácono.
—¿Cuántos visitantes han llegado ya hasta aquí?
—Nadie. Vosotros es los primeros.
—¿De verdad que no ha llegado antes de nosotros un hombre con una barba negra? —preguntó Baudolino.
—Yo nunca ha visto —dijo Gavagai—. Vosotros es los primeros.
—Así pues, tendremos que esperar en esta provincia para aguardar a Zósimo —refunfuñó el Poeta—, y quién sabe si llegará. Quizá todavía esté en Abcasia, a tientas en la oscuridad.
—Sería peor si hubiera llegado y le hubiera entregado el Greal a esta gente —observó Kyot—. Pero sin Greal, ¿con qué nos presentamos nosotros?
—Calma, también la prisa requiere tiempo —dijo sabiamente el Boidi—. Ahora veamos qué encontramos acá y luego se nos ocurrirá algo.
Baudolino le dijo a Gavagai que con mucho gusto se habrían alojado en Pndapetzim, a la espera de su duodécimo compañero, que se había perdido durante una tormenta de arena en un desierto a muchos días de camino de donde estaban ahora. Le preguntó dónde vivía el Diácono.
—Allá, en su palacio. Yo lleva vosotros. Mejor dicho, yo primero dice mis amigos que vosotros llega, y cuando vosotros llega, vosotros os festeja. Huéspedes es don del Señor.
—¿Se encuentran otros esciápodos aquí alrededor, en la hierba?
—Yo no cree, pero yo ha visto hace poco blemia que yo conoce, precisamente buena coincidencia porque esciápodos no es muy amigos de blemias.
Se llevó los dedos a la boca y lanzó un silbido largo y muy bien modulado. Al cabo de pocos instantes, los helechos se abrieron y apareció otro ser. Era completamente distinto del esciápodo, y por otra parte, al oír nombrar a un blemia, nuestros amigos se esperaban ver lo que vieron. La criatura, con los hombros anchísimos y, por consiguiente, muy achaparrado, pero con la cintura fina, tenía dos piernas cortas y pelosas y no tenía cabeza, ni, por tanto, cuello. En el pecho, donde los hombres tienen los pezones, se abrían dos ojos rasgados, vivacísimos; debajo de una ligera hinchazón con dos fosas nasales, se abría una especie de agujero circular, pero muy dúctil, de manera que cuando se puso a hablar adoptaba formas distintas, según los sonidos que emitía. Gavagai fue a confabular con él; mientras indicaba a los visitantes, el blemia asentía visiblemente, y lo hacía doblando los hombros como si se inclinara.
Se acercó a los visitantes y dijo más o menos:
—Ouiii, ouioioioi, aueua!
Como signo de amistad, los viajeros le ofrecieron una taza de agua. El blemia cogió de un saco que llevaba consigo una especie de pajita, la introdujo en el agujero que tenía bajo la nariz y empezó a sorber el agua. Luego Baudolino le ofreció un buen trozo de queso. El blemia se lo llevó a la boca, que de golpe se volvió del tamaño del queso, y este desapareció en aquel agujero. Dijo el blemia:
—Euaoi oea!
Luego se colocó una mano sobre el pecho, o sea, en la frente, como quien promete, saludó a los nuestros con ambos brazos y se alejó entre la hierba.
—Él llega antes que nosotros —dijo Gavagai—. Blemias no corre como esciápodos, pero siempre mejor que animales lentísimos que vosotros va encima. ¿Qué es ellos?
—Caballos —dijo Baudolino, recordando que en el reino del Preste no nacían.
—¿Cómo es caballos? —preguntó el esciápodo curioso.
—Como estos —contestó el Poeta—, exactamente iguales.
—Yo da gracias. Vosotros hombres poderosos, que va con animales iguales a caballos.
—Pero ahora escucha. Te acabo de oír decir que los esciápodos no son amigos de los blemias. ¿No pertenecen al reino o a la provincia?
—Oh no, ellos como nosotros es siervos del Presbyter, y como ellos los poncios, los pigmeos, los gigantes, los panocios, los sinlengua, los nubios, los eunucos y los sátiros-que-no-se-ve-jamás. Todos buen cristiano y siervo fiel del Diácono y del Presbyter.
—¿No sois amigos porque sois distintos? —preguntó el Poeta.
—¿Cómo dice tú distintos?
—Bueno, en el sentido de que tú eres distinto de nosotros y…
—¿Por qué yo distinto de vosotros?
—Pero ¡santísimo Dios! —dijo el Poeta—, ¡para empezar, tienes una sola pierna! ¡Nosotros y el blemia tenemos dos!
—También vosotros y blemia si levanta una pierna tiene solamente una.
—¡Pero tú no tienes otra que bajar!
—¿Por qué yo debe bajar una pierna que no tiene? ¿Acaso tiene que bajar tú una tercera pierna que no tiene?
Se entrometió conciliador el Boidi:
—Escucha, Gavagai, admitirás que el blemia no tiene cabeza.
—¿Cómo no tiene cabeza? Tiene ojos, nariz, boca, habla, come. ¿Cómo hace tú eso si no tiene cabeza?
—¿Pero tú no has notado nunca que no tiene cuello, y después del cuello esa cosa redonda que tú también tienes sobre el cuello y él no?
—¿Qué quiere decir notado?
—¡Visto, dado cuenta, que tú sabes que!
—Quizá tú dice que él no es todo igual a yo, que mi madre no puede confundir él con yo. Pero también tú no es igual a este amigo tuyo porque él tiene marca en la mejilla y tú no tiene. Y tu amigo es distinto de ese negro como uno de Magos, y él es distinto de ese otro con barba negra de rabino.
—¿Cómo sabes que tengo barba de rabino? —preguntó esperanzado Solomón, que evidentemente estaba pensando en las tribus perdidas, y de aquellas palabras colegía un signo evidente de que habían pasado por allí o residían en ese reino—. ¿Has visto alguna vez otros rabinos?
—Yo no, pero todos dice barba de rabino allá en Pndapetzim.
Boron dijo:
—Cortemos por lo sano. Este esciápodo no sabe ver la diferencia entre él y un blemia, no más que nosotros si consideramos la diferencia entre el Porcelli y Baudolino. Si reparáis en ello, es algo que pasa cuando nos encontramos con extranjeros. Entre dos moros, ¿vosotros sabéis ver la diferencia?
—Sí —dijo Baudolino—, pero un blemia y un esciápodo no son como nosotros y los moros, que los vemos solo cuando vamos a donde viven. Ellos viven todos en la misma provincia, y Gavagai distingue entre blemia y blemia, si dice que el que acabamos de ver es amigo suyo mientras los demás no lo son. Escúchame bien, Gavagai: has dicho que en la provincia viven panocios. Yo sé qué son los panocios, son gente casi como nosotros, salvo que tienen dos orejas tan enormes que les descienden hasta las rodillas, y cuando hace frío se las enrollan en torno al cuerpo como si fueran una capa. ¿Son así los panocios?
—Sí, como nosotros. También yo tiene orejas.
—Pero no hasta las rodillas, ¡por Dios!
—También tú tiene orejas mucho mayores que las de tu amigo cerca.
—Pero no como los panocios, ¡por los clavos de Cristo!
—Cada uno tiene orejas que su madre ha hecho a él.
—Pero entonces, ¿por qué dices que no corre buena sangre entre blemias y esciápodos?
—Ellos piensa mal.
—¿Cómo que mal?
—Ellos cristianos que hace equivocación. Ellos phantasiastoi. Ellos dice justo como nosotros que Hijo no es de misma naturaleza que Padre, porque Padre existe antes de que empieza el tiempo, mientras que Hijo es creado por Padre, no por necesidad sino por voluntad. Por lo tanto, Hijo es hijo adoptivo de Dios, ¿no? Blemias dice: sí, Hijo no tiene misma naturaleza que Padre, pero este Verbo aunque siendo solo hijo adoptivo no puede hacer sí mismo carne. Así pues, Jesús nunca se volvía carne, lo que los apóstoles ha visto era solo… cómo ha de decir… phantasma…
—Pura apariencia.
—Eso. Ellos dice que solo fantasma de Hijo ha muerto en la cruz, no nace en Belén, no nace de María; un día en río Jordán ante Juan Bautista él aparece y todos dice: oh. Pero si Hijo no es carne, ¿cómo dice este pan es mi carne? En efecto, ellos no hace comunión con pan y burq.
—Quizá porque deberían sorber el vino, o como lo llames tú, con esa pajita —dijo el Poeta.
—¿Y los panocios? —preguntó Baudolino.
—Oh, a ellos no importa qué hace Hijo cuando baja a tierra. Ellos piensa solo en Espíritu Santo. Escucha: ellos dice que cristianos en occidente piensa que Espíritu Santo procede de Padre y de Hijo. Ellos protesta y dice que este de Hijo está puesto después y en el credo de Constantinopla no dice eso. Espíritu Santo procede solo de Padre. Ellos piensa contrario que pigmeos. Pigmeos dice que Espíritu Santo procede solo de Hijo y no de Padre. Panocios odia ante todo pigmeos.
—Amigos —dijo Baudolino, dirigiéndose a sus compañeros—. Me parece evidente que las distintas razas que existen en esta provincia no dan importancia alguna a sus diferencias de cuerpo, de color, de forma, como hacemos nosotros, que incluso al ver a un enano lo juzgamos un error de la naturaleza. Y, en cambio, como por otra parte muchos de nuestros sabios, les dan mucha importancia a las diferencias de ideas sobre la naturaleza de Cristo, o sobre la Santísima Trinidad, de la que tanto hemos oído hablar en París. Es su manera de pensar. Intentemos entenderlo; si no, nos perderemos siempre en discusiones sin fin. Pues bien, hagamos como si los blemias fueran como los esciápodos, y lo que pueden pensar sobre la naturaleza de Nuestro Señor, en el fondo, no nos concierne.
—Por lo que entiendo, los esciápodos participan de la terrible herejía de Arrio —dijo Boron, que como siempre era el que más libros había leído de todos.
—¿Y entonces? —dijo el Poeta—. Me parece una cosa de grecanos. Nosotros en el norte estábamos más preocupados por quién era el papa verdadero y quién el antipapa. Y pensar que todo dependía de un capricho de mi difunto señor Reinaldo. Cada uno tiene sus defectos. Tiene razón Baudolino, hagamos como si nada y pidamos a este esciápodo que nos lleve ante su Diácono, que no será mucho, pero por lo menos se llama Juan.
Le pidieron, pues, a Gavagai que los llevara a Pndapetzim, y él se encaminó hacia allí con saltos moderados, para que los caballos pudieran seguirle. Al cabo de dos horas llegaron al final del mar de los helechos, y entraron en una zona cultivada de olivos y frutales: debajo de los árboles estaban sentados, mirándoles con curiosidad, seres con facciones casi humanas, que saludaban con las manos pero emitían solo aullidos. Eran, explicó Gavagai, los seres sin lengua, que vivían fuera de la ciudad porque eran mesalianos, creían que se podía ir al cielo solo gracias a una plegaria silenciosa y continua, sin acercarse a los sacramentos, sin practicar obras de misericordia y otras formas de mortificación, sin otros actos de culto. Por eso no iban nunca a las iglesias de Pndapetzim. Estaban mal vistos por todos, porque consideraban que también el trabajo era una buena obra y, por lo tanto, inútil. Vivían muy pobremente, alimentándose de los frutos de aquellos árboles que, sin embargo, pertenecían a toda la comunidad, pero ellos los explotaban sin consideración alguna.
—Por lo demás son como vosotros, ¿verdad? —lo aguijoneaba el Poeta.
—Es como nosotros cuando nosotros está callados.
Las montañas se estaban acercando cada vez más, y cuanto más se acercaban ellos, más se daban cuenta de su naturaleza. Al final de la zona pedregosa, se erguían gradualmente unos suaves montecillos amarillentos, como si se tratara, sugería Colandrino, de nata montada; no, de ovillos de algodón dulce; pero qué me digo, cúmulos de arena puestos unos junto a otros, como si fueran una selva. Detrás se elevaban los que de lejos parecían dedos, picos rocosos, que tenían encima como un sombrero de roca más oscura, a veces con forma de capucha, otras de casquete casi plano, que sobresalía por delante y por detrás. Más adelante, los relieves eran menos puntiagudos, pero cada uno se veía horadado de oquedades como una colmena, hasta que se entendía que aquellas eran casas, o mejor, albergues de piedra donde habían sido excavadas unas cuevas; a cada una de ellas se llegaba por su escalerilla de madera, que se vinculaba a otras escalerillas de rellano a rellano, y todas juntas formaban, en cada uno de aquellos espolones, una urdimbre aérea que los habitantes —desde lejos parecían todavía hormigas— recorrían con agilidad hacia arriba y hacia abajo.
En el centro de la ciudad se veían verdaderas casas de vecinos y bloques, pero también ellos encajados en la roca, de donde sobresalían pocas varas de fachada, y todos en lo alto. Más allá, se perfilaba un macizo más imponente, de forma irregular, también él una única colmena de cuevas, pero con hechura más geométrica, como si fueran ventanas o puertas, y en algunos casos sobresalían, de aquellos ojos, miradores, pequeñas galerías y balconcitos. Algunas de esas entradas estaban cubiertas por un cortinaje de color, otras por esterillas de paja trenzada. En definitiva, pues, se encontraban en medio de un claustro de montes harto salvajes, y, al mismo tiempo, en el centro de una ciudad poblada y activa, aunque desde luego no magnífica como se habrían esperado.
Que la ciudad era activa y poblada, podía apreciarse por la muchedumbre que animaba no diríamos aquellas calles y aquellas plazas, sino los espacios entre pico y espolón, entre macizos y torres naturales. Era una muchedumbre abigarrada, en la que se mezclaban perros, burros y muchos camellos, que nuestros viajeros habían visto ya al principio de su camino, pero nunca tantos y tan distintos como en ese lugar, unos con una joroba, otros con dos y algunos incluso con tres. Vieron también un tragafuegos que se exhibía ante un corrillo de habitantes y llevaba una pantera atada de una correa. Los animales que más les asombraron eran unos cuadrúpedos agilísimos, destinados al tiro de las carretas: tenían cuerpo de potro, patas muy altas con un casco bovino, eran de color amarillo con grandes manchas marrones y, sobre todo, tenían un cuello larguísimo sobre el que se elevaba una cabeza de camello con dos pequeños cuernos en lo alto. Gavagai dijo que eran camelopardos, o camellos pardales, difíciles de capturar porque huían a toda velocidad, y solo los esciápodos podían perseguirlos y cazarlos con el lazo.
En efecto, aun sin calles y sin plazas, aquella ciudad era toda un inmenso mercado, y en cualquier espacio libre se plantaba una tienda, se erigía un pabellón, se extendía una alfombra por el suelo, se colocaba un tablero horizontal sobre dos piedras. Y se veían exposiciones de frutas, cortes de carne (resultaba privilegiada, parecía, la de camelopardo), alfombras tejidas con todos los colores del arco iris, ropajes, cuchillos de obsidiana negra, hachas de piedra, copas de arcilla, collares de huesecitos y de piedrecitas rojas y amarillas, sombreros con las formas más extrañas, chales, mantas, cajas de marquetería, instrumentos para trabajar el campo, pelotas y monigotes de trapo para los niños y, luego, ánforas llenas de líquidos azules, ámbar, rosa y limón, y escudillas llenas de pimienta.
Lo único que no se veía en aquella feria eran objetos de metal, y en efecto, Gavagai, cuando se le preguntó por qué, no entendía qué significaban palabras como hierro, metal, bronce o cobre, fuera cual fuese la lengua en que Baudolino intentara nombrarlos.
Circulaban entremedias de aquella muchedumbre esciápodos activísimos, que saltando y brincando llevaban sobre la cabeza cestas desbordantes; blemias, casi siempre en corrillos aislados, o detrás de puestos donde se vendían nueces de coco; panocios con sus orejas al viento, excepto las mujeres que se las enrollaban púdicamente sobre el pecho, sujetándolas con una mano como si de un chal se tratara, y otra gente que parecía salida de uno de aquellos libros de maravillas ante cuyas miniaturas tanto se había extasiado Baudolino cuando buscaba inspiración para sus cartas a Beatriz.
Divisaron a los que debían de ser sin duda los pigmeos, de piel muy oscura, con un taparrabos de paja y ese arco en bandolera con el cual, como quería su naturaleza, estaban perennemente en guerra con las grullas. Una guerra que debía permitirles no pocas victorias, pues muchos de ellos iban ofreciendo a los transeúntes sus presas, colgadas de un largo bastón que requería de cuatro de ellos para llevarlo, dos por cada extremidad. Siendo los pigmeos más bajos que las grullas, los animales colgados arrastraban por el suelo, y por eso los habían colgado del cuello, de manera que fueran las patas las que dejaran una larga estela en el polvo.
He ahí a los poncios y, aunque habían leído sobre ellos, nuestros amigos no dejaban de examinar con ojo curioso a aquellos seres con las piernas rectas sin articulaciones en las rodillas, que caminaban de manera rígida, apoyando en el suelo sus cascos equinos. Pero lo que más les hacía destacar era, para los hombres, el falo que les colgaba del pecho, y, para las mujeres, en la misma posición, la vagina, que sin embargo no se veía porque la cubrían con un chal anudado detrás de la espalda. La tradición quería que llevaran a pastar cabras con seis cuernos, y en efecto eran algunos de esos animales los que estaban vendiendo en el mercado.
—Justo como estaba escrito en los libros —seguía murmurando admirado Boron. Luego, en voz alta, para que le oyera Ardzrouni—: Y en los libros también estaba escrito que el vacío no existe. Por lo tanto, si existen los poncios, no existe el vacío.
Ardzrouni se encogía de hombros y se preocupaba por ver si en alguna ampolla se vendía un líquido para aclarar la piel.
Para moderar la bulliciosa actividad de aquella gente, pasaban de vez en cuando hombres negrísimos, de gran estatura, desnudos hasta la cintura, con pantalones a la morisca y turbantes blancos, armados solo con enormes mazas nudosas que habrían podido tumbar a un buey de un solo golpe. Como los habitantes de Pndapetzim se estaban congregando al paso de los extranjeros, señalando sobre todo los caballos, que evidentemente nunca habían visto, los hombres negros intervenían para disciplinar a la multitud, y con solo voltear sus mazas creaban inmediatamente el vacío a su alrededor.
No se le había escapado a Baudolino que, cuando la aglomeración se cerraba, era precisamente Gavagai quien les hacía una señal de alarma a los hombres negros. Por los gestos de muchos espectadores se entendía que querían hacer de guía a aquellos huéspedes ilustres, pero Gavagai estaba decidido a tenérselos para sí, es más, se pavoneaba como diciendo:
—Estos son de mi propiedad y no me los toquéis.
En cuanto a los hombres negros, eran, dijo Gavagai, la guardia nubia del Diácono, cuyos antepasados habían llegado desde lo más profundo de África, pero que ya no eran extranjeros, porque nacían cerca de Pndapetzim desde innumerables generaciones y eran devotos del Diácono hasta la muerte.
Al final, vieron descollar, mucho más altos que los mismos nubios, a muchos palmos por encima de las cabezas de los demás, a los gigantes, que además de gigantes eran monóculos. Estaban desgreñados, mal vestidos y, dijo Gavagai, se ocupaban o de construir casas en aquellas rocas, o de apacentar ovejas y bueyes, y en eso eran excelentes, porque podían doblegar a un toro agarrándolo por los cuernos, y si un carnero se alejaba del rebaño no necesitaban perro, estiraban una mano, lo agarraban por el pellejo y lo volvían a poner al lugar de donde había salido.
—¿Y también sois enemigos de los gigantes? —preguntó Baudolino.
—Aquí nadie enemigo de nadie —contestó Gavagai—. Tú ve ellos todos juntos vende y compra como buenos cristianos. Después todos vuelve a casa de cada uno de ellos, no está juntos a comer o dormir. Cada uno piensa como quiere, aunque piensa mal.
—Y los gigantes piensan mal…
—¡Pfuu! ¡Peor que los peores! Ellos es artotiritas, cree que Jesús en la Última Cena consagra pan y queso, porque dicen que esa es comida normal de antiguos patriarcas. Así comulga blasfemando con pan y queso y considera herejes a todos que aquellos que hace con burq. Pero aquí de gente que piensa mal es casi todos, menos esciápodos.
—¿Me has dicho que en esta ciudad hay también eunucos? ¿También ellos piensan mal?
—Yo mejor que no habla de eunucos, demasiado poderosos. Ellos no se mezcla con gente común. Pero piensa distinto que yo.
—Y, aparte del pensamiento, son iguales a ti, me imagino…
—Porque ¿qué tiene yo distinto de ellos?
—Diablo de un cachopinrel —se agobiaba el Poeta—, ¿tú vas con las mujeres?
—Con las mujeres esciápodas sí, porque ellas no piensa mal.
—Y a tus esciápodas se la metes esa jodida cosa, maldición, ¿pero tú dónde la tienes?
—Aquí, detrás de pierna, como todos.
—Aparte del hecho de que yo no la tengo detrás de la pierna, y acabamos de ver a unos tipos que la tienen encima del ombligo; por lo menos, ¿sabes que los eunucos esa cosa no la tienen en absoluto y no van con mujeres?
—Quizá porque a eunucos no gusta mujeres. Quizá porque yo en Pndapetzim nunca ha visto mujeres eunucas. Pobrecitos, a lo mejor a ellos gusta, pero no encuentra mujer eunuca, ¿y no querrás que vaya con mujeres de blemias o panocios, que piensa mal?
—Pero ¿has notado que los gigantes tienen solo un ojo?
—También yo. Vea, yo cierra este ojo y queda solo el otro.
—Sujetadme, que si no, lo mato —decía el Poeta, con la cara roja.
—En fin —dijo Baudolino—, los blemias piensan mal, los gigantes piensan mal, todos piensan mal, excepto los esciápodos. Y ¿qué piensa vuestro Diácono?
—Diácono no piensa. Él manda.
Mientras hablaban, uno de los nubios se había abalanzado ante el caballo de Colandrino, se había arrodillado y, abriéndose de brazos y bajando la cabeza, había pronunciado unas palabras en una lengua desconocida, pero por el tono se notaba que se trataba de una afligida súplica.
—¿Qué quiere? —había preguntado Colandrino.
Gavagai había contestado que el nubio le pedía que le cortara la cabeza en nombre de Dios con esa bella espada que Colandrino llevaba en el costado.
—¿Quiere que lo mate? ¿Y por qué?
Gavagai parecía apurado.
—Nubios es gente muy rara. Tú sabe, ellos circunceliones. Buenos guerreros solo porque desea martirio. No hay guerra y él quiere martirio enseguida. Nubio es como niños, quiere enseguida lo que gusta a él.
Le dijo algo al nubio, y aquel se alejó con la cabeza gacha. Cuando le pidieron que explicara algo más sobre esos circunceliones, Gavagai dijo que los circunceliones eran los nubios. Luego observó que se avecinaba el ocaso, que estaban desmontando el mercado y era preciso ir a la torre.
En efecto, la muchedumbre se estaba dispersando, los vendedores recogían sus cosas en grandes canastos; desde los varios ojos que se abrían en las paredes de roca bajaban unas cuerdas y alguien, desde las distintas casas, tiraba para arriba las mercancías. Era todo un subir y bajar hacendoso, y en poco tiempo la ciudad quedó desierta. Parecía ahora un gran cementerio con innumerables nichos, pero, una tras otra, aquellas puertas o ventanas en la roca empezaban a iluminarse, señal de que los habitantes de Pndapetzim estaban encendiendo chimeneas y candiles para prepararse para la noche. En virtud de quién sabe qué huecos invisibles, los humos de aquellos fuegos salían todos por las cimas de los picos y de los espolones, y el cielo ya pálido estaba surcado por penachos negruzcos que iban a disolverse entre las nubes.
Recorrieron lo poco que quedaba de Pndapetzim, y llegaron a una explanada detrás de la cual los montes no dejaban ya paso visible alguno. Encajada a medias en la montaña se veía la única construcción artificial de toda la ciudad. Era una torre o, mejor dicho, la parte anterior de una torre de gradas, amplia en la base y cada vez más estrecha a medida que subía, pero no como una pila de hogazas que hubieran sido superpuestas, una más pequeña que la otra, para formar muchas capas, pues un camino espiraliforme subía ininterrumpidamente de grada en grada y se adivinaba que penetraba también dentro de la roca, envolviendo la construcción desde la base hasta la cima. La torre estaba completamente entretejida de grandes puertas de arco, una junto a la otra, sin ningún espacio libre entre ellas como no fuera la jamba que las separaba, y parecía un monstruo con mil ojos. Solomón dijo que así debía de ser la torre erigida en Babel por el cruel Nembroth, para desafiar al Santo, que por siempre fuera bendito.
—Y este —dijo Gavagai con acento orgulloso—, este es el palacio del Diácono Johannes. Ahora vosotros está quietos y espera, porque ellos sabe que vosotros llega y ha preparado solemne bienvenida. Yo ahora va.
—¿Dónde vas?
—Yo no puede entrar en torre. Después que vosotros ha sido recibido y ha visto Diácono, entonces yo vuelve donde vosotros. Yo vuestro guía en Pndapetzim, yo nunca deja vosotros. Atentos con eunucos, él es hombre joven… —e indicaba a Colandrino—, y a ellos gusta jóvenes. Ave, evcharistó, salam.
Saludó erguido en su pie, de manera vagamente marcial, se dio la vuelta y un segundo después estaba ya lejos.